Kirsty, Jake y las niñas se fueron después de tomar café. Iban a llevar a Susie al aeropuerto al día siguiente.
– Vendremos a buscarte a las ocho en punto -dijo Kirsty.
– Estaré lista, no te preocupes.
Para Hamish, aquellas palabras, aquella despedida, era casi irreal. Porque Susie no lloraba. ¿Por qué no lloraba?
Lloraba con calabazas. ¿Por qué no lloraba ahora? No le importaría que llorase, sería normal. Pero esa expresión seria, ausente… era horrible.
– ¿Qué quieres que haga? -le preguntó.
– Nada.
– Entonces volveré a la playa. Para echar un último vistazo.
– Taffy está muerto.
– No puedes saberlo con seguridad.
– Sí lo sé. No soy tonta, Hamish. Un cachorro de diez semanas no desaparece a menos que haya muerto. No ha venido a comer, no ha venido a cenar… ya no está, Hamish. Dejé de tener esperanzas tontas cuando murió Rory. Y ahora, si no te importa, tengo cosas que hacer.
– ¿Puedo ayudarte?
– Sólo me queda mirar en la habitación de Angus. Hay muchas cosas que hay que tirar, pero prefiero hacerlo yo. No quiero que lo haga Marcia.
– Muy bien. Iré contigo.
Susie debería estar haciendo su equipaje y despidiéndose del castillo, pero acabaron los dos en la habitación de Angus Douglas. Rebuscando entre las cosas de su tío y de Deirdre. Aparentemente, Angus no había tirado nada en toda su vida.
Con la ropa era muy sencillo. Todo iría a una tienda de segunda mano.
– No sé qué hacer con esto -dijo Susie, mirando la falda escocesa y el «sporran».
– ¿Hay un museo en Dolphin Bay?
– No.
– ¿Una biblioteca o algo así?
– Sí…
– Podemos donarlo entonces. Supongo que a la gente del pueblo le gustaría tener esto como recuerdo.
– Sí, la verdad es que es una buena idea -suspiró Susie.
Susie, que se iría al día siguiente. Susie, a quien no volvería a ver nunca seguramente.
Hamish se quedó pensativo un momento.
– No voy a casarme con Marcia.
Ella miró, sorprendida.
– ¿Qué?
– Que no voy a casarme con Marcia.
– ¿Y ella lo sabe?
– Todavía no. Se lo diré esta noche.
– Te agradecería que lo hicieras cuando yo me haya ido. Me culpará a mí.
– ¿Por qué?
– Porque soy una mala influencia -intentó sonreír Susie-. Te obligo a dejar el ordenador en casa cuando bajamos a la playa.
Él asintió con la cabeza.
– Susie, ¿tenemos que hacer esto ahora? Puedo hacerlo yo solo mañana.
– Angus habría querido que lo hiciera. Debería haberlo hecho antes, pero me daba pena… Oye, ¿tú crees que Marcia se llevará un disgusto?
– No, pero creo que debería habérselo dicho a ella antes que a ti.
– Sí, es verdad. Bueno, olvida que me lo has dicho. Y no se lo digas a ella.
– Quería que tú lo supieras.
Silencio.
– Susie, vete a la cama.
– No. Mira, éstas son cartas de Angus y Deirdre.
– ¿No pensarás leerlas?
– ¿Por qué no? No las destruyó, de modo que… quizá quería que las leyésemos -contestó Susie-. Además, tú tienes que saber algo sobre tu familia. Mira, ésta es de Deirdre. Estaba en la ciudad, comprando…
¡Mi amor, tenemos niños!
Angus, cariño, una de las tristezas de nuestro matrimonio es no haber tenido hijos y no poder adoptarlos. Pues bien, yo he encontrado una forma de reemplazarlos. No, cielo mío, no he recogido a unos niños de la calle, aunque espero que algún día alguien los deje en nuestra puerta. Pero hoy he encontrado a Eric y a Ernst.
¿Qué son, dos sabuesos quizá, dos gatos siameses?
No.
Son guerreros. Miden dos metros y son… ¡un par de armaduras de época! Son preciosas, Angus. Bueno, son una imitación de las armaduras reales, pero te van a gustar mucho. Parecen dispuestos a luchar, espada en mano. ¡A Ernst le falta una pierna! Tendremos que hacerle una nueva, claro. No sabes cómo me gustan. En cuanto las he visto me he dado cuenta de que estaban destinadas a cuidar de nosotros para siempre.
En fin, cariño mío, vuelvo a casa el viernes, así que espérame en la estación con el coche. Iré con Eric y Ernst, por supuesto. En la taquilla me han dicho que no es ningún problema porque puedo comprar billetes para ellos e irán sentados conmigo. ¿Te puedes creer? Estoy tan contenta… Quiero que los conozcas enseguida. Eric, Ernst, tú y yo, dispuestos a vivir felices para siempre a partir de ahora.
Los dos se quedaron en silencio. Era una carta ridícula.
Hamish intentó imaginar a Marcia escribiendo esa carta… imposible.
Susie y Deirdre debían ser almas gemelas.
– ¿Por qué no pudieron adoptar niños?
– Deirdre era profundamente sorda. Supongo que en aquella época las agencias de adopción tendrían otras normas… no sé.
– Pensé que había sido enfermera durante la guerra.
– Y así es.
– ¿Cómo podía ser enfermera si era sorda?
– Trabajaba en un hospital de rehabilitación y supongo que luchó con uñas y dientes para conseguir el puesto. Angus me contó que un día despertó en el hospital y vio su cara… fue amor a primera vista.
– Amor a primera vista -repitió Hamish-. Supongo que tú…
– ¿Qué?
– Supongo que tú no querrías casarte conmigo.
Ella miró, en silencio.
– ¿Acabas de pedirme que me case contigo?
– Sí.
– ¿Por qué?
– Porque sospecho que estoy enamorado de ti.
– Pero estás comprometido con Marcia.
– No voy a casarme con ella, ya te lo he dicho.
– Pero Marcia cree que sí.
– Jodie me dijo que estaba cometiendo un error…
– ¿Quién es Jodie, otra novia?
– No, no, es mi secretaria. Bueno, mi ex secretaria… pero volvamos a lo nuestro. ¿Quieres casarte conmigo, Susie?
– ¿Por qué sospechas que me quieres?
– Porque no quiero que vuelvas a Estados Unidos. Porque no quiero que estés sola…
– ¿Y qué harías tú conmigo en Manhattan? ¿Y qué haría yo?
– Pues… tú podrías trabajar en lo tuyo. Hay muchos jardines en Nueva York.
Ella lo miró, suspirando.
– Quieres casarte conmigo porque te doy pena.
– ¿Qué? ¿Por qué dices eso?
– No seas tonto. Si no te diese pena, ¿querrías casarte conmigo?
– Claro que sí.
Ella inclinó a un lado la cabeza.
– Tú no estás enamorado de mí, Hamish. Pero yo sí lo estoy de ti.
Se había enamorado. Se había enamorado de él. Hamish intentó tocarla, pero Susie se apartó.
– No.
– ¿No? ¿Por qué?
– Porque tú no me quieres. No sabes nada de mí.
– Sé quién eres. Sé que eres la persona más valiente que he conocido nunca.
– Una pena, pero eso no es amor. Si muriese mañana, ¿te pondrías a llorar?
– Yo no lloro -contestó Hamish.
– Es verdad. Tú no lloras.
– Susie, yo no soy sentimental.
– Pero yo sí. Y no me gustaría casarme con un hombre que no lo fuera. Tú no me conoces, Hamish, no sabes nada de mí. Y ahora, si no te importa, me voy a la cama.
– Susie, por favor, piénsalo. Sería lo más sensato.
– No, sería condenarme a la soledad durante el resto de mi vida. Y yo creo que merezco algo más que eso.