Capítulo 11

¿Estaba loca?

Susie, en la cama, no dejaba de recordar la conversación.

El hombre del que estaba enamorada le había pedido que se casara con él.

Una mujer valiente habría aceptado… y lo habría domado, como había que domar a tantos hombres para que supieran lo que era el amor de verdad. Debería casarse con él y hacer las preguntas después.

Pero no podía hacerlo.

– No puedo ensanchar mi corazón ni un poquito más.

El corazón podía ensancharse hasta cierto punto. Y después de ese punto, se rompía.

Susie quería llorar, pero las lágrimas no aparecían. Por primera vez en mucho tiempo, era incapaz de derramar una sola lágrima.


Romper su compromiso con Marcia había sido mucho más fácil de lo que esperaba. Lo único que había molestado a su ex prometida era haber ido hasta Australia para nada.

Hamish se tumbó en la cama y miró el techo, pensativo.

Entonces sonó su móvil.

A las tres de la mañana. ¿Habría ocurrido algo en la oficina?

– ¿Sí?

– Se supone que no deberías estar trabajando -era Jodie, su secretaria.

– No estoy trabajando -rió Hamish.

– ¿Sigues en Australia?

– Sí, aquí estoy. ¿Y por qué me tuteas? Antes solías llamarme señor Douglas.

– Pero ya no soy tu secretaria. Llamo como amiga.

– Jodie, son las tres de la mañana.

– ¿Desde cuándo necesitas dormir?

– No estaba durmiendo.

– Acabo de ver una fotografía tuya. La chica es guapísima y el bebé me encanta…

– ¿Dónde has visto una fotografía mía?

– En una revista. Estabas en la playa…

– ¡Los americanos! -exclamó Hamish, riendo-. Pero bueno, ¿para qué me llamas?

– Es que estoy embarazada. Y soy muy feliz. Tan feliz que me preocupo por toda la gente a la que quiero.

– No tienes que preocuparte por mí.

– Si acabas con la chica de la playa, seguro que no.

Hamish dejó escapar un suspiro.

– No quiere casarse conmigo, Jodie.

– ¿Te has enamorado? ¡Hamish! No le habrás dicho que vais a vivir en tu horrible dúplex de Manhattan, ¿verdad?

– ¿Qué tiene de malo mi dúplex?

– ¡Está pintado de gris, por el amor de Dios! Y los muebles son de metal.

– Pero es mi casa. Además, yo trabajo en Manhattan…

– Pues yo trabajo ahora como secretaria temporal en la iglesia que Nick está restaurando y me pagan una miseria, pero soy inmensamente feliz.

– Me alegro por ti, pero…

– No te pongas estirado, Hamish.

– ¡Señor Douglas!

– Ah, cuánto me alegro de haber llamado. Veo que estás colgadito por ella. Nick me dijo que iba a meterme donde no me llamaban, pero yo quería saber… Volveré a llamarte en un par de días, para ver si has logrado convencerla. No te pongas estirado… y no le hables de vivir en tu horrible dúplex.


Hamish no podía dormir. A las cinco de la mañana se levantó y salió a dar una vuelta para aclararse la cabeza. Llamando a Taffy. No sabía por qué le parecía tan importante encontrarlo. Pero lo era. Era más importante que nada que hubiese hecho en toda su vida.

– ¡Taffy!

Si pudiese encontrarlo…

– ¿Taffy?

Una parte de él se negaba a aceptar que el cachorrito hubiese muerto. Y no iba a rendirse, decidió. Lo encontraría. Por Susie.


Lo buscó durante horas, pero no encontró. Era más lógico. Y no se podía luchar contra la lógica. Cuando volvió al castillo, Jake y Kirsty ya estaban allí, esperando a Susie.

– No lo has encontrado -dijo ella.

Sabía lo que había estado haciendo. Tampoco ella era lógica.

– No. Susie…

– Hamish, ¿puedes ayudar a Jake a meter las maletas en el coche? -le preguntó Kirsty.

– Sí, sí… voy enseguida. Susie, tenemos que hablar.

– Anoche dijimos todo lo que teníamos que decir, Hamish. Ahora tengo que irme. Pero te deseo toda la suerte del mundo.

No le dio un beso de despedida siquiera.

De modo que Hamish dio un paso atrás y la dejó ir.


El castillo estaba vacío, horriblemente vacío. Marcia se había marchado por la noche y Susie acababa de hacerlo. Un minuto antes estaba lleno de gente y ahora… el silencio era insoportable.

Hamish entró en la cocina, esperando encontrarse los platos del desayuno sin fregar, pero todo estaba impoluto. Pensó entonces en la primera vez que había visto a Susie en el jardín, en sus risas cuando estaban en la playa, en cómo lo convenció para que se pusiera una falda escocesa, en cómo le curó las manos…

No podía seguir allí, en aquel sitio. Decidió entonces ir a la playa. Quizá si nadaba un rato se olvidaría de todo. Tenía que hacerlo.

Bajó a la playa a paso rápido y, después de quitarse la ropa, se lanzó al agua y empezó a nadar con todas sus fuerzas. Mientras nadaba vio un águila haciendo círculos sobre su cabeza. Parecía estar vigilando algo… un pez muerto, quizá.

Hamish miró hacia las rocas y vio algo, un bulto. Sí, tenía que ser un pez muerto. Pero nadó hacia allí, por si acaso. Aunque no tenía esperanzas…

Cuando se acercaba a las rocas comprobó, con el corazón a punto de salirse de su pecho, que no era un pez muerto. Era una bolita de pelo empapada… Taffy.

Al principio pensó que estaba muerto, ahogado, pero el perrillo movió la cabeza. Y ese movimiento, ese gesto en el que parecía pedirle ayuda, le conmovió de tal modo que, con los ojos llenos de lágrimas, escaló por las rocas sin darse cuenta de que se estaba cortando, sin pensar en nada más que en recuperar al cachorro.

Taffy

¿Qué había pasado?

El águila seguía dando vueltas sobre su cabeza. Miró a Taffy entonces y vio que tenía heridas por todo el cuerpo. Debía haberlo llevado hasta allí sujetándolo con el pico… y debía habérsele caído después por alguna razón. El águila estaba intentando recuperar a su presa, pero no iba a conseguirlo.

Hamish sujetó al cachorro contra su pecho y se lanzó al mar para volver a la orilla todo lo rápido que era capaz.

– No te preocupes, Taffy. No te va a pasar nada. Voy a llevarte a la clínica para que te curen… no te mueras, Taffy. Tengo tantos planes para nosotros. Dios mío, ¿cómo he podido ser tan idiota?


– Dos heridas profundas en un costado y algunos arañazos en el otro -dijo la veterinaria, observando al cachorro.

– ¿Cree que puede salvarlo? -preguntó Hamish, angustiado.

– Seguro que sí. Taffy morirá de viejo -sonrió la mujer.

Hamish dejó escapar el suspiro de alivio más grande de su vida. Habría querido salir corriendo, gritarle a todo el mundo que lo había encontrado. El castillo estaba tan vacío sin él.

– Susie se llevará una alegría.

Claro, Taffy era el perro de Susie. Pero Susie ya no estaba allí.

– ¿Puedo llevármelo a casa?

– ¿Al castillo? ¿Sabe cómo sujetar una vía? Porque tenemos que ponerle suero.

– Sí, creo que sí.

Hamish salió de la clínica con el perrillo en brazos, sacudiendo la cabeza. Tenía cosas que hacer. Cosas importantes. ¿Qué avión habría tomado Susie? Con las nuevas reglas internacionales, había que llegar al aeropuerto con tres horas de antelación para tomar un vuelo… aún estaba a tiempo. Aún podía llegar a tiempo.

Decidido, se dirigió a la oficina de correos.

– Harriet, tienes que venir conmigo al aeropuerto.

– ¿Qué?

– Como barón de estas tierras, te necesito.

– ¿Eh?

– Nadie mejor que tú entenderá que soy un caballero en busca de su dama. Tienes que venir conmigo en el coche y sujetar a Taffy.

– ¡Taffy!

– Sí, lo he encontrado. Pero te contaré la historia por el camino. Tenemos que llegar al aeropuerto lo antes posible.


* * *

– ¿Cómo que no puedo pasar?

– Lo siento, amigo, pero el perro no puede entrar en el aeropuerto. Son las normas.

– Harriet…

– Tranquilo, yo me quedo con él -sonrió la mujer-. Vamos, corre, ve por ella.

– ¡Oiga, no puede pasar! -gritó el empleado.

– ¿Cómo que no? Tengo que encontrar a la mujer de mi vida.

– Pero tiene que comprar un billete…

– ¡No hay tiempo para eso!

– ¡Espere!

Pero Hamish ya había salido corriendo.


¿Para qué quería comprar perfume?, se preguntó Susie, mirando distraídamente en el duty free.

– ¿Se encuentra bien, señorita? -le preguntó alguien.

– ¿Eh? Sí, sí, estoy bien. Gracias.

Entonces oyó gritos en la puerta. Había un par de guardias de seguridad escoltando a un hombre…

¡Hamish!

– Perdone, ¿dónde lo llevan?

– A la comisaría del aeropuerto. Apártese, señorita.

– No pueden llevárselo. Es mío.

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