El viaje en coche desde Minneapolis a Fargo fue el más largo que Theresa había hecho sola en toda su vida. Duró cinco horas. Al principio le preocupaba la posibilidad de atontarse mientras conducía, pero enseguida vio que su mente estaba demasiado activa para adormecerse. Imágenes de Brian, recuerdos de las pasadas Navidades y la expectación por los días venideros colmaban sus pensamientos. A veces sonreía de oreja a oreja, contemplando el paisaje, como si las emociones recién liberadas le hubiesen abierto los sentidos a cosas que hasta entonces le habían pasado desapercibidas: lo verdaderamente hermosa que podía ser la tierra negra labrada, el verde de la hierba fresca…
Los lagos de color zafiro de Alexandría daban paso a los campos ondulantes de Fergue Falls. Luego la tierra se aplanaba poco a poco y aparecía el gigante delta del río Rojo, que se extendía perdiéndose en el horizonte. Los campos de patata y algodón se alargaban hasta el infinito a ambos lados de la autopista. Moorhead, ciudad del estado de Minnesota, surgió en el horizonte, y, cuando Theresa cruzó el río que la separaba de Fargo, su ciudad hermana de la orilla de Dakota, los nervios la hicieron temblar.
Aparcó el coche en el aparcamiento que había frente al hotel Doublewood, y luego se quedó sentada durante un minuto contemplando el lugar. Era la primera vez que Theresa entraba sin familia en un hotel.
«Sólo es el nerviosismo de última hora, Theresa. Que en el cartel ponga Motel no significa de por sí que vayas a hacer una cosa indigna entrando en él», se dijo para tranquilizarse.
El vestíbulo era muy amplio. Estaba decorado con muebles claros y abundantes plantas de interior.
– Buenos días -la dijo el recepcionista.
– Buenos días. He hecho una reserva.
Theresa se sentía un poco incómoda y de repente deseó que tras el mostrador hubiese una mujer en vez de un hombre.
– Me llamo Theresa Brubaker.
– Brubaker -repitió el recepcionista, mirando el libro de reservas.
Luego, en un abrir y cerrar de ojos, le dio una tarjeta para que la firmase y la llave.
– Por cierto, señorita Brubaker, su amigo ha llegado ya -dijo alegremente, sorprendiéndola-. El señor Scanlon está alojado en la habitación 108, justo al lado de la suya.
Theresa miró el número de su llave: 106. De repente, sintió que se ruborizaba y le dio las gracias al recepcionista, dándose la vuelta para que no pudiera ver su confusión.
Condujo el coche a la parte trasera del hotel; preguntándose si sus cuartos darían a ese lado del edificio. Si Brian estaría observándola desde una de las ventanas. Pero no se atrevía a mirar: ni Brian estaba viéndola, ni quería saberlo. Ya en el interior, se detuvo ante la habitación 108. Al observar el número de la habitación de Brian le pegó un vuelco el corazón. Las maletas comenzaban a pesarle y amenazaban con resbalar de sus manos sudorosas. Estaba allí dentro, a muy pocos metros de ella. Era extraño pero, ahora que estaba allí, sintió miedo de verle. ¿Y si alguno de los dos había cambiado? ¿Y si la atracción se había desvanecido?
La puerta de su habitación estaba a medio metro de la de Brian. Theresa la abrió y entró en un cuarto con el suelo de moqueta en el que había una cama bastante amplia, un armario, una consola, un espejo y una televisión. Nada extraordinario, pero a Theresa, que saboreaba la independencia por primera vez, le pareció suntuoso. Dejó su equipaje en el suelo, se sentó al pie de la cama, fue al baño, cruzó el amplio cuarto principal para abrir las cortinas, encendió la televisión, la apagó, abrió la maleta para colgar unas cuantas prendas en el armario y luego miró a su alrededor llena de incertidumbre.
«Sólo estás retrasando lo inevitable, Theresa Brubaker. Bueno, unos minutos y me calmaré. Lo mejor será que revise el maquillaje», se dijo, mirándose en el espejo. Todo estaba en perfectas condiciones, excepto los labios, que precisaban unos retoques. Sacó la barra y se pintó con mano temblorosa. La pintura sabía un poco a melocotón y producía puntitos dorados que brillaban cuando le daba la luz. «No hay que ponerse pintura de labios cuando deseas que un hombre te bese, boba». Sacó un pañuelo de papel y se limpió los labios rápidamente dejando tan sólo un leve toque de color. Los pañuelos eran ásperos y le dejaron los labios un poco irritados y agrietados por el borde. Nerviosamente, destapó la barra y se volvió a poner la pintura de tono melocotón.
Se miró los ojos: los tenía como platos a causa de la expectación. Pero no sonreían. Se miró los senos, ocultos bajo la blusa azul celeste que había comprado para la ocasión. Aquel día no llevaba rebeca y se sentía desnuda sin ella. «Una llamada en su puerta y se acabará esta odiosa incertidumbre», pensó.
Un minuto más tarde llamó dos veces a la puerta 108. El tercer golpe no llegó a su destino, pues la puerta ya estaba abriéndose. Theresa se quedó paralizada, con la mano en el aire, mirándole en silencio. Sólo veía su rostro, los interrogantes ojos verdes, los labios levemente entreabiertos, las mejillas tan recién afeitadas que todavía brillaban…
Theresa se sentía emocionada, entusiasmada, pero su incertidumbre no acababa de desaparecer. Quería sonreír pero se quedó inmóvil, observando a Brian como si éste fuera una aparición.
– Theresa -fue todo lo que dijo.
Luego alargó la mano y cogió la de Theresa llevándola hacia el interior sin vacilar. Brian tampoco sonreía, pero buscó la mano libre de Theresa y la retuvo junto a la otra sin dejar de mirarla fijamente a los ojos por un momento. Luego cerró la puerta con el pie.
– Estás aquí realmente -dijo con voz ronca.
– Sí…
¿Qué fue de todos los saludos encantadores que Theresa había ensayado tantas veces? ¿Y de la entrada suave y relajada que les debía haber hecho sentirse cómodos desde el primer momento? ¿Por qué sus labios no podían sonreír? ¿Por qué no le respondía la voz? ¿Por qué no dejaban de temblarle las rodillas? De repente, Brian la envolvió en sus brazos y apretó su cuerpo con fuerza para apoderarse de sus labios en un beso pleno, posesivo y ardiente. No había ningún indicio de las viejas familiaridades, pero la confianza aumentaba mágicamente entre ellos con toda su fuerza, capaz de provocar un torbellino de pasiones en su interior. Theresa puso los brazos alrededor del cuerpo de Brian sin apenas darse cuenta, apretando con las manos la cálida espalda. Comprobó con placer que el corazón de Brian latía tan fuertemente contra ella que podía percibir hasta la diferencia entre latido y latido.
Al principio Brian la forzó a pegarse contra él, como si no le bastara su proximidad. Sus bocas se unieron y Brian comenzó a hacer amplios círculos con las manos sobre la espalda de Theresa. Luego, como si fuera la cosa más natural del mundo, las deslizó simultáneamente hacia arriba por sus costados y apretó sus senos. Brian llevó de nuevo el brazo izquierdo sobre su espalda, ladeándose lo suficiente como para abarcar uno de sus senos. Luego empezó a acariciárselo a través de la blusa a la vez que la besaba en la boca. Theresa sintió escalofríos. Era tan natural, tan perfecto… Theresa no tenía la menor intención de detener sus exploraciones.
El beso continuaba y continuaba. Brian apoyó las manos en las caderas de Theresa y la atrajo hacia su cuerpo sin vacilar. Sin darse cuenta, Theresa comenzó a recibir rítmicamente las acometidas de las caderas de Brian, apretándose contra él, poniéndose de puntillas porque él era mucho más alto que ella y anhelaba sentir su excitación.
Brian dejó de besarla, soltó sus caderas y la abrazó con tanta fuerza que le impidió cualquier movimiento. Apoyó la frente contra la de Theresa y sus alientos jadeantes se mezclaron, mientras sus húmedos labios se buscaban una vez más.
Theresa seguía con las manos apoyadas en la espalda de Brian, sin moverlas. Sintió cómo se tensaban los fuertes músculos que palpaba cuando Brian apretó con firmeza sus caderas. De repente, le chocó la facilidad con que ocurrían esas cosas, su presteza al abrazarse a él… el don de la oportunidad que poseía la Naturaleza, haciendo responder instintivamente en ocasiones comprometidas.
Se le ocurrió que Brian ahora podría pensar que había ido allí sólo por cuestiones sexuales y la idea le causó cierta desazón. Pero no era cierto, lo sabía.
– Me daba tanto miedo llamar a la puerta… -reconoció Theresa.
Brian separó la frente, puso las manos sobre sus mejillas y la observó.
– ¿Por qué?
– Porque pensé… ¿y si las cosas han cambiado entre nosotros, y si ya no… no somos los mismos?
– Niña tonta -murmuró, antes de besarla una vez más.
Theresa volvió a ponerse de puntillas, pero en esta ocasión sus cuerpos apenas se rozaron. Las manos de Brian abarcaban las mejillas de Theresa mientras saboreaba con los labios y la lengua la dulce boca que tanto había anhelado.
– Oh, Theresa. Nada ha cambiado para mí, nada en absoluto. ¿Y para ti?
Era increíble que hubiera hecho la pregunta. Él, que tan seguro de sí mismo parecía ante los enamorados ojos de Theresa… Cuando Theresa le observó de nuevo, la realidad hizo que le comenzasen a temblar las rodillas. La expresión de su mirada decía que había sentido tanta incertidumbre como ella. Theresa deslizó las manos por sus fuertes brazos hasta llegar a las muñecas.
– Nada -murmuró.
Cerró los ojos a la vez que besaba una mano a Brian, haciendo otro tanto con la otra a continuación.
– Nada -repitió, mirando el rostro serio de Brian, observando cómo cambiaba su expresión por otra llena de ligereza y alivio.
– Tienes más pintura en los labios que yo -dijo Theresa echando una mirada a sus labios.
Brian sonrió, la abrazó con más fuerza y acercó los labios a su boca de manera que apenas se podía discernir sus palabras.
– Entonces, límpiame.
La lengua de Theresa se vio impulsada hacia sus labios por alguna fuerza mágica, con lo que conoció por vez primera el placer de llevar la iniciativa en el beso.
– Ah… qué bien sabes -se aventuró a decir Theresa, echándose hacia atrás sólo lo suficiente para deslizar un dedo sobre su mejilla-. Te acabas de afeitar.
Brian sonrió.
– Igual que un colegial el día de su primera cita.
– ¿Cuándo has llegado?
– Hará unos veinte minutos. ¿Y tú?
– Hace diez minutos. Estuve en mi habitación, pintándome los labios, quitándome la pintura, volviéndomela a poner… y preguntándome qué sería mejor. Estaba tan nerviosa…
De repente, ambos se dieron cuenta de lo aprensivos que habían sido y se echaron a reír. Mirándose a los ojos y, sin previo aviso, se abrazaron fuerte, muy fuerte. Las manos de Brian acariciaron la espalda de Theresa; las de ésta, su cabello.
– ¿Qué te apetece hacer primero? -preguntó él.
– No lo sé. Sencillamente… mirarte un poco más -dijo encogiéndose de hombros con timidez-. No sé…
Brian no movió ni un músculo durante un prolongado y silencioso momento. Luego la empujó suavemente hacia atrás y puso las manos sobre sus hombros.
– Entonces, ven aquí. Vamos a disfrutar un poco.
Brian apoyó una rodilla en la cama y luego se tumbó, llevando consigo a Theresa. Los dos quedaron con un codo apoyado en la cama. Brian le acarició a lo largo de su costado. Sus miradas se encantaron mutuamente…
Increíble. Llevaban menos de cinco minutos juntos y ya estaba tumbada con él. Pero no tenía la menor intención de levantarse o protestar. Brian levantó la cabeza lentamente. Cubrió los labios de Theresa con los suyos, forzándola a que los abriera, y luego su lengua exploró lenta, sensualmente, su boca. Pero, después de explorar hasta saciarse, se quedó tumbado como anteriormente.
A Theresa le pareció que lo mejor sería dejar las cosas claras inmediatamente. La timidez hizo que el rubor sonrojara su rostro y que su voz sonara natural.
– Brian, yo… yo no he venido aquí porque estuviese preparada para llegar hasta el final contigo.
– Lo sé. Y yo no he venido para forzarte a ello. Pero no por eso dejo de quererlo. Lo sabes, ¿no?
– No estoy preparada para eso, Brian, a pesar de que… bueno, de que podría haberte inducido a creer otra cosa cuando nos hemos besado.
– Entonces me parece que nos espera un fin de semana de miedo. No va a ser fácil. Parece ser que tu conciencia y tu libido no están muy de acuerdo -afirmó, cogiendo la mano libre de Theresa-. Y, en cuando a mi libido… bueno, no hay modo de ocultarlo, ¿no te parece?
Sin ninguna ceremonia, llevó la mano de Theresa sobre la cremallera de sus pantalones blancos de algodón. Sucedió tan rápidamente que no tuvo ni el tiempo ni el impulso de retirarla. En un momento la mano estaba descansando sobre su cadera; en el siguiente, a lo largo de la cremallera. Soltó la mano de Theresa y se acercó más a ella, hablando roncamente, con la boca pegada a su garganta.
– Lo siento si soy demasiado directo, pero quiero que sepas que… haremos lo que tú decidas, sea lo que sea, mucho o poco, lo que tú quieras. Sería un mentiroso si te dijera que no he estado pensando en hacerte el amor desde las Navidades pasadas cuando te dejé llorando en el aeropuerto.
Mientras él hablaba, Theresa percibía los movimientos ondulantes de su cuerpo en la palma de la mano, pero la deslizó de mala gana hacia arriba. Le acarició apasionadamente el pecho y sintió los latidos enloquecidos de su corazón.
– Chsss… Brian, no digas eso.
– ¿Por qué? -preguntó, echándose hacia atrás y clavando la mirada en ella-. ¿Porque a ti también te sucede lo mismo?
– Chsss…
Theresa puso un dedo sobre los labios de Brian, el cual la observó en silencio hasta que, las llamas de sus ojos se apagaron finalmente. Entonces, se llevó la mano de Theresa a los labios, besó su palma y entrelazó a continuación sus dedos con los de ella.
– De acuerdo -dijo-. ¿Tienes hambre?
– ¡Canina! -respondió Theresa sonriendo.
– ¿Te parece bien si comemos algo y luego nos vamos a ver todos los lugares interesantes de Fargo?
– Me parece perfecto.
Con un movimiento, Brian se puso al borde de la cama, apoyando un pie en el suelo y la rodilla en la cama. Pegó un suave tirón a Theresa para que se incorporara. Ella se quedó de rodillas, con los brazos alrededor del cuello de Brian, el cual puso las manos sobre sus nalgas. La besó brevemente y luego frotó la punta de su nariz con la suya.
– Es un sueño estar contigo otra vez. Vamos a salir de aquí antes de que cambie de opinión.
Estaban paseando cogidos de la mano por Broadway Mall, una calle céntrica de Fargo, cuando los dos se pararon de repente y se miraron de arriba abajo, estallando en carcajadas a continuación.
– Llevas…
– ¿Te has dado cuenta de que…? -dijeron a la vez, riéndose de nuevo.
Los dos llevaban pantalones blancos, y el tono azul celeste de la blusa de Theresa era muy parecido al del jersey de Brian. Theresa calzaba unas zapatillas deportivas blancas y Brian unos zapatos de piel del mismo color.
– Si nos hemos vestido para complacernos, creo que hemos hecho un buen trabajo -dijo Brian sonriente-. Me gusta tu blusa.
Volvieron a reírse, cogiéndose de la mano al proseguir su paseo por la alameda que unía la Gran Avenida con la Segunda. En su extremo sur, se pararon a contemplar la escultura de Luis Jiménez, que representaba a un campesino tras un arado de dos bueyes. Deambulando hacia el otro extremo, se dieron cuenta de que la forma curva de la alameda evocaba la del río Rojo, y de que a ambos lados de la calle había bloques esculpidos de granito, que representaban las ciudades que flanqueaban al gran río en su curso a lo largo de Dakota del Norte.
Al pasar delante del viejo Broadway Café, se asomaron y decidieron hacer una parada en el famoso lugar. El suelo antiguo de madera crujió cuando la camarera les llevó dos platos de solomillo grueso y jugoso con guarnición de patatas, zanahorias y pimientos.
– No has dicho una sola palabra sobre tus padres -dijo Brian, observándola fijamente-. ¿Cómo reaccionaron cuando les dijiste que pasarías las vacaciones conmigo?
Theresa notó la seriedad de Brian y decidió contarle la verdad.
– Mamá pensó lo peor. No fue una escena muy agradable.
Theresa bajó la vista hacia su plato y empezó a juguetear con un trozo de carne.
Bajo la mesa, Brian rozó con su pierna la de Theresa para confortarla y detuvo la mano que jugueteaba con el tenedor. Theresa levantó la vista hacia él.
– Lo siento.
– No lo sientas -contestó Theresa, acariciándole la mano-. A causa de la discusión ocurrió algo magnífico. ¿Querrás creer que mi padre se enfrentó con mi madre?
– ¿Willard? -preguntó Brian sorprendido.
– Willard -confirmó Theresa-. Le dijo a mamá que se callara de una vez y…
A Theresa le costaba mucho trabajo disimular la satisfacción.
– Y se la llevó a su cuarto, dio un portazo y, cuando volví a verles, estaban como dos tortolitos. Ese fue el final de la discusión.
– ¡Aleluya! -exclamó Brian alzando los brazos.
Todavía estaban riéndose del asunto cuando regresaron por la alameda. En el extremo norte del paseo descubrieron un cine en el que ponían El Banco, una película muy antigua de Charlie Chaplin.
– ¿Te gustan las películas mudas? -preguntó Brian esperanzado.
– Me encantan.
– ¿Qué te parece si venimos a ver a Charlot esta noche?
– Me parece una idea genial.
– Entonces ya está decidido.
Brian le dio un apretón en la mano y luego la llevó al otro lado del paseo, por donde deambularon mirando los escaparates. En una tienda había un maniquí con un traje de novia y, sin darse cuenta, Theresa se detuvo y se quedó contemplándolo. La vista del vestido blanco y el velo, símbolos de pureza, le hicieron pensar en la noche que se acercaba, en la decisión que debería tomar. Pensó en la posibilidad de conocer otros hombres en su vida, en lo que pensarían si no era virgen, pero le resultó imposible imaginarse a sí misma haciendo el amor con alguien que no fuera Brian.
Mientras Theresa miraba el traje de novia, pasaron dos jóvenes. Brian vio cómo se quedaban mirando los senos de Theresa descaradamente, sin disimular su fascinación, y en el primer momento se sintió irritado. Luego observó los senos como lo haría un extraño y sin poderlo evitar, se sintió levemente avergonzado. De inmediato, la vergüenza fue sustituida por un sentimiento de culpabilidad. Pero, al proseguir el paseo, se fijó en las miradas de los hombres que se cruzaron. Sin excepción alguna, bajaron la vista hacia los senos de Theresa.
«Brian, eres un hipócrita», pensó, avergonzado, así que puso un brazo alrededor del cuello de Theresa y la mantuvo apoyada contra su cuerpo durante el resto del paseo. Al llegar al coche, le dio un tierno beso a modo de disculpa. Cuando Theresa abrió los ojos, éstos tenían una expresión soñadora y, por un momento, Brian se sintió pequeño y mezquino. Se daba cuenta del daño que le habría hecho si hubiera notado que se había sentido avergonzado de sus generosas proporciones. Brian deslizó un dedo siguiendo el contorno de sus labios.
– ¿Qué te parece si nos apartamos de la gente un rato?
– Creía que no lo ibas a preguntar nunca.
Brian sonrió, la dio un beso en la nariz y abrió la puerta del coche. Cruzaron el río y llegaron a Moorhead, cogiendo la autopista que se dirigía hacia el este. Luego la dejaron para deambular por carreteras comarcales, entre prados, campos amarillos y lagunas. La primavera estallaba por todas partes. Se podía sentir en la calidez del sol, en el olor a tierra mojada, en el alegre canto de los pájaros…
Descubrieron unos parajes de vegetación exuberante al llegar al río Buffalo por una carretera de gravilla. Brian detuvo el coche.
– Vamos a dar un paseo -propuso.
Theresa le dio la mano alegremente, dejándose conducir por los bosques. Vagaron sin rumbo fijo, siempre cerca de la orilla del río. Todo despedía aroma a fecundidad, a frescura, Brian saltó encima de un árbol caído que atravesaba el río y luego ayudó a subir a Theresa. Recorrieron el tronco hasta su punto más alto y contemplaron el agua que se deslizaba a sus pies. Desde atrás, Theresa posó con suavidad las manos en las caderas de Brian, que permaneció inmóvil, absorto. Luego Theresa apoyó la cara y el pecho contra la dura espalda de Brian, que así pudo percibir los pausados latidos de su corazón. Él le acarició los brazos, cálidos por los rayos de sol, y dejó escapar un suspiro echando la cabeza hacia atrás, sin hablar. Theresa le dio un beso en la espalda. Era suficiente.
Después de un rato, prosiguieron su deambular por los bosques dorados. Mientras paseaban, conversaron de la vida que habían llevado durante los últimos tres meses. Brian le contó anécdotas de Jeff y de los rigores de las Fuerzas Aéreas, del conjunto de la música que habían estado preparando. Theresa le habló de su hermana, de los incidentes del colegio, de sus planes para los conciertos de primavera.
Pero nada de ello importaba. Para ellos, estar juntos era lo único que tenía sentido.
Regresaron cuando comenzaba a caer la tarde y el hambre dictó su voluntad. En el pasillo, antes de entrar en sus habitaciones respectivas, Brian dijo:
– Pasaré a recogerte dentro de media hora.
Un beso breve y se separaron.