Brian Scanlon se tumbó en la cama pensando en Theresa Brubaker, considerando qué era lo que le atraía de ella. Nunca le habían gustado especialmente las pelirrojas. Pero ésta sí le gustaba, aunque su pelo era tan naranja como el de una muñeca. Una muñeca pecosa, por supuesto. Cuando se ruborizaba, y lo hacía con frecuencia, parecía iluminarse como el árbol de Navidad.
Brian había estado tocando en grupos desde los tiempos en que estudiaba en el instituto. Y entre el público siempre había chicas que no podían resistirse cuando el guitarrista bajaba del escenario en el descanso. Le rodeaban como polluelos alrededor de la madre. Había tenido lo suyo. Pero siempre había preferido las rubias y las morenas, las chicas más bonitas, con maquillajes perfectos y largas melenas… mujeres que sabían cómo tratar a los hombres.
Pero Theresa Brubaker era completamente diferente. No sólo en su aspecto, sino en su modo de comportarse. Era sincera e interesante, inteligente y cariñosa. Y absolutamente ingenua; Brian estaba convencido.
Aun así, había un gran apasionamiento detrás de aquella ingenuidad. Surgía siempre que estaba con su familia, especialmente con Jeff, y siempre que hacía música. Brian recordó su voz cuando los tres hicieron coros en el coche, y la energía que irradiaba cuando tocaba el violín o el piano. Hasta había conseguido que escuchara música clásica con un oído nuevo y tolerante. Entrelazó las manos bajo la cabeza recordando los compases conmovedores del Nocturno de Chopin, pensando en el aspecto que tenía con la larga falda negra y la blusa blanca. La blusa, por una vez, sin rebeca alguna que la cubriese.
Se preguntó cómo se podría tener el valor suficiente para tocar unos senos como los suyos. Cuando eran tan grandes, no eran realmente… atractivos. Sólo intimidaban. Había sentido un miedo de muerte la primera vez que había tocado los senos de una chica, pero desde entonces había acariciado otros muchos, y todavía sentía escrúpulos ante la idea de acariciar los senos de Theresa. A pesar de que ella concedía pocas oportunidades para vislumbrarlos, en algunas ocasiones había conseguido observarlos furtivamente. Y no era algo que le atrajese.
«Olvídalo, Scanlon. No es tu tipo», se dijo.
A la mañana siguiente, cuando Brian se levantó a su hora de costumbre y subió descalzo y sin hacer ruido las escaleras hacia el baño, se topó con Theresa en el vestíbulo.
Ambos se quedaron inmóviles, observándose. Él llevaba unos vaqueros azules; nada más. Ella, una bata verde menta; nada más. No se oía un ruido en la casa. Todos los demás estaban dormidos todavía, pues era la víspera de Navidad y sus padres no tenían que trabajar.
– Buenos días -susurró Theresa.
– Buenos días -susurró él a su vez.
La puerta del baño estaba justo detrás de ellos. Theresa también iba descalza, y ni siquiera hacía falta mirar para darse cuenta de que no llevaba nada bajo la bata de terciopelo.
– Pasa tú primero -dijo Theresa, haciendo un ademán hacia la puerta.
– No, no, pasa tú. Yo esperaré.
– No, yo… en realidad iba a hacer café primero.
Brian estaba a punto de hacer otra objeción cuando Theresa pasó junto a él como una bala en dirección a la cocina, de modo que se apresuró a entrar al baño sin perder más tiempo, y luego se dirigió a la cocina para decirle que el baño estaba libre. Estaba delante de la cocina, esperando a que el café comenzase a salir, cuando él se acercó silenciosamente hasta ella.
El sol no estaba alto todavía, pero ya daba al cielo un tono gris opalescente y proporcionaba suficiente luz para que Theresa pudiese ver con claridad el vello oscuro que cubría el pecho desnudo de Brian. Los únicos pechos masculinos desnudos que había visto en su casa eran el de su padre y el de Jeff, pero aquél no tenía nada que ver con ellos. Su visión le trajo vivos recuerdos de la película que habían visto dos días antes. Theresa bajó la vista después de la más breve de las miradas, pero abajo descubrió más vello. Y de repente no pudo soportar estar un minuto más a su lado, con él medio vestido y ella misma sin nada bajo la bata.
– ¿Te importaría vigilar el café un momento?
En el baño, encendió la luz que había sobre el tocador y se miró en el espejo. ¡Cómo no, roja como un tomate! Aquel horrible color rojo. Se apretó las mejillas con la palma de las manos, cerró los ojos y se preguntó lo que sería ser normal y toparse con un hombre medio desnudo como Brian Scanlon en la cocina. ¡Cielos, por qué la aturdía de aquella manera!
¿Qué hacían las demás mujeres? ¿Cómo dominaban la primera atracción que sentían? Debía ser mucho más sencillo con catorce años, como Amy, y llevando un ritmo natural: un primer intercambio de miradas, un primer roce de las manos, el primer beso, y luego las primeras exploraciones de la sexualidad naciente.
«Pero a mí me dejaron fuera de combate en el primer asalto», pensó desolada, mirando sus pecas y su pelo horrible, que por sí solos hubieran bastado para hacer desistir a cualquiera sin necesidad de los otros obstáculos aún mayores. «La naturaleza me jugó una mala pasada, y aquellas primeras miradas que podían haber conducido al resto, para mí sólo contuvieron asombro o lascivia. Y ahora aquí estoy, a mis veinticinco años, y sin saber cómo comportarme la primera vez que siento atracción hacia un hombre».
Se dio un baño, se lavó la cabeza y no regresó a la cocina hasta que estuvo debidamente vestida en un tono que utilizaba en son de reto: el morado. A Theresa le encantaba, pero si llegaba cerca de su cabello los dos colores se declaraban la guerra y parecía una ensalada de zanahoria y remolacha. Así que separó los pantalones de pana morados de su cabello por medio de un suéter blanco precioso que Amy le había regalado las pasadas Navidades y que nunca se había puesto, a pesar de haber estado tentada en muchas ocasiones. Tenía bolsillos para calentarse las manos en la parte frontal, se cerraba con cremallera y a lo largo de las mangas corrían dos rayas, una azul marino y la otra morada.
Lo sacó del armario, se lo puso y se colocó ante el espejo mientras cerraba la cremallera. Pero la imagen que surgió ante sus ojos le hizo desear llorar. Sus senos resaltaban mucho más con aquella prenda. Por nada del mundo se enfrentaría a Brian con eso puesto.
Irritada, se lo quitó y lo arrojó a un lado, reemplazándolo por una camisa de tono blanco grisáceo y mangas largas, sobre la cual se echó la sempiterna y odiada rebeca.
Se salvó de volverse a encontrar a Brian con el pecho desnudo porque él entró en el baño mientras ella estaba recogiéndose el pelo. Recogido era un poco más discreto al menos.
En el baño, Brian también se observó en el espejo. «Te tiene miedo, Scanlon, así que el problema está resuelto. No tienes que pensar en la posibilidad de enamorarte de ella.»
Pero en el cuarto abundaban detalles femeninos: el aroma a flores del jabón flotando en el aire húmedo, la manopla para lavarse que goteaba colgada de la barra de la cortina y que Brian se quedó contemplando un buen rato cuando la cogió para cerrar las cortinas… Haciendo un esfuerzo, intentó olvidarse de ella. Pero, mientras estaba bajo el chorro de agua caliente enjabonando su cuerpo, volvió a pensar en ella, y en la película, y no pudo evitar el preguntarse lo que sería estar en la cama con aquel cuerpo pecoso, aquellos senos exuberantes y aquella cabellera roja.
«¡Scanlon, es Navidad, no seas pervertido! ¿Qué demonios haces pensando en acostarte con la hermana de tu mejor amigo?»
Pero ésa no era la única razón por la que no podía quitársela de la cabeza, reconoció al instante. Era una persona maravillosa. Interiormente, que era lo importante.
Premeditadamente, Brian actuó con ligereza cuando volvió a encontrarse con Theresa en la cocina. Pero fue más fácil, pues el resto de la familia comenzaba a levantarse, y fueron apareciendo uno a uno para tomar café o zumo de naranja. Una vez que todos se sentaron a desayunar, la perspectiva del día había cambiado.
Todo eran preparativos. Habría una reunión familiar en casa de los abuelos y todo el mundo llevaría algo para la cena. Además, al día siguiente el grupo iría a la casa de los Brubaker para la comida de Navidad, así que Margaret, Theresa y Amy estarían todo el día ocupadas en la cocina.
Margaret estaba en plena forma, dando órdenes como un sargento de instrucción mientras sus hijas las ejecutaban. Willard se pasó parte del día a la busca de pájaros cardenales, y Jeff y Brian sacaron sus guitarras por fin. Al oír el sonido de las guitarras desde la cocina, Theresa dejó lo que estaba haciendo y se acercó a la puerta de la sala para ver a Brian tocando por primera vez. Se quedó quieta observando cómo afinaba y luego daba un acorde aumentado suave y vibrante, con la cabeza pegada al instrumento, escuchando atentamente mientras las seis notas se apagaban. Estaba sentado en el banco del piano, de cara al sofá, donde se había instalado Jeff, y no sabía que Theresa estaba detrás de él.
Jeff tocaba la guitarra solista, Brian la rítmica y, cuando las discordancias preliminares cristalizaron en la introducción de una canción, Theresa percibió una maravillosa comunicación entre ellos. No se habían hecho ninguna señal de ninguna clase. Sencillamente, el galimatías de la afinación se había resuelto en una canción convenida silenciosamente.
Entre músicos puede haber una comunicación, al igual que entre amigos, que les permite adivinar el estado de ánimo del otro. Es algo que no puede ser dispuesto ni acordado. Entre los miembros de un grupo, dicha comunicación establece la diferencia entre tocar simplemente notas al mismo tiempo y crear una afinidad de sonidos.
Ellos dos la poseían. Casi había una cualidad mística en ella y, mientras Theresa escuchaba desde la puerta de la cocina, sintió escalofríos por los brazos y las piernas. Habían comenzado a tocar Georgia on My Mind. ¿Dónde estaba el rock estridente? ¿Dónde los ásperos acordes que tanto gustaban a Jeff? ¿Cómo se había perfeccionado tanto?
Ni Brian ni Jeff se miraban mientras tocaban. Tenían la cabeza ladeada, la mirada perdida, la actitud concentrada que Theresa conocía tan bien.
Jeff comenzó a cantar, su voz sumamente áspera evocaba la interpretación inmortal que Ray Charles hacía de esa canción. A Theresa se le hizo un nudo en la garganta. Amy se había colocado detrás de ella silenciosamente, y las dos estaban inmóviles. Jeff hizo una improvisación entre dos estrofas, y Theresa contempló sus dedos flexibles volando sobre los trastes, con una agilidad que no le había visto antes. Cuando tocaron los acordes finales, Theresa se volvió y vio los ojos desmesuradamente abiertos de Amy.
Las miradas de Jeff y Brian se encontraron y ambos sonrieron a la vez.
– Jeffrey -murmuró Theresa al fin.
Él levantó la vista sorprendido.
– Oye, cara guapa, ¿cuánto tiempo llevas ahí?
Brian le dio la vuelta al banco del piano, y Theresa le dedicó una sonrisa de aprobación al pasar, pero se dirigió hacia su hermano, para abrazarle.
– ¿Desde cuándo tocas así de bien?
– Hace más de un año que no me oyes, casi un año y medio. Brian y yo hemos estado trabajando duro.
– Eso está claro.
Theresa se volvió hacia Brian.
– No me interpretes mal, pero creo que estáis hechos el uno para el otro.
Todos se rieron, y luego Brian le dio la razón a Theresa.
– Sí, pensamos algo parecido la primera vez que tocamos juntos. Simplemente sucedió, ¿sabes?
– Lo sé. Y se nota.
Amy, con las manos metidas en los bolsillos de sus vaqueros, avanzó hasta el lado de Brian.
– ¡Chico, cuando la panda oiga esto…!
Theresa no pudo resistir la tentación de burlarse.
– ¿Es Amy Brubaker la que está hablando? ¿La misma Amy que nos destroza los tímpanos con sus discos y se burla de cualquier cosa más suave que Rod Stewart?
Amy se encogió de hombros sonriendo tímidamente.
– Sí, pero estos tíos son excelentes, buenísimos. Y, de todas maneras, Jeff prometió que tocarían algún rock, ¿no es verdad, Jeff?
En lugar de responder, Jeff hizo sonar un acorde con un ademán triunfal, miró a Brian, y el siguiente acorde cortó el aire con la impetuosidad del más puro rock. Amy se puso en medio y empezó a mover las caderas al ritmo de la música.
– ¡Síiii! -exclamó Amy, y Brian le dirigió una sonrisa distraída.
Luego dirigió la misma sonrisa a Theresa, que se encogió de hombros a modo de réplica, mientras disfrutaba de cada nota, fuera rock o no, y de cada movimiento de caderas de Amy.
Cuando acabó la canción, Margaret y Willard comenzaron a aplaudir desde la puerta.
A última hora de la tarde, todos se dirigieron a sus respectivos cuartos para arreglarse. Cuando se reunieron en la cocina para cargar el coche, Margaret sugirió:
– ¿Por qué no lleváis las guitarras? Cantaremos algunos villancicos. Ya sabéis cómo les gustan a los abuelos.
De modo que en la furgoneta fueron entrando sucesivamente dos guitarras, una ensalada de patatas, jalea de arándano, un montón de regalos, y seis personas.
Willard llevó la furgoneta. Theresa se encontró en el asiento trasero apretujada entre Jeff y Brian. A pesar del grueso abrigo que llevaba, Theresa podía sentir el calor del cuerpo de Brian y, cuando Jeff comenzó a conversar con él, disfrutó del atrayente aroma a sándalo de su loción de afeitar, pues Brian había deslizado el brazo a lo largo del respaldo y se echaba hacia delante continuamente para ver a Jeff.
Si Brian había pensado en algún momento que se sentiría fuera de lugar, indudablemente se le quitó la idea de la cabeza a los pocos minutos de llegar. La casita, de mediados de los años cuarenta, estaba abarrotada hasta los topes de familiares de todas las edades y tamaños. El abuelo estaba sordo y cuando Jeff llevó a su amigo para presentárselo, se produjo una escena divertida.
– ¡Abuelo! -exclamó a voz en grito-. Este es Brian, mi amigo, el que está en las Fuerzas Aéreas conmigo.
El anciano asintió.
– Le he invitado a pasar las Navidades con nosotros -prosiguió en el mismo tono.
El abuelo asintió una vez más.
– Tocamos en el mismo grupo, y hemos traído las guitarras para cantar unos cuantos villancicos esta noche.
Su cabeza calva se movió asintiendo una vez más. Luego el anciano agitó un dedo en el aire, al parecer en son de aprobación, pero no dijo una palabra hasta que Jeff y Brian hicieron ademán de marcharse. Entonces preguntó con voz aguda y temblorosa:
– ¿El que toca el violín?
Jeff se volvió de nuevo hacia su abuelo, inclinándose más cerca de él.
– La guitarra, abuelo, la guitarra.
El viejo asintió y ya no volvió a abrir la boca; apoyó una mano en la otra, sobre un bastón negro con empuñadura de plata y pareció caer en un ensueño.
Cuando Brian y Jeff se alejaron, aquél preguntó al oído a su amigo:
– ¿Funciona el aparato auricular que lleva?
– Lo baja cuando le da la gana. Cuando comience la música, no se perderá una sola nota.
Los treinta y tantos tíos, primos y sobrinos comieron en una mesa sobre la que había de todo. Brian no había visto tanta comida junta. Después de la cena, se repartieron los regalos y todo el mundo se sentó donde pudo para cantar los villancicos de siempre. A Theresa la convencieron para que acompañase a las guitarras tocando un viejo órgano de roble. Después de cantar Jingle Bells, alguien gritó:
– ¿Dónde está Margaret? Venga, Margaret, te toca a ti.
Para asombro de Brian, la rolliza y dictatorial Margaret salió al centro de la «pista» e interpretó admirablemente «noche de Paz», acompañada al órgano por su hija. Cuando acabó la canción, Theresa vio que Brian arqueaba las cejas sorprendido y le susurró:
– Mamá era mezzo-soprano en una compañía de ópera ambulante antes de casarse con papá.
– Entonces, ya sólo queda Amy.
– Yo sólo heredé el ritmo, pero no la voz -replicó Amy-, así que toco la batería en el grupo del colegio.
– Y bailas, supongo.
– Sí. Espera a verme.
Theresa sintió un poco de envidia. Amy podía asfixiar a cualquiera que pretendiese seguir su ritmo endiablado. Lo que había hecho aquella mañana en la sala había sido solamente una pequeña muestra del ritmo que había en su cuerpo flexible de adolescente. Theresa siempre había estado muy orgullosa del talento para el baile de Amy, y más aún de su carencia de inhibiciones para ponerse en movimiento siempre que sonaba cualquier tipo de música. A diferencia de ella misma, que siempre había sentido deseos de bailar y nunca se había atrevido.
Debería haber crecido habituada al baile; de ese modo ahora no le importaría hacerlo. Ella ponía todos sus sentimientos en la música, y ésta le daba las satisfacciones que se le negaban en otros campos de expresión.
Theresa se tragó la mezquina envidia que había llegado a odiar de sí misma y elogió a su hermana.
– No conozco a nadie que baile tan bien. Es una pena que no tenga unos cuantos años más para ir contigo a la fiesta de Noche Vieja.
Brian sólo sonrió esperando que Theresa se decidiera al final a ir con él.
En el camino de vuelta, dejaron a Jeff en casa de Patricia, donde también había una fiesta familiar. Cuando el resto del grupo llegó a su destino, el matrimonio se retiró a la cama mientras los tres más jóvenes encendían las luces del árbol y se sentaban en la acogedora sala intercambiando anécdotas sobre las Fuerzas Aéreas, los bailes de colegio, el abuelo y un sinfín de temas que les tuvieron despiertos hasta bien pasada la medianoche. Jeff se unió a ellos, anunciando que acababa de llegar volando en su trineo a reacción y que no llenaría ningún calcetín de regalos hasta haber encontrado un vaso de leche y galletas.
Cuando Theresa se durmió aquella noche, soñó con los largos dedos de Brian deslizándose por los trastes de la guitarra, tocando una canción de amor cuyas palabras ella se esforzaba en oír.
A la mañana siguiente, Amy despertó a Theresa dando saltos en su cama y riéndose.
– ¡Venga, chica, vamos a por esos dos!
– Amy, el cielo está todavía más negro que el carbón.
– ¡Ya son las siete!
– ¡Ooohhh! -rezongó Theresa, tapándose la cabeza.
– Venga, sal de ahí y vamos a despertar a los demás.
– ¿Quién está armando todo ese jaleo? -se oyó gritar a Jeff-. ¡Aquí no os atreveréis a intentarlo!
Amy saltó de la cama para atacar a su hermano, y los chillidos que se oyeron a continuación daban fe de la pelea a muerte de cosquillas que estaba aconteciendo. El escándalo no tardó en despertar a Margaret y Willard. Los golpazos en el suelo hicieron otro tanto con el invitado, y en menos de diez minutos todos se habían reunido alrededor del árbol de Navidad, vestidos con batas cerradas precipitadamente, vaqueros, camisas a medio abrochar y zapatillas. Todos tomaban café o zumo de naranja mientras se repartían los regalos.
Brian estaba compartiendo unas Navidades como nunca había visto en la vida. Aquella familia ruidosa y llena de cariño estaba enseñándole muchas cosas. Los regalos también hablaban de ese amor, pues no eran muchos pero bien escogidos.
Para Willard, sus hijos habían comprado un telescopio que tendría su sitio ante las puertas de cristal de abajo, y para Margaret una pulsera de oro con las fechas de nacimiento de sus tres hijos grabadas en tres dijes, y que luciría orgullosamente en su mano derecha. Y además les dieron un «vale» por un fin de semana en la pintoresca «Posada de Schumaker», situada en un pueblecito llamado New Prague, a una hora en coche de las «Ciudades Gemelas».
De sus padres, Jeff, Amy y Theresa recibieron respectivamente un billete de avión para volver a casa en Semana Santa, un par de entradas para un concierto de rock y un abono para el «Orchestra Hall».
Para asombro de Brian, todos los Brubaker tenían un regalo para él. Margaret y Willard le regalaron una cartera; Amy, cintas vírgenes para que grabase canciones de la radio; Jeff, una armónica Hohner de la que habían estado hablando en una tienda de instrumentos musicales y de la que Brian había comentado que siempre había querido tener; y Theresa, un disco de música clásica que incluía el Nocturno en Mi bemol de Chopin.
Cuando abrió el último regalo, levantó la vista sorprendido.
– ¿Cómo has conseguido comprarlo en tan poco tiempo?
– Secreto -respondió ella.
Pero su mirada se desvió maliciosamente hacia su padre, y Brian recordó que Willard había salido el día anterior a comprar «las cosas de última hora».
Afortunadamente, Brian también había comprado regalos. Para el matrimonio Brubaker había comprado una botella de Chianti y un surtido de quesos; para Amy, unos auriculares, que fueron recibidos con un clamoroso aplauso del resto de la familia; para Jeff, una cinta ancha para la guitarra con su nombre grabado; y para Theresa, una figurilla de peltre: una rana sonriente tocando el violín.
– ¿Cómo sabías que coleccionaba figurillas de peltre?
– Secreto.
– Mi querido hermano, que no puede guardarse nada. Y, por una vez, me alegro de que no pueda. Gracias, Brian.
– Gracias a ti también. Quizás consigas educar mi oído con el disco.
Lo cual era una ironía, pues Brian estaba lejos de tener mal oído.
Theresa contempló la rana de ojos saltones y sonrisa suficiente y dirigió una sonrisa similar a Brian.
– La llamaré Maestra.
La rana violinista se convirtió en una de las posesiones más queridas de Theresa y ocupó un lugar de honor en la estantería de su cuarto que contenía la colección. Era el primer regalo que recibía de un hombre que no fuera de su familia.
Aquel día de Navidad lleno de ruidos, comida e invitados, a Brian y Theresa se les pasó de repente. Estaban más pendientes el uno del otro que de cualquiera de los demás. Los familiares comieron y luego les entró pereza, volvieron a comer y a la larga fue reduciéndose el grupo. A primeras horas de la noche, hubo un resurgimiento de ánimo. Como la mayoría de los días en aquella casa donde la música era la reina suprema, aquél habría resultado incompleto sin ella. Eran las diez de la noche y ya sólo quedaban unos doce, cuando de repente aparecieron las guitarras y se hizo evidente que la familia tenía sus temas favoritos, que pidieron a Jeff y Theresa. Margaret y Willard estaban acurrucados en el sofá como dos adolescentes, y no cesaban de aplaudir y pedir más canciones. Después, Brian y Jeff hicieron un potpurrí de canciones rock al que se unió Theresa, tocando el piano estilo Elton John. De repente, a Jeff se le ocurrió una idea.
– ¡Oye, Theresa, saca el violín!
Ella sacó el hermoso instrumento que había heredado de su bisabuela, la cual había sido una violinista de mucho talento.
Brian se quedó asombrado de oír a los dos hermanos tocando una simpática versión de una canción popular, Noche de Sábado en Luisiana, y todos los demás comenzaron a dar palmas y a bailar, dando fuertes pisotones en el suelo. A Brian le sorprendió que Theresa conociese la canción, tan diferente de sus clásicos.
Siguieron con otros bailes alegres del mismo estilo, y el usualmente reservado Willard cogió a Margaret y los dos ejecutaron unos pasos improvisados en medio del corro.
– ¡Tócanos Pavo entre la paja! -gritó alguien.
Brian descubrió una nueva faceta de Theresa cuando interpretó con su clásico Storioni de 1906 una alegre versión de la tradicional melodía granjera, dando a la vez taconazos en el suelo y observando cómo sus padres daban vueltas y aplaudían mientras ella cantaba con voz clara como el agua:
Oh, yo tenía una gallinita
que no me ponía un huevo
Le eché agua hirviendo entre las patas
y la gallinita aulló
y la gallinita suplicó
y la condenada gallinita
puso un huevo duro.
Acabaron la canción gritando todos al unísono: «¡Boom-tee-dee-a-da… pícara gallinita!»
Brian se unió a los entusiastas aplausos y silbidos que siguieron. Mientras se reía con los demás, vio una vez más a la Theresa oculta que parecía dejarse entrever sólo con la música y sus seres más queridos. Se tapó sus acaloradas mejillas con ambas manos, con el violín y el arco todavía entre los dedos, y su risa brotó dulce y fresca como el agua primaveral.
Era única. Era limpia. Era refrescante como la alegre música popular que acababa de sacar del inestimable Storioni de su bisabuela.
Observó como Theresa repartía abrazos de despedida entre sus familiares. Se había olvidado de sí misma y levantaba los brazos alegremente. Brian ya sabía lo poco frecuente que era aquel estado de ánimo de Theresa. La música hacía la diferencia. La transportaba a un plano de inconsciencia de sí misma que ninguna otra cosa podía conseguir.
Brian se volvió y regresó pensativo a la sala desierta, preguntándose cómo podía lograr que se comportase con la misma naturalidad con él. Se sentó al piano y comenzó a tocar con un solo dedo una melodía inolvidable, una de sus favoritas, y luego comenzó a añadir suavemente notas armoniosas. Pronto se vio absorto en la dulce canción.
La casa estaba tranquila. Amy estaba en su cuarto con sus auriculares puestos. Willard estaba abajo montando su telescopio. Margaret se había ido a la cama, agotada.
Sólo quedaban tres en la sala, donde brillaban las luces del árbol de Navidad.
– ¿Qué estás tocando? -preguntó Theresa, deteniéndose detrás de Brian y observando sus largos dedos.
– Una vieja canción, Dulces recuerdos.
– Creo que no la conozco.
– Tócala para ella -dijo Jeff entrando en escena.
Cogió la vieja Stella y se la ofreció a Brian, que le miró sonriendo evasivamente.
– Haz un favor a la vieja guitarra -insistió Jeff.
Brian pareció pensárselo durante un largo rato, luego asintió y le dio la vuelta al banco para ponerse de cara a la habitación, y cogió la guitarra. El primer acorde, dulce y suave, estremeció a Theresa.
Jeff se sentó en el borde del sofá, inclinado hacia delante, con los codos sobre las rodillas.
La voz de Brian le puso a Theresa la carne de gallina. Se dio cuenta de que no le había oído cantar antes a él solo.
Era una canción cuya elocuente sencillez llenó de lágrimas sus ojos y le hizo un nudo en la garganta. Estaba absorta, sentada en el suelo, frente a él.
Mi vida es un río,
oscuro y profundo.
Noche tras noche el pasado
invade mis sueños.
Los días son una cadena infinita
de soledad, vacío sólo agitado
por los recuerdos.
Dulces recuerdos…
Dulces recuerdos…
Sus miradas se encontraron cuando Brian comenzó a entonar la última estrofa.
Anoche ella se deslizó
en la oscuridad de mis sueños.
Deambulando de cuarto en cuarto,
encendiendo cada luz.
Su risa brota torrencial
y me maravilla; como siempre fue.
Señor, se desmorona la tristeza
y me agarro a su recuerdo.
Dulces recuerdos…
Dulces recuerdos…
Theresa había cruzado las piernas, con las rodillas en alto envueltas por sus brazos, y contemplaba fijamente a Brian. Cuando éste miró en las profundidades de sus ojos castaños, iluminados por una limpia emoción, se dio cuenta de que Theresa no era ninguna «fan» sentimental y aduladora. Era algo más, mucho más. Y, cuando la canción llegó a su fin silenciosamente, descubrió que había encontrado el modo de traspasar las barreras de Theresa.
En el cuarto reinaba el silencio. Había lágrimas en las mejillas de Theresa.
Ni ella ni Brian parecían recordar que Jeff estaba detrás.
– ¿De quién es?
– De Mickey Newbury.
A Theresa le conmovió pensar que había un hombre llamado Mickey Newbury cuya música susurraba en su corazón y le hablaba a su alma.
– Gracias, Brian -murmuró.
Él asintió y se volvió para devolver la guitarra a Jeff, pero éste había desaparecido. Brian dirigió la mirada hacia Theresa una vez más. Seguía acurrucada a sus pies, su cabello había adquirido la alegre tonalidad de las luces de colores que había tras ella, y en la semioscuridad sólo eran visibles los bordes de la nariz y los labios.
Brian se deslizó al suelo, apoyándose sobre una rodilla, y dejó la guitarra sobre la alfombra. No podía ver la expresión de su mirada, pero sentía que era el momento adecuado… para ambos. La respiración de Theresa era entrecortada, y el aroma que Brian había percibido en el vaporoso cuarto de baño parecía flotar en su piel… una esencia limpia y fresca muy distinta de las que había conocido hasta entonces.
Apoyando el codo sobre la rodilla, Brian se inclinó para rozar aquellos labios tiernos e inexplorados con los suyos propios. Theresa tenía la cara levantada cuando sus alientos se mezclaron, luego Brian se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento. El beso fue tan inocente y sencillo como el Preludio de Chopin, pero en el momento en que Brian se separó ella inclinó tímidamente la cabeza. Brian deseaba un beso más pleno; aún así, aquél ingenuo e inexperto le produjo una extraña satisfacción. Y con una mujer como Theresa, no se podían precipitar las cosas. Más que una mujer, parecía una jovencita. Su candido beso fue el más reconfortante que había experimentado en la vida.
Brian se echó hacia atrás, irguiéndose.
– Feliz Navidad, Theresa -murmuró cálidamente.
Ella alzó la cabeza para mirarle.
– Feliz Navidad, Brian -contestó con voz temblorosa.