Capítulo 1

Por fin, Jeff volvía a casa, pero no iba solo.

Observando cómo se detenía el jet, Theresa Brubaker sintió dos emociones opuestas: alegría de que su «hermanito» fuera a pasar dos semanas completas con ellos y enfado porque había invitado a un desconocido, que sería un estorbo durante las vacaciones familiares. A Theresa nunca le había gustado conocer extraños, especialmente cuando eran del sexo opuesto, y al pensar que ahora conocería a uno se sintió molesta.

La vibración de los motores fue disminuyendo hasta convertirse en un agudo zumbido que acabó por desaparecer. Los pasajeros descendieron por la escalerilla y Theresa clavó la vista en la entrada dispuesta en la pared de cristal. Cuando resonaron en el túnel los pasos de los primeros pasajeros, Theresa bajó la mirada para asegurarse de que su abrigo gris de lana estaba completamente abrochado. Apretó su bolso negro de piel contra su costado izquierdo de un modo que ocultaba parcialmente su pecho y le daba un motivo para cruzar los brazos.

La expectación hizo que se le acelerara el pulso… Jeff. El hermano joven y alocado, la alegría de la casa, volviendo al hogar para hacer de las Navidades lo que las canciones decían que debían ser. No hay nada como el hogar para pasar unas vacaciones. Jeff… cómo le había echado de menos. Theresa se mordió el labio y observó a los primeros pasajeros que llegaban: una madre joven llevando un bebé chillón, un ejecutivo con gabardina y maletín, un esquiador barbudo en vaqueros, dos militares de largas piernas vestidos con sendos uniformes azules. ¡Dos militares de largas piernas!

– ¡Jeff! -exclamó, levantando el brazo llena de júbilo.

Jeff alcanzó a verla al mismo tiempo que ella percibía cómo los labios de aquél formaban su nombre. Pero a los dos hermanos les esperaban una rampa con pasamanos de unos diez metros de longitud y lo que parecía la cuarta parte de la población de Minneapolis dando la bienvenida a los recién llegados.

– Ahí está -volvió a leer Theresa en sus labios, a la vez que le observaba abrirse camino hacia el final de la rampa.

Theresa apenas reparó en el compañero de su hermano cuando se lanzó hacia sus brazos. Rodeó el cuello de Jeff con los suyos mientras él la levantaba por los aires dando vueltas como un loco. Los hombros de Jeff eran anchos y duros, y su cuello olía a lima. A Theresa se le llenaron los ojos de lágrimas mientras él se reía abrazado a ella.

Jeff la dejó en el suelo, bajó la cabeza y sonrió.

– Hola, cara guapa -dijo emocionadamente.

– Hola, mocoso -respondió ella también embargada por la emoción.

Luego intentó reír, pero sólo consiguió emitir un sollozo sofocado y volvió a ocultar la cara en el pecho de su hermano, avergonzada repentinamente por la presencia del otro hombre.

– ¿No te lo había dicho? -oyó que decía Jeff con voz divertida.

– Sí, me lo habías dicho -contestó el desconocido con voz profunda.

Theresa se echó hacia atrás.

– ¿Qué le has contado?

Jeff la miró con expresión burlona.

– Que eres una tonta sentimental. Fíjate, lágrimas por todas partes, hasta en mi uniforme.

Jeff examinó la solapa de su guerrera, donde había una mancha oscura.

– Oh, lo siento -se lamentó Theresa-. Es que estoy tan contenta de verte…

Restregó la mancha de la guerrera mientras su hermano le pasaba un dedo justo debajo de un ojo.

– Lo sentirías más si pudieras ver cómo esas lágrimas hacen resaltar las arrugas que tanto te molestan.

Theresa apartó de un manotazo el dedo de Jeff y se frotó los ojos tímidamente.

– No te preocupes de eso, Theresa. Venga, voy a presentarte a Brian.

Jeff puso un brazo alrededor de los hombros de Theresa y se volvió hacia su amigo.

– Este es el faro de mi vida, que nunca me deja perseguir mujeres, fumar hierba o conducir cuando bebo. -Al decir esto último, guiñó un ojo descaradamente-. Así que será mejor que no le contemos lo que hicimos anoche, ¿de acuerdo, Scanlon?

Pellizcó el brazo a su hermana y le sonrió cariñosamente: sus burlas no disimulaban en absoluto la nota de orgullo que había en su voz.

– Mi hermana mayor, Theresa. Theresa, éste es Brian Scanlon.

Ella vio primero la mano, de dedos fuertes y alargados, extendida en ademán de saludo. Pero tenía miedo de levantar la vista y ver dónde reposaba su mirada. Afortunadamente, el modo en que Jeff había puesto el brazo le permitió esconderse a medias detrás de él, a la vez que extendía su propia mano.

– Hola, Theresa.

Ya no podía evitarlo. Levantó la vista hacia su rostro, pero él estaba mirándola directamente a los ojos, sonriendo. ¡Y qué sonrisa!

– Hola, Brian.

– He oído muchas cosas de ti.

«También yo he oído mucho de ti», pensó, pero contestó alegremente:

– No lo dudo, mi hermano nunca fue capaz de guardar un secreto.

Brian Scanlon se rió y sostuvo la mano de Theresa en un fuerte apretón.

De pronto comprendió con claridad por qué algunas mujeres perseguían a los soldados sin ningún pudor.

– No te preocupes, sólo me ha contado cosas buenas.

Theresa apartó la mirada de aquellos ojos verdes y cristalinos, que eran mucho más atractivos que en las fotografías enviadas por Jeff. Entonces Brian soltó su mano y se colocó a su otro costado mientras se dirigían a recoger el equipaje.

– Aparte de alguna de nuestras travesuras infantiles, como la vez que robaste un puñado de tabaco de pipa y me enseñaste a liarlo con esos papeles blancos que vienen en las permanentes caseras, y los dos nos mareamos con las sustancias químicas del papel; y la vez…

– Jeffrey Brubaker, yo no robé ese tabaco. ¡Fuiste tú!

– Bueno, tú eras dos años mayor que yo. Deberías haber intentado quitarme la idea de la cabeza.

– ¡Lo intenté!

– Sí, pero después de que nos hubiésemos mareado y aprendido la lección.

Los tres estallaron en carcajadas. Jeff le pellizcó el brazo una vez más, miró a Brian por encima de su cabeza y aclaró:

– Seré franco. Después de ponernos más verdes que dos aceitunas, ella nunca volvió a dejarme fumar. Lo intenté más de una vez cuando estaba en el instituto, pero ella siempre me armaba un escándalo y consiguió que me castigaran más de una vez. Pero a la larga, me salvó de mí mismo.

A la izquierda de Theresa resonó la risa de Brian. Ella percibió su tono melodioso y agradable y, al hablar, dicho tono se hizo más sonoro, más rico.

– También me ha hablado de otro incidente con permanentes caseras; cuando le hiciste una desobedeciendo las órdenes de tu madre y olvidaste programar el tiempo.

Mientras bromeaba, Brian estudió el cabello de Theresa. Jeff le había dicho que era rojo, ¡pero no se esperaba que tuviese ese tono tan intenso!

– Oh, eso -protestó ella-. Jeff, ¿tenías que contárselo? Casi me muero cuando le quité los bigudís y vi lo que le había hecho.

– ¿Que casi te mueres? Fue mamá la que casi se muere. En aquella ocasión eras tú la que deberías haber sido castigada, y creo que lo habrías sido si no hubieses tenido ya dieciocho años.

– Acabemos la historia, hermanito. A pesar de que parecías un silo después de una explosión, te ayudó a conseguir el puesto en el conjunto, ¿no? Echaron una mirada a la maraña de rizos y decidieron que encajarías perfectamente.

– Lo cual te puso a mal con mamá hasta que logré convencerla de que no iba a empezar a tomar cocaína y anfetaminas cada vez que diéramos un concierto.

Habían llegado a la escalerilla mecánica que conducía a la zona de recogida de equipajes, así que se vieron obligados a romper la línea mientras bajaban.

Observando desde atrás a los dos hermanos, Brian no pudo evitar sentir un poco de envidia por la camaradería natural que demostraban. No se habían visto durante un año y aun así se trataban como dos buenos amigos que se vieran a diario, burlándose el uno del otro cariñosamente y con toda confianza. «No saben lo afortunados que son», pensó.

Las cintas transportadoras de equipaje estaban muy concurridas, pues sólo faltaban dos días para la Navidad y el tráfico de viajeros pasaba por un momento álgido. Mientras esperaban, Brian permaneció detrás escuchando cómo los Brubaker intercambiaban noticias familiares.

– Papá y mamá querían venir a recogerte, pero al final me tocó a mí porque hoy era el último día de colegio antes de las vacaciones. Salí a las dos, justo después de que acabara el festival de Navidad, pero ellos tenían que trabajar hasta las cinco, como de costumbre.

– ¿Cómo están?

– ¿Tienes que preguntarlo? Absolutamente atolondrados. Mamá ha estado haciendo pasteles y guardándolos en el congelador, preocupada porque no estaba segura de que el de calabaza fuera aún tu favorito. Por otro lado, papá no dejaba de preguntarle: «Margaret, ¿has comprado alguna de esas tartas de jengibre que le gustan a Jeff?» Ayer hizo un bizcocho de chocolate y luego descubrió que papá había cogido un pedazo. Chico, entonces sí que se armó una buena. Cuando le regañó y le informó de que había hecho el bizcocho de postre para esta noche, papá salió cabizbajo y fue a la gasolinera para lavar el coche y llenar el depósito para ti. No creo que ninguno de los dos haya pegado ojo anoche. Esta mañana mamá estaba de lo más gruñona, pero ya sabes cómo se pone cuando está excitada… en el momento que te vea se le pasará. Sobre todo estaba enfadada porque tenía que trabajar hoy, cuando hubiera preferido quedarse en casa a prepararlo todo y luego venir al aeropuerto.

Estaba claro para Brian que aquel recibimiento había tomado las proporciones de un auténtico acontecimiento en los corazones de la familia, incluso antes de que Theresa continuara.

– Y no puedes imaginarte lo que ha hecho papá.

Jeff sólo sonrió interrogante.

– Prepárate para ésta, Jeff. Llevó tu vieja Stella a Viking Music para que le pusieran cuerdas nuevas y la limpiaran, y la ha dejado en el rincón de la sala donde siempre solías dejarla.

– ¡Bromeas!

– En absoluto.

– ¿Sabes las veces que nos amenazó a mí y a mi vieja guitarra de quince dólares con echarnos de casa si no dejábamos de castigar sus tímpanos con todo nuestro alboroto?

Justo entonces avanzó hacia ellos un petate militar y Jeff se inclinó hacia delante para recogerlo. Aún no lo había dejado en el suelo, cuando apareció la funda de una guitarra. Cuando se inclinó para cogerla, Theresa exclamó:

– ¡Tu guitarra! ¿Traes tu guitarra?

– Guitarras. Traemos los dos.

Theresa levantó la vista hacia Brian Scanlon, recordando que también él tocaba. Le cogió observándola a ella en vez de al equipaje y apartó la vista rápidamente.

– No podemos permitir que los callos se ablanden -explicó Jeff-, y en todo caso dos semanas sin tocar es más de lo que podemos soportar, ¿no es cierto, Scan?

– Cierto.

– Pero prometo que tocaré algo con la vieja Stella para papá.

Una segunda funda de guitarra bajó dando botes por la cinta transportadora, seguida de otro petate, y Theresa observó los anchos hombros de Brian cuando se inclinó a recogerlos. Una mujer joven que había justo detrás de él estaba echándole un vistazo cuando se incorporó y se dio la vuelta. El extremo de la guitarra rozó su cadera y Brian se disculpó inmediatamente.

La rubia le lanzó una sonrisa y dijo:

– Siempre que quieras, soldado.

Brian se detuvo por un momento, y luego murmuró discretamente:

– Perdona.

Se echó el petate al hombro y levantó la vista para encontrarse con la mirada de Theresa, la cual la desvió tímidamente.

– ¿Todo listo?

Ella le dirigió la pregunta a su hermano, porque Brian la inquietaba con aquellos ojos extraordinariamente bonitos para ser de hombre, porque, además, nunca bajaban más allá del cuello de su abrigo.

– Sí.

– Entonces, vámonos.

Al cruzar las puertas mecánicas del aeropuerto Minneapolis-St. Paul International, les recibió el frío aire de diciembre. Cuando entraron en el aparcamiento de hormigón y se acercaron a la fila correcta, Theresa anunció:

– Papá y yo hemos intercambiado los coches. Yo he venido en su furgoneta y él tiene mi Toyota.

– Dame las llaves. Me muero por estar detrás de un volante otra vez -declaró su hermano.

Metieron las guitarras y los petates por detrás y subieron dentro. A lo largo del recorrido de quince minutos al cercano barrio de Apple Valley, mientras bromeaban, ella intentó superar sus recelos hacia Brian Scanlon. Personalmente no tenía nada contra él. ¿Cómo iba a tenerlo? No le había conocido hasta entonces. Eran los extraños en general, más especialmente los extraños del sexo opuesto, los que procuraba evitar. Siempre había supuesto que Jeff lo intuía y lo comprendía. Pero al parecer se había equivocado, pues él había telefoneado a su madre para pedirle de modo entusiasta permiso para llevar a su compañero a pasar las Navidades. Luego había explicado que Brian no tenía familia, y Margaret Brubaker no había vacilado.

– Claro que puede venir. Sería indigno hacer a un hombre pasar las Navidades en unos barracones miserables de Dakota del Norte cuando tenemos camas de sobra y comida suficiente para un regimiento.

Escuchando por el teléfono supletorio, a Theresa se le fue el alma a los pies. Había deseado interrumpir a su madre y decir: «¡Un momento! ¿No opinamos los demás? También son nuestras Navidades».

Vivir en casa a los veinticinco años traía consigo algunos inconvenientes pero, aunque a veces Theresa anhelaba vivir en otra parte, la soledad que sufriría si lo hiciese siempre la refrenaba. Sí, la casa pertenecía a su padre y a su madre. Podían invitar a quien quisieran. Y, aunque le seguía doliendo la intrusión de Brian Scanlon, se dio cuenta de lo egoístas que eran sus pensamientos. ¿Qué clase de mujer se negaría a compartir la alegría de la Navidad con alguien sin hogar ni familia?

Aun así, mientras rodaban entre el tráfico de última hora de la tarde, aumentó la aprensión de Theresa.

Estarían en casa en menos de cinco minutos, y tendría que quitarse el abrigo. Y cuando lo hiciera, sucedería lo de siempre. Y desearía escabullirse a su cuarto y llorar… como hacía con frecuencia.

Estaban abrumándola esos pensamientos, cuando Brian dijo:

– Antes de nada, quiero daros las gracias por permitirme venir con Jeff a entrometerme en vuestras vacaciones.

Theresa sintió que la culpabilidad la acaloraba, y esperó que él no estuviera mirándola cuando mintió por ser cortés.

– No digas tonterías. Hay una cama de sobra en el sótano, y nunca falta comida. Todos estamos muy contentos de que Jeff te haya invitado. Como los dos comenzasteis juntos en el grupo, siempre oímos hablar de ti cuando telefonea o escribe. Brian esto y Brian lo otro. Mamá se moría de ganas de conocerte para asegurarse de que eran buenas las compañías de «su pequeño». Pero no debes hacerle caso. Prácticamente, solía obligar a sus novias a rellenar una instancia con sus datos.

Justo entonces se metieron por una calle con una hilera de árboles a cada lado, donde las casas eran tan parecidas que casi no se podía distinguir una de otra.

– Parece que papá y mamá no han llegado aún -observó Theresa.

Una película de nieve recién caída cubría la calzada. Sólo se veían las marcas de las ruedas de un coche que salían del garaje, pero había unas huellas de persona que conducían hacia la puerta trasera.

– Amy sí que debe estar en casa -añadió.

Las puertas de la furgoneta se abrieron de golpe y Jeff Brubaker salió y se quedó inmóvil por un momento, escudriñando la casa como para comprobar que todas las cosas familiares seguían en su sitio.

– Dios mío, es fantástico estar en casa -murmuró, aspirando profundamente el aire puro y frío de Minnesota.

Entonces se animó de repente, y se acercó casi corriendo al maletero del coche.

– Venga, vosotros dos, vamos a meter los trastos dentro.

Pensando cinco minutos por adelantado, Theresa se apropió de una de las guitarras. No sabía cómo lo haría pero, si las cosas se ponían mal, podría ocultarse tras ella.

De repente, una chica desgarbada de unos catorce años salió volando por la puerta trasera.

– ¡Jeff, por fin has llegado!

Con una abierta sonrisa, que mostró su aparato de ortodoncia plateado, Amy abrió los brazos en un gesto tan despreocupado que Theresa envidió. No pasaba un día que Theresa no pidiera al cielo que a su hermana le fuera concedida la bendición de crecer normalmente.

– Oye, bolita, ¿cómo estás?

– Soy demasiado mayor para que sigas llamándome bolita.

Se abrazaron efusivamente antes de que Jeff le diera un ruidoso beso en los labios.

– ¡Ay!

Amy se echó hacia atrás e hizo una mueca, mostrando luego sus dientes.

– Ten cuidado cuando hagas eso. ¡Duele!

– Oh, me había olvidado del aparato ése.

Jeff levantó con el dedo la barbilla de su hermana mientras ésta continuaba mostrando el aparato sin cohibirse en lo más mínimo. Observando, Theresa se preguntó cómo su hermana pequeña había logrado mantenerse tan encantadoramente desenvuelta y segura de sí misma.

– Le digo a todo el mundo que me han decorado los dientes justo a tiempo para las Navidades -declaró Amy-. Después de todo, me los han dejado del mismo color que las bolas del árbol de Navidad.

Jeff se echó hacia atrás y soltó una carcajada, luego lanzó una sonrisa a su amigo.

– Brian, es hora de que conozcas a la parte escandalosa de la familia Brubaker. Ésta es Amy, aquí está por fin… Brian Scanlon. Y, como podrás ver, hemos traído las guitarras para poder tocar un par de las fuertes para ti y tus amigas, como te prometí.

Por vez primera, Amy perdió la locuacidad. Metió las manos hasta el fondo de los bolsillos de sus ajustados vaqueros y mantuvo los labios cerrados para ocultar el nuevo aparato mientras sonreía y decía casi tímidamente:

– Hola.

– Hola, Amy. ¿Qué te parece?

Brian extendió la mano y sonrió a Amy como cualquiera de las estrellas de rock que llenaban las paredes de su dormitorio. Amy miró la mano de Brian, se encogió de hombros con un poco de vergüenza y finalmente, sacó una mano fuera del bolsillo y dejó que Brian la estrechara. Cuando la soltó, la mano de Amy se quedó extendida durante un buen rato.

Al contemplarla, Theresa pensó: «Qué maravilla sería tener catorce años otra vez, una figura como la de Amy y la total falta de malicia que le permite mirar a quemarropa con abierta admiración, justo como lo está haciendo ahora.»

– ¡Oye, hace frío aquí! -exclamó Jeff encogiendo los hombros exageradamente-. Vamos dentro a hincar el diente al pastel de mamá.

Llevaron los petates y las guitarras a la acogedora cocina de la casa. Se encontraba situada en la parte frontal y estaba empapelada de color naranja, con adornos de flores doradas que se repetían en los marcos de las contraventanas que flanqueaban la zona de comer. Una casa sencilla en una calle corriente. El hogar de los Brubaker no tenía nada excepcional que lo distinguiera, excepto un clima de amor familiar que Brian Scanlon percibió incluso antes de que llegaran el padre y la madre.

Sobre la mesa de la cocina se erigía un pastel de chocolate como para hacerse la boca agua. Cuando Jeff levantó la tapa de cristal que lo protegía, vio un papel en el hueco del trozo que faltaba. Lo cogió y leyó en voz alta:

– «Jeff, tenía un aspecto demasiado bueno como para poder resistirlo. Nos veremos pronto. Papá.»

Los cuatro compartieron las risas, pero durante todo el rato Theresa permaneció sosteniendo la guitarra de su hermano a modo de escudo protector. Era la anfitriona en ese momento. Debería pedirle a Brian su chaqueta y llevarla al armario del vestíbulo.

– Vamos, Brian -dijo Jeff-, pasa a ver el resto de la casa.

Pasaron a la sala, e inmediatamente sonaron cuatro acordes estridentes en el piano. Theresa hizo una mueca y miró a Amy, que a su vez arqueó las cejas expresivamente. Era el Concierto del Espacio Exterior, de Jeff.

Contuvieron el aliento al unísono, hicieron un gesto mutuo de asentimiento y bramaron simultáneamente:

– ¡Je-e-e-eff, déjalo, por favor!

Mientras las hermanas se reían, Jeff le explicó a Brian:

– Compuse esto cuando tenía trece años… antes de hacerme empresario.

Theresa colgó su abrigo y se escabulló sigilosamente a su cuarto. Buscó una rebeca azul claro y se la echó sobre los hombros sin meter los brazos por las mangas. Luego ahuecó la rebeca para intentar que la tapara el máximo posible pero, con consternación, descubrió que apenas disimulaba su problema. «Dios mío, ¿no podré acostumbrarme nunca?», pensó. Estiró los hombros, pero sin ningún resultado, y se resignó a volver con los demás.

El recorrido por la casa se había detenido en la sala, donde Jeff había descubierto su Stella. Estaba sacándole unos acordes metálicos y tarareando un viejo blues. Mientras, Theresa reunió todo su coraje para entrar allí. Sin duda, sucedería lo mismo de siempre. Brian Scanlon apenas miraría su cara antes de que su vista descendiera hacia sus senos y el panorama le dejara traspuesto. Desde la pubertad, la escena se había repetido demasiadas veces, innumerables veces, pero Theresa no había conseguido habituarse a ello. Ese instante horrible, cuando las cejas de un hombre se arqueaban en gesto sorprendido y la boca se le abría al contemplar los desproporcionados senos que tenía, por alguna desafortunada broma de la naturaleza. Para colmo, su complexión delgada los hacía resaltar aún más.

El último extraño que había conocido era el padre de uno de sus alumnos. A pesar de la situación, el pobre hombre había sido incapaz de recordar el protocolo al vislumbrar asombrado sus enormes senos. Había clavado los ojos en ellos incluso mientras ofrecía la mano a Theresa, y luego la tensión provocada por el incidente había hecho de la reunión un desastre.

Mirando con ojos aprensivos su imagen reflejada en el espejo, Theresa fue repasando desolada todos los defectos tan familiares para ella. ¡Por si fuera poco tener unos senos así, su pelo era del color del pimentón y su piel se negaba a broncearse! Y para colmo, se llenaba de granos, como si tuviera una erupción incurable, cada vez que el sol tocaba su piel. Y ese pelo… ¡oh, cómo lo odiaba! Si lo llevaba corto, parecía un payaso, y largo era un caos de rizos indomables. Así que había optado por una solución intermedia y el estilo menos llamativo que se podía imaginar, peinándoselo hacia atrás y recogiéndoselo en la nuca con un ancho pasador.

¿Y las pestañas? ¿No se merecía toda mujer unas pestañas que al menos pudieran ser vistas? Las de Theresa eran del mismo tono que su pelo; pálidos hilos que daban a sus párpados un aspecto rosado y sin gracia, a la vez que enmarcaban unos ojos que eran casi del mismo color que sus pecas, en tono marrón claro. Recordó las pestañas negras y el asombroso verde de los ojos de Brian Scanlon y una vez más observó sus senos, pensando que no podía seguir retrasando el terrible momento. Debía volver a la sala. Y si él se quedaba mirando sus senos con especulación lasciva, pensaría en los compases del Nocturno de Chopin, algo que siempre la tranquilizaba.

Amy y Jeff estaban sentados en el sofá-cama, mientras Brian se había acomodado en el banco del piano. Cuando Jeff la vio, rascó las cuerdas de la guitarra dramáticamente.

– ¡Por fin ha vuelto!

Imposible entrar discretamente, pensó Theresa.

Brian estaba a menos de tres metros de ella, todavía con la gorra puesta. La certidumbre de lo que sucedería inmediatamente se le atragantaba en la garganta como una píldora tomada sin agua.

Pero Brian Scanlon se levantó tranquilamente, irguiéndose hasta su metro ochenta de altura y le sonrió a Theresa.

– Jeff ha estado probando la vieja Stella. No suena demasiado mal.

«¿No vas a quedarte boquiabierto como todo el mundo?», pensó Theresa, sintiendo que comenzaba a sonrojarse porque no había mirado, y para disimularlo dijo lo primero que se le ocurrió.

– Como de costumbre, mi hermano pensando sólo en la música. Y tú aquí todavía con la chaqueta y la gorra puestas. Te enseñaré dónde dormirás, ya que ninguno de estos dos ha tenido la amabilidad de hacerlo.

– Espero no estar quitándole la cama a nadie.

– En absoluto. Vamos a ponerte en la cama del cuarto de abajo. Sólo espero que no te quite a ti la cama nadie, porque está enfrente de la televisión y la chimenea, y a papá le gusta quedarse levantado hasta después de las noticias de las diez por lo menos.

¡No había mirado! La emoción embargaba a Theresa mientras le conducía a través de la cocina hacia la puerta que llevaba al cuarto que había justo detrás de la pared del horno. Extrañamente, Theresa sentía con más intensidad la presencia de Brian por el hecho de que se abstuviera siempre de bajar la vista. Le guió por unas escaleras que conducían al sótano, que en realidad era un salón grande, con unas puertas corredizas de cristal con vistas al jardín trasero. Las paredes estaban cubiertas por completo de paneles de madera de pacana, que daba calor al cuarto. El suelo era de moqueta de un naranja intenso, que se avivó cuando Theresa encendió una lámpara de mesa.

Brian observó su cabello cuando se quedó parada al lado de la lámpara y luego echó una mirada al cuarto, que constaba de una mesa baja de pino, un sofá-cama y mecedoras de estilo colonial. Cerca de la chimenea había una televisión, y al fondo del cuarto, donde estaba Brian, había una mesa de pino con patas muy gruesas, situada ante el panel de cristal.

– Hum… me gusta este cuarto. Es muy acogedor.

Sus ojos volvieron a fijarse en los de Theresa mientras hablaba. Theresa se extrañó un poco al oír sus palabras, pues parecía un tipo de hombre al que le gustaría una decoración más moderna. Pero a la vez se sintió orgullosa, pues su madre había permitido que fuera ella la que eligiera la mayor parte de los colores y texturas de los muebles cuando volvieron a decorar el cuarto dos años atrás. Había disfrutado de lo lindo, y desde entonces deseaba con impaciencia ver el día en que pudiera ejercitar sus propios gustos en toda una casa.

Brian notó que ella tenía los brazos cruzados, apretados contra el pecho, y su habitual nerviosismo, que sólo estaba ausente cuando alguno de sus hermanos estaba cerca.

– Siento que no tenga armario, pero puedes colgar tus cosas aquí.

Abrió una puerta que conducía a una parte del sótano sin terminar, la cual contenía la lavadora y los accesorios de la misma.

Brian avanzó hacia ella, que retrocedió mientras él asomaba la cabeza por la puerta del cuarto de la lavadora. Había un colgadero con perchas vacías, que las corrientes de aire procedentes de la abertura de la puerta hacían tintinear.

– Aquí no hay baño, pero usa la bañera o la ducha de arriba siempre que quieras.

– Todo esto da cien vueltas al «POS» de la base, especialmente en Navidades.

Theresa observó lo bien hecho que estaba el nudo de su corbata, el modo en que la chaqueta azul perfilaba el pecho y los hombros, sobre el azul más claro de la camisa, lo bien que le quedaba la gorra de líneas rectas sobre su rostro de líneas igualmente rectas.

– ¿POS? -preguntó ella.

– Pabellón de Oficiales Solteros.

– Ah.

Theresa esperó a que los ojos de Brian resbalaran hacia abajo, pero no fue así. En cambio, Brian comenzó a desabrocharse los cuatro botones plateados con el emblema del águila y el escudo de la U.S. Air Force, dándole la espalda a Theresa y paseando por el cuarto mientras se quitaba la chaqueta. Con un movimiento lento y tranquilo se quitó la gorra, y Theresa vio su pelo por primera vez. Era de un tono castaño muy intenso, corto, de acuerdo con las normas militares; demasiado corto para el gusto de Theresa.

Sería mucho más atractivo si lo llevase un poco más largo.

– Es estupendo quitarse estas cosas.

– Deja que las cuelgue.

Cuando Theresa se acercó a coger la chaqueta, Brian le tendió la gorra también; el interior de la misma todavía conservaba el calor de la cabeza. Mientras se dirigía hacia el cuarto de la lavadora, aquel calor parecía abrasarle la mano. Cuando le dio la vuelta a la gorra para dejarla en el estante que había sobre el perchero, percibió el aroma de colonia que también tenía su chaqueta.

Cuando regresó al cuarto, Brian estaba de pie junto a las puertas de cristal, con las manos en los bolsillos, contemplando el crepúsculo en el jardín nevado. Durante un largo instante Theresa observó la espalda de su camisa azul cielo. Luego cruzó la habitación silenciosamente y encendió una luz exterior, que iluminó las perchas para pájaros de su padre. Brian pestañeó cuando se encendió la luz y luego volvió la cabeza para mirar a Theresa, que cruzó los brazos bajo la rebeca y se puso a su lado, observando el paisaje.

– Todos los inviernos papá intenta atraer a los pájaros cardenales, pero hasta ahora no lo ha conseguido este año. Este es su sitio preferido de la casa. Por las mañanas se baja su café y se sienta en la mesa con los prismáticos a mano. Se pasa horas aquí.

– Entiendo por qué.

La mirada de Brian se dirigió una vez mas al exterior, donde los gorriones picoteaban en la base de la percha en busca de semillas caídas. La luz le daba a la nieve un aspecto resplandeciente y cristalino. De repente, un arrendajo azul se lanzó de un árbol, graznando furiosamente. Al aterrizar, espantó a los gorriones, y luego contoneó la cabeza orgullosamente, desdeñando las semillas que con tanto celo guardaba.

– No estaba seguro de venir con Jeff. Pensaba que a lo mejor molestaba, ¿sabes?

Theresa sintió que sus ojos se volvían hacia ella y esperó no ponerse colorada mientras intentaba mentir de modo convincente.

– No digas tonterías, no molestas en absoluto.

– Un extraño en una casa en esta época del año es un estorbo. Lo sé, pero no pude resistirme a la invitación de Jeff, cuando pensé en pasar dos semanas sin nada que hacer aparte de mirar las paredes desnudas de los pabellones.

– Me alegra que no lo hicieras. Mamá no vaciló ni un momento cuando Jeff telefoneó y le sugirió la idea. Además, Jeff nos ha hablado tanto de ti en sus cartas que no podemos considerarte un extraño. De hecho, creo que hay «alguien» que está un poco atolondrado contigo, incluso antes de que bajaras del coche.

Brian se rió de buena gana y sacudió la cabeza mirando al suelo, como si estuviera un poco avergonzado.

– Menos mal que no tiene seis años más. Va a causar sensación cuando tenga veinte años.

– Sí, lo sé. Todo el mundo lo dice.

Brian no percibió rencor alguno en las palabras de Theresa, sólo un cálido orgullo fraternal. Y no necesitó bajar la vista para percibir que, mientras hablaba, inconscientemente apretó los brazos con más fuerza sobre sus senos.

«Gracias por prevenirme, Brubaker», pensó Brian, recordando todo lo que Jeff le había contado de su hermana. «Pero al parecer les ha contado tantas cosas de mí como a mí de ellos».

– Jeff nos dijo lo de tu madre -dijo Theresa con tono afligido-. Lo siento. Debió ser terrible cuando recibiste la noticia del accidente de avión.

Brian contempló la nieve una vez más y se encogió de hombros.

– En cierto modo sí y en cierto modo no. Nunca tuvimos mucho contacto desde que murió mi padre, y desde que volvió a casarse no tuvimos ninguno en absoluto. Su segundo marido pensaba que yo era un drogadicto porque tocaba música rock y no malgastó más tiempo en mí del que era absolutamente necesario.

Theresa pensó en su propia familia, tan unida, tan llena de amor, y reprimió el impulso de poner la mano sobre el hombro de Brian para confortarle. Se sentía culpable por las muchas veces que había deseado que Jeff no le llevase. Había sido algo completamente egoísta, reservar sus Navidades familiares, igual que el arrendajo guardaba las semillas que no quería comer.

Esta vez, cuando pronunció las palabras, Theresa las sentía verdaderamente en el corazón.

– Estamos muy contentos de tenerte con nosotros, Brian.

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