Capítulo 8

A lo largo de aquel día, Theresa y Brian no estuvieron solos el tiempo suficiente para hablar de nada que hubiese sucedido la noche anterior o de cualquier otro asunto íntimo. Fue un día perezoso. Todos se levantaron tarde, y se dedicaron a echar sueñecitos recostados en los sillones, a ver los partidos de rugby de Año Nuevo por la televisión o, sencillamente, a no hacer nada encerrados en sus cuartos. Prácticamente hasta la hora de cenar, ninguno de ellos se espabiló. Incluso entonces formaban un grupo bastante alicaído, pues sólo faltaba un día para que Jeff y Brian se fueran y se podía percibir la tristeza en el aire ante la inminente despedida.

A la mañana siguiente, Theresa se despertó poco después de amanecer y se quedó tumbada contemplando la ranita que Brian le había regalado. Recordó todo lo que había sucedido entre ellos desde la primera noche que se habían sentado juntos en el cine, con el codo de Brian oprimiendo el suyo a lo largo de toda aquella escena de amor extremadamente sensual.

¿A quién pretendía engañar? Casi estaba predestinada a esa atracción que sentía hacia Brian Scanlon. Estaba enamorándose de un hombre dos años más joven que ella, el cual admitía haber tenido encuentros sexuales con un número indefinido de admiradoras. La idea de que Brian fuese un hombre de mundo y con experiencia a Theresa la hacía sentirse pueril e insegura. Una vez más se preguntó qué vería Brian en una mujer introvertida y asustadiza como ella. Su atractivo físico la intimidaba, pues al compararle con ella pensaba que no podía sentirse atraído por sus encantos según afirmaba él. ¿Cómo iba a estarlo? Con mujeres como Felice adulándole, acechándole, deseando compartir con él algo más que un simple baile, ¿por qué iba a interesarse Brian Scanlon por ella?

Suspiró, cerró los ojos e intentó imaginarse a sí misma desnuda en la cama con Brian Scanlon, pero le resultó imposible. Era demasiado tímida, demasiado pecosa, demasiado pelirroja para encajar en el papel. Deseó tener una figura esbeltísima, piel rosada y pelo castaño rojizo. Deseó haber conocido en algún momento a lo largo de su vida a un hombre capaz de traspasar el muro de su timidez y darle una idea de lo que podía pasar si permitía que Brian se tomase más libertades con ella.

Eran las siete y media. Oyó a sus padres que salían a trabajar, pero en el resto de la casa reinaba el silencio. Se levantó pesadamente de la cama, se vistió e hizo café, y aún seguía sin levantarse nadie más. Al día siguiente Brian y Jeff se marcharían, y la casa parecería desierta. El solo pensamiento la llenó de amargura. ¿Qué iba a ser de ella sin Brian a su lado? Era injusto que debiera partir justo entonces, cuando acababan de descubrir su atracción mutua. Absorta en sus pensamientos, se dirigió al baño y recogió las toallas sucias, colgando unas limpias. Luego entró a su cuarto y añadió al montón su propia ropa sucia. Se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que pudiese poner la lavadora para lavar la ropa de Jeff, de modo que éste pudiera llevársela limpia y así ahorrarse una cuenta de lavandería.

Durante la última semana, nadie se había preocupado excesivamente de las tareas caseras, y el montón de ropa sucia sería monstruoso.

Theresa esperó hasta las diez antes de bajar las escaleras sigilosamente, como una ladrona, pues temía que los peldaños crujiesen y se despertase Brian, el cual estaba tumbado boca abajo con la cabeza apoyada en uno de sus brazos. Theresa se detuvo, observando a través del cuarto en penumbras su espalda desnuda, el contorno de las caderas y las piernas bajo la manta verde. Tenía la pierna derecha extendida y la izquierda doblada, con la rodilla asomando por el borde de la cama. Hasta entonces, los únicos hombres que había visto en la cama eran su padre y Jeff. Pero ver a Brian allí, escuchar el rumor de su respiración uniforme, tuvo en ella un efecto decididamente sensual. Se acercó de puntillas a la puerta del cuarto de la lavadora, giró el picaporte sin hacer ruido y cerró la puerta tras ella del mismo modo.

Hizo seis montones de ropa, clasificándola por el tejido y el color, y luego metió el primer montón en la lavadora. Hizo una mueca al girar el disco selector, el cual hacía un ruido estridente, como una metralleta. Cuando apretó el botón de entrada de agua, le dio la impresión de estar al lado de las cataratas del Niágara. Detergente, suavizante, y luego se abrió paso entre las montañas de ropa, saliendo al cuarto donde dormía Brian.

Acababa de conseguir cerrar la puerta sin hacer ruido una vez más, cuando Brian, todavía boca abajo, levantó la cabeza, gruñó y se rascó la nariz con el revés de una mano. Theresa se quedó traspuesta, observando su espalda iluminada por los rayos del sol, recorriéndola lentamente sobre los omoplatos hasta el borde de la manta. Brian se aclaró la garganta, levantó la cabeza otra vez e intuitivamente la volvió hacia ella.

Theresa se quedó petrificada. Agarró con fuerza el picaporte que había tras ella y sintió que se ruborizaba al haber sido descubierta observándole.

– Buenos días -dijo Brian con voz ronca.

El saludo fue acompañado por una vaga sonrisa que curvó sus labios de una forma simpática y muy atractiva. Perezosamente, se dio la vuelta y apoyó la cabeza sobre su brazo, dejando al descubierto su pecho.

– Buenos días -susurró Theresa.

– ¿Qué hora es?

– Más de las diez. Siento haberte despertado con la lavadora, pero quería comenzar la colada. La ropa de Jeff… está… él…

A Theresa no le salían las palabras y se quedó mirando aquel hombre medio desnudo, un hombre que hacía que todo su interior se estremeciese.

– Ven aquí.

Brian no se movió; tan sólo sus labios seductores hicieron la invitación. Tenía la nuca apoyada en el brazo derecho. El izquierdo sobre el estómago. Una pierna extendida y la otra levantada, de modo que formaba un triángulo bajo las sábanas.

– Ven aquí, Theresa -repitió con más suavidad que la primera vez, levantando una mano hacia ella.

La expresión aturdida de Theresa reveló a Brian que se había inventado una excusa incluso antes de que comenzase a hablar.

– Tengo que…

– Ven.

Brian se movió y, durante un instante terrible, Theresa pensó que iba a levantarse para cogerla. Pero sólo alargó la mano hacia ella.

Theresa avanzó lentamente, pero se detuvo a medio metro del borde de la cama. La mano de Brian permaneció abierta, esperando.

Brian se incorporó sólo lo necesario para coger a Theresa de la mano y arrastrarla hacia él. Ella apoyó las rodillas en el borde de la cama y perdió el equilibrio, aterrizando en una posición extraña sobre el pecho desnudo de Brian.

– Buenos días -dijo Brian.

Su sonrisa era intensa, excitante, y parecía iluminarlo todo. Brian deslizó un brazo entre ella y la manta, poniéndose de costado de cara a ella, hasta que sus vientres estuvieron al mismo nivel. Theresa recordó entre fascinada y confusa haber leído que los hombres se despertaban a menudo completamente excitados, pero era demasiado ignorante para saber si a Brian le estaba sucediendo aquella mañana. Él le acarició la mejilla con los nudillos de la mano y habló con voz encantadoramente ronca.

– Me resulta difícil de creer que todavía quede una mujer en este mundo que se ruboriza con veinticinco años.

Bajó la cabeza para mordisquearle los labios sensualmente.

– ¿Y sabes otra cosa?

Pasó un dedo por sus labios, haciendo que se entreabrieran y que su dueña contuviera el aliento.

– Algún día voy a verte con el rubor como único vestido.

Bajó la cabeza de nuevo y, cuando sus labios se unieron, volvió a Theresa boca arriba cubriendo la mitad de su cuerpo. Bajo la palma de la mano, la espalda de Brian se percibía tersa, cálida, y no pudo evitar acariciársela.

El pecho desnudo oprimía sus senos, aplastándolos de una forma absolutamente maravillosa. Theresa llevaba una gruesa camisa a cuadros negros y blancos, muy amplia. Completaban el conjunto unos vaqueros muy ajustados. La camisa la dejaba en una situación de lo más vulnerable, pensó, justo en el momento en que Brian levantó una rodilla sobre sus muslos, moviéndola arriba y abajo repetidamente hasta que rozó suavemente el centro de su femineidad. Sin dejar de besarla, cogió el brazo con el que se protegía los senos y se lo pasó por encima del hombro. Luego deslizó una mano por debajo de la camisa de algodón, y acarició su estómago, hasta el borde del sujetador. Entonces abarcó uno de sus senos con la mano con tanta decisión, que no dejó lugar a protesta alguna. La apretó con una fuerza que le produjo a Theresa un dolor extraño, pero placentero en cierto sentido.

Theresa sintió que los nervios se le disparaban en las profundidades de su vientre, pero controló el impulso de resistirse. La caricia fue breve, casi como si Brian estuviera probándola, diciéndole: «¡Acostúmbrate a ello, pruébalo, sólo este poquito, sin prisa!» Pero, para su asombro, cuando los dedos dejaron su seno descendieron directamente por su vientre, a lo largo de la dura cremallera de los vaqueros, abarcando toda la zona palpitante y ardiente de su cuerpo.

Dentro de los ajustados vaqueros, su carne respondió al instante con un calor tan intenso que la cogió desprevenida. Suspiró entrecortadamente y sus párpados se cerraron de golpe. Arqueó la espalda y el fuego se extendió a través de todo su cuerpo. Las caricias eran duras, resueltas; Theresa sentía las rítmicas acometidas, una vez, dos veces, como si Brian estuviera marcándola con el sello de su posesión.

Antes de que pudiera decidir entre luchar o rendirse Brian apartó la mano. Se quedó tumbada contemplando los ojos llenos de pasión de Brian, que la tenía aprisionada en una celda de fuego.

– Theresa, voy a echarte de menos. Pero seis meses pasan pronto… y volveré, ¿de acuerdo? -dijo con voz ronca de deseo.

¿Qué preguntaba? La respuesta a la ambigua pregunta se le atragantó.

– Brian, yo… yo no estoy segura.

Theresa pensaba que no podía hacer una promesa como aquélla, en caso de que Brian quisiera decir lo que ella suponía.

– Entonces, piénsatelo tranquilamente, ¿de acuerdo? Y, cuando llegue junio, ya veremos.

– Pueden suceder muchas cosas en seis meses.

– Lo sé. Sólo que, no…

La mirada preocupada de Brian se desvió hacia su cabello. Se lo echó hacia atrás casi con violencia, luego volvió la mirada hacia los asombrados ojos castaños de Theresa, enviando un mensaje de apasionada posesión, tan rotunda como la caricia que acababa de hacer.

– No busques a nadie, Theresa. Quiero ser el único, porque te comprendo y sé que seré bueno para ti. Es una promesa.

Justo en aquel instante la voz de Jeff atronó desde arriba.

– ¡Eh! ¿Dónde está todo el mundo? Brian, ¿estás despierto?

– Sí, estoy vistiéndome. Ahora mismo subo.

Theresa echó a Brian a un lado y saltó de la cama. Pero, antes de que pudiera escapar, él la capturó por la muñeca, y volvió a tumbarla.

– Theresa, ¿me besarás una vez al menos sin parecer asustada de muerte?

– Yo no soy muy buena en nada de esto, Brian. Creo que serías mucho más feliz si te olvidaras de mí -susurró.

– Nunca -contestó, mirando directamente a los ojos llenos de inseguridad de Theresa-. Nunca te olvidaré. Regresaré, y ya veremos si somos capaces de hacerte pasar de los quince años.

¿Cómo podría una persona tener tanta confianza en sí misma a los veintitrés años?, se preguntaba Theresa, mirando los ojos de Brian.

Brian la besó brevemente.

– Sube tú primero -dijo-. Haré la cama y esperaré unos cuantos minutos antes de seguirte.


Aquella noche tuvieron una velada tranquila y hogareña. Patricia fue para estar con Jeff. Margaret y Willard se sentaron juntos en el sofá, y Jeff se sentó en el suelo. Brian se hizo con el banco del piano. Y los dos estuvieron tocando la guitarra y cantando. Theresa estaba hecha un ovillo sobre un sillón, Amy en otro, y Patricia se sentó justo detrás de Jeff, unas veces con la cabeza apoyada en su hombro, otras acariciándole o tarareando las canciones…

Theresa sólo miraba a Brian cuando éste se quedaba absorto con las cuerdas de su guitarra o desviaba la mirada hacia cualquier otra parte del cuarto. Estaba esperando la canción que a ciencia cierta llegaría tarde o temprano y, cuando Jeff la propuso, se le aceleró el corazón.

En esta ocasión Brian tocaba su propia guitarra, una clásica Epiphone Riviera de sonido dulce y suave. Contempló la guitarra moldeada al cuerpo de Brian y se imaginó lo cálida que debía estar la caoba al contacto con su piel.

Mi vida es un río,

oscuro y profundo.

Noche tras noche el pasado

invade mis sueños…

Las palabras penetraban directamente en el corazón de Theresa. Mucho antes de que la canción llegara a la segunda estrofa, Brian y Theresa clavaron las miradas el uno en el otro.

Aquella noche se deslizó

en la oscuridad de mis sueños.

Deambulando de cuarto en cuarto,

encendiendo cada luz.

Su risa brota torrencial

y me maravilla, como siempre fue.

Señor, se desmorona la tristeza

y me agarró a su recuerdo.

Theresa bajó la vista hacia los labios de Brian, Le pareció que temblaron levemente al formar las siguientes palabras.

Dulces recuerdos…

Dulces recuerdos…

Brian cerró los labios cuando tarareó suavemente las últimas ocho notas de la canción, y Theresa no se dio cuenta de que Jeff se había callado, dejando que cantara a dúo con Brian.

Cuando el último acorde se apagó y reinó el silencio, Theresa percibió que todo el mundo estaba observándoles, procurando atisbar lo que estaba sucediendo entre ellos.

Jeff rompió el encantamiento.

– Bueno, tengo que hacer el equipaje -dijo, comenzando a guardar su guitarra en la funda-. Lo mejor será que lleve a Patricia a su casa. Mañana tenemos que salir de aquí a las ocho y media.

Patricia y Jeff partieron y poco después todos los demás se retiraron a sus respectivas habitaciones.

Theresa se quedó tumbada en la oscuridad sin poder conciliar el sueño. Los versos de la canción resonaban en su corazón… Noche tras noche el pasado invade mis sueños… Ahora sabía lo que era sentir un verdadero deseo. Hormigueaba en cada poro de su cuerpo, y todo era más tentador por el hecho de que él estaba acostado en el cuarto situado justo debajo del suyo, probablemente tan despierto como ella y por la misma causa. Pero el deseo y el abandono eran dos cosas diferentes, y en aquel momento Theresa no habría bajado las escaleras para acostarse con Brian en la casa de sus padres más de lo que lo hubiera hecho cuando tenía catorce años. Nunca podría tener una relación sexual con un hombre a menos que hubiera primero un compromiso pleno entre ellos.

Pero la sensación de hormigueo la invadió nuevamente cuando recordó los momentos que había pasado tumbada con Brian aquella mañana, sus caricias íntimas. Gimió, se puso boca abajo y se abrazó a una almohada. Pero pasaron algunas horas antes de que la venciera el sueño.


A la mañana siguiente compartieron el último desayuno, y luego hubo besos de despedida para Margaret y Willard, que se fueron a trabajar con lágrimas en los ojos.

Theresa era la encargada de llevarlos al aeropuerto, pero en esta ocasión Amy los acompañaría. Durante todo el camino, reinó en el coche una atmósfera triste y deprimida, como si el avión ya hubiera despegado. Por tácito acuerdo, Brian y Theresa habían ocupado el asiento delantero y, de vez en cuando, ésta sintió la mirada que tanto amaba clavada en ella.

En el aeropuerto cada uno llevó algo de equipaje. Lo pesaron y luego pasaron a una explanada verde a través del control de seguridad. El número de su puerta se vislumbraba delante de ellos pero, justo antes de llegar, Brian cogió a Theresa de la mano y la detuvo.

– Vosotros adelantaos. Ahora mismo os cogemos -les dijo a los otros.

Sin vacilar, la llevó a una zona solitaria en la que había varias filas de sillas azules que miraban a una pared de cristal. Cogió la guitarra que llevaba Theresa y la dejó en el suelo, junto a su petate, luego la llevó al único lugar discreto que había: un rincón junto a un enorme distribuidor automático. Puso las manos sobre los hombros de Theresa con expresión de dolor. La miró fijamente a la cara, como si estuviera memorizando cada uno de sus rasgos.

– Voy a echarte de menos, Theresa. Dios mío, no sabes cuánto.

– Yo también te echaré de menos. Ha sido maravilloso… yo…

Sintiéndose disgustada consigo misma, comenzó a llorar. Casi al mismo tiempo, se vio apoyada contra el duro pecho de Brian, que la envolvió en un abrazo apasionado y posesivo.

– Dímelo, Theresa, dímelo para que pueda recordarlo durante los próximos seis meses -le dijo al oído con voz ronca.

– Ha sido ma… maravilloso estar co… contigo.

Theresa se abrazó a él con todas sus fuerzas. Las lágrimas estaban empapándolo todo y había comenzado a sollozar. Brian buscó los tiernos labios de Theresa, que estaban entreabiertos. Ella alzó la cabeza para ser besada, fascinada por la fuerza maravillosa que solamente puede dar el primer amor… no importa a qué edad. Theresa saboreó la sal de sus propias lágrimas y percibió una vez más el aroma masculino que había llegado a reconocer tan bien durante las últimas dos semanas. Brian la balanceaba, y sus bocas eran incapaces de dar por acabada aquella despedida.

Cuando Brian levantó la cabeza por fin, rodeó el cuello de Theresa con ambas manos, acariciándola, observándola con expresión interrogante.

– ¿Me escribirás alguna vez?

– Sí.

Theresa cogió una de las manos de Brian y la apretó firmemente contra su rostro. Brian acarició con las yemas de los dedos sus párpados cerrados, antes de que Theresa bajase su mano para cubrirla de besos.

Por fin Theresa alzó la vista. Los ojos de Brian estaba llenos de dolor, de tanto dolor como ella misma sentía. Curiosamente, Theresa nunca había pensado que a los hombres les afectaran los sentimientos tanto como a las mujeres, pero a Brian parecía dolerle mucho tener que separarse de ella.

– De acuerdo. Nada de promesas. Nada de compromisos. Pero, cuando llegue junio…

Brian dejó que sus ojos dijeran el resto y luego la envolvió en un fuerte abrazo para un último y prolongado beso, durante el cual sus cuerpos experimentaron la ansiedad más intensa que habían sentido en toda su vida.

– Brian, tengo veinticinco años, y nunca había sentido nada parecido.

– Puedes dejar de recordarme que tienes dos años más que yo, porque no me importa lo más mínimo. Y, si te he hecho feliz, soy feliz. No lo olvides y no cambies en nada hasta junio. Quiero volver y encontrarte justo igual que estás ahora.

Theresa se puso de puntillas, incapaz de resistir el impulso de darle el último beso. Era la primera vez en su vida que besaba a un hombre en vez de al contrario. Luego puso la mano en su mejilla, echándose hacia atrás para contemplar el rostro que amaba y grabarlo en su memoria.

– Mándame una foto tuya.

Él asintió.

– Y tú haz lo mismo.

Ella asintió.

– Tienes que irte. Ya deben estar subiendo al avión.

No se equivocaba. Jeff estaba esperándolos con aspecto nervioso en una rampa. Observó los ojos enrojecidos de Theresa e intercambió una mirada de complicidad con Amy, pero ninguno de los dos dijo nada.

Jeff dio un abrazo a Theresa y Brian hizo otro tanto con Amy. Luego los dos se marcharon a toda prisa, y Theresa no sabía si echarse a llorar o regocijarse. Brian se había ido. Pero le había encontrado. ¡Por fin!


La casa parecía embrujada, como un teatro vacío. Él estaba en cada cuarto. Abajo, Theresa encontró su cama convertida de nuevo en un sofá y las sábanas esmeradamente dobladas sobre un montón de mantas y almohadas. Cogió una de las sábanas y la olió, buscando su aroma, apretándola contra su cara. Se dejó caer en el sofá y volvió a estallar en lágrimas. Se enjugó las lágrimas con la sábana y se abrazó a la almohada, hundiendo la cara en ella y preguntándose cómo pasaría los meses siguientes. Experimentaba el profundo sentimiento que parecía ser la verdadera medida del amor: la firme creencia de que nadie había amado tan intensamente antes, y de que nadie lo haría después.

Así que esto era lo que se sentía.

Y Theresa sintió lo mismo durante los días que siguieron. Comenzó el colegio y se alegró de salir de la casa que guardaba tantos recuerdos de Brian, de volver con los niños, los horarios, las caras conocidas de sus compañeros de trabajo… Todo esto le ayudó a apartar sus pensamientos de él.

Pero nunca por mucho tiempo. En el instante en que se quedaba desocupada, él regresaba. En el instante en que entraba en el coche o la casa, él estaba allí, llamándola. Nunca se había imaginado que la soledad pudiera ser tan intensa. ¡Cómo le añoraba! Se había deshecho en llanto en la cama la noche de su marcha. Le costaba sonreír en el colegio. A menudo meditaba tristemente. Y soñar despierta, en otro tiempo algo extrañísimo en ella, se convirtió en algo constante.

Al día siguiente de irse Brian, Theresa regresó del colegio y vio una nota en la puerta: La floristería Bachman's ha dejado algo en mi casa porque en la vuestra no había nadie. Ruth.

Ruth Reed, la vecina de al lado, recibió a Theresa con un alegre saludo y una sonrisa de oreja a oreja.

– Me parece que hay alguien que está muy enamorado. Es un paquete enorme.

Estaba envuelto en papel de regalo, al que habían pegado un cuadradito de papel con la concisa orden de entrega: Brubaker… 3234 Johnnycake Lane.

– Gracias, Ruth.

– No hay de qué. Esta es la clase de entregas en las que me alegra tomar parte.

En el camino de vuelta a casa, a Theresa le dio un vuelco el corazón. Recorrió a toda prisa los últimos metros y entró en la cocina disparada, sin detenerse siquiera a quitarse el abrigo antes de abrir el paquete. Era un ramo precioso, lleno de color. Había claveles, margaritas, rosas y violetas, con abundante hiedra fresca entre ellas. Las flores se mecían dentro de una gran copa de cristal verde y transparente. A Theresa le tembló la mano cuando cogió un sobrecito que había entre las flores.

Su sonrisa aumentó, al igual que su impaciencia por ver el nombre de Brian en la tarjeta.

En efecto, ahí estaba el nombre de Brian, pero el suyo no. La tarjeta decía: Para Margaret y Willard. Con todo mi agradecimiento por su hospitalidad. Brian.

En lugar de sentirse decepcionada, se sintió más encantada que nunca. Así que además era considerado.

Observó la escritura y se dio cuenta de que no era de Brian, sino de algún empleado de la floristería. Pero daba igual: el sentimiento era suyo.

La primera carta de Brian llegó tres días después de su marcha. Theresa la encontró en el buzón, pues siempre era la primera en volver a casa. Cuando descubrió entre los sobres uno que llevaba las alas azules en la esquina superior izquierda, le dio un vuelco el corazón. Se llevó la carta a su cuarto y se sentó en la cama para leer las palabras de Brian.

Pero su foto fue la primera cosa que salió del sobre. Iba de uniforme, con un aspecto impecable. No sonreía, pero sus ojos verdes miraban directamente a los suyos. Volvió la fotografía. Con amor, Brian, había escrito. A Theresa se le aceleró el corazón, y el calor se extendió por todo su cuerpo. Cerró los ojos, suspiró profundamente y apretó la foto contra su pecho, contra las alocadas palpitaciones que la imagen de Brian había provocado. Luego dejó la foto boca arriba sobre una de sus rodillas y comenzó a leer.

Querida Theresa:

Te echo de menos, te echo de menos, te echo de menos. Todo ha cambiado de repente. Yo solía ser muy feliz aquí, pero ahora me siento como en una prisión. Solía coger la guitarra al final del día para relajarme, pero ahora, cuando la toco, pienso en ti y me pongo triste, así que no la he tocado mucho. ¿Qué me has hecho? Por las noches me cuesta conciliar el sueño recordando la Noche Vieja y el aspecto que tenías cuando entraste a la cocina maquillada, con la ropa y el peinado nuevos, todo por mí, y entonces deseo olvidar la imagen porque hace que me sienta desgraciado. Dios mío, esto es un infierno. Theresa, quiero disculparme por lo que sucedió aquella mañana en mi cama. No debería haberlo hecho, pero no pude evitarlo, y ahora no puedo dejar de pensar en ello. Oye, bonita, cuando regrese no voy a presionarte en ese tema. Después de todo lo que habíamos hablado, no debería haberlo hecho, ¿de acuerdo? Pero no puedo dejar de pensar en ello, y eso es lo que hace que me sienta peor. Desearía haber sido más paciente y comprensivo contigo aunque, por otro lado, desearía haber llegado más lejos. ¡Maldita sea, este lugar está volviéndome loco! Soy un manojo de nervios y me siento confuso. Sólo puedo pensar en tu casa, en ti sentada al piano. Anoche puse el disco de Chopin pero no pude resistirlo y tuve que apagar el tocadiscos. Cuando me encuentre mejor grabaré en una cinta Dulces Recuerdos y te la mandaré, ¿te parece bien, bonita? Esa canción lo dice todo. Tú, deslizándote en la oscuridad de mis sueños y deambulando de cuarto en cuarto, encendiendo cada luz. Creo que no podré aguantar hasta junio sin verte. Probablemente me escaparé y apareceré en la puerta de tu casa. ¿Tienes vacaciones de Semana Santa, no? Entonces, ¿no podrías venir? Bueno, tengo que irme. Jeff y yo actuamos esta noche, pero nada de chicas después. Es una promesa.

Te echo de menos.

Brian

Theresa se pasó media hora leyendo la carta sin parar. Aunque la emocionaba cada una de sus líneas, volvía una y otra vez a la pregunta sobre las vacaciones de Semana Santa. ¿Qué dirían sus padres si decidía ir? El pensamiento la irritaba y le producía un profundo malestar. A su edad, y tener que contárselo a sus padres. Nunca se había imaginado que los hombres escribieran cartas así, sin ocultar en lo más mínimo sus sentimientos.

No quería enviar a Brian una foto suya. Pero, ahora que sabía el alivio que le produjo ver su foto, sentirle más cerca, se dio cuenta de que probablemente a él le sucedería lo mismo. Sacó una de sus fotos, pero vaciló por un momento. Era una foto en color, y ella habría preferido una en blanco y negro. La cámara había registrado cada una de sus pecas cobrizas, cada uno de sus horribles rizos rojos y la amplitud de sus pechos. Aun así, era el mismo aspecto que tenía cuando la conoció y, al parecer, Brian había descubierto en ella que le agradaba. Junto con la fotografía, Theresa envió la primera carta de amor de su vida.

Querido Brian:

La casa me parece vacía desde que te fuiste. Las clases me ayudan pero nada más cruzar la puerta de la cocina, me invaden los recuerdos y de repente desearía vivir en otro sitio para no verte por todas partes. Las flores que has mandado son, sencillamente, hermosas. Me gustaría que hubieses visto la cara que puso mamá al verlas (y la mía al ver que no eran para mí). Naturalmente, a continuación se pegó al teléfono y llamó a toda la familia para contarles lo que había enviado «ese chico tan considerado».

En realidad no me ha disgustado que las flores no fueran para mí, porque lo que recibí dos días después fue más precioso que cualquier maravilla de la naturaleza.

Gracias por tu foto. La he puesto junto a «La Maestra» que la guarda fielmente. Cuando leí tu carta me sorprendió bastante ver cómo te sentías, pues exactamente así me siento yo. Tocar el piano es horrible; mis dedos quieren encontrar las notas del Nocturno pero, en cuanto toco unos cuantos compases, tengo que dejarlo. Las canciones de la radio que escuchamos juntos me producen un efecto parecido. Me he distanciado de mis padres y de Amy, a pesar de lo mal que me siento encerrada en mi cuarto por las noches. Pero, si no puedo estar contigo, no me apetece estar con nadie.

Es realmente duro para mí sacar a relucir este tema, pero quiero dejar las cosas claras. Sé que soy muy ingenua e inexperta y, cuando pienso en lo gazmoña que soy con cosas tan inocentes como las que hicimos, me doy cuenta de que estoy paranoica y… bueno, ya me comprendes. Quiero ser diferente para ti, así que he decidido hablar con la psicóloga del colegio de mi «problema».

¿Decías en serio lo de Semana Santa? He leído esa parte de tu carta cientos de veces, y en todas ellas el corazón comenzó a saltarme en el pecho. Si fuera, me temo que esperarías de mí cosas para las que no estoy segura de estar preparada todavía. Sé que debe parecerte que estoy hecha un lío, diciendo en un renglón que quiero cambiar y en el siguiente que estoy chapada a la antigua. Pero sé también que mis padres se llevarían una sorpresa si su pequeña Theresa anunciase que se iba a pasar la Semana Santa con Brian. Mamá ya me pone histérica a veces tal y como están las cosas, dándole motivos sería peor.

Te mando mi horrible foto, sacada en octubre, en el colegio con los alumnos de mi clase. Tú dices que mi pelo es del color de las flores, pero yo sigo opinando que es del color de las zanahorias. En todo caso, ahí la tienes. Te echo mucho de menos.

Afectuosamente,

Theresa.

P.D. Un abrazo para Jeff.

P.P.D. Me gusta que me llames «bonita».


Querida «Bonita»:

Todavía no puedo creer que no hayas rechazado mi proposición directamente. Ahora no paro de soñar con la Semana Santa. Si vienes, serás tú quien fije las reglas. Sólo estar contigo será suficiente para ayudarme a salir del bache. Sé que a lo mejor piensas que no debería entrometerme en tus asuntos, pero creo que una persona de veinticinco años ni siquiera debería vivir con sus padres, y mucho menos tener que contar con su visto bueno para salir un fin de semana. Tal vez estés protegiéndote detrás de la falda de tu madre para no tener que enfrentarte al mundo. Señor, ahora probablemente pensarás que soy un maniaco sexual y que lo único que quiero es traerte aquí para entonces actuar como aquel tal Greg. No seas mal pensada, ¿de acuerdo, bonita? Consulta con la psicóloga a ver qué te dice. Los bordes de tu foto están arrugándose de tanto cogerla. Por favor, ven. Te echo de menos.

Con amor,

Brian.

La psicóloga se llamaba Catherine McDonald. Tendría unos treinta y cinco años, siempre llevaba ropa informal aunque muy de moda, y siempre lucía una sonrisa. A pesar de no haber dispuesto de muchas ocasiones de trabajar juntas, habían compartido muchos ratos agradables en el comedor de los profesores, y Theresa había llegado a respetar el aplomo innato de la mujer, su objetividad y su profundo conocimiento de la psicología humana. Catherine McDonald desempeñaba a la perfección su trabajo y era sumamente respetada por todos sus compañeros.

Como Theresa no quería reunirse con ella en el colegio, propuso que se encontraran en el restaurante Buena Tierra un martes a las cuatro. Theresa fue conducida, pasando a través de las mesas y sillas danesas del comedor principal, a un nivel elevado de cabinas privadas. Todas las cabinas estaban situadas al lado de un gran ventanal, y ya estaba esperándola Catherine en una de ellas. Se levantó de inmediato, estrechando la mano de Theresa efusivamente. Quizás la primera cosa que había admirado de ella era su modo de mirar a la persona con quien hablaba, prestándole una atención absoluta que inducía a confiar en ella y a creer que se preocupaba hondamente por los problemas que la gente le confiaba. Los ojos azules de Catherine, grandes y penetrantes, permanecieron clavados en Theresa mientras se saludaron, se acomodaron y pidieron té de hierbas. Luego pasaron a la causa esencial de su encuentro.

– Catherine, gracias por perder el tiempo conmigo -comenzó Theresa en cuanto la camarera las dejó solas.

Catherine agitó una mano quitando importancia al asunto.

– Me alegra que acudieras a mí. Siempre que quieras. Sólo espero poder ayudarte en el asunto en cuestión.

– Es algo personal. No tiene nada que ver con el colegio. Por eso te propuse reunirnos aquí en vez de en tu despacho.

– El té de hierbas tiene un efecto relajante… Esto es mucho más agradable que el colegio. Has hecho una buena elección.

Catherine removió el azúcar que había echado en su té, dejó la cucharilla y levantó la vista para mirarla fijamente.

– Dispara -dijo lacónicamente.

– Mi problema, Catherine, es sexual.

Theresa se había pasado dos semanas ensayando la frase de apertura, pensando que, una vez soltada la última palabra, las barreras podrían romperse y sería más sencillo hablar del tema que tan fácilmente la ruborizaba y le hacía sentirse como una adolescente.

– Adelante, cuéntamelo.

Catherine apoyó la cabeza -prematuramente canosa- en el alto respaldo del pequeño recinto circular, adoptando una actitud relajada que, de algún modo, animó a Theresa a relajarse a su vez.

– Tiene que ver con mis senos principalmente.

Sorprendentemente, la mujer no apartó la mirada de los ojos de Theresa.

– ¿Me equivoco al pensar que es por su tamaño?

– No, son… yo…

Theresa tragó saliva y, de repente, la venció la vergüenza. Se sostuvo la frente con la mano y se quedó pensativa. Catherine alargó la mano y rodeó la muñeca de Theresa con sus dedos fríos y resueltos, acariciando con el pulgar la piel sedosa para tranquilizarla. El contacto fue algo extraño y nuevo para Theresa. Nunca le había cogido la mano una mujer. Pero el firme apretón le inspiró confianza de nuevo, y muy pronto prosiguió.

– Son así desde que tenía quince años más o menos. Sufrí todas las persecuciones de costumbre, las que podrías esperar en los años adolescentes… las burlas de los chicos, las miradas horrorizadas de las chicas, los inevitables motes, e incluso los celos equivocados de algunas de las otras chicas. En aquel tiempo le pregunté a mi madre si podría hablar del problema con un médico o un psicólogo, pero ella tiene unos senos casi tan grandes como los míos y su respuesta fue que no se podía hacer nada al respecto, así que debería asumirlo… y comenzar a comprar sostenes reforzados…

– ¿Todavía vives con tus padres, no es así? -la interrumpió brevemente Catherine.

– Sí.

– Perdona. Continúa.

– Mi crecimiento sexual natural se vio… perjudicado por mi figura anormal. Cada vez que conocía a un chico que me gustaba, le espantaba el tamaño de mis senos. Y cada vez que salía con alguien, siempre se lanzaban hacia el mismo sitio. Una vez oí rumores de que en el instituto corría una apuesta entre los chicos concediendo una copa de veinticinco dólares al que consiguiera mi sostén.

Theresa bajó la vista reviviendo el doloroso recuerdo. Luego lo apartó de su mente y se irguió.

– Bueno, no querrás escuchar todos los detalles sórdidos, y en realidad ya no son tan importantes como en otro tiempo. Resulta que… hay un hombre que… parece mirar más allá del exterior…

Theresa bebió un sorbo de té.

– ¿Y?

Aquella era la parte más peligrosa.

– Y… y… -balbució, levantando la vista con desesperación-. ¡Y soy virgen, con veinticinco años, y tengo un miedo de muerte a hacer algo con él!

– ¡Estupendo! -exclamó suavemente Catherine, provocando la perplejidad de Theresa.

– ¿Estupendo?

– Sí, que lo hayas soltado de un tirón. Era difícil de decir, eso puedo asegurarlo.

– Sí que lo era.

Pero Theresa estaba sonriendo, relajándose y sintiéndose con más ganas de hablar.

– De acuerdo, ahora vamos al fondo de la cuestión. Cuéntame por qué sientes ese miedo de muerte.

– Oh, Catherine, llevo tantos años soportando estos senos y me han causado tantos sufrimientos… los aborrezco. La última cosa del mundo por la que desearía pasar es que el hombre que creo querer me viera desnuda. A mí me parecen horribles. Pensé que cuando él… que si él me viera desnuda no querría volver a mirarme otra vez. Así que yo… yo…

– Le rechazaste.

Theresa asintió.

– Y de paso te negaste tu propia sexualidad.

– No lo había visto desde ese punto de vista.

– Pues empieza.

– ¿Que empiece? -exclamó, pasmada por el consejo.

– Sí, exactamente. Desarrolla una ira buena y sana por todo lo que te han quitado. Es el mejor modo de descubrir lo que mereces. Pero primero déjame dar un paso atrás y hacerte una pregunta sobre ese hombre.

– Brian.

– Brian. ¿Te ofendió su reacción al ver tus proporciones?

– ¡Oh, no, al contrario! Brian ha sido el primer hombre que no se quedó mirando mis senos cuando nos presentaron. Me miró directamente a los ojos y, si supieras lo raro que es, comprenderías lo que significó para mí.

– Y, cuando le rechazaste, ¿se enfadó?

– No. Realmente, no. Me dijo que había llegado a descubrir cosas más profundas en mí que las meras superficialidades, y que le habían gustado.

– Parece que es un hombre maravilloso.

– Yo creo que sí, pero hay algo… bueno, tiene dos años menos que yo.

– La madurez no tiene nada que ver con la edad.

– Lo sé. Ha sido una tontería sacar este tema.

– En absoluto. Si es una de tus preocupaciones, haces bien en contármelo. Ahora, sigue, porque he vuelto a interrumpirte.

Durante una hora y cuarto, Theresa le habló de todos sus sufrimientos acumulados a lo largo del tiempo. Le explicó la desolación producida por todas las cosas a las que había renunciado a causa de su problema. Reconoció que se había metido en el campo de la enseñanza porque pensaba que los niños discriminaban menos que los adultos. Admitió que Brian la había acusado de ocultarse de distintas maneras… Todo salió a la luz y, una vez que Theresa se hubo librado de la carga de todos los pensamientos acumulados durante tantos años, Catherine apartó a un lado su taza, cruzó los brazos sobre el borde de la mesa y miró a Theresa de modo penetrante.

– Voy a hacerte una sugerencia, Theresa, pero quiero que no olvides que sólo es una sugerencia, y una que deberías pensarte durante algún tiempo. Hay una respuesta a tu problema que a lo mejor no has considerado. Creo que con el tiempo superarás tu timidez. Y, por lo que me has contado de Brian, creo que será una ayuda para ti, pues parece un hombre que quiere ir sin prisas contigo, ayudándote a ganar confianza en ti misma. Pero, aunque consigas tener una relación sexual sin complejo con Brian, los otros problemas no desaparecerán. Te seguirá molestando la ropa que te verás forzada a llevar, tus proporciones de modelo de Rubens, las miradas de los desconocidos… Mi sugerencia es que consultes en una clínica especializada sobre un procedimiento quirúrgico muy moderno conocido corrientemente por cirugía reductora de pechos.

Theresa se quedó boquiabierta.

– Ya veo que no habías oído hablar de ello.

– No, esto… ¿cirugía reductora de pechos? -dijo con algo de recelo-. Pero esa clase de cirugía es para gente más frívola. Actrices y demás.

– Ya no. La cirugía se ha convertido en un tratamiento adecuado no sólo para actrices cuarentonas. Me da la sensación de que el tamaño de tus senos te produce más molestias físicas de las que crees, y la cirugía está utilizándose para eliminar muchos achaques físicos.

– No sé… tendré que pensarlo despacio.

– Por supuesto. No es algo que pueda decidirse sobre la marcha. Y tal vez no sea la solución adecuada para ti, pero, ¡demonios, Theresa! ¿Por qué vas a pasarte toda la vida sufriendo de dolores de espalda, irritaciones y sin poder disfrutar de las cosas agradables a disposición de las mujeres de proporciones más modestas? ¿No te las mereces tú también?

«Sí», fue la inmediata respuesta táctica. «Sí las merezco. Pero, ¿qué pensarían los demás? Mamá, papá los compañeros de trabajo… Brian.»

– Si te decides a informarte más a fondo, conozco a una mujer que se operó, y sé que no tendría inconveniente en darte el nombre de su cirujano, y que además estará deseando compartir sus sentimientos contigo. Se pasó la vida soportando las mismas ignominias que tú, y la operación no sólo transformó su imagen, sino su salud general. Deja que te dé su nombre.

Catherine sacó de su bolso un cuadernillo de notas y un lápiz, escribió el nombre y luego alargó la mano para tocar la de Theresa.

– Por ahora, sólo piénsalo, sin prisas, considerando todas las posibilidades y sus consecuencias. Y no debes tener miedo a enfrentarte con la gente, si ese es el caso. Es tu vida, no la de ellos. Ni de tu madre, ni de tu padre, ni de nadie.

Los perspicaces ojos azules se encendieron.

– ¡Ajá! Veo que he tocado un punto delicado. No debe importarte lo que piense la gente, Theresa. Esta es una decisión tuya, sólo tuya.

Cuando salieron del restaurante la mujer de cabellos plateados se volvió hacia la pelirroja.

– Si te apetece volver a hablar conmigo, llámame. Siempre estoy disponible.


Aquella noche, en la cama, Theresa consideró las tentadoras ventajas de la «Vida Tras La Operación». Pensó lo que sería caminar orgullosamente con los hombros erguidos, llevando un vestido elegante y ajustado… y levantar los brazos para dirigir a los chicos sin soportar el peso de sus senos. Soñó con librarse de las dolorosas escoceduras causadas por los tirantes del sujetador. Se imaginó el puro regocijo que sentiría comprando ropa interior más provocativa, y cuando Brian la viese con ella, y luego sin ella…

Brian. ¿Cómo reaccionaría si se decidía a hacerlo?

Luego estaba su madre. De algún modo intuía que no lo aprobaría, y ya conocía su postura fatalista. Y los compañeros de trabajo, ¿qué pensarían? ¿Cuántas veces en su vida le habían dicho las mujeres, ignorantes de los muchos inconvenientes de tener tanto pecho, que serían felices si estuvieran dotadas como ella? Su actitud se debía a la influencia de la preferencia generalizada por los senos abundantes, así que no podía culparlas por su falta de información.

Pero, una vez plantada la semilla de la sugerencia, aquellos comentarios y dolores del pasado habían cesado de atormentarla tanto.

Sin embargo, ¿y si le parecía mal a Brian? Siempre volvían sus pensamientos a Brian, Brian, Brian. ¿Cómo sería tenerle, contemplándola desnuda y en una actitud orgullosa en vez de avergonzada?

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