Después de desayunar, decidieron ir a la playa. Hamish llevó en una mano la sombrilla y en la otra la toalla. Boris acompañó, saltando por el camino como un perro que estuviese a punto de llegar al cielo. Y cuando volvieron al castillo a buscar a Susie, seguía saltando alegremente.
– Hamish va a llevarnos a la playa, Rose -sonrió Susie, poniendo a la niña en sus brazos-. ¿Quieres ir a la playa?
Hamish se quedó parado. Nunca había tenido un niño en brazos. Era… raro. Pero Rose no se puso a llorar; al contrario, lo miraba con una sonrisa en los labios.
– Menos mal que has venido a buscarnos. Yo no puedo llevar el moisés y a la niña en brazos. Pesa demasiado.
La playa era extraordinaria, una cala pequeña y protegida del viento por una formación de rocas a ambos lados. Y completamente solitaria.
– Me encanta este sitio. Pero no puedo venir casi nunca porque no puedo cargar con Rose, la sombrilla y todo lo demás -sonrió Susie-. Además, me da miedo venir sola.
– ¿Por qué?
Susie apartó la mirada.
– Bueno, déjalo. No sé por qué he dicho eso…
– Cuéntame.
Ella dejó escapar un suspiro.
– Cuando Kenneth descubrió que estaba embarazada quiso matarme.
– ¿Qué?
– Mi hermana y yo fuimos a dar un paseo en barca y se las arregló para lanzarnos contra las rocas. Pero las dos somos muy duras. Nadie puede con las gemelas McMahon.
– ¿Sois gemelas?
– Sí. Y muy orgullosas de serlo. Pero en fin, dejemos el pasado. A mi hija le encanta el agua, así que vamos a darnos un bañito a la orilla.
Hamish tuvo la impresión de que quería apartarse de él. Como si tuviera miedo.
Susie lo miraba nadar, con poderosas brazadas, hasta llegar a la playa. Parecía un nadador profesional. O quizá era porque tenía la espalda tan ancha…
Pero tenía que dejar de pensar esas cosas. Y tenía que controlar sus hormonas.
– Nadas muy bien -le dijo cuando llegó a su lado.
– Me gusta nadar. Pero tú sólo te has metido hasta las rodillas.
– No puedo nadar con una niña de catorce meses agarrada a mi cuello.
– Rose está dormida ahora. Podrías nadar un rato -sugirió Hamish.
– No me gusta dejar a mi hija sola.
– No está sola, está conmigo.
Sí, era verdad. Y Rose estaba profundamente dormida en su moisés. Estaría dormida durante al menos un par de horas. Hamish le estaba ofreciendo la libertad que necesitaba. Y de verdad le gustaría nadar un rato.
Pero algo la detenía. No era desconfianza exactamente, pero…
– Puedes confiar en mí -dijo él entonces.
– Lo sé.
– Podrás verla desde el agua. Venga, Susie, ve a nadar un rato. Vete ahora mismo o te llevaré en brazos y te tiraré al agua.
– No te atreverías -replicó ella, desafiante.
– No lo haría -le confesó Hamish-. Puede que haya heredado un título, pero sólo soy un corredor de Bolsa con un gran instinto de supervivencia.
Hamish la miró mientras iba hacia el agua, cojeando ligeramente. Era preciosa.
Llevaba un biquini que dejaba al descubierto cada curva de su cuerpo, pero también una cicatriz en la espalda. ¿Era esa lesión que hacía que cojease?
Había perdido a su marido… asesinado por su propio hermano. Estaba criando a una niña. Sola.
Y él iba a echarla del castillo.
Hamish tragó saliva. Aquel castillo valía una fortuna, desde luego, y conservar allí a una mujer a la que no conocía de nada sólo por razones sentimentales sería completamente absurdo. Los abogados le habían dicho que su marido le había dejado un dinero, de modo que podía volver a Estados Unidos y seguir adelante con su vida.
Hamish siguió mirándola, pensativo. Nadaba con expresión de felicidad, mirando alrededor como si estuviera viendo aquella playa por primera vez. O por última vez.
Entonces desapareció bajo el agua. Y no volvió a sacar la cabeza.
Hamish se incorporó, asustado. Boris ladró, esperando alguna aventura. Pero Hamish dio un par de pasos adelante, asustado como no había estado nunca…
Susie sacó la cabeza del agua unos segundos después, a quince metros de donde se había hundido. Y Hamish volvió a respirar.
Ella lo saludó con la mano y él le devolvió el saludo. Si supiera que tenía el corazón acelerado… qué tonto. Susie nadaba de maravilla. Mejor que él.
– Lo que pasa es que nunca te has tomado unas vacaciones. Por eso te has asustado. Se te ha olvidado lo que es la playa -se dijo a sí mismo, enfadado-. Pero corta el rollo de una vez.
Hamish se tumbó de nuevo en la toalla y cerró los ojos.
Luego abrió uno. La vigilaría un poco. Por si acaso.
Había sido estupendo. Nadar en la playa, sola, sin tener que preocuparse de la seguridad de su hija… hacía tanto tiempo que no podía hacerlo que casi se emocionó.
Cuando iba hacia la sombrilla, Hamish se levantó con una toalla en la mano.
– ¿Qué tal?
– Una maravilla.
– Es una playa estupenda, sí. Supongo que no te apetece nada marcharte.
– No, no me apetece, pero… es hora de que la disfrute otra persona. U otras personas. Todos los que se alojen en el hotel.
– Lo más sensato es vender el castillo, Susie.
– Sí, claro -respondió ella, apartando la mirada-. Gracias por cuidar de Rose.
– Nunca había cuidado de un niño.
– ¿Nunca?
– No tengo hermanos, así que… Bueno, tenía un primo, pero era un idiota.
– Qué pena ser hijo único. Tener una hermana gemela siempre ha sido maravilloso para mí.
– Pero Rose…
– Sí, ya sé. Pero mi hija siempre estará rodeada de niños -dijo ella, decidida.
¿Cómo iba a hacerlo? No tenía ni idea, pero ya encontraría la manera.
Pensaba volver a su casa para cuidar de su hija y seguir trabajando en lo que más le gustaba. Aunque estuviera sola.
No pensaba dejar que esa idea la deprimiese.
– Tu hermana vive aquí, ¿no?
– Sí.
– ¿Tiene niños?
– Sí. Bueno, las niñas son de su marido, pero es como si fueran sus propias hijas.
– ¿Por qué no te quedas aquí?
– ¿Y depender de Kirsty toda mi vida? No, eso nunca.
– La independencia puede ser muy dura.
– Sospecho que tú sabes mucho de eso -sonrió Susie-. Yo estoy aprendiendo.
– Susie… -empezó a decir él. Pero se detuvo al oír un ruido. Era un pequeño yate que se acercaba a la cala. En él había una pareja de mediana edad, el hombre con una camisa hawaiana y la mujer con un bañador que tenía más flores que la camisa de su marido.
Cuando llegaron cerca de la playa el hombre se puso en pie y se colocó las manos sobre la boca a modo de altavoz:
– ¿Podemos atracar aquí? ¿Hay rocas? -les gritó.
– ¡No hay rocas! -gritó Susie.
El yate se acercó a la playa y el hombre metió un pie en el agua como si esperase que hubiera pirañas.
– ¡Qué bonito es esto, Albert! -exclamó la mujer-. El agua no está nada fría. Hola.
Eran americanos. Dolphin Bay estaba empezando a llenarse de americanos, pensó Susie.
– Hola.
– Sólo queríamos hacerles una fotografía -explicó la mujer-. ¿Verdad que sí, Albert? Les hemos visto con el niño… y el perro. ¿Es un dingo?
Susie miró a Boris y soltó una carcajada.
– Sí, claro. Es prácticamente salvaje.
– ¿Podemos hacerles una fotografía? Ya sé que no son ustedes aborígenes, pero tienen un aspecto tan típico del país…
Susie se volvió hacia Hamish, con una ceja levantada.
– ¿Qué te parece, cariño?
Él sonrió.
– No sé, cielo -contestó, fingiendo un acento australiano que no le salió mucho mejor que a ella-. Podríamos hacernos una foto en el yate para enseñársela a los niños cuando sean mayores.
A Susie le dio la risa y Albert los miró con expresión suspicaz.
– Pueden hacernos una fotografía -dijo ella por fin.
– ¿Les importaría abrazarse? -preguntó la americana entonces-. O podrían tomar al niño en brazos.
– Es una niña. Y no, será mejor no hacerlo. La pobre está dormida. Cariño, ¿por qué no abrazas al dingo?
El «dingo» lamió la cara de Hamish cuando lo tomó en brazos.
– Póngase detrás del bebé, para que salgan todos en la fotografía.
Hamish y Susie obedecieron, divertidos.
– Pásele un brazo por los hombros -le instruyó Albert-. Vamos, abrace a su mujer.
– No es mí…
– Abrázame, cariño -interrumpió Susie-. Sé que estás deseando hacerlo.
Hamish le pasó un brazo por la cintura. Estaba en una playa australiana, con un perro en brazos, una niña durmiendo en su moisés y abrazando a una mujer. Y sonriendo a la cámara de unos americanos despistados como si fuera el día más feliz de su vida.
Fue una experiencia extraña. Si Marcia pudiera verlo no daría crédito. O pensaría que tenía un gemelo idéntico que hacía esas cosas tan raras.
Susie, apretada contra su costado, olía de maravilla. Y su piel estaba tan calentita…
Tenía que volver a casa, se dijo. Tenía que poner el castillo en venta y seguir adelante con su vida como si todo aquello no hubiera pasado nunca.
– ¿Dónde podemos enviar las fotografías? -preguntó Albert-. ¿Tienen una residencia permanente?
– Esta gente parece pensar que somos vagabundos -dijo Hamish en voz baja.
Susie soltó una carcajada.
– Miren, no estamos casados y no somos vagabundos. Les presento a lord Hamish Douglas, barón de Loganaich. Yo soy… la reliquia del castillo. Y su jardinera, además.
– Una jardinera estupenda -sonrió Hamish, dejando a la pareja americana boquiabierta.
– Siguen pensando que somos un par de vagabundos -dijo Hamish mientras el yate se alejaba mar adentro.
– Debería haberles dicho que soy una princesa árabe o algo así -rió Susie-. ¿Has visto qué cara han puesto?
– Pero les hemos alegrado el día, seguro. Ahora tendrán algo que contar cuando vuelvan a casa.
– Seguro que pasan por la oficina de correos.
– ¿Para qué?
– Harriet lleva la oficina de correos de Dolphin Bay y tiene un cartel en la puerta anunciando una «Oficina de Información». Impartir información, del tipo que sea, es su gran pasión en la vida. Seguro que van a preguntarle y cuando les cuente que eres un lord de verdad volverán para hacernos más fotos.
– Entonces nos esconderemos en el castillo y cerraremos las persianas.
– Ojala fuese tan fácil -rió Susie-. En fin, es hora de volver a ser adultos. Tengo que acabar el camino.
– Y yo tengo que hacer un inventario.
– ¿Qué?
– Marcia dice que debería catalogar los muebles del castillo.
– Ah, ya. ¿Qué piensas hacer con Eric y Ernst?
– ¿Quién?
– Las dos armaduras.
– Ah, no sé. A lo mejor las vendo.
– Yo las compraría.
– ¿Para qué?
– Cuando vuelva a casa no tendré a Boris y necesito alguien que me proteja -contestó Susie-. Además, siempre hablo con ellas. Hemos llegado a un consenso sobre serios asuntos políticos, pero aún no hemos decidido nada sobre el protocolo de Kyoto.
Hamish la miró, atónito. Y luego soltó una carcajada.
– Espero que no te haga gracia algo tan serio como el protocolo de Kyoto.
– No, claro que no. Es una cosa muy seria. La semana pasada le estaba contando yo a mi tronco de Brasil…
– No te rías de mí.
– No me estoy riendo de ti -sonrió Hamish-. Pero Eric y Ernst son tuyos. No puedo separarte de tus contertulios políticos. ¿Cómo piensas llevártelos a casa?
– No creo que me los dejasen llevar en el avión.
– Podrías conseguirles un pasaporte diplomático. Yo podría hacer algunas llamadas. Eric y Ernst, nacidos en China y con opiniones políticas que tiran hacia la izquierda… porque supongo que serán de izquierdas.
– Es peligroso suponer nada sobre Eric y Ernst.
– Muy bien. Estudiaré la situación con cautela diplomática. Pero haré todo lo que esté en mi mano, Susie Douglas. Cuando te marches a América me gustaría ver que llevas a Eric a un lado y a Ernst a otro.
– Eric es vegetariano -le informó ella-. Y a Ernst no le gusta viajar al lado de la ventanilla.
Hamish soltó una alegre carcajada. Susie lo miraba con una expresión seria que contrastaba con el brillo de burla que había en sus ojos y él se sintió…
– Veremos qué puedo hacer -consiguió decir-. Pero mientras tanto, creo que deberíamos volver al castillo. Sospecho que hemos tomado demasiado el sol.