Theresa no mencionó el asunto a Brian en ninguna de sus cartas, aunque mantuvieron su correspondencia. Se escribían semanalmente, pero en muchas ocasiones intercambiaban más de dos cartas en siete días. Brian le envió la cinta de Dulces Recuerdos y la primera vez que la escuchó experimentó una sensación de soledad dolorosa y nueva para ella. Cerró los ojos y se imaginó a Brian tocando la guitarra y cantando la conmovedora canción. Sintió una vez más sus besos, anheló verle, tocarle… En una de sus cartas, Brian le había propuesto que se encontraran en Fargo, lugar a mitad de camino entre la base aérea y su casa, y todavía no le había dado una respuesta. Lo deseaba, ¡oh, cómo lo deseaba…! pero temblaba al pensar en contar el plan a sus padres. Y, a pesar de lo que Brian decía en sus cartas, estaba segura de que esperaría disfrutar en el fin de semana de algo más que de su compañía.
A principios de marzo, Theresa estaba cruzando el aparcamiento del colegio, cubierto de una fina capa de hielo, cuando uno de los tacones de sus zapatos resbaló hacia un lado y le hizo caer de espaldas. Los libros volaron, esparciéndose sobre el suelo y Theresa quedó tendida de cara al cielo plomizo.
Joanne Kerny, una de sus compañeras, vio la caída y se apresuró a ayudarla. La incorporó con un gesto de preocupación en el rostro.
– ¿Theresa, te has hecho daño? ¿Quieres que busque ayuda?
– No… no -balbució temblorosa-. No, creo que estoy bien. Resbalé y caí tan rápidamente que no me di cuenta hasta que mi cabeza pegó contra el suelo.
– Mira, no te muevas. Voy a buscar a alguien para ayudarte a entrar.
La caída le produjo dolor de cabeza a Theresa, pero no por ello dejó de dar las clases que le quedaban. También trabajó al día siguiente, pero al tercero se vio forzada a pedir que la sustituyeran temporalmente: tenía unos dolores atroces en la espalda. Fue a ver al médico y en el reconocimiento se vio que no tenía nada roto, sino algunos músculos muy magullados, para los cuales le recetó un calmante muscular. Pero, durante el reconocimiento, el doctor Delancy le hizo algunas preguntas que no le había hecho nunca.
– Dime, Theresa, ¿tienes dolores de espalda con regularidad?
– Sí, pero irregularmente, y los hombros me duelen más que la espalda.
El médico le preguntó cuál era la frecuencia, la localización, cuál creía que era la causa, la edad que tenía cuándo comenzaron… Y, cuando se detuvo en la puerta y le dio la siguiente orden, Theresa sintió un miedo de muerte.
– Me gustaría hablar contigo en mi despacho cuando te hayas vestido.
Cinco minutos después, el médico le dio su diagnóstico sin ningún preámbulo.
– Creo, jovencita, que cada vez tendrás más dolores de espalda a menos que se haga algo para eliminar la causa que los produce. Tu problema debe ser tratado o, si mi diagnóstico es correcto, con el tiempo aumentarán la intensidad y la frecuencia de los dolores.
Ante la expresión alarmada de Theresa, el doctor se apresuró a añadir:
– Oh, no pongas esa cara. La caída sólo te producirá molestias pasajeras. El verdadero problema es la tensión producida por el peso de tus pechos, que es la causa de los dolores de espalda, rodillas y hombros. Tu estructura ósea es demasiado débil para soportar tanto peso. Te voy a recomendar un especialista muy bueno para que hables con él, porque existe una solución a tu problema, una solución mucho menos drástica, arriesgada y dolorosa que las operaciones de espalda a las que te tendrías que someter a la larga si ignoras el problema.
Theresa sabía de lo que estaba hablando el doctor incluso antes de preguntárselo.
– ¿Se refiere a una operación para reducir los pechos?
– Oh, así que ya te lo habían sugerido…
Theresa salió de la consulta sintiéndose predestinada, como si la caída en el aparcamiento le hubiera proporcionado un motivo más válido para considerar la posibilidad de operarse. Ciertamente, su madre aceptaría la idea con más prontitud si le decía que se lo había aconsejado el doctor Delancy, y que no lo hacía sólo para librarse de complejos sexuales y poder ponerse ropa de su gusto…
Querido Brian:
Me ha sucedido la cosa más tonta del mundo: resbalé y me caí en el aparcamiento del colegio. El suelo estaba helado y llenaba un poco de tacón, así que me pegué un buen golpe. Tengo que quedarme dos días en casa (órdenes del médico), pero sólo tengo unos cuantos músculos magullados, que sanarán enseguida. Mientras tanto, disfrutaré de unas cortas vacaciones, por así decirlo, aunque me gustaría que estuvieras aquí para pasarlas conmigo.
Theresa dejó la pluma y su mirada vagó hasta la ventana. Hacía un día gris, un poco deprimente. Las nubes pasaban veloces soltando su carga de aguanieve que formaba hilos de agua en los cristales.
¿Qué pensaría Brian si le escribía que había decidido operarse para reducir el tamaño de sus senos?
Hasta ese momento Theresa no se había dado cuenta de que estaba considerando en serio la posibilidad. Pero había muchas preguntas que debían ser respondidas antes de que pudiera tomar una decisión. Y, de algún modo, le parecía que era demasiado pronto para hacerle a Brian una revelación tan íntima.
Salió de sus meditaciones y volvió a coger la pluma.
He pensado mucho en la Semana Santa. Yo quiero ir, pero estás en lo cierto: me da un poco de miedo decírselo a mis padres…
Dos días después, el teléfono sonó a las cuatro de la tarde.
– ¿Sí?
– Hola, bonita.
A Theresa le dio la sensación de que el viento y las lluvias de marzo se disolvían y que brotaba por todas partes la primavera.
– ¿Brian… Brian?
– ¿Te llaman bonita otros hombres?
– Oh, Brian -gimió, y repentinamente las lágrimas le quemaron los ojos.
Todavía le dolía la espalda. Estaba deprimida. Le echaba de menos. Oír su voz fue la medicina más dulce de todas.
– Oh, Brian, eres tú.
Él se rió.
– ¿Cómo estás? ¿Qué tal la espalda? -preguntó con voz débil.
– Ahora mucho mejor -contestó sonriendo entre lágrimas, imaginándose el rostro de Brian-. Mucho, mucho mejor.
– Acaba de llegar tu carta. Oh, cariño, estaba tan preocupado… yo…
– Estoy bien, Brian, de verdad excepto…
Excepto que su vida no era en absoluto como desearía que fuese. Le daba miedo operarse. Le daba miedo no hacerlo. Le daba miedo hablar de ello con sus padres… encontrarse con Brian en Fargo… que sus padres lo desaprobasen…
– ¿Excepto qué?
– Oh, yo… no sé. Es… es una tontería. Yo…
– Theresa, ¿estás llorando?
– N… no. ¡Sí! Oh, Brian, no sé por qué. ¿Qué me está sucediendo?
Theresa procuró contener los sollozos para que Brian no los oyera.
– Cielo, no llores -le pidió con la voz embargada de emoción.
– Nadie me había… llamado ci… cielo nunca.
– Pues lo mejor será que te vayas acostumbrando.
La ternura de su voz tuvo eco en el palpitante corazón de Theresa. Se enjugó las lágrimas con el envés de la mano libre y se quedó pegada al teléfono. Tantas cosas que decir y ninguno de los dos abría la boca. Sus intensos sentimientos parecían transmitirse a través del cable. Theresa no estaba acostumbrada a tener emociones de aquella magnitud. Darles voz por primera vez le producía horror, pero era esencial. No podría vivir con aquel dulce dolor en el pecho.
– Yo… te he echado de menos como… como nunca pensé que se pudiera echar de menos a nadie.
Theresa oyó un gemido ronco, profundo e imaginó a Brian con los ojos cerrados con fuerza por el dolor. Sintió una repentina necesidad de tenerle cerca… un calor líquido en sus entrañas.
– Yo sólo puedo pensar en ti -dijo Brian por fin con voz atormentada, casi gutural-. En ti y en la Semana Santa.
Pero Brian seguía sin preguntar y ella sin responder.
– Brian, nada parecido a esto…
Tuvo que tragar saliva para contener un sollozo.
– ¿Qué? Theresa, no te oigo.
En toda su vida llena de sufrimientos, burlas e insultos, nada le había dolido nunca tanto como aquella inmensa ansiedad.
– Na… nada parecido a esto me había sucedido en la vida.
– A mí tampoco. Es horrible.
– Sí, horrible. Ya no sé qué hacer conmigo misma.
– A mí se me olvidan mis obligaciones.
– A mí me horroriza estar aquí, en esta casa.
– Yo estoy pensando en escaparme…
– ¡Oh, no, Brian, no debes hacer eso!
– Lo sé… lo sé.
Theresa oyó su respiración fatigosa. ¿Estaría pasándose la mano a través del pelo? El silencio reinó una vez más.
– ¿Theresa? -dijo por fin con voz muy débil-. Creo que estoy hundiéndome.
Theresa cerró los ojos, rozando el teléfono con los labios entreabiertos. Sentía agudas punzadas de dolor en su interior… se sentía vacía y atormentada.
– Oye, bonita, tengo que dejarte ya -dijo con desenfado, indudablemente forzado-. Descansa y cuídate esa espalda, ¿lo harás por mí? Recibirás una carta pasado mañana más o menos. Y te prometo que no desertaré. Saluda a todo el mundo de mi parte… ¡Oh, Theresa, no puedo soportar más esto! Debo irme, pero no te diré adiós. Sólo… dulces recuerdos.
La línea se corto. Theresa se apoyó contra la pared, hundida, sollozando. ¿Por qué no le había dicho que iría? ¿De qué tenía miedo? ¿De un hombre tan dulce y cariñoso como Brian? De repente se preguntó si sufrirían todos los que aman de ese modo.
Quizás fue el vacío y la infelicidad lo que finalmente animó a Theresa a llamar a la mujer cuyo nombre le había dado Catherine McDonald. Necesitaba desesperadamente hablar con alguien que comprendiera lo que le estaba pasando.
Varios días después, cuando estaba marcando el número, el estómago se le puso rígido y se sintió insegura, sin saber si sería capaz de hacer las preguntas que había ensayado tantas veces durante los días que había estado en cama recuperándose.
Pero, desde el momento en que Diane DeFreize contestó al teléfono y la saludó afablemente, diciéndole que Catherine ya le había dicho que tal vez la llamaría, las perspectivas de la vida de Theresa comenzaron a cambiar. Diane DeFreize irradiaba felicidad por el cambio producido en su vida por la operación. En muy poco tiempo hizo que Theresa se sintiera impaciente por dar el primer paso.
Fue un día de la tercera semana de marzo cuando conoció al doctor Armand Schaum. Era un cirujano delgado y larguirucho, que pasó a engrosar el creciente número de personas que Theresa estaba conociendo que miraban directamente a los ojos. El médico tenía el pelo más negro que había visto en su vida y unos ojos castaños muy penetrantes. A Theresa le agradó el primer momento. Obviamente, estaba acostumbrado a tratar con mujeres recelosas. Theresa, como la mayoría, al principio se sintió cohibida en la agradable consulta, como si hubiese ido a pedirle algo perverso y criminal.
En cinco minutos, su actitud cambió drásticamente y se sintió asombrada de lo ignorante y poco informada que había estado durante todos aquellos años. Había mantenido el mismo punto de vista anticuado que el resto de la sociedad: operarse para disminuir el tamaño de los senos era algo innecesario, consecuencia de la vanidad.
El doctor Schaum le explicó las molestias físicas que probablemente tendría en el futuro si seguía como estaba.
¿Vanidad? ¡Qué poca gente lo comprendía!
Pero había dos factores negativos de los que el doctor le habló con toda claridad. Su rostro alargado y anguloso adoptó una expresión grave.
– En este tipo de operación, se hace una incisión alrededor de toda la aréola, la zona más oscura que rodea el pezón. El método antiguo consistía en quitar el pezón por completo y colocarlo en una posición más alta. Ahora, con el nuevo método, podemos hacer la operación sin cortar el nervio. No se puede reducir el tamaño tan radicalmente, pero en cambio aumenta considerablemente la probabilidad de conservar la sensibilidad del pezón. En todo este tipo de operaciones, dicha sensibilidad se pierde temporalmente como mínimo. Y, aunque no podamos garantizar su recuperación, si no cortamos el nervio hay muchas probabilidades de éxito. Pero es muy importante que comprendas que siempre cabe la posibilidad de perderla para siempre.
El doctor se inclinó hacia adelante.
– El otro factor que debes considerar es si deseas amamantar a tus futuros hijos. Utilizando el nuevo método se han dado algunos casos en los que la madre ha podido dar de mamar a sus hijos después, pero las probabilidades son muy remotas. En resumen, si decides operarte, debes tener muy claro que hay dos cosas importantes en juego: la capacidad de los pechos para producir leche y para responder a la estimulación sexual. Es casi seguro que tendrás que renunciar a lo primero, y cabe la remota posibilidad de perder lo segundo.
De modo que también había sus riesgos. Theresa estaba desolada. Se quedó tumbada en la cama con los ojos muy abiertos, sintiéndose más insegura que nunca. Le producía horror la idea de perder la sensibilidad. Recordó la sensación de hormigueo que le causaba el más ligero roce de Brian, y se preguntó lo que pensaría él si le privaba de la capacidad de excitarla de ese modo tan particular y a sí misma de la capacidad de responder.
Se llevó las manos a los senos, y no se estimularon. Rozó los pezones con el suave tejido de su pijama y no sucedió nada. Pensó en los labios de Brian… y todo comenzó.
La llenó una dulce ansiedad que le hizo acurrucarse. ¿Y si se veía privada de aquella poderosa reacción femenina sin ni siquiera haber llegado a conocer las dulces sensaciones producidas por los labios de un hombre en esa zona tan sensitiva?
Lo único que sabía sobre seguro era que una vez… por lo menos una vez, debía tener esa experiencia, antes de jugársela.
Brian contestó al teléfono con tono seco, de aire militar.
– Teniente Scanlon al habla.
– Brian, soy yo, Theresa.
Reinó el silencio y ella percibió la gran sorpresa de Brian. No estaba segura de haber hecho bien llamándole a media mañana.
– Sí, ¿en qué puedo ayudarla?
Su sequedad fue un jarro de agua fría. Luego, Theresa lo comprendió… Brian no estaba solo.
– Puedes ayudarme si me dices que no te has olvidado de mí y que no es demasiado tarde para aceptar tu invitación.
– Yo… -vaciló, aclarándose ruidosamente la garganta-. Podemos proceder con los planes tal y como discutimos.
– ¿Te parece bien el viernes? -preguntó Theresa con el corazón saltándole de emoción.
– Perfecto.
– ¿En el hotel Doublewood de Fargo?
– Afirmativo. A las doce.
– ¿De… de la mañana, Brian?
– Sí. ¿Se lo ha notificado ya a los interesados?
– Tengo la intención de contárselo esta noche. Deséame suerte, Brian.
– La tendrá.
– Vuelve la cara hacia otro lado si estás con alguien, porque creo que vas a sonreír. Teniente Scanlon, creo que me he enamorado de ti.
Hubo un silencio.
– Y creo que ya es hora de que haga algo positivo.
Tras una breve pausa, Brian se aclaró la garganta.
– Afirmativo. Yo me encargo de todo.
– De todo, no. Ya es hora de que viva mi propia vida. Y quiero agradecerte toda la paciencia que has tenido mientras me decidía.
– Si hay algo que podamos hacer en este punto para facilitar las cosas…
– Te veré dentro de dos semanas y media.
– Conforme.
– Adiós, querido Teniente Scanlon.
Brian se aclaró la garganta, pero aún así tartamudeó al decir la última palabra.
– A… adiós.
Aquella noche, Theresa abordó a sus padres antes de que pudiera echarse atrás. Sin darse cuenta, Margaret le proporcionó la introducción perfecta.
– Este año, la cena de Semana Santa será en casa de la tía Nora -les informó.
Acababan de cenar y estaban sentados en la mesa de la cocina. Amy había ido a estudiar a casa de una amiga.
– Arthur y su familia vendrán de California a pasar las vacaciones. ¡Cielo santo, deben haber pasado siete años por lo menos desde la última vez que estuvimos juntos! El abuelo celebrará su cumpleaños número sesenta y nueve ese sábado también, así que prometió que haría el pastel y tú tocarías el órgano, The…
– Yo no estaré aquí en Semana Santa -la interrumpió con tono sereno.
La expresión de Margaret decía: «no seas ridícula, cariño, ¿en qué otro lugar ibas a estar?».
– Voy a pasar la Semana Santa en Fargo… con Brian.
Margaret se quedó boquiabierta. Luego frunció el ceño y desvió rápidamente la mirada hacia Willard, volviéndola con igual velocidad hacia su hija.
– ¿Con Brian? -repitió secamente-. ¿Qué quieres decir con eso?
– Exactamente eso. Vamos a encontrarnos en Fargo para pasar tres días juntos.
– Así de sencillo, ¿no? ¡A pasar tres días con un hombre!
Theresa sintió que se ruborizaba y que crecía a la vez su indignación.
– Mamá, tengo veinticinco años.
– ¡Sí, y eres soltera!
– ¿No crees que está dando por hecho muchas cosas? -preguntó Theresa con tono acusador.
Pero Margaret llevaba demasiado tiempo gobernando la casa para dejarse detener cuando «sabía que tenía razón». Tenía la cara colorada como un tomate y los labios temblorosos cuando exclamó:
– Cuando un hombre y una mujer se van a pasar varias noches juntos, ¿qué otra cosa puede pensarse?
Theresa echó una mirada breve a su padre. También tenía la cara algo colorada, y estaba mirándose las manos. Repentinamente, a Theresa le molestó la debilidad de su carácter. Deseó que dijera algo en uno u otro sentido en lugar de dejarse apabullar siempre por su dominante esposa. Theresa se volvió de nuevo hacia su madre. Aunque tenía el estómago revuelto, habló con voz relativamente tranquila.
– Podrías haber preguntado, mamá.
Margaret gruñó y desvió la mirada desdeñosamente.
– Si vas a darlo todo por hecho no puedo hacer nada. Y a mi edad, no pienso que tenga obligación de darte explicaciones. Voy a ir, y eso es todo.
– ¡Sobre mi cadáver vas a ir!
Margaret saltó de la silla pero en ese momento, asombrosamente, intervino Willard.
– Siéntate, Margaret -ordenó, cogiéndola del brazo.
Margaret volvió su ira hacia él.
– ¡Si vive en nuestra casa, vive conforme a lo que dicta la decencia!
A Theresa le escocían los ojos. Era como si hubiera sabido que sucedería algo parecido. Con su madre no había nada que discutir. Le había pasado cuando tenía catorce años y acudió a ella buscando consuelo a sus problemas y ahora la historia se repetía una vez más.
– Margaret; tiene veinticinco años -razonó Willard-. Casi veintiséis.
La mujer apartó la mano de su marido con rabia.
– Sí, y será un excelente ejemplo para Amy.
Esas palabras le dolieron profundamente a Theresa, por lo injustas que eran.
– Yo siempre he sido…
Pero, una vez más, Willard salió en su defensa.
– Amy es una chica estupenda, ¿no crees, Margaret? Justo igual que Theresa cuando tenía su edad.
Margaret miró a Willard echando fuego por los ojos. Era la primera vez en la vida que Theresa le veía enfrentarse a su madre. Y, ciertamente, la primera que les veía discutir.
– Willard, ¿cómo puedes decir eso? Sabes que cuando tú y yo nos…
– Lo que sé es que cuando teníamos su edad ya llevábamos dos años casados y teníamos nuestra propia casa. Y, por supuesto, ni tus padres ni los míos nos decían lo que debíamos hacer y lo que no. ¡Y estábamos en 1955!
Theresa podría haber besado las enrojecidas mejillas de su padre. Era como descubrir a una persona oculta, muy parecida a ella misma, que había permanecido escondida en el interior de Willard Brubaker durante tantos años. Qué revelación verle al fin defender sus principios.
– Willard, ¿cómo puedes atreverte a dar permiso a tu propia hija…?
– ¡Ya basta, Margaret!
Willard se levantó y llevó a su mujer hacia la puerta sin demasiados miramientos.
– ¡Me he dejado dominar por ti durante demasiados años y creo que ha llegado el momento de discutir este asunto en privado!
– Willard, si tú… ella no puede…
Él se la llevó farfullando por el vestíbulo hasta que el sonido de su voz se apagó.
Más tarde, durante aquella noche, Theresa no sabía que estaban en la cocina cuando salió desvelada de su cuarto, para ver si bebiendo algo conciliaba el sueño.
Estaban sentados con las manos entrelazadas en la mesa de la cocina cuando Theresa se detuvo en la oscura entrada, dándose cuenta de que llegaba en un momento inoportuno.
Cuando Theresa desapareció entre las sombras y regresó sigilosamente a su cuarto, oyó la risa de su padre, que parecía la de un joven de veinte años.
A la mañana siguiente, no se mencionó la palabra Fargo. Tampoco a Brian Scanlon. Margaret no parecía enfadada y dio los buenos días a Theresa antes de marcharse al cuarto de baño canturreando con una taza de café. El zumbido de la máquina de afeitar de Willard se hizo más fuerte al abrirse la puerta. Luego, desde la distancia, Theresa oyó risas.
Al final de aquel día, Willard subió al cuarto de Theresa.
– ¿Piensas ir a Fargo en coche? -preguntó con voz sosegada desde la puerta.
Theresa levantó la vista, sorprendida.
– Sí.
Su padre se rascó la barbilla pensativamente.
– Bueno, entonces lo mejor será que eche un vistazo a tu coche por si necesita algún arreglillo.
Dicho esto, se volvió para marcharse.
– ¿Papá?
Willard se volvió a tiempo de ver cómo su hija se abalanzaba sobre él con los brazos abiertos.
– Oh, papá, te quiero.
El hombre acarició con ternura paternal sus cabellos.
– Pero creo que a él también le quiero -añadió Theresa.
– Lo sé, cariño, lo sé.
Willard le había dado a Theresa una lección sobre el poder del amor.