Capítulo 7

El silencio reinaba en la casa. La luz pequeña que había sobre la cocina estaba encendida una vez más, y Theresa se apresuró a pasar junto al cono de luz que proyectaba para adentrarse después en las sombras del pasillo que llevaba al vestíbulo, consciente de que si Brian veía su rostro se daría cuenta de lo terriblemente insegura y asustada que se sentía de repente. Percibió cómo las manos de Brian le quitaban el abrigo, aunque no se había dado cuenta hasta entonces de que él estaba siguiéndola tan de cerca. A Theresa se le ocurrieron un montón de temas de conversación, pero se diseminaron en mil pedazos como los cristales de un calidoscopio. Incapaz de articular palabra sin hacer evidente que estaba poco menos que petrificada, estaba preparándose para despedirse brevemente y escabullirse a su cuarto, cuando Brian se volvió del armario y envolvió una mano de Theresa entre las suyas.

– Parece que tus padres ya se han acostado.

– Sí… sí, hay un silencio mortal.

– Vamos abajo.

Theresa intentó responder, pero tanto el sí como el no se le atragantaron en la garganta. Brian entrelazó los dedos entre los suyos y se volvió, llevándola con él, hacia la escalera.

Theresa se dejó llevar, pues era el único modo en que podía aproximarse a la seducción que flotaba en el aire.

En la parte de arriba de las escaleras encendió la luz pero, una vez abajo, Brian soltó su mano y fue a encender una lámpara de luz tenue y a apagar distraídamente a continuación la potente luz del techo.

Theresa se quedó inmóvil junto a las puertas corredizas de cristal, asomada al rectángulo negro de oscuridad, frotándose los brazos.

Desde atrás, Brian observó:

– Parece que tu familia tenía la chimenea encendida. Todavía hay ascuas.

– ¿Sí? -preguntó Theresa distraídamente, sabiendo lo que él quería, pero poco dispuesta a prestarle una ayuda.

– ¿Te importa si pongo un poco más de leña?

– No.

Theresa oyó las puertas de cristal del hogar que se abrían, luego el sonido vibrante de las cortinas de malla metálica siendo apartadas. El carbón vegetal se rompió y crujió cuando Brian echó un nuevo tronco al fuego y cerró la pantalla protectora. A todo esto, Theresa seguía junto a las puertas encogida de miedo, abrazándose mientras le temblaban las rodillas.

Estaba tan absorta en sus emociones que se sobresaltó y se volvió de golpe hacia Brian cuando éste reapareció y comenzó a correr las cortinas. Mientras lo hacía, la miraba a ella en lugar de a los tiradores de las cortinas. Theresa se humedeció los labios y tragó saliva. Detrás de Brian, el tronco llameó crepitando y ella se sobresaltó otra vez, como si las llamas hubieran anunciado la llegada inminente de Lucifer.

Las cortinas quedaron cerradas. Reinaba el silenció. Brian mantenía su desconcertante mirada clavada en Theresa. Dio dos pasos más hacia ella y extendió la mano, ofreciéndosela.

Theresa la miró, pero sólo se abrazó con más fuerza.

La mano permaneció en el aire, con la palma hacia arriba, inmóvil.

– ¿Por qué me tienes tanto miedo? -preguntó Brian en el más suave de los tonos.

– Yo… yo…

Theresa sintió que su mandíbula se movía, pero parecía incapaz de cerrar la boca, de responder, o de ir con él.

Brian se inclinó hacia delante y cogió a Theresa de la mano, llevándola hacia el extremo opuesto del cuarto, donde el sofá estaba colocado de cara a la chimenea. El fuego ya ardía vivamente y, al pasar junto a la lámpara Brian la apagó, dejando el cuarto iluminado sólo por el tono naranja de las llamas parpadeantes. Luego se sentó llevando suavemente a Theresa consigo, y mantuvo con firmeza el brazo derecho alrededor de sus hombros. Se hundió en el sofá en una posición bastante baja, apoyando los pies en la brillante mesa de arce que había delante de ellos.

Bajo su brazo, Brian sentía a Theresa encogerse. Todo había cambiado durante el viaje de vuelta a casa. Ella había tenido tiempo de considerar en lo que se estaba metiendo. Su retirada había causado a Brian una sensación vacilante a su vez, la cual él esperaba estar disimulando bien. En una situación tal como aquella, con que uno de los dos estuviera nervioso había más que suficiente. Brian no sabía a ciencia cierta si debía besarla otra vez para intentar quitarle el miedo. Sabía que ella no había estado muy a menudo en situaciones así, y Jeff le había dicho que los hombres le daban pánico, que rechazaba la mayoría de las invitaciones que le hacían. Y también le había explicado el motivo. Ese conocimiento se cernía sobre él como una gigantesca pared de agua a punto de caer sobre su cabeza. Se sentía como si estuviera saboreando la última bocanada de aire antes de ser tragado por las olas.

Brian Scanlon tenía miedo. Pero Theresa Brubaker no lo sabía.

Permanecía sentada de costado, con la cabeza apoyada en el hombro de Brian, pero mantenía los brazos cruzados como si llevara una camisa de fuerza.

Con la mano que rodeaba los hombros de Theresa, Brian le acarició suavemente el brazo. Su cabello olía a flores y creaba un cálido halo de intimidad. Brian tomó entre sus dedos el puño del suéter de Theresa, apartándolo de la sedosa piel.

– ¿Es verdad que compraste todo este conjunto sólo para esta noche?

– Amy es peor aún que Jeff. No puede guardar ningún secreto.

– Me gusta el conjunto. Combina estupendamente con el color de tu pelo.

– No me hables del pelo, por favor.

Theresa se tapó la cabeza con la mano, ocultando la cara en el pecho de Brian.

– ¿Por qué? ¿Qué le pasa?

– Lo odio. Siempre lo he odiado.

Brian alzó la mano y cogió un mechón, acariciándolo mientras la observaba con mucha parsimonia.

– Es del color del sol naciente.

– Del color de las zanahorias.

– Es del color de las flores… muchas clases diferentes de flores.

– Es del color de los ojos de un pollo.

Theresa sintió bajo su mejilla el pecho de Brian vibrando mientras se reía silenciosamente, pero, cuando habló, lo hizo con gravedad.

– Es del color del Gran Cañón cuando el sol cae más allá de las laderas rojizas de las montañas.

– Es del mismo color que las pecas. Apenas se puede distinguir dónde acaba una y empieza la siguiente.

Con el dedo índice alzó la barbilla de Theresa.

– Yo sí puedo. Y, en todo caso, ¿qué tienen de malo las pecas?

Brian deslizó las yemas encallecidas de sus dedos por la mejilla de Theresa.

– Besos de ángel -murmuró, deslizando los dedos sobre su nariz respingona, los labios y la barbilla, y descendiendo después hacia el cuello, dónde el pulso latía a un ritmo trepidante.

Theresa intentó decir: «Manchas asquerosas», pero de su boca sólo surgió un aliento entrecortado.

Brian levantó la cabeza del sofá y sus ojos verdes se clavaron en los de Theresa.

– Besos de ángel -volvió a murmurar, cerrando los ojos de Theresa con cálidos besos-. ¿Te han besado los ángeles, Theresa?

– Nadie excepto tú, Brian.

– Lo sé -susurró finalmente antes de besar sus dulces labios.

El beso disolvió en parte los recelos de Theresa, animándola a hacer una incursión en el desconocido mundo de la sensualidad, pero sus brazos cruzados continuaron levantando una barrera entre ellos. La lengua de Brian descubrió rincones de su boca que su propia lengua parecía ignorar. Recorrió valles cálidos y húmedos provocando pequeñas explosiones de placer en los sentidos de Theresa. Brian disminuyó la presión, cogiendo el labio superior de Theresa entre los dientes para mordisquearlo.

– Abrázame como lo hiciste cuando bailamos.

Brian aguardó, midiendo la vacilación de Theresa por el número de palpitaciones de su corazón, que podía percibir a pesar de la muralla formada por sus brazos. Justo cuando comenzaba a perder la esperanza Theresa movió llena de vacilación una de sus manos Brian permaneció en silencio hasta que finalmente los brazos de la joven rodearon sus hombros.

– Theresa, no temas. Yo nunca te haría daño.

Ella iba a decir: «¡Brian, no!», pero la boca de Brian impidió que las palabras se formaran. Sintió que su cuerpo se deslizaba de costado, bajo la presión de las manos y el pecho de Brian, el cual la acomodó, sin separar los labios de su boca, hasta que quedó extendida bajo él. El pánico y la sexualidad parecían tirar de ella en direcciones opuestas. «Que me bese, que se tumbe sobre mí, pero por favor, por favor, que no toque mis senos», pensaba.

Después de cubrirla por completo con su cuerpo, Brian separó las piernas, de modo que el cuerpo de Theresa quedaba aprisionado entre sus muslos. La hebilla del cinturón y la cremallera oprimían con fuerza el muslo de Theresa, recordando a ésta imágenes de la película, que era su principal punto de referencia en cuanto al físico de un hombre. Aquello era más de lo que había permitido nunca a ningún chico. Estaba recordando los momentos que había estado observándole bailar en la pista, cuando las caderas de Brian adoptaron el mismo movimiento que la había excitado en la fiesta. La magia funcionó una vez más, provocando una corriente de excitación interior que fue la respuesta al movimiento del cuerpo de Brian sobre el suyo.

– Theresa, he pensado en ti durante meses y meses, desde mucho antes de conocerte.

Los ojos de Brian, cuando éste se apartó sólo lo suficiente para mirar los de Theresa, no sonreían ni pestañeaban. Theresa observó maravillada y aturdida que Brian estaba contemplándola con expresión casi reverente.

– Pero, ¿por qué? -murmuró.

Con una mano, Brian le acarició el cuello, mientras con la otra trazaba lentamente los contornos de su rostro.

– Sabía más cosas sobre ti de las que un hombre tiene derecho a saber de una mujer que no ha visto jamás. A veces me sentía culpable por ello pero al mismo tiempo me sentía irremediablemente atraído hacia ti.

– Así que Jeff te ha contado más cosas de lo que has insinuado hasta ahora.

Brian rozó con los labios entreabiertos la nariz de Theresa, luego volvió a mirarla a los ojos.

– Jeff te quiere tanto como un hermano puede querer a una hermana. Comprende por qué haces lo que haces… y lo que no haces. Yo te imaginaba como una dulce profesora de música rodeada de niños pecosos, pero, hasta que te vi, no tenía ni idea de que tú misma te parecerías tanto a uno de ellos.

Theresa intentó apartarse.

– No.

Brian apresó la barbilla de Theresa, acariciando con el índice su mejilla.

– No te vayas. Ya te he dicho que me gustan tus pecas y tu pelo y… y todo lo tuyo, sólo por el hecho de ser tuyo.

Involuntariamente, Theresa se puso rígida cuando la mano izquierda de Brian se apartó de su cuello y descendió por su espalda. Brian percibió su rigidez y, en vez de deslizar la mano hacia sus costados, la llevó a lo largo de su brazo hasta entrelazar los dedos con los de ella. Luego subió las manos, todavía entrelazadas con las suyas, hasta el espacio que había entre su pecho y los senos de Theresa; su brazo oprimió uno de ellos ligeramente.

Brian pensó en las horas que Jeff y él habían pasado tumbados en sus camastros hablando de aquella mujer. Sabía que algunas veces había vuelto a casa con los ojos llenos de lágrimas por las burlas de algún chico; y las amargas experiencias habían comenzado cuando sólo tenía catorce años. Y sabía también que él se hallaba en una situación en la que nunca había estado ningún hombre. Y comprendía que, si daba un paso en falso, podría causar un daño terrible a Theresa y a sí mismo.

Brian procuró tranquilizarla con palabras cariñosas, hablando con el corazón.

– Nunca había conocido a una mujer con un olor tan especial como el tuyo.

La mordisqueó en el cuello, sus besos eran como perlas encadenadas en un hilo de seda.

– Y bailas justo como me gusta que baile una chica.

Dejó caer un beso en la comisura de sus labios.

– Me encanta tu música…

Luego en la nariz.

– Y tu inocencia…

La besó en los ojos.

– Y tus dedos revoloteando en las teclas del piano.

Ahora les tocó el turno sucesivamente a los nudillos de una de sus manos.

– Y estar contigo cuando comienza el nuevo año.

Por fin la besó en la boca, introduciendo la lengua entre los tiernos e inocentes labios, uniéndose a ella en la celebración del nuevo descubrimiento de saber que podían comenzar juntos una vida muy distinta…

Theresa se sentía elevada, transportada más allá de sí misma, como si fuera otra la mujer envuelta por los brazos de Brian Scanlon, otra la que oía las palabras susurradas.

Pero era Theresa. Una ingenua llena de dudas que no sabía actuar con naturalidad. Deseaba levantar los brazos para rodear el cuello de Brian y devolverle sus besos, pero bajar la guardia que había mantenido en alto durante tantos años no era cosa fácil. La experiencia le había enseñado con demasiada claridad que creer que podía atraer a alguien a causa de sus cualidades espirituales era sólo un sueño imposible. Cada vez que así lo había hecho, el hombre en quien puso sus esperanzas resultó tan poco honesto como el chico que ocho años atrás había convertido el baile de fin de curso en un recuerdo desagradable de vergüenza y repulsión. Desde entonces se había asegurado de que no volviera a sucederle algo parecido.

El brazo de Brian estaba apoyado sobre su seno derecho, presionándolo de una forma casi indiferente que a Theresa le pareció natural y aceptable, hasta que él comenzó a mover la muñeca a modo de caricia. Todavía tenía los dedos entrelazados, y Brian movió las manos de ambos de modo que sólo el envés de la suya quedó en contacto con los senos.

«No temas. No te resistas. Déjale. Déjale tocarte para ver si reaccionas como la mujer de la película», pensó Theresa mientras Brian seguía besándola sensualmente. Al cabo de un momento se echó hacia atrás, acariciando el borde de sus labios con un leve roce de los suyos.

– Theresa, no temas.

En la chimenea danzaba el fuego, irradiando calor hacia ellos. Theresa tenía los ojos cerrados, inconsciente de la expresión preocupada de Brian. Estaba tumbada debajo de él, pálida e inmóvil, y respiraba con gran dificultad. Sus labios reflejaban el sentimiento de recelo que la embargaba.

Theresa tenía la piel caliente bajo el suéter, y unas costillas sorprendentemente bien proporcionadas, su piel era tersa y suave. Brian se dio cuenta de que tenía una constitución a la que le correspondían unos senos mucho más pequeños que aquellos con los que estaba dotada. «Confía en mí, Theresa. Eres tú, tu corazón, tu alma sencilla lo que estoy aprendiendo a amar. Pero amarte significa amar tu cuerpo también. Y debemos comenzar con eso. Alguna vez debemos comenzar.»

Brian elevó una mano por el costado de Theresa, y finalmente posó las yemas de los dedos en la concavidad formada directamente bajo uno de sus senos. La acarició con suavidad, lentamente, concediendo tiempo a Theresa para que aceptase el hecho de su exploración inminente. Bajo su mano, Brian percibió un temblor anormal, como si Theresa estuviera conteniendo el aliento para no gritar.

Por si acaso, Brian cubrió los labios de Theresa con los suyos, y luego se deslizó hacia un lado lo suficiente como para tener acceso a sus senos. Para no intimidarla, recorrió el espacio restante con toda la lentitud de que era capaz.

La primera caricia apenas rozó el borde del sujetador. Brian deslizó las yemas de los dedos siguiendo la curva pronunciada que iba desde el centro del pecho hasta la zona situada bajo el brazo.

Theresa se estremeció y se puso más tensa.

Brian suavizó el beso hasta que fue más una mezcla de alientos que otra cosa, una anticipación de la suavidad que tenía guardada para ella.

Pero los recelos embargaban a Theresa impidiéndole disfrutar de las caricias de Brian. Aguardaba, por el contrario, como una mártir condenada a morir en la hoguera, hasta que al fin Brian asió uno de sus senos con firmeza, plenamente, deslizando el pulgar a lo largo de su sujetador. Theresa lo consintió por el momento, permitiendo a Brian descubrir la amplitud, elasticidad y calidez de sus senos.

Mientras la mano acariciaba y exploraba, Theresa esperaba agonizante, deseando responder a Brian de un modo del que no se sentía capaz. Deseaba relajarse y ponerse en una postura indolente, incitarle a seguir, esbozar un susurro de placer como la mujer de la película… Quería gozar como las demás mujeres cuando sus senos eran acariciados.

Pero sus senos nunca habían sido fuentes de placer, sino de dolor, y Theresa se vio recordando innumerables escenas insultantes y groseras, sintiéndose empequeñecida por dichos recuerdos a pesar de que Brian siempre le había otorgado un trato del máximo respeto y delicadeza. Y, cuando Brian deslizó el suéter hacia arriba, se sintió paralizada.

Brian lo percibió, pero siguió adelante, descendiendo centímetro a centímetro hasta que apoyó las caderas sobre el sofá, entre las piernas abiertas de ella; luego bajó la cabeza y besó los senos de Theresa a través del rígido algodón que los separaba de sus labios.

El aliento de Brian era caliente y provocaba oleadas de sensación en sus senos, acabando por endurecer sus pezones. A través del sujetador, Brian mordisqueó con suavidad, y el dulce dolor causado hizo que Theresa se estremeciera.

Brian levantó la cabeza, pero Theresa no se atrevía a abrir los ojos y mirarle. Recordó escenas en las duchas del instituto, los pezones pequeños y delicados de otras chicas, la envidia que sentía por su feminidad, y su terror creció. Si hubiera podido estar segura de que Brian no iría más lejos, quizás se habría relajado y habría disfrutado de la sensación estremecedora que provocaban sus besos. Pero sabía que no podría soportar el siguiente paso. No se atrevería a desnudarse ante los ojos de ningún hombre. Tenía unos senos cubiertos de pecas, nada atractivos y demasiado caídos como consecuencia del tamaño.

«Oh Brian, por favor, no quiero que me veas de ese modo. No volverías a mirarme jamás», se dijo para sí.

El fuego iluminaba sus cuerpos y Theresa sabía que si abría los ojos vería con demasiada claridad lo inevitable. Brian le producía un calor que le cortaba el aliento, mordisqueándole a través del rígido sujetador, cuyo mismísimo roce parecía incitarla a sucumbir.

Pero, cuando Brian deslizó las manos sobre su espalda para desabrochárselo, Theresa pensó que no permitiría por nada del mundo que la viera desnuda.

– ¡No! -murmuró violentamente.

– Theresa, yo…

– ¡No! -repitió, apartando los brazos de Brian-. Yo… por favor…

– Sólo iba a…

– ¡No, tú no vas a hacer nada! Por favor, déjame.

– No me has dado opor…

– ¡Yo no soy de esa clase, Brian!

– ¿De qué clase?

Inexorablemente, Brian impidió que se moviera.

– De las fáciles y… y frescas.

Theresa hizo un esfuerzo para liberar sus miembros doloridos del peso de Brian.

– ¿Crees verdaderamente que pienso eso de ti?

Los ojos de Theresa se inundaron de lágrimas.

– ¿No es así como piensan todos los hombres?

Theresa vio el dolor relampaguear en los ojos verdes de Brian y su mandíbula crisparse momentáneamente.

– Yo no soy todos los hombres. Creía que ya habías tenido tiempo más que suficiente para darte cuenta. No comencé esto para ver lo que podía sacar…

– ¿Ah, no? Considerando dónde están tus manos ahora mismo, diría que tengo buenos motivos para dudarlo.

Brian cerró los ojos, sacudiendo lentamente la cabeza en gesto de exasperación a la vez que dejaba escapar un suspiro. Retiró las manos, deslizándose hasta sentarse en el borde del sofá. Pero las piernas de ambos continuaban enlazadas, y Theresa estaba en una postura forzada y vulnerable, con una rodilla atrapada bajo la pierna de Brian y la otra entre el respaldo del sillón y su espalda.

Se arqueó hacia arriba y se bajó el suéter hasta la cintura mientras Brian suspiraba frustrado, y se pasaba una mano por el pelo. Luego él se inclinó hacia delante y apoyó los codos sobre las rodillas, dejando las manos inertes en el aire mientras contemplaba el fuego con expresión ausente, fruncido el ceño.

– Déjame levantarme -susurró Theresa.

Brian se movió como si sólo entonces se diera cuenta de que tenía a Theresa en una postura no demasiado elegante. Theresa se desenredó y se acurrucó en un extremo del sofá, no demasiado acobardada, pero protegida por el habitual escudo de sus brazos cruzados.

– Verdaderamente, eres una mujer difícil de tratar, ¿lo sabías? -dijo con tono malhumorado-. ¿Podrías decirme qué demonios pensabas que iba a hacer?

– ¡Justo lo que intentaste!

– ¿Y en qué me convierte eso? ¿En un pervertido? Theresa, por el amor de Dios, somos adultos. No puede considerarse una perversión hacerse unas cuantas caricias.

– Yo no quiero ser manoseada como una cualquiera.

– Vamos, ¿no exageras un poco? Estás haciendo un drama de esto.

– Para ti un drama, para mí es… es un trauma.

– ¿Quieres decir que no has permitido en la vida que un tipo te quitara el sujetador?

Theresa desvió la mirada sin decir palabra. Por su parte, Brian la observó en silencio durante algunos segundos, antes de preguntar:

– ¿No has pensado nunca que eso no es exactamente normal ni saludable para una mujer de veinticinco años?

– ¡Ah! Y supongo que tú te ofreces voluntario a curarme por mi propio bien, ¿no es así?

– Tendrás que reconocer que podría ser bueno para ti.

Theresa soltó un bufido, mientras Brian se sentía cada vez más enfadado con ella.

– ¿Sabes? Estoy comenzando a hartarme de que cruces los brazos como si yo fuera Jack el Destripador… y de que pongas en tela de juicio mis motivos cuando, tal y como lo veo, soy yo el que tiene impulsos normales aquí.

– ¡Pues a mí ya me han dado lecciones de sobra respecto a los llamados impulsos normales de los hombres!

Los dos se quedaron inmóviles durante varios minutos largos y tensos, mirando hacia delante, decepcionados de que aquella noche que había comenzado tan maravillosamente estuviese acabando así.

Por fin, Brian suspiró y se volvió hacia ella.

– Theresa, lo siento, ¿de acuerdo? Pero yo siento algo por ti y pensaba que tú sentías lo mismo por mí. Entre nosotros todo fue perfecto esta noche y pensé que lo natural era terminar así.

– ¡No todas las mujeres del mundo estarían de acuerdo contigo!

– ¿Te importaría mirarme… por favor?

La voz de Brian era suave, dolida. Theresa apartó la mirada del fuego, que despedía un calor muy diferente del que sentía en la cara. Le miró a los ojos para encontrarse con una expresión herida que la desconcertó. Brian tenía un brazo apoyado a lo largo del respaldo del sofá, la mano estaba a pocos centímetros del hombro de Theresa.

– No tengo mucho tiempo, Theresa. Dos días más y me habré marchado. Si tuviera semanas o meses para ganarme tu confianza, la cosa sería diferente, pero no los tengo. No quiero volver a Minot y pasarme los próximos seis meses preguntándome qué sientes por mí.

Brian rozó con las yemas de los dedos el hombro de Theresa, muy levemente, produciéndole un escalofrío.

– Me gustas, Theresa, ¿no puedes creerme?

Theresa se mordió los labios y le miró, derrotada por sus palabras, por su sinceridad.

– Tú. La persona, la hermana de mi amigo, la mujer que comparte conmigo el amor a la música. La chica que no dejaba hacer barbaridades a su hermano pequeño y se ríe cuando toca un zapateado popular con su violín de 1906, que comprende lo que siento tocando una canción de Newbury. Me gustas porque tuviste que acudir a tu hermana de catorce años para maquillarte, por tu forma de entrar en la cocina con la refrescante timidez de una gacela. En realidad, no se me ocurre nada tuyo que me disguste; pensé que lo sabías, que comprenderías la razón por la que intenté expresar mis sentimientos del modo que lo hice.

Theresa se sentía emocionada; tenía seca la garganta, enrojecidos los ojos. Palabras como aquéllas, creía ella, sólo se oían en las películas de amor, eran dichas a las otras chicas, las guapas con figura de maniquí y cabellos sedosos.

– Y te comprendo -replicó.

Deseaba con todo el corazón alargar la mano y acariciarle la mejilla, pero sus inhibiciones estaban demasiado arraigadas en ella y le llevaría algún tiempo superarlas. Así que intentó explicarle a Brian lo mucho que le remordía la conciencia en aquel momento.

– Oh, Brian, siento haberte dicho todo eso. Y no era verdad. Lo dije porque estaba asustada, dije la primera cosa que se me ocurrió para detenerte. Pero no lo pensaba.

Los dedos de Brian seguían acariciando su hombro.

– ¿Crees que no sabía que tenías miedo?

– Yo…

Theresa tragó saliva y desvió, la mirada.

– Antes de verte por primera vez, ya te conocía. Luego te he visto esconderte detrás de violines, bolsos y rebecas, pero tenía la esperanza de que, si no me precipitaba y te demostraba que para mí otras cosas son lo primero, tú…

Hizo un gesto expresivo con las manos y Theresa sintió que se le calentaba la cara otra vez. Le parecía imposible estar hablando del tema… y con un hombre.

– ¡Theresa, mírame, demonios! Yo no soy ningún pervertido que quiera aprovecharse de ti, y lo sabes.

Las lágrimas inundaron los ojos de Theresa y cayeron por sus mejillas. En aquel momento de su confusión, junto las rodillas con fuerza, las rodeó con los brazos, bajó la cabeza y dejó escapar un solo sollozo.

– Pe… pero tú no comprendes lo… lo que es.

– Comprendo que cuando se siente algo tan intenso como lo que yo siento por ti es natural expresarlo.

– Puede que para ti sea natural, pero para mí es terrible.

– ¿Terrible? ¿Que yo te acaricie es terrible?

– No, no es que seas tú, sino… ahí. Mis senos; yo… yo sabía que ibas a hacerlo, y estaba tan… tan…

– ¡Por Dios, Theresa! ¿De verdad crees que no lo sabía? Hasta el más ciego vería cómo los escondes. Entonces, ¿qué debería haber hecho?, ¿qué habrías pensado de mí? Ya te lo he dicho, quería…

Brian dejó de hablar repentinamente, miró el fuego, se pasó una mano por la cara y gruñó, casi para sí mismo.

– ¡Oh, maldita sea!

Parecía estar acelerando sus ideas. Al cabo de un rato se volvió hacia Theresa y puso las manos sobre sus hombros, obligándola a mirarle a la cara. Los ojos de Theresa estaban todavía empañados de lágrimas y los de él denotaban enfado, o quizás frustración.

– Mira, conocía tu problema antes de bajar del avión. Yo mismo he estado luchando a brazo partido con él desde que estoy aquí. ¡Pero, maldita sea, me gustas! Y en parte es por tu físico, y así debe ser. Los senos son parte de ti. ¡Me gustas entera! Y creo que yo también te gusto, pero, si vas a escurrirte cada vez que intente tocarte, tenemos un verdadero problema.

A Theresa le sorprendió la franqueza de Brian al tratar el asunto. Incluso oír la palabra «senos» le había dado toda la vida vergüenza. Y ahí estaba Brian, pronunciándola con la naturalidad de un sexólogo. Pero Theresa podía ver que no comprendía lo difícil que era para ella barrer el manto de timidez, que se cimentaba en los dolorosos recuerdos de sus años adolescentes. Y a él, Brian Scanlon, alto y atractivo, perfecto, que contaba con la admiración de incontables mujeres, difícilmente se le podía exigir que comprendiese lo que llevaba consigo tener su figura.

– No puedes comprenderlo -dijo Theresa de modo inexpresivo.

– No dejas de repetir la misma canción. Dame una oportunidad al menos…

– Tienes razón. Tú eres… eres de los afortunados. Mírate; alto, delgado, atractivo y… bueno, no le das importancia a ser normal, como todo el mundo.

– ¿Normal? -exclamó frunciendo el ceño-. ¿Acaso crees que tú no eres normal a causa de tu tipo?

– ¡Sí, lo creo!

Theresa le miró desafiante y luego se enjugó una lágrima de un manotazo.

– Es imposible que lo entiendas… Empecé a tener pecho cuando tenía trece años, y al principio las otras chicas me tenían envidia porque fui la primera en estrenar un sujetador. Pero a los catorce años dejaron de envidiarme y se quedaron… pasmadas.

Extrañamente, Brian nunca se había parado a pensar cómo la tratarían las chicas. Aquél era un dolor secreto que ni siquiera conocía su hermano.

– En el colegio, cuando teníamos que ducharnos, las chicas se quedaban mirándome como si fuera una marciana. La clase de gimnasia era uno de los horrores de mi vida. Correr…

Theresa sonrió tristemente.

– Correr no sólo me daba vergüenza: también me hacía daño. Así que… dejé de correr a una edad en la que es algo natural tener ganas de moverte y actuar libremente.

– ¿Y te resientes? ¿Te sientes engañada?

¡Lo comprendía! ¡Lo había comprendido!

– ¡Sí! No podía…

Theresa sollozó.

– Tuve que renunciar a tantas cosas que quería… a cambiar vestidos con mis amigas… bañadores bonitos… deportes… bailes…

Sollozó más profundamente.

– Chicos -finalizó con voz débil.

Brian le frotó el brazo.

– Vamos, cuéntamelo -dijo para darle ánimo, y Theresa volvió los ojos hacia él.

– Chicos -repitió, mirando fijamente las llamas-. Había dos clases: los pasmados y los lanzados. Los pasmados eran los que se ponían en trance por el solo hecho de estar en el mismo cuarto conmigo. Los lanzados eran… bueno…

Theresa desvió la mirada, roto el hilo de su voz. Brian comprendía lo difícil que le resultaba hablar del tema. Pero tenían que hacerlo para despejar el terreno entre ellos. Brian le hizo una caricia.

– ¿Los lanzados eran…?

Theresa se volvió hacia él y desvió la mirada una vez más al proseguir.

– Los lanzados eran los que te echaban miradas obscenas y disfrutaban soltando palabrotas.

Brian sintió una oleada de calor e indignación y se preguntó, con la conciencia algo intranquila, si en su juventud habría atormentado a chicas como Theresa en alguna ocasión.

– Salí con chicos un par de veces -prosiguió-, y fue más que suficiente. Su parte del asiento del coche apenas se había calentado cuando ya estaban en la mía para ver si podían echarle un tiento a la… la famosa Theresa Brubaker. ¿Sabes cómo me llamaban, Brian?

Él lo sabía, pero sólo la miró para que se desahogara por completo.

– Theresa «La Interminable». Tetas sin fin, esto era lo que decían que tenía.

Se rió tristemente. Por sus mejillas resbalaron lágrimas como diamantes rojos lanzados por el fuego, pero ella pareció no darse cuenta.

– Otras veces me llamaban «Tetazas Brubaker», «La Globos»… oh, cientos de cosas insultantes, y yo las conozco todas.

A Brian le dolía el corazón por ella. Jeff ya le había contado muchas de aquellas cosas, pero era infinitamente más impresionante oírlas de su propia boca.

– Los lanzados… -repitió, como reuniendo todo su coraje para afrontar un recuerdo peor que el resto-. Una tarde, cuando tenía quince años, un grupo de chicos me cogió en el vestíbulo al salir de clase. Recuerdo perfectamente lo que llevaba por… porque llegué a casa y lo tiré al… al fondo de la bolsa de basura.

Theresa cerró los ojos amargamente, y Brian observó cómo se esforzaba en proseguir. Ya conocía la historia y le entraron ganas de impedir que continuara. Pero, si Theresa compartía con él sus malos recuerdos, significaba que confiaba en él, y esto era algo que deseaba con todo el corazón.

– Era una blusa blanca con botoncitos como perlas y un cuello redondo bordeado con encaje rosa. Yo… yo le tenía mucho cariño porque era un regalo de la abuela. Bueno, el caso es que llevaba un montón de libros cuando ellos… me cogieron. Los libros se desparramaron por el suelo cuando me acorralaron en una esquina… recuerdo que la pared estaba muy fría.

Theresa se estremeció y se frotó los brazos.

– Dos de los chicos me agarraron por las muñecas y me hicieron extender los brazos mientras los otros dos me… me sobaban.

Sus ojos se cerraron, sus labios temblaron. Brian le estaba acariciando la nuca con fuerza, pero ella estaba perdida en el recuerdo y el dolor que aquél hacía revivir. Theresa dejó escapar un suspiro profundo, tembloroso, y continuó.

– Estaba demasiado… demasiado asustada para contárselo a mamá, pero ellos habían destrozado los ojales de la blusa y yo…

Se encogió de hombros en ademán de impotencia.

– … yo no habría sabido cómo responder a sus preguntas, así que decidí deshacerme de la blusa.

A Theresa se le escapó un sollozo al final, pero inmediatamente apretó los labios y alzó la barbilla.

Brian no pudo soportarlo más y con dulzura la atrajo hacia sí. Rodeó su cuello con un brazo y la amoldó a la curva de su cuerpo. Theresa temblaba horriblemente. Brian apoyó la mejilla en su cabello y cerró los ojos al sentir una punzada de dolor.

– Theresa, lo siento.

Le besó el cabello, deseando vanamente poder cambiar sus recuerdos por otros más felices. Ella permaneció muy acurrucada dentro del círculo formado por los brazos de Brian. Una vez más prosiguió con voz trémula, jugando inconscientemente con el borde del suéter de Brian.

– Dos años después conocí a un chico que no tenía nada que ver con esos otros. Me gustaba mucho. Era callado, dulce y yo… yo le gustaba mucho. Podía verlo. Llegó el tiempo del baile de fin de curso y un día le pillé mirándome fijamente desde el otro lado de la clase. No miraba mis senos, sino mi rostro. Sabía que quería pedirme que fuera su pareja, pero al final se amedrentó. Sabía que tenía miedo de mis… mis increíbles proporciones. Pero… otro chico sí que se atrevió. Se llamaba Greg Palovich. Parecía simpático y era atractivo y verdaderamente educado… hasta… hasta que acabó la fiesta y estuvimos en el co… coche.

Reinó un silencio de muerte durante un largo y tenso momento.

– Él no… no me destrozó el vestido -concluyó con voz apenada-. Tuvo mucho cuidado de no hacerlo. Oh, Brian, fue tan… tan humillante, tan degradante. Todavía me dan escalofríos cuando oigo hablar de bailes de fin de curso.

Brian le acarició el cabello, manteniendo en ademán protector el rostro de Theresa apretado contra su pecho. Una vez más tuvo el profundo deseo de volver a ser un adolescente para poder invitar a Theresa a un baile de fin de curso y dejarle un recuerdo maravilloso sólo para ella. Hizo alzar la cabeza a Theresa y con el pulgar enjugó las lágrimas que humedecían sus mejillas.

– Si ahora estuviésemos en el colegio, me aseguraría de que tuvieses algunos recuerdos felices.

Theresa le miró con expresión de gratitud.

– Oh, Brian -dijo suavemente-. Creo que lo harías. Pero nadie puede cambiar el pasado, y tampoco se puede cambiar la naturaleza del hombre.

– ¿Sigue sucediendo? -preguntó Brian con voz tranquila.

Como Theresa continuó mirando el fuego distraídamente, sin responder, Brian levantó con un dedo su barbilla, forzándola a mirarle a los ojos.

– Mírame, Theresa. Cuéntame el resto para que el asunto deje de interponerse entre nosotros. ¿Sigue sucediendo?

Ella desvió la mirada.

– Sucede cada vez que entro a un sitio donde hay un hombre que no me había visto antes. Me digo a mí misma que no sucederá. Que esta vez será diferente. Cuando Jeff nos presentó, tú me miraste a la cara. Pero nunca un hombre me mira a los ojos cuando me conoce. Su mirada siempre desciende directamente a mis senos.

– La mía no.

– Ibas sobre aviso.

Brian no podía negarlo, como tampoco podía negar el hecho de que, si no lo hubiera estado, era muy probable que hubiera abierto los ojos sorprendido desviándolos hacia sus senos.

– Sí, lo reconozco. Estaba advertido.

– Jamás había hablado de esto con nadie.

– ¿Y tu madre?

– ¿Mi madre?

Theresa sonrió tristemente, apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y cerró los ojos. Brian observó la línea curva de su garganta mientras hablaba.

– La respuesta de mi madre al problema era que todo lo que necesitaba era un sostén reforzado. Oh, Dios mío, cómo los aborrezco. Llevar ropa interior bonita fue otra de las cosas a las que tuve que renunciar. No se hace ropa interior bonita para chicas como yo, y cuando intentaste…

Theresa levantó la cabeza pero no le miró a los ojos.

– Bueno, antes, no pude soportar la idea de que me vieras con sostén o sin él. No es algo digno de verse en ninguno de los dos casos.

– Theresa, no digas eso.

Brian se acercó más a ella y enredó una mano entre sus rizos brillantes y sedosos, acariciándolos dulcemente.

– Pues es verdad. Y no podía hablar del problema con mi madre. Ella también tiene unas proporciones fuera de lo corriente y, una vez, cuando tenía catorce años y acudí a ella llorando por lo que estaba sucediéndome, trató el problema como si fuera algo que superaría con los años. Solía decir: «Al fin y al cabo, yo lo he superado». Cuando le pregunté si podía ver a otra persona, como nuestro médico o un psicólogo, me contestó: «No seas tonta, Theresa. No hay nada que no puedas hacer sino aceptarlo.» Creo que nunca se ha dado cuenta de que su personalidad no se parece en nada a la mía. Ella es… bueno, decidida y dominante. Una persona como ella puede superar sus complejos con más facilidad que alguien como yo.

Se quedaron sentados en silencio durante varios minutos. Finalmente, Brian dejó escapar un profundo suspiro.

– Bueno, ¿y cómo te sientes ahora que has hablado de ello conmigo?

– Yo… verdaderamente sorprendida de haberlo hecho.

– Me alegra que confíes en mí, Theresa.

Esta vez Theresa le observó tan fijamente como Brian lo hacía con ella.

– Brian, dime una cosa. Esta noche en el baile dijiste que Felice te recordaba a las chicas que rondaban cerca del escenario con la esperanza de… de ligarse al guitarrista después del concierto. Dijiste…

Theresa tragó saliva, asombrada de su propia temeridad, pero, en cierto modo, descubriendo una nueva sensación de confianza en sí misma.

– Bueno, dijiste que había cientos de ellas, pero que eso no era lo que querías… esta noche. ¿Significa esto que has estado con montones de chicas como Felice en otras ocasiones?

– Con algunas -contestó con sinceridad.

– Entonces, ¿por qué?… bueno, yo no poseo… la experiencia de esas chicas. ¿Por qué ibas a querer estar conmigo en vez de con ellas?

Brian se acercó más a Theresa, con un brazo apoyado en el respaldo del sofá, y la otra mano acariciando su hombro.

– Porque en el amor no cuentan los cuerpos, sino las almas.

– ¿En el amor? -preguntó mirándole con los ojos muy abiertos por la sorpresa.

– No hay razón para que te sientas tan amenazada por la palabra.

– Y no me siento amenazada por ella.

– Pues lo pareces.

– Pues no lo estoy.

– Si te enamorases, tendrías que afrontar lo inevitable tarde o temprano.

– Pero no me he enamorado, así que no me siento amenazada.

Tenía que negarlo… después de todo, Brian en realidad no había dicho que la amase.

– Bueno, ahora contéstame tú a una de las mías. Y quiero una respuesta sincera.

Pero Theresa se negó hasta a oír la pregunta.

– ¿Por qué te tomaste la molestia de comprar ropa nueva, de aprender a usar el maquillaje y de ir a la peluquería antes de nuestra cita de esta noche?

– Yo… yo pensé que ya era hora de que aprendiese.

Brian sonrió por un momento, luego volvió a observarla con sus condenados ojos penetrantes. Se acercó más a ella, que tuvo que levantar la cabeza para mirarle a los ojos.

– Eres una mentirosa, Theresa -afirmó con voz tan sosegada que la desarmó- Y, si no te sintieras amenazada, no habríamos tenido la discusión que acabamos de tener. Pero tú no tienes nada que temer de mí.

– Brian…

Theresa contuvo el aliento cuando él se movió sin vacilar para envolverla entre sus brazos.

– Baja tus condenadas rodillas y deja de apartarte de mí. Yo no soy Greg Palovich, ¿de acuerdo?

Pero Theresa estaba demasiado aturdida para moverse. ¡Brian no se atrevería! ¡Otra vez no! Theresa estaba comenzando a abrazarse con más fuerza cuando, con un rápido movimiento de la mano, Brian le hizo bajar las rodillas. Con precisión mortal, Brian la cogió por las axilas con sus fuertes manos y la subió hasta tenerla contra su pecho.

– Ya estoy hartándome de verte con los brazos cruzados sobre el pecho. Vamos a volver al principio, donde deberías haber comenzado cuando tenías catorce años. Imagínate que esa es la edad que tienes y que todo lo que quiero es un buen beso de despedida de la chica que llevé al baile.

Antes de que el asombro de Theresa pudiese convertirse en palabras, la joven se vio fuertemente aprisionada contra el duro pecho de aquel hombre al que le sobraba experiencia en el arte de la seducción. La boca cálida y húmeda de Brian invadió la de Theresa, mientras la mano del mismo se deslizaba por el cuello hasta perderse entre los rizos exuberantes. La lengua de Brian acariciaba la suya con una experiencia que proyectó oleadas de sensualidad a través de todo su cuerpo. Luego alivió la presión de sus labios sólo lo necesario para ser oído mientras sus lenguas seguían tocándose.

– Voy a ser condenadamente bueno para ti, Theresa Brubaker. Ya lo verás. Ahora tócame como has estado deseando hacerlo desde que dejamos la pista de baile.

La lengua de Brian retornó plenamente a su boca, excitante, acariciando la de Theresa con promesas de placer. Pero no por ello cambió los brazos de posición, manteniendo uno sobre la espalda de Theresa y el otro alrededor de su cuello. Sus manos sólo jugueteaban en la espalda, acariciándola lentamente, recorriéndola de parte a parte, mientras Theresa le otorgaba el mismo tratamiento. Una de las manos de Theresa deambuló hasta el cuello de Brian, hasta el pelo corto y suave que todavía emanaba el aroma masculino que había percibido por primera vez cuando cogió su gorra militar. Theresa recordó unos versos de la canción de Newbury: «Deambulando de cuarto en cuarto, él va encendiendo cada luz…» Y sintió que Brian estaba mostrándole la luz, de cuarto en cuarto, poco a poco. El beso se hizo más profundo; Brian dejaba escapar roncos susurros de satisfacción y Theresa deseó pagarle con la misma moneda, dar voz a las sensaciones explosivas que estaba experimentando por primera vez en su vida. Pero, justo en aquel momento, Brian la empujó suavemente.

– Nos veremos mañana, ¿de acuerdo, bonita? Yo sólo puedo ser bueno hasta cierto punto.

Brian se levantó, llevándola con él. Con el brazo sobre sus hombros la acompañó hasta la escalera. La detuvo justo cuando había subido el primer peldaño, así que ahora los ojos de ambos estaban al mismo nivel. En la oscuridad, Brian la cogió por la cintura y la volvió hacia él. Luego la envolvió en un cálido abrazo una vez más, buscó sus labios para darle un último beso prolongado, sensual y, finalmente, la empujó suavemente hacia arriba con un «buenas noches» tan dulce, que a Theresa le dio un vuelco el corazón de emoción.

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