El último día fue horrible. Perdieron horas preciosas pensando en la soledad que sentirían al separarse y estuvieron contando las semanas de separación que les quedaban por delante. La risa era extraña y forzada, seguida de largos silencios y miradas pensativas. Se sentían más insatisfechos que nunca.
Pagaron la cuenta del hotel a las once de la mañana y vagaron en el coche sin rumbo fijo hasta la una. Brian debía coger un avión, así que Theresa le llevó al aeropuerto, donde se sentaron en una mesa de la cafetería, incapaces de alegrarse o consolarse.
– El viaje que te espera es largo. Creo que deberías marcharte.
Theresa le miró asombrada.
– No. Esperaré a que te vayas tú primero.
– Pero tal vez no coja un avión hasta última hora de la tarde. Ya sabes que estoy apuntado a la lista de espera…
– Pero… yo…
Comenzaron a temblarle los labios, así que los apretó.
– Lo sé -dijo Brian suavemente-. Pero, ¿será más fácil si ves despegar el avión?
Theresa sacudió la cabeza llena de desolación y se quedó mirando su taza de café con los ojos inundados de lágrimas. La mano de Brian cubrió la suya, apretándola con fuerza.
– Quiero que te vayas ya -insistió Brian-. Y quiero que lo hagas sonriendo. ¿Prometido?
Theresa asintió y el movimiento hizo que las lágrimas resbalaran por sus mejillas pecosas. Se las enjugó frenéticamente y esbozó la sonrisa que Brian le había pedido.
– Tienes razón. Es un viaje de cinco horas…
Cogió el bolso, comentando cosas triviales y simulando que tenía ocupadas las manos en cosas importantes. Brian sonreía tristemente. Se quedó callada a mitad de una frase, se mordió los labios y procuró tragar el enorme nudo que se le había formado en la garganta.
– ¿Me acompañas al coche? -preguntó con voz tan débil que Brian apenas pudo oírla.
Sin decir palabra Brian dejó unas monedas sobre la mesa y se levantó. Theresa caminaba un paso por delante de él, pero sentía su mano en el codo. Dicha mano se deslizó hasta la suya y los dedos de ambos se entrelazaron. Brian se los apretaba con más fuerza por momentos.
Se detuvieron ante el coche. Brian levantó la mano de Theresa y se quedó mirándola, a la vez que la acariciaba con el pulgar.
– Gracias por haber venido, Theresa.
Theresa comenzó a sofocarse.
– Yo… yo tenía una buena…
Pero no pudo acabar y, cuando rompió a sollozar, Brian la abrazó apasionadamente.
– Conduce con calma -dijo con voz más grave que de costumbre.
– Da recuerdos a… a… Jeff.
– Antes de que podamos darnos cuenta, estaremos en junio.
Pero Theresa tenía miedo de pensar en junio. ¿Y si al final Brian no volvía junto a ella? Brian la tenía tan aplastada que lo único que podía ver entre sus lágrimas era el tejido gris claro de su camisa.
– Ahora voy a besarte; luego subirás al coche y te pondrás en marcha, ¿comprendido?
Theresa asintió frotándose la mejilla en la camisa de Brian, que ya estaba mojada con sus lágrimas.
– No pienses en el presente. Piensa en junio.
– Lo… lo haré.
Sus labios se unieron en un último beso de despedida. La mano de Brian presionaba su nuca con la misma fuerza que sus labios presionaban las mejillas mojadas de Theresa, como si deseara llevarse algo suyo en su interior.
De repente Brian se separó bruscamente de ella y abrió la puerta del coche. Luego esperó a que arrancara. Theresa metió marcha atrás resueltamente, salió del espacio de aparcamiento y luego sacó el brazo por la ventanilla al dirigirse hacia delante. Los dedos de ambos se rozaron cuando se alejó, y un momento después sólo vio la imagen de Brian aparecer y desaparecer rápidamente en el espejo retrovisor.
Theresa esperaba que su madre le hiciera un interrogatorio a conciencia, pero extrañamente, sólo le hizo preguntas impersonales. «¿Cómo está Brian?» «¿Te contó algo de Jeff?» «¿Había mucho tráfico en la carretera?» Tanto Margaret como Willard parecían comprender a su hija cuando deambulaba por la casa melancólicamente como si tuviera quince años. Hasta Amy, percibiendo la desazón de su hermana, se mostraba especialmente amable.
En un calendario, Theresa enumeró los días que faltaban para que llegara el 24 de junio y, como seguía sin decidirse respecto a la operación, cada vez estaba más irritable.
Llegó mayo, con su tiempo cálido, y los niños se volvieron incontrolables en el colegio. Estaban tan inquietos que apenas podía contenerlos en la clase.
La primavera era la estación de los conciertos, y Theresa estuvo muy ocupada durante las dos últimas semanas de clase, tiempo en el que se hacían meriendas para los padres de los alumnos y festivales en los que actuaban los coros y la orquesta del colegio. Después de las horas de clase tenían que hacer reuniones para organizar los programas. Era una época de actividad febril y triste al mismo tiempo. A Theresa le daba mucha pena tener que despedirse de algunos de los alumnos de sexto grado que ya no estarían en el colegio al año siguiente.
Tres de éstos se enteraron de algún modo del día en que cumplía los veintiséis años y le llevaron una tarta a la clase dicho día. La tensión de las semanas pasadas se desvaneció a la vez que Theresa sentía el corazón rebosante de afecto por sus alumnos.
Y su alegría aumentó cuando llegó a su casa y encontró flores y una nota de Brian: Con amor, hasta el 24 de junio, cuando te lo pueda decir en los labios. Las flores rompieron la rutina de la familia. Amy se quedó asombrada y un poco celosa tal vez. Margaret insistió en ponerlas en el centro de la mesa donde comían, a pesar de que era imposible ver algo entre las hermosas rosas rojas. Willard sonreía más de lo acostumbrado y daba palmitas a Theresa en el hombro cada vez que se cruzaban.
– ¿Qué es esto de junio? -le preguntó.
Theresa le dio un beso pero no respondió, pues ni siquiera ella misma sabía qué sucedería en junio. Sobre todo si decidía hacerse la operación.
Aquella noche a las nueve y media sonó el teléfono. Amy contestó, como de costumbre.
– ¡Es para ti, Theresa!
A Amy le brillaban los ojos de la excitación. Nerviosamente, le dio el teléfono a su hermana y exclamó:
– ¡Es él!
A Theresa le palpitaba el corazón de emoción. Desde su estancia en Fargo sólo habían intercambiado cartas. Esa era la primera llamada telefónica. Amy se quedó cerca, observando con vivo interés. Theresa se llevó al oído el teléfono y contestó sin aliento:
– ¿Brian?
– Hola, bonita. Feliz cumpleaños.
Ella se llevó la mano al corazón. ¡Era él, realmente él!
– ¿Me oyes, Theresa?
– ¡Sí… sí! Oh, Brian, las flores son preciosas. Gracias.
Amy seguía a un metro escaso de distancia.
– Perdona un momento, Brian.
Theresa bajó el teléfono y lanzó una mirada penetrante a su hermana. Amy hizo una mueca de disgusto, se encogió de hombros y se fue de mala gana a su cuarto.
– Ya estoy aquí, Brian. Tenía que librarme de un estorbo.
Las risas sonoras de Brian llegaron a su oído, y Theresa le imaginó con sus ojos verdes brillando de contento.
– ¿La niña?
– Exactamente.
– Estoy imaginándote en la cocina, apoyada en el mueble y Amy pegada a tu lado, toda oídos. He vivido de recuerdos como ése desde que te vi por última vez.
Los diálogos amorosos eran algo extraño para Theresa. Reaccionó ruborizándose, sintiendo que un calor intenso recorría todo su cuerpo.
– Oh, Brian… -murmuró, y cerró los ojos, imaginándose su rostro de nuevo.
– Te echo mucho de menos.
– Yo a ti también.
– Desearía estar allí contigo. Te llevaría a cenar y luego a bailar.
El recuerdo de estar envuelta en sus brazos hizo que el cuerpo le doliera de ansiedad de verle otra vez.
– Brian, nunca me había enviado flores nadie.
– Eso demuestra que el mundo está lleno de tontos.
Ella sonrió, cerró los ojos y apoyó la frente contra las frías baldosas de la pared.
– Tus dientes son como estrellas… -Brian se quedó en silencio, a la vez que la sonrisa de Theresa se hacía más ancha.
– Sí, conozco el chiste… salen cada noche.
– Y tus cabellos son como rayos de luna -añadió Brian, continuando la broma.
– ¡Oh! Eso no lo había oído nunca.
Estallaron en carcajadas al unísono. Luego Brian adoptó un tono grave una vez más.
– ¿Qué estabas haciendo cuando te llamé?
– Estaba en mi dormitorio, escribiéndote una carta para darte las gracias por las flores.
– ¿De verdad?
– De verdad.
Reinó el silencio durante un buen rato. Cuando Brian habló, lo hizo con voz ronca, levemente teñida por el dolor.
– Theresa, te echo de menos. Quiero estar contigo.
– Ya no falta mucho tiempo…
– A mí me parecen seis años más que seis semanas.
– Lo sé, pero para entonces ya habré acabado las clases y podremos estar juntos mucho tiempo, todo el tiempo del mundo… si tú quieres.
– ¿Que si quiero? -Después de una pausa, añadió en tono profundo-: Desearía que pudieras sentir lo que le está pasando ahora mismo a mi corazón.
– Creo que lo sé. Al mío le está pasando lo mismo. Me siento como… como si hubiera estado corriendo dos horas… es como si tuviera un motor en el corazón.
– Ahí quiero estar, en tu corazón -dijo con voz bastante agitada.
– Oh, Brian, lo estás -replicó ella entrecortadamente.
– Theresa, ahora me arrepiento de no haber llegado hasta el final contigo en Fargo. Pero, cuando vuelva, lo haré. Quiero que lo sepas.
Hubo un largo silencio. Theresa cerró los ojos y se llevó una mano al pecho, haciendo leves movimientos con los dedos. Sintió escalofríos. De repente se acordó de la operación y abrió la boca para preguntar a Brian qué pensaría si al regresar la encontraba con unos senos de tamaño normal, pero qué tal vez no respondieran a los estímulos físicos. Pero él se adelantó.
– Theresa -dijo con voz desolada-. Tengo que irme ya. Acaba la carta y cuéntame todo lo que estás sintiendo ahora mismo, ¿de acuerdo, bonita? Nos veremos dentro de seis semanas. De momento, ahí va un beso. Ponlo dónde quieras -hizo una breve pausa y concluyó emocionadamente-: Adiós, Theresa.
– ¡Brian, espera!
– Sigo aquí…
– Brian, yo…
– Lo sé, Theresa. Yo siento lo mismo.
Debería haber sabido que era un hombre de los que colgaba sin avisar.
«Cuando vuelva, lo haré. Quiero que lo sepas.» Las palabras de Brian resonaron en su corazón durante los días siguientes, a la vez que ella continuaba sopesando la posibilidad de operarse. Tuvo una conversación con el Doctor Schaum, el cual le dijo que el momento era perfecto, justo al comenzar las vacaciones de verano, en época de menos tensiones y contacto social… ambas cosas deseables. También se había enterado de que no tendría que pagar nada por la operación, debido al diagnóstico del médico, que establecía que el tamaño de sus pechos podría causarle graves trastornos de espalda con el tiempo.
Había recibido un folletín del doctor que explicaba el procedimiento de la operación. Las molestias que se podían esperar eran mínimas, pero esto era la última preocupación de Theresa. Ni tampoco le preocupaba especialmente la idea de renunciar a dar de mamar a sus hijos… los niños le parecían algo muy lejano. Pero la posibilidad de perder la sensibilidad de una parte tan especial de ella misma le producía malestar, sobre todo cuando recordaba los labios de Brian y la maravilla de su propia reacción femenina.
Y debía tomar una decisión cuanto antes. Faltaban dos semanas para las vacaciones, y cinco para que Brian volviera. La idea de recibirle con una camisa de verano seductora le dio nuevos ánimos… ¡qué increíble poder elegir el tamaño de senos que prefiriese! La idea la seducía, pero le daba pánico.
Una semana antes de las vacaciones tomó la decisión. Cuando se lo contó a sus padres, el rostro de Margaret registró inmediatamente asombro y desaprobación por partes iguales. El de su padre expresó pena, quizás porque el cuerpo que había legado a su hija no hubiera resultado el adecuado.
Como esperaba Theresa, Margaret fue la primera en hablar.
– No comprendo cómo… cómo quieres jugar con el cuerpo que te ha sido dado, como si no fuera suficientemente bueno.
– Porque puede ser mejor, mamá.
– ¡Pero no es necesario, y sería un gasto tremendo!
– ¡Qué no es necesario! ¿Tú piensas que no lo es?
Margaret se ruborizó y frunció los labios levemente.
– Tengo motivos para pensarlo. He vivido con una figura como la tuya toda la vida y me ha ido muy bien.
Theresa se preguntó las molestias que ocultaría su madre. De hecho sabía que sufría de dolores de espalda y hombros.
– ¿De verdad te ha ido tan bien, mamá? -preguntó con voz muy sosegada.
A Margaret se le ocurrió de repente que había algo muy importante que requería atención a sus espaldas y se volvió, sólo para encontrarse con la mirada de su hija.
– Qué pregunta tan ridícula. Las actrices y las mujeres de vida libertina hacen cosas así, no las chicas como tú -volviéndose, añadió-: ¿Qué dirá la gente?
A Theresa le dolió que su madre, con su falta de tacto habitual, pudiera elegir un momento como aquél para sacar a relucir su miedo más profundo: las repercusiones que tendría la operación en su vida. Además, a su madre le preocupaba tanto la opinión de los demás que no veía las verdaderas razones de su decisión. Suspirando, Theresa se hundió en la silla.
– Mamá, papá, por favor, quiero explicaros…
Y así lo hizo. Retrocedió en el tiempo hasta la edad de catorce años y les relató todos los problemas y desilusiones producidos por culpa de su figura desproporcionada, el pronóstico del doctor Schaum respecto a su futuro. Omitió los detalles sobre sus miedos y complejos sexuales, pero les explicó por qué siempre se ponía rebecas, se ocultaba tras el violín y había decidido trabajar con niños para evitar a los adultos.
Cuando concluyó, Margaret miró a Willard.
– No sé -dijo-. No sé…
Pero Theresa sí que lo sabía. Había ganado confianza al enfrentarse con sus padres por el viaje a Fargo, y ahora estaba convencida de que debía operarse. Percibió que su madre suavizaba su postura y que su propia resolución estaba cambiando la opinión de la misma.
– Hay sólo una cosa más -prosiguió, mirando sin pestañear los ojos interrogantes de su madre-. ¿Podrías tomarte vacaciones el lunes de la operación para acompañarme?
Margaret sintió que la hija que lenta pero decididamente iba despegándose de sus faldas todavía necesitaba su comprensión maternal. Quizás porque había habido momentos en su vida en los que deseó tener el coraje que en aquel instante estaba demostrando su hija, se tragó las dudas y los recelos y respondió:
– Si no cambias de opinión, sí, estaré allí.
Pero, cuando se quedó sola, Margaret se apoyó contra la puerta del baño, sintiéndose muy débil, embargada de dolor por su hija. Abrió los ojos y dejó caer las manos que había mantenido alrededor del pecho, suspirando profundamente, consciente del valor que poseía Theresa por haber tomado una decisión así.
El día anterior a la operación, Theresa se lavó la cabeza ella sola por última vez en dos semanas al menos; no podría levantar los brazos durante algún tiempo después de la operación. En la maleta guardó un camisón de talla muy holgada y tres pijamas sin estrenar de talla media. Se puso el sostén blanco de siempre, pero guardó varios de unas tallas menos. Estos no eran azules, ni rosas, ni siquiera de encaje… los bonitos tendrían que esperar. Debería llevar un sostén duro día y noche durante un mes. Se puso un vestido de primavera muy holgado, pero metió en la maleta uno sin estrenar, también de talla media, que a Theresa le parecía hecho para una muñeca en lugar de una mujer.
A la mañana siguiente, Margaret estaba allí cuando llevaban a Theresa en camilla a la sala de operaciones. Besó a su hija en la mejilla y envolvió una de sus manos entre las suyas propias, diciendo:
– Nos veremos dentro de un rato.
Tres horas y media después, Theresa fue llevada a la sala de recuperación, y una hora más tarde abrió los ojos y sonrió débilmente a su madre, la cual se inclinó y echó hacia atrás el pelo rojizo que caía sobre su frente.
– Mamá… -susurró con voz cansada.
– Cariño, todo ha ido bien. Ahora debes descansar. Yo estaré aquí.
Pero Theresa levantó una de sus manos pecosas, deslizándola sin rumbo fijo sobre las sábanas.
– Mamá, ¿estoy… guapa? -preguntó con expresión soñolienta.
– Sí, cariño. Pero siempre lo has estado. Chisss…
Theresa esbozó una sonrisa.
– Brian… no lo sabe… todavía…
Su voz se apagó y entró en el dulce mundo de los sueños.
Un rato después recobró la lucidez y se encontró sola en la habitación. Le habían dicho que no debía hacer movimientos con los brazos, pero no pudo resistir la tentación de explorar sus nuevos senos. Mirando al techo, pasó delicadamente las manos sobre el rígido sostén. Al percibir la transformación, cerró los ojos. No sentía dolor, pues todavía estaba bajo la influencia de la anestesia. En cambio, su júbilo crecía por momentos. ¡Era increíble cómo los habían reducido! La invadió una repentina ansiedad de ver su nueva figura, pero de momento tendría que contentarse con imaginársela.
Amy la visitó aquella noche, cargada de sonrisas y un poco cohibida ante la trascendental decisión que había tomado su hermana. Sacó una carta con una escritura muy familiar para Theresa, y volvió a ser la de siempre y empezó a airearla ante los ojos de su hermana.
– Hum… parece propaganda o alguna tontería así.
– ¡Dámela!
– ¿Dámela? -dijo haciendo una mueca de disgusto-. ¿Esos son los modales que enseñas a tus alumnos?
– Dámela, mocosa. Estoy incapacitada y no podré pelear hasta que me quiten esta armadura y se cierren bien las cicatrices.
En realidad, con el paso del día, las molestias de Theresa habían ido creciendo, pero la carta de Brian hizo que se olvidara de ellas durante algún tiempo.
Querida Theresa:
Faltan menos de cuatro semanas. ¿Y sabes cómo vamos a ir a casa? ¡En la furgoneta que me he comprado! Es fabulosa, por supuesto, una Chevrolet de un color parecido al de tus ojos, con cristales ahumados y espacio suficiente para llevar el equipo de todo un grupo. ¡Ya verás cómo te gusta!
Te daré una vuelta en cuanto llegue allí, y tal vez podrás ayudarme a buscar apartamento, ¿eh? Bonita, me muero de impaciencia… por todo: la vida civil, el nuevo grupo, las clases… tú. Sobre todo, tú. Jeff y yo saldremos de aquí el 24 por la mañana, así que deberíamos llegar a la hora de cenar. Jeff me ha encargado que le digas a tu madre que quiere «cerdos-entre-sábanas» para cenar, sea lo que sea eso. ¿Y yo? Yo quiero Theresa-entre-sábanas después de cenar. Sólo bromeaba, cariño… ¿o no?
Te quiero
Brian
Theresa guardó la carta bajo las sábanas en lugar de ponerla sobre la mesilla de noche. Alzó la vista y encontró a Amy arrellanada en uno de los sillones para las visitas.
– Brian se ha comprado una furgoneta. Jeff y él vendrán en ella.
– ¡Una furgoneta! -exclamó la chica incorporándose-. ¡Fantástico!
– Y Jeff encarga que le digamos a mamá que quiere cerdos-entre-sábanas de cena.
– ¡Chica, me muero de impaciencia!
– ¿Qué tú te mueres de impaciencia? A mí cada día me parece una eternidad.
– Sí… -dijo Amy echando una mirada a la sábana que ocultaba la carta-. Brian y tú… bueno, parece que habéis intimado mucho.
– No exactamente. Pero…
– Pero lleváis cinco meses de correspondencia, y te envió flores, y telefoneó, y todo lo demás. Creo que las cosas están poniéndose calientes entre vosotros.
Theresa se rió inesperadamente. Sintió una punzada de dolor y se apretó las costillas con la mano.
– Oh, no hagas chistes, Amy. Me duele muchísimo.
– Lo siento, hermanita. No quería fastidiarte los puntos.
Theresa volvió a reírse, pero esta vez, al apretar la sábana contra su cuerpo, cogió a Amy observando su nueva figura con expresión de curiosidad.
– ¿Te has… te has visto ya?
– No, pero me he tocado. Tengo la sensación de estar en el cuerpo de otra persona. De alguien que posee el tipo que yo siempre soñé.
– Se nota incluso a través de las sábanas.
– Dentro de poco me verás.
Amy pegó un salto inesperadamente, metió las manos en los bolsillos traseros de sus vaqueros y comenzó a pasear de un lado a otro. Parecía incómoda, pero después de dar una vuelta alrededor de la cama, se detuvo ante su hermana y le preguntó a quemarropa:
– ¿Se lo has dicho a Brian?
– ¿A Brian?
Amy asintió.
– No.
– Oh, quizá no debería haber preguntado eso.
– No pasa nada, Amy. Brian y yo… nos gustamos de verdad, pero no pensé que nuestra relación fuera lo suficientemente profunda como para consultarle. Y me da miedo volverle a ver porque no lo sabe.
– Sí… pero podrías avisarle antes de que viniera.
– Lo sé. He estado considerando esa posibilidad, pero me da pánico. Yo… no sé qué hacer.
El rostro de Amy se iluminó de repente.
– Bueno, una cosa es segura. En cuanto salgas de aquí, iremos de compras. A la caza de prendas provocativas, elegantes y diminutas, ¿de acuerdo?
– De acuerdo. Tan pronto como pueda levantar los brazos para probármelas.
A la mañana siguiente, el doctor Schaum fue a reconocerla.
– Entonces, ¿cómo está hoy nuestra Theresa? ¿Te has visto ya en el espejo?
– No… -respondió ella sorprendida.
– ¿Y por qué no? No ha pasado por todo esto para quedarte preguntando ahora el aspecto que tiene la nueva Theresa Brubaker. Vamos, jovencita, lo solucionaremos ahora mismo.
Y así Theresa vio sus senos operados por primera vez, mientras el doctor observaba su reacción.
Los puntos no habían cicatrizado del todo, pero la figura era sorprendente. De algún modo, Theresa no estaba preparada para la realidad. Era… normal. Y con el tiempo, cuando le quitaran los puntos y las cicatrices desaparecieran, sin la menor duda habría ocasiones en las que se preguntaría si alguna vez había tenido una figura distinta.
Pero, por el momento, una Theresa de ojos asombrados y labios sonrientes se contempló en el espejo sin articular palabra.
– ¿La sonrisa significa que te satisface el resultado? -preguntó el médico ladeando la cabeza.
– Oh… -fue la única respuesta, a la vez que continuaba observando su imagen.
Pero, cuando alargó la mano para tocarse, el doctor le advirtió:
– No conviene que te toques hasta dentro de unos días, cuando te hayamos quitado los puntos.
Theresa regresó a su casa al cuarto día, aunque todavía no le habían quitado los puntos. Amy le lavó la cabeza y la atendió con una solicitud que le llegó al corazón. Como le habían prohibido hasta levantar los brazos para coger una taza de café, tuvo que requerir con frecuencia la ayuda de Amy, y durante los días siguientes se hizo más profundo el lazo de unión entre las dos hermanas.
Al final de la segunda semana pudieron hacer las esperadas compras, después de que el Dr. Schaum le hiciese un reconocimiento.
Aquel día dorado de mediados de junio, fue como un cuento de hadas que se hacía realidad para la mujer que hasta entonces había mirado la ropa de moda con los mismos ojos que un niño observaría las luces lejanas de un carnaval.
– ¡Camisetas! ¡Camisetas! ¡Camisetas! -exclamó alegremente-. ¡Creo que voy a llevarlas durante un año entero por lo menos!
Delante de un espejo, probándose la primera prenda que escogió, una blusa de tirantes de un tono verde alegre y veraniego, Theresa se preguntó si alguna vez se había sentido tan feliz como entonces. La blusa no era nada extraordinario; no era cara, ni siquiera verdaderamente seductora. Sólo era femenina, pequeña, atractiva… y absolutamente favorecedora.
– ¡Oh, Amy, mira!
Amy sonrió a su hermana, poniéndose seria de repente al hacer un descubrimiento.
– ¡Oye, Theresa, pareces más alta!
– ¿Sí? -dijo, ladeándose para apreciar su figura-. ¿Sabes? Eso es algo que Diane DeFreize me advirtió que sucedería. Y tú eres la segunda persona que me lo dice.
Theresa se dio cuenta de que el asunto se debía en parte a que sin tanto peso caminaba más erguida. Se miró satisfecha y añadió:
– Sí que lo parezco.
– ¡Espera a que te vea Brian!
A Theresa le resplandeció la mirada al preguntarse lo que diría Brian. Todavía no se lo había contado.
– ¿Crees que le gustará el cambio?
– No lo dudes. El verde te sienta de miedo.
Theresa sonrió.
– Creo que debería ser tu primera compra. Y que deberías ponértela cuando venga Brian -añadió Amy.
El pensamiento produjo a Theresa sensación de vértigo. «Cuando venga Brian. Sólo una semana más.»
– Me la llevo. Y ahora quiero comprar un vestido. ¡No, ocho vestidos! La última vez que compré uno que no necesitase retoques, tenía menos años que tú. El doctor me dijo que la talla nueve me sentaría a las mil maravillas.
Y así fue. A un vestido rosa de verano le siguió otro de flores rojas, blancas y azul marino, y a éste un vestido largo de noche, de corte clásico, a modo de túnica, de un elegante tono blanco grisáceo. No compró ni una sola prenda con el cuello cerrado, ¡nada de cuellos cerrados para Theresa Brubaker en esta ocasión!; incluso se dejó tentar por una provocativa blusa diminuta que se abrochaba justo debajo de la línea de su busto y dejaba al aire su vientre. Las joyas, algo que Theresa nunca se había atrevido a ponerse en el cuello por miedo a atraer la atención hacia el tamaño de sus senos, la entusiasmaron al comprarlas tanto como su primer par de medias.
Eligió una delicada cadena de oro con un corazón diminuto que tenía un aspecto maravilloso, incluso entre las pecas rojas de su pecho. Pero hasta las mismísimas pecas habían dejado de parecerle horribles. La elección del color de la ropa ya no estaba limitada por la talla de la misma, así que pudo seleccionar tonalidades que disimulaban el color de las pecas.
Cuando acabó el día, Theresa se sentó en su cuarto entre montañas de ropa maravillosa. Se sentía como una novia con el ajuar nuevo. Sosteniendo en alto su prenda favorita, la blusa verde de tirantes, se la ajustó al pecho y comenzó a bailar y a dar vueltas. Luego cerró los ojos y suspiró profundamente.
«Date prisa, Brian, date prisa. Por fin estoy lista para ti.»