Capítulo 2

– ¡Están en casa! -dijo Jeff a voces, y luego asomó la cabeza por la entrada del sótano-. ¡Eh, vosotros dos, subid aquí!

Como observador exterior, Brian no pudo evitar el envidiar a Jeff Brubaker por la familia que tenía, pues el recibimiento que le dieron sus padres fue una emotiva muestra de amor sincero. Margaret Brubaker estaba saliendo del coche cuando Jeff se abalanzó sobre ella. La bolsa de la compra que llevaba cayó en la calzada nevada sin ninguna ceremonia y hubo un intercambio de besos y abrazos entremezclados con lágrimas de la emocionada madre. Willard Brubaker dio la vuelta al coche para hacer otro tanto, aunque con muchas menos lágrimas que su mujer, pero había un brillo innegable en sus ojos cuando se echó hacia atrás y dijo a Jeff:

– Es formidable tenerte en casa, hijo.

– Claro que lo es -añadió su madre, y entonces compartieron un fuerte abrazo entre los tres-. ¡Fijaos lo que he hecho con las compras! Willard, ayúdame a recogerlas.

Jeff los detuvo a ambos.

– Por ahora, olvidaos de las compras. Yo volveré por ellas en un minuto. Ahora quiero presentaros a Brian.

Con un brazo alrededor de los hombros de cada uno de sus padres, Jeff los guió hacia la cocina, donde Brian esperaba con las dos chicas.

– Estos son los dos que tuvieron el valor de tener un chico como yo… mi madre y mi padre. Y éste es Brian Scanlon.

Willard Brubaker estrechó la mano de Brian.

– Me alegra tenerte con nosotros, Brian.

– Así que éste es el Brian de Jeff -fue el saludo de Margaret.

– Me temo que sí, señora Brubaker. Aprecio sinceramente su invitación.

– Hay dos cosas que debemos dejar claras ahora mismo -afirmó rotundamente Margaret sin ningún prolegómeno, levantando un dedo acusador-. La primera es que no debes llamarme señora Brubaker, como si fuese un coronel de vuestra base. Llámame Margaret. Y la otra es… ¿no fumarás hierba, verdad?

Amy hizo una mueca de disgusto sin ningún disimulo, pero el resto de ellos compartieron unas carcajadas que sirvieron para romper el hielo incluso antes de que Brian respondiese sinceramente:

– No, señora. ¡Nunca volveré a fumar hierba!.

Primero hubo un momento de sorpresa, y, luego todo el mundo volvió a estallar en carcajadas. Y Theresa miró a Brian de un modo nuevo.

A Brian le daba la sensación de que en la casa de los Brubaker nunca reinaba la tranquilidad. Inmediatamente después de las presentaciones, Margaret se puso a repartir órdenes, mandando a los «chicos» a buscar las compras que había dejado en la calzada. A continuación organizó los preparativos de la cena y la cocina se llenó de ruidos cuando las patatas comenzaron a freírse en una sartén y se fueron colocando los platos con la vajilla de plata en la mesa. En la sala, Jeff cogió su vieja guitarra, pero después de unos pocos minutos, comenzó a dar voces.

– ¡Amy, apaga ese maldito tocadiscos! ¡Está retumbando en la pared como para volver loco a cualquiera!

El único tranquilo del grupo parecía Willard, que se instaló cómodamente en un sillón de la sala a leer el periódico vespertino como si el caos que le rodeaba no existiera. En menos de diez minutos, fue evidente para Brian quién llevaba los pantalones en la casa de los Brubaker. Margaret repartía órdenes como un sargento de instrucción, tanto si quería que la llamasen Margaret como si no. Pero dirigía a su prole con una lengua afilada que poseía tanto sentido del humor como carácter.

– Theresa, no frías las patatas hasta que se pongan más duras que la suela de un zapato, como a ti te gustan. Acuérdate de los dientes postizos de tu padre. Jeff, ¿no podrías tocar otra cosa? ¡Sabes que odio esa canción! ¿Qué ha sido de las viejas canciones bonitas como «Moonlight Bay»? Amy, saca dos sillas plegables del armario, y no te acerques a la crema de coco hasta la hora del postre. ¡Willard, no pongas ese periódico sucio en los brazos del sillón!

Para asombro de Brian, Willard Brubaker miró por encima de sus gafas y murmuró, demasiado bajo para que su mujer lo oyera:

– Sí, mi pequeña tortolita.

Luego miró a Jeff y los dos intercambiaron sonrisas. A continuación, la mirada de Willard se deslizó hacia Brian, le guiñó un ojo rápidamente y desapareció detrás del periódico, apoyándolo en el brazo del sillón.

La cena fue abundante y sencilla: Salchichas, judías con tomate y patatas fritas… la comida favorita de Jeff. Willard se sentó a la cabecera de la mesa, su mujer frente a él, las dos chicas a un lado y los dos chicos al otro.

Mientras cenaban, Brian observó las proporciones del pecho de Margaret y se dio cuenta de quién había heredado Theresa su figura. A lo largo de la agradable comida, Theresa conservó la rebeca sobre los hombros, aunque hubo ocasiones en que claramente le molestaba en sus movimientos. Ocasionalmente, Brian alzó la vista para descubrir a Amy mirándole con una expresión que revelaba un inminente enamoramiento de adolescente, pero Theresa no le miró ni una sola vez.

A mitad de la cena sonó el teléfono y Amy se levantó para cogerlo.

– Hola -dijo, luego tapó el aparato e hizo una mueca de disgusto-. Es para ti, Jeff. Me parece que es la sosa de «Ojos de goma».

– Cuidado con lo que dices, hermanita, o uniré las barras de arriba de tu aparato con las de abajo.

Jeff cogió el teléfono y Amy regresó a la mesa.

– ¿Ojos de Goma? -preguntó Brian mirando a Theresa.

– Patricia Gluek -respondió ella-, su antigua novia. A Amy nunca le gustó cómo se maquillaba, así que comenzó a llamarla Ojos de Goma.

Amy se sentó emitiendo un gruñido de exasperación.

– Solía ponerse tal cantidad de rimel que parecía que tenía pegadas las pestañas, por no mencionar cómo atosigaba a Jeff con todos sus arrumacos. Me pone enferma.

– ¡Amy! -exclamó Margaret, y la chica tuvo la delicadeza de desistir.

Brian arqueó las cejas mirando a Theresa, que una vez más le aclaró las cosas.

– Amy adora a Jeff. Le gustaría tenerlo para ella sola durante las dos semanas completas.

Justo entonces Jeff dejó el teléfono sobre su muslo y preguntó:

– Eh, vosotros dos, ¿os apetece pasar a recoger a Patricia después de cenar para ir al cine o algo así?

Brian estiró el cuello para mirar de lado a Jeff.

– ¿Quién, yo? -preguntó Theresa tragando saliva.

– Sí, Brian y tú -respondió su hermano con sonrisa indulgente.

Theresa ya podía sentir los colores ascendiendo por su cuello. Nunca salía con nadie, y menos con los amigos de su hermano, pues todos eran más jóvenes que ella.

Brian se volvió hacia Theresa.

– A mí me parece bien, si Theresa no tiene ningún inconveniente

– ¿Qué dices, cara guapa?

Jeff jugaba con el teléfono impacientemente, y las miradas de todo el mundo se volvieron hacia ella. Por su cabeza desfilaron un montón de excusas, todas ellas tan poco convincentes como las que solía inventarse en las extrañas ocasiones en que los profesores solteros del colegio le pedían que saliera con ellos. Notó que Amy estaba boquiabierta de envidia, sin ningún disimulo.

Brian se dio cuenta de que en la casa reinaba un silencio total por primera vez desde que había entrado, y deseó que todavía siguiera puesta la música en el cuarto de Amy. Era obvio que Theresa estaba en una situación apurada, donde la negativa sería grosera y, por otro lado, Brian podía darse cuenta de que no quería decir sí.

– Claro, parece que será divertido.

Theresa evitó la mirada de Brian, pero la sentía sobre ella mientras Jeff ultimaba los planes. Decidió retirarse yendo a buscar los platos de postre para la tarta de chocolate.

Cuando acabaron de cenar, Theresa estaba ayudando a recoger los platos, y aprovechó que su hermano pasaba por la cocina para arrinconarle por un momento.

– Jeffrey Brubaker, ¿qué demonios estabas pensando para sugerir una cosa así? -susurró enfadada-. Yo elegiré mis propios compromisos, si no te importa.

– Anímate, hermanita. Brian no es un compromiso.

– No lo dudes. ¡Debe tener cuatro años menos que yo como mínimo!

– Dos.

– ¡Dos! ¡Peor aún! Eso hace que parezca como…

– ¡De acuerdo, de acuerdo! ¿Por qué estás tan enfadada?

– No estoy enfadada. Me has puesto en un apuro, eso es todo.

– ¿Tenías otros planes?

– ¿En tu primera noche en casa? -preguntó enfáticamente-. Por supuesto que no.

– Fantástico. Entonces lo mínimo que sacarás del arreglo es ver una película gratis.

«¡Oh, no!» se dijo, sofocada, Theresa. «¡Prefiero pagar yo y seguir mi propio camino!»

Mientras se arreglaba para salir, Theresa no pudo sino admirar lo cuidadosamente que Brian había disimulado su incomodidad. Después de todo, ¿a quién le gustaría que le cargasen con una hermana mayor? Y peor aún, con una pecosa como ella. Intentó pasarse un cepillo por el pelo, pero era como cuerda de pita deshilachada, sólo que de un color mucho más horrible. «Maldito seas, Jeffrey Brubaker, no vuelvas a hacerme esto otra vez». Se recogió el pelo en una cola de caballo con una cinta azul marino y consideró la posibilidad de maquillarse. Pero lo único que poseía era una barra de labios, que deslizó por ellos sin ninguna delicadeza. «Me las pagarás, Jeff», pensó mientras escogía sin mucho interés el vestuario. Sabía que se pondría el abrigo gris y lo llevaría abrochado hasta que volvieran a casa.

No esperaba tropezarse con Brian en el vestíbulo, junto al armario de los abrigos. Cuando lo hizo, se sintió atrapada al no tener ninguna guitarra, rebeca o mesa para esconderse. Instintivamente, alzó una mano para tocar el cuello de la blusa… era lo único que podía hacer.

– Jeff está fuera arrancando el coche -le explicó Brian.

– Oh.

Nada más pronunciar la exclamación, Theresa se dio cuenta de que Brian se había despojado de su atuendo militar. Llevaba zapatos deportivos marrones, pantalones de pana beige y una camisa de rayas. En la mano llevaba una cazadora marrón de cuero, la cual se puso mientras ella le observaba traspuesta. Si Brian hubiera sometido a Theresa a una inspección tan descarada, ésta habría terminado llorando encerrada en su cuarto. Ni siquiera se había dado cuenta de lo fijamente que había estado observándole hasta que volvió a mirarle a los ojos. Se sentía de lo más ridícula.

Pero, si Brian se había dado cuenta, no dio la menor muestra de ello, aparte del indicio de una sonrisa que desapareció tan rápidamente como había nacido.

– ¿Lista?

– Sí.

Theresa cogió su abrigo gris, pero Brian se lo quitó de las manos y lo sostuvo para ella. A pesar de sentir que aquel gesto de cortesía la había sonrojado, no pudo sino deslizar los brazos por las mangas del abrigo, dejando a la vista sus senos, sin modo alguno de poderlo evitar.

Se despidieron de sus padres y de Amy y salieron a la fría noche invernal. Theresa había tenido tan pocas citas a lo largo de su vida, que le resultaba difícil resistirse a creer que aquella era una. Brian sostuvo abierta la puerta del coche mientras pasaba para instalarse al lado de Jeff. Y, cuando subió a continuación, deslizó el brazo a lo largo del respaldo. Theresa percibió en el aire la misma esencia que había detectado cuando le dio la gorra y, como no era mujer dada a ponerse perfume, el leve aroma a… a sándalo, eso era, fue percibido con toda claridad por su agudo olfato.

Jeff tenía la radio encendida, siempre había una radio encendida, y la puso más fuerte cuando surgió la voz grave de Bob Seger. La propia voz de Jeff tenía la misma aspereza que la de Seger, y el joven, que sólo se sabía el estribillo, se puso a cantar también.

– Tenemos que aprendernos ésta, Bry.

– Hum… está bien. La armonía de los coros es muy buena.

Cuando se repitió el estribillo, se pusieron a cantar los tres, haciendo un coro resonante y armonioso. Theresa oyó la voz de Brian por primera vez. Era nítida, melodiosa, la antítesis de la de Jeff… y la hizo estremecerse.

Cuando llegaron a la casa de Patricia Gluek, Jeff entró mientras Theresa y Brian se cambiaban al asiento trasero, dejando una distancia respetable entre ellos. La radio seguía puesta, y las luces del tablero de mandos producían una luz etérea dentro del coche.

– ¿Cuánto tiempo lleváis Jeff y tú tocando juntos?

– Más de tres años. Nos conocimos cuando estábamos destinados en Zweibrücken, y formamos un grupo allí. Después, tuvimos la suerte de que nos destinaran a los dos a la base aérea de Minot, en Dakota del Norte, así que decidimos buscar un bajista y un batería nuevos y mantener la cosa en marcha.

– Me encantaría escuchar al grupo alguna vez.

– Tal vez lo escuches.

– Lo dudo. Creo que no tengo demasiadas posibilidades de pasar por Dakota del Norte.

– Nos gustaría tener el grupo funcionando el próximo verano, cuando acabemos el servicio, contratar un manager y dedicarnos exclusivamente a la música. ¿No te lo ha comentado Jeff?

– Pues no, pero creo que es una idea formidable, al menos para Jeff. Ha querido ser músico desde que se gastó aquellos primeros quince dólares en su Stella y comenzó a aprender acordes de todo aquel que quisiera enseñárselos.

– A mí me ocurrió lo mismo. Llevo tocando desde que tenía doce años, pero quiero hacer algo más que tocar.

– ¿Qué más?

– Me gustaría probar a escribir canciones, componer. Y siempre he soñado con ser disc-jockey.

– Tienes voz para serlo.

Ciertamente la tenía. Theresa recordó la agradable sorpresa que se había llevado cuando comenzó a cantar. Brian comenzó a hablar de ella para apartar la conversación de sí mismo.

– Ya hemos hablado suficiente de mí. He oído que tú también estás metida en el mundo de la música.

– Doy clases de música en un colegio.

– ¿Te gusta?

– Me encanta, excepto en raras ocasiones, como la de ayer, durante el festival de Navidad, cuando Keri Helling y Dawn Gafkjen iniciaron una pelea porque no se ponían de acuerdo sobre quién debía llevar el traje rosa y quién el azul y acabaron llorando y dejando los disfraces de cartón hechos una pena -hizo una pausa y sonrió-. No, ahora en serio, me encanta enseñar a los más pequeños. Son inocentes, abiertos y…

«Y no se quedan sorprendidos», pensó, pero sólo dijo:

– Y aceptan a los demás.

Justo entonces Jeff regresó con Patricia y se hicieron las presentaciones. Theresa conocía a la chica desde hacía muchos años. Era una morena vivaz, que estaba en su segundo curso universitario, y que esperaba volver a ser la novia oficial de Jeff en el momento en que éste acabara el servicio, aunque habían acordado concederse la libertad condicional mientras durasen los cuatro años de separación. Pero, hasta entonces, la atracción no había disminuido, pues las tres veces que Jeff había vuelto a casa habían sido inseparables.

Cuando la atractiva morena se volvió hacia adelante, a Theresa le disgustó ver que ella y su hermano compartían un saludo más íntimo del que al parecer habían intercambiado en el interior de la casa. Los brazos de Jeff envolvieron a Patricia, que apoyó la cabeza en su hombro mientras se besaban de un modo que hizo que Theresa se avergonzase. A su lado, Brian estaba inmóvil, observando el beso de un modo tan directo que era difícil de ignorar.

«¡Por Dios! ¿Es que no piensan dejarlo?», pensó. El tiempo pasaba lentamente mientras la música de la radio no servía en absoluto para apagar los suaves murmullos procedentes del asiento delantero. Theresa sintió ganas de desvanecerse en el aire.

Brian se hundió en el asiento y se volvió con discreción a mirar por la ventanilla.

«Tengo veinticinco años», pensó Theresa, «y hasta ahora no sabía lo que implicaba una cita doble». Ella también decidió asomarse por la ventanilla.

Se oyó un leve susurro y, afortunadamente, se debía a que Jeff estaba apartándose de Patricia. El motor se puso en marcha y el coche comenzó a rodar por fin.

Ya en la taquilla, Theresa echó mano al bolso, pero Brian se interpuso entre ella y la ventanilla.

– Yo las sacaré.

Así que, antes que montar una escena por cuatro dólares, Theresa aceptó la invitación.

Cuando Brian se volvió, le dio las gracias, pero él no respondió. Sólo encogió los hombros mientras se guardaba la cartera en un bolsillo trasero. Este movimiento atrajo la atención de Theresa, que al observar aquella zona, donde la pana estaba más desgastada, se le secó la boca. Brian se volvió, la pilló, y Theresa deseó no haber ido jamás.

Las cosas empeoraron cuando se acomodaron en sus butacas y comenzó la película. Era una de las calificadas como «S», y salía carne suficiente para poner nervioso a cualquiera. A mitad de la película la cámara captó una espalda desnuda, pasando luego por unas caderas redondeadas y unas nalgas femeninas, sobre las que jugueteaban dos manos masculinas de largos dedos. Luego cambió de ángulo y enfocó el lado de un seno del tamaño de una manzana y ¡horror de los horrores! un pezón acariciado por la enorme mano. Un mentón barbudo entró en pantalla, y una boca se aproximó al seno.

En la butaca contigua a la de Brian, Theresa deseó más que nunca, sencillamente morir. Brian tenía los codos apoyados en los brazos de la butaca, las manos entrelazadas, y estaba acariciándose distraídamente los labios con los índices.

«¿Por qué no pensé que sucedería algo así? ¿Por qué no pregunté lo que íbamos a ver? Y sobre todo, ¿por qué no me quedé en casa?»

Theresa soportó el resto de la escena erótica y, según progresaba, una extraña reacción se abrió pasó a través de su cuerpo. Podía sentir el martilleo del pulso y aplastó inconscientemente el bolso contra su regazo. Se sentía invadida por una ansiedad que nunca había experimentado. Pero exteriormente, estaba sentada como si un hechicero la hubiera embrujado Ni movía ni una pestaña, sólo contemplaba hipnotizada el clímax, reflejado en las expresiones del hombre y la mujer y en los gemidos de satisfacción.

Hasta que no pasó ese momento, Theresa no se dio cuenta, de que el codo de Brian se apretaba al suyo con fuerza, y más fuerza, y más fuerza…

La escena cambió, Brian se agitó un poco y pegó el brazo al costado, como si sólo entonces cayera en la cuenta de lo que había estado haciendo. De hecho, a Theresa le dolía el brazo de la presión a que había estado sometido. Brian se deslizó nerviosamente en el asiento, apoyó una pierna sobre la otra y dejó caer distraídamente las manos entrelazadas sobre la cremallera de sus pantalones de pana.

Considerando lo que había sucedido en su propio cuerpo, a Theresa le quedaban pocas dudas de que a él le había ocurrido algo parecido. El resto de la película le pasó desapercibido: estaba demasiado pendiente del hombre que tenía al lado, y se halló preguntándose en quién habría estado pensando él cuando aumentó la presión del brazo. Se vio preguntándose cosas sobre la anatomía masculina que la cámara cuidadosamente había ocultado. Recordaba fotos que había visto en las revistas más atrevidas, pero le parecían tan frías y distantes como el papel sobre el que estaban impresas. Por primera vez en su vida, se murió de ganas de conocer cómo era el cuerpo de un hombre en realidad.

Cuando acabó la película, Theresa se protegió charlando con Patricia y asegurándose de caminar alejada de Brian lo suficiente como para que no se encontrasen sus miradas ni se tocasen sus codos.

– ¿Tiene hambre alguien? -preguntó Jeff cuando volvieron al coche.

Theresa se sentía un poco mal, sentada una vez más a pocos centímetros de Brian. No estaba segura de poder tragar la comida.

– ¡No! -exclamó.

– Sí, yo… -dijo Brian al mismo tiempo, antes de cambiar educadamente el curso de sus palabras-. Yo me he pasado toda la película pensando en la tarta de chocolate de tu madre.

«Sí, en dos tartas de chocolate», pensó Theresa.

Curiosamente, nadie habló de la película durante el trayecto hasta la casa de Patricia. Nadie habló demasiado. Patricia estaba acurrucada en el hombro de Jeff. De vez en cuando, él volvía la cabeza y sonreía a la atractiva morena con expresión apasionada. El hombro de Patricia se movió lentamente, y Theresa se preguntó dónde se encontraría su mano. Theresa se asomó por la ventana y enrojeció quizás por décima vez en aquel día.

Cuando llegaron a la casa de Patricia, Jeff apagó las luces y envolvió a Patricia entre sus brazos sin un momento de vacilación.

Los besos, descubrió Theresa, hacían más ruido del que se podía pensar. Del asiento delantero provenía el inequívoco sonido de la respiración agitada, los murmullos provocados por los cambios de posición y los lentos movimientos de las manos. El chasquido de una cremallera zumbó en el aire y Theresa pegó un salto. Pero se arrepintió inmediatamente de ello, pues era sólo la cazadora de Jeff.

– Theresa, ¿qué te parece si damos un paseo? -sugirió Brian.

Se encendió la luz del techo y Theresa salió precipitadamente por la puerta de Brian, tan aliviada que deseó arrojarse a sus brazos y besarle de pura gratitud.

Cuando la puerta se cerró tras ellos, Theresa se sorprendió a sí misma soltando un suspiro, contenido hasta entonces, y las últimas palabras que se hubiera imaginado.

– Gracias, Brian.

Él metió las manos en los bolsillos de la cazadora y sonrió.

– No tienes que dármelas. Yo también me sentía un poco incómodo.

Su confesión la sorprendió, pero la franqueza acabó con parte de la tensión.

– Veo que tendré que hablar con mi hermanito sobre el decoro. ¡No sabía dónde meterme!

– ¿Qué solías hacer cuando te sucedía algo parecido en una cita doble?

A Theresa le avergonzó tenerlo que reconocer.

– No había estado en una cita doble an… -se detuvo justo a tiempo y rectificó-. Nunca he estado en una.

– Bueno, no debes preocuparte por ellos. Ambos son adultos. Jeff la quiere… me lo ha dicho más de una vez, y tiene la intención de casarse con ella cuando acabe el servicio.

– Me sorprendes, ¿siempre te lo tomas todo a bien?

«Cielos», pensó Theresa, «¿hacen dos parejas cosas así en el mismo coche con tan pocos escrúpulos como mi hermano y se quedan tan tranquilos? Theresa se dio cuenta de lo ingenua que debía parecerle a Brian Scanlon.

– Es mi amigo. Yo no juzgo a mis amigos.

– Bueno, es mi hermano, y me temo que yo sí le juzgo.

– ¿Por qué? Tiene veintiún años.

– Lo sé, lo sé.

Theresa se sentía irritada consigo misma y violenta con el tema de conversación.

– ¿Cuántos años tienes, Theresa? Veinticinco, ¿no es así?

– Sí.

– Y deduzco que no has hecho con demasiada frecuencia este tipo de cosas…

– No.

«Porque cada vez que me metía en un coche con un chico, él iba sólo a por lo que iba, sin importarle la persona lo más mínimo».

– Estaba ocupada estudiando cuando iba al instituto y a la universidad, y desde entonces… bueno, no salgo demasiado.

Iban deambulando por una calle nevada, Theresa con su abrigo gris abrochado hasta arriba y las manos apretadas en los bolsillos. La nieve resplandecía bajo la luz de los faroles, y sus alientos formaban nubes vaporosas mientras el hielo quebradizo crujía bajo sus pies a cada paso.

– Entonces, ¿qué te ha parecido la película? -preguntó Brian.

– Me avergonzó.

– Lo siento.

– No es culpa tuya, sino de Jeff. La escogió él.

– La próxima vez nos aseguraremos antes de seguirle ciegamente, ¿de acuerdo?

¿La próxima vez? Theresa alzó la vista. Brian estaba sonriéndole con una relajada naturalidad que tenía por objeto tranquilizarla, pero que sólo imprimió a su corazón una extraña ligereza. Debería haber respondido «No habrá próxima vez», pero en cambio sonrió a su vez y aceptó.

– De acuerdo.

Volvieron sobre sus pasos y, estaban dirigiéndose hacia la calzada de los Gluek, cuando Jeff apareció con el coche y se detuvo junto a ellos.

– ¿Os importaría que os llevásemos a casa? -preguntó Jeff cuando los dos se instalaron de nuevo en el asiento trasero.

– En absoluto -respondió Brian por ambos.

– Gracias por comprender, Bry. Y tú, cara guapa, ¿te ocuparás bien de él, verdad?

Theresa sintió ganas de darle una bofetada a su hermano. ¡Desde luego, Jeffrey Brubaker daba por hecho bastante más de lo que había!

– Claro.

¿Qué otra cosa podía responder?

Cuando llegaron, Brian abrió la puerta y se encendió la luz. Patricia Gluek se volvió y apoyó el brazo en el respaldo del asiento.

– Oye, en Noche Vieja vamos a juntarnos un grupo de amigos en Rusty Scupper, y estáis invitados los dos. Cenaremos allí y luego nos quedaremos al baile. Habrá muchos amigos de la vieja pandilla… tú ya los conoces a todos, Theresa. ¿Qué decís?

«¡Demonios! ¿Tenía que preocuparse todo el mundo de arreglar citas para la pobrecita Theresa, que nunca salía con nadie?» Pero en el fondo sabía que Patricia sólo estaba procurando ser amable y también pensando en Brian, que era el invitado de Jeff y no podía ser excluido en modo razonable alguno. En esta ocasión Brian no la puso en un compromiso.

– Lo discutiremos y te contestaremos la próxima vez, ¿de acuerdo?

– Una gente del colegio hace una fiesta en su casa, y les dije que iría -mintió Theresa.

– Oh -Patricia parecía sinceramente decepcionada-. Bueno, en ese caso, vendrás tú, ¿no, Brian?

– Lo pensaré.

– Muy bien.

Brian hizo ademán de salir, pero Jeff le cogió del brazo.

– Oye, Scan, gracias. Supongo que debería estar contigo para hacer de anfitrión, pero nos veremos por la mañana a la hora del desayuno.

– Venga, venga. Diviértete y no te preocupes por mí.

Cuando se alejó el coche, Theresa buscó las llaves dentro del bolso. Las encontró y abrió la puerta, entrando a una cocina sombría, iluminada tan sólo por una bombilla que había sobre la cocina blanca. Reinaba el silencio… ni tocadiscos, ni guitarras, ni voces.

Ambos sabían a ciencia cierta lo que estarían haciendo Jeff y Patricia, y esto creó una inevitable tensión sexual entre ellos.

– Has dicho que te apetecía comer pastel. Queda muchísimo -murmuró Theresa para aliviar la tensión.

En realidad Brian no tenía hambre, pero no le desagradaba en absoluto la idea de pasar un rato más con Theresa, y el pastel parecía una buena excusa.

– Jeff me ha hablado mucho de ti, Theresa. Mucho.

«¡Cielos!», pensó. «¿Cuánto? ¿Cuánto? Jeff, que conoces mis miedos más íntimos. Jeff, que me comprende. Jeff, que no puede mantener la boca cerrada.»

– ¿Qué te ha contado?

Theresa procuró dominar el pánico, pero se filtró en su voz, dándole un matiz que no podía disimularse.

Brian se puso más cómodo, recostándose y estirando sus largas piernas para apoyar los pies sobre el asiento de la silla opuesta. Le brillaban los ojos mientras observaba especulativamente el rostro en sombras de Theresa.

– Cómo le cuidabas cuando era un crío. Me ha hablado de tu música. El violín y el piano. De los dúos que hacíais en las reuniones familiares para conseguir algunos centavos pasando la gorra.

Brian esbozó una leve sonrisa y movió en círculos el vaso de leche sobre la mesa.

– Oh, ¿eso es todo?

Theresa dejó caer los hombros aliviada, pero mantenía los brazos cruzados en la mesa, ocultándose tras ellos como mejor podía.

– Por las cosas que me contó, me imaginé que podría llevarme bien contigo. Tal vez me gustaras incluso antes de conocerte, porque a él le gustas mucho, y eres su hermana, y a mí él también me cae muy bien.

Theresa estaba poco acostumbrada a oír que le gustaba a alguien, a lo largo de su vida, unos cuantos habían intentado demostrar abiertamente lo que les «gustaba» de ella, pero de la forma descarada y grosera que tanto despreciaba. Al parecer, Brian admiraba algo más profundo, su forma de ser, su amor por la música, sus relaciones familiares. Todo esto, incluso antes de verla.

Pero ahora tenía la mirada fija en ella, y Theresa percibió el brillo de la misma en la semioscuridad.

– Me encantaría ir contigo a esa fiesta de Noche Vieja -prosiguió Brian.

Sus ojos se encontraron, los de Theresa muy abiertos por la sorpresa, los de Brian con expresión cautelosamente grave.

– Comeré un poco si tú comes también.

– Me parece bien.

Theresa se dirigió al vestíbulo, en el que reinaba la oscuridad total, y se desabrochó el abrigo sin encender ninguna luz. Una vez más, Brian estaba detrás de ella para ayudar a quitárselo. Ella le dejó murmurando las gracias y regresó a la cocina para poner dos vasos de leche y sacar tenedores y platos.

Brian se sentó con Theresa, escogiendo una silla que había junto a la de ella, y se quedaron comiendo en silencio durante un buen rato. En el ambiente débilmente iluminado, Theresa podía percibir que Brian estaba observándola.

– Entonces, ¿en Noche Vieja irás a una fiesta con tus compañeros?

– No, eso me lo inventé.

Brian levantó la barbilla sorprendido.

– ¿Sí?

– Sí. No me gusta que nadie tome decisiones por mí y, sobre todo, no hay necesidad de que cargues conmigo en Noche Vieja. Puedes ir con Jeff y sus amigos. Conoce algunas chicas muy…

– ¿Cargar contigo? -la interrumpió Brian con esa voz suave y profunda que provocaba escalofríos en su interior.

– Sí.

– ¿Esta noche te di la impresión de estar de mala gana contigo?

– Sabes lo que quiero decir. No has venido con Jeff para tener que llevarme a todos los sitios que vayas.

– ¿Cómo lo sabes?

Theresa estaba perpleja.

– Tú… yo… -balbució.

– ¿Te sorprendería si te dijese que en gran parte deseaba conocer a la familia de Jeff por ti?

– Pero tú… tienes dos años menos que yo.

Nada más hablar, Theresa deseó tragarse las palabras. Pero Brian preguntó impertérrito:

– ¿Eso te molesta?

– Sí. Yo… -hizo una pausa para lanzar un profundo suspiro-. Yo no puedo creer que esta conversación esté teniendo lugar.

– Pues a mí no me molesta lo más mínimo -prosiguió él inalterable-. Y no te quepa la menor duda de que no quiero ir solo a esa fiesta. Todo el mundo estará emparejado y no tendré a nadie con quien bailar.

– Yo no bailo.

Ese era el fondo de la cuestión. Bailar era un placer al que había renunciado.

– ¿Una mujer tan aficionada a la música como tú?

– La música y el baile son dos cosas diferentes. Nunca me he preocupado de…

– Aún faltan varios días para Noche Vieja. Hay tiempo de sobra para practicar. Tal vez consiga hacerte cambiar de opinión.

– Déjame pensarlo, ¿de acuerdo?

– Claro.

Brian se levantó y llevó los dos platos al fregadero. Por su parte, Theresa abrió la puerta del sótano y encendió la luz de la escalera.

– Bueno, no estoy segura de que mi madre haya hecho tu cama.

Theresa oyó los pasos que la seguían por la escalera enmoquetada y pidió al cielo que la cama estuviese hecha para poder darle las buenas noches y escapar rápidamente a su propia habitación.

Desgraciadamente, el sofá-cama ni siquiera estaba abierto, así que a Theresa no le quedó más remedio que cruzar el cuarto para comenzar con la tarea. Dejó a un lado los cojines, consciente de que Brian había encendido la lámpara y la habitación se había iluminado con una luz suave que la hizo perfectamente visible mientras sacaba el colchón plegado.

– Voy a buscar sábanas y mantas -explicó.

Luego se escabulló rápidamente al cuarto de la lavadora y bajó de un estante sábanas y mantas limpias. Brian había encendido la televisión en su ausencia, y en la pantalla podía verse una vieja película en blanco y negro. El volumen era sólo un murmullo cuando Theresa comenzó a hacer la cama y Brian se colocó en el lado opuesto del sofá para ayudarla.

Sus largos dedos manejaban la sábana con la destreza de un soldado acostumbrado a tener su camastro en estado de revista. Una sábana voló en el espacio que los separaba, y sus miradas se encontraron sobre la misma, pero se desviaron a continuación. Las imágenes de la escena erótica de la película surgieron en la mente de Theresa cuando estaban remetiendo las sábanas. Las manos de Brian se movían con mucha más habilidad que las de ella, que no podía evitar que le temblaran.

– Está tan bien estirada que una moneda rebotaría sobre ella -afirmó Brian con tono aprobador.

Theresa levantó la vista y descubrió que Brian no estaba mirando la cama, sino a ella, y se preguntó qué estaría haciéndole aquel hombre. En la vida había sido tan sexualmente consciente de un hombre como entonces. Los hombres no le habían procurado nada excepto vergüenza e intimidación, y los había evitado. Pero así estaban las cosas, y no podía apartar la vista de los ojos verdes de Brian Scanlon, con la cama a medio hacer, preguntándose lo que sería hacer con él las cosas que había visto en la película.

«Las pelirrojas se ponen feas cuando se ruborizan», pensó Theresa.

– La otra sábana -le recordó Brian, y Theresa se volvió, confundida, para cogerla.

Cuando la cama estuvo hecha por fin, el corazón de Theresa daba saltos de campeonato. Pero todavía le quedaba una obligación como anfitriona.

– Si quieres, sube arriba y te daré un juego de toallas limpias y una esponja, y te enseñaré dónde está el cuarto de baño.

– Jeff me lo enseñó después de la cena.

– Oh. Oh… bien. Bueno, siéntete libre de ducharte o… o lo que sea cuando quieras. Puedes colgar las toallas mojadas en el cuarto de la lavadora.

– Gracias.

Estaban de pie a ambos lados del sofá, y Theresa se dio cuenta repentinamente de que por primera vez permanecía frente a él sin ocultar sus senos. Desde que se habían conocido no le había visto mirándolos ni una sola vez. Sus ojos contemplaban las pecosas mejillas, luego ascendieron hasta su pelo, y Theresa cayó en la cuenta de que llevaba un buen rato sin mover un solo dedo.

– Bueno… buenas noches entonces -dijo con voz suave y temblorosa.

– Buenas noches, Theresa -respondió él con voz profunda y tranquila.

Theresa salió precipitadamente de allí, subiendo las escaleras como si la estuviera persiguiendo Brian con malas intenciones. Cuando ya estaba instalada en la cama con las luces apagadas, le oyó subir al baño.

«¡Theresa Brubaker, tápate la cabeza con la almohada!» exclamó para sí, pero escuchó todos los sonidos procedentes del baño, y se estuvo imaginando a Brian Scanlon ejecutando los rituales de la hora de acostarse preguntándose, por primera vez en su vida cómo se las arreglarían un hombre y una mujer en los momentos iniciales de su relación.

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