La despertó alguien cantando.
Debía estar soñando, pensó Susie, volviendo a cerrar los ojos de nuevo.
Pero no, alguien estaba cantando en el jardín. Una canción de piratas o algo parecido…
¿Hamish?
Era temprano. Muy temprano. Y no le había resultado fácil conciliar el sueño la noche anterior. Rose seguía durmiendo y no tenía que levantarse todavía. No quería levantarse.
De modo que volvió a cerrar los ojos. Pero Hamish seguía cantando.
Susie abrió un ojo y miró el despertador. Las seis de la mañana.
Aquel hombre estaba loco, decidió. Cantando en el jardín a las seis de la mañana…
Pero tenía una bonita voz.
Muy bien, echaría un vistazo, decidió, saltando de la cama…
¡Estaba cavando! ¡Cavando en el camino que llevaba de la cocina al invernadero!
– ¿Qué está haciendo? -le gritó.
Hamish se detuvo y levantó la cabeza. Llevaba unos pantalones cortos.
Nada más.
Aquél no era el cuerpo de un corredor de Bolsa, pensó Susie. No, tenía sus abdominales marcados. El torso bronceado y unos bíceps de ensueño, como si pasara la mitad de su vida trabajando en el campo y no en una oficina.
Y unas piernas tremendas.
– ¿De quién son esas botas?
– Las he encontrado en la cocina -contestó él-. He pensado que si había heredado el castillo con todo su contenido, las botas también eran mías. Son un poco grandes, pero me he puesto dos pares de calcetines. ¿Qué le parecen? -sonrió luego, levantando un pie.
Susie tuvo que sonreír también. Boris, que había estado tumbado a su lado, se levantó y lamió la bota. Sólo para probarla…
– Bonitos elefantes -dijo Hamish entonces. Susie se miró. Llevaba un pijama de pantalón corto y camiseta con elefantes amarillos.
– Gracias.
– En Manhattan sería la sensación.
– No creo que Manhattan esté preparado para este pijama. ¿Se puede saber qué está haciendo?
– Terminar de cavar.
– Pero…
– He echado la tierra cerca del abono. No sabía si debía echarla dentro… y los gusanos están en el cubo amarillo.
– Los gusanos son muy importantes.
– Por eso los he puesto en el cubo -sonrió él, burlón.
– No tiene por qué reírse de mí.
– No me estoy riendo de usted.
Los dos se quedaron en silencio.
– No se tiene un cuerpo así trabajando en una oficina -dijo Susie por fin.
– Es que voy al gimnasio. Hay uno en el edificio en el que vivo.
– Ah.
– Bueno, ¿entonces he hecho bien? Sólo quería echarle una mano.
– Sí, claro. Le estoy muy agradecida.
– ¿Qué pensaba hacer una vez que el camino estuviera limpio?
– Hay un montón de losetas bajo ese limonero -contestó ella, señalando con la mano.
Él miró e hizo una mueca.
– ¿Ésas? Deben de pesar una tonelada. ¿Pensaba hacerla usted sola?
– Pues claro.
– Pero se habría hecho daño. El abogado me dijo…
– Estoy bien.
– Pero cojea un poco.
– No cojeo mucho, estoy bien -Susie respiró profundamente-. Además, da igual. Ahora son sus losetas.
– Susie -dijo él entonces, tuteándola por primera vez-. ¿De verdad tienes que irte hoy mismo?
– Pues…
– Yo voy a estar aquí sólo tres semanas. He recibido una llamada de Estados Unidos, por eso me he levantado tan temprano. La mejor manera de vender este sitio es con la ayuda de unos especialistas en hoteles «con encanto», por lo visto. Va a venir uno para hacer una valoración y si le gusta, lo pondrá en el mercado. Llegará a Sidney la semana que viene. Marcia cree que debería convencerte para que te quedaras hasta entonces.
¿Marcia?, se preguntó Susie. Pero decidió no preguntar.
– ¿Qué quieres que diga?
– Tú conoces mejor que nadie la historia del castillo. El agente cree que eso es importante. Si la gente viene a un sitio exclusivo, quiere que haya un toque personal. Querrán saber cosas de Angus, de la familia, del castillo en Escocia. Todo eso.
– Se lo dejaré por escrito.
– Venderé el castillo por más dinero si estás aquí para hacer una visita guiada -insistió Hamish-. La viuda del sobrino de lord Angus Douglas…
– Si crees que vas a usar la muerte de Rory…
– No, no he dicho eso.
– No hace falta.
– ¿Pero te quedarás? Puedo pagarte.
– ¿Por qué ibas a pagarme?
– Pues… podrías terminar el camino hasta el invernadero. Te gustaría terminarlo, ¿no?
– Sí, la verdad es que sí -admitió Susie.
– Entonces te pagaré por horas. Piénsatelo -dijo Hamish, antes de volver a cavar otra vez.
Quedarse era absurdo, pensó ella. Más que absurdo. Mirando aquella espalda tan bronceada, con músculos que se movían al ritmo de sus manos sería… incómodo. No había mirado a ningún hombre desde que Rory murió y, por supuesto, no pensaba hacerlo. Pero había algo en Hamish…
No, debería irse. Inmediatamente.
Pero Rose y ella habían sido tan felices allí.
Había empezado a hacer las maletas cuando Angus murió, pero era tan desorganizada que marcharse aquel mismo día sería imposible.
– Lo haré, pero no por dinero -dijo por fin.
– ¿Te quedarás?
– Sí. Incluso puedo cocinar para ti.
– ¿Patatas fritas?
– Sí, bueno, también puedo hacer tostadas. Pero mañana es la feria de la cosecha de Dolphin Bay y necesitamos al lord de Loganaich.
– ¿Perdón?
– El lord inaugura la feria -explicó Susie-. Es la tradición. Nadie podrá hacerlo mañana porque Angus ha muerto, pero eso sería horrible. Quizá podrías ir tú como el último de los Douglas.
Hamish dejó de cavar y la miró, perplejo.
– Seguro que en Australia hay muchos Douglas.
– Pero sólo hay un lord Hamish Douglas. Y es la tradición.
Hamish pensó un momento.
– ¿Y qué tendría que hacer?
– Decir unas palabras. Algo así como: «Declaro abierta la feria». Cuando dejen de tocar las gaitas.
– ¿Tocan las gaitas? -repitió Hamish, suspicaz.
– Sí.
– No tendré que ponerme una de esas faldas de cuadros, ¿verdad?
– Es una falda escocesa muy bonita -rió Susie.
– No pienso ponerme una falda. Tengo las rodillas huesudas.
– En realidad no se llama falda, se llama «kilt». Es algo así como una falda para caballeros. Además, te estoy viendo las rodillas ahora mismo y a mí me parecen muy bonitas.
– Muy bien. Sólo se las enseñaré a miembros de la familia Douglas.
– Yo, por ejemplo.
– O mi madre.
– ¿A Marcia no se las enseñas?
– Marcia tiene suficiente sentido común como para no mirar. Además, he dicho que no y es que no.
– Bueno, entonces voy a hacer las maletas.
– Susie, éste es un viaje de negocios. Yo no soy un lord. No soy lord Douglas. En el siglo XXI eso no tiene sentido. No pienso usar el título. Venderé el castillo y volveré a hacer mi vida.
– ¿Por qué? ¿Tienes miedo?
– Qué tontería. ¿De qué iba a tener miedo?
– Ponerse una falda de cuadros y decir unas palabritas no es tan difícil.
– La gente esperará…
– No esperarán nada y no van a criticarte. La gente de Dolphin Bay quería mucho a tu tío… era su lord. Tú no conoces la historia, pero este castillo salvó al pueblo cuando no había trabajo para nadie. Te recibirán con alegría, ya verás.
«Emociones», pensó Hamish. Más emociones. Pero Susie miraba con expresión desafiante más que lacrimosa.
Inaugurar una feria…
Era absurdo, una cosa de otros tiempos.
– ¿Por qué estás cavando? -le preguntó ella entonces.
– Estaba aburrido.
– ¿Qué piensas hacer hasta que lleguen los de la agencia?
– No sé, le echaré un vistazo a los libros para conocer la historia del castillo, supongo.
Y se libraría de los candelabros de plástico.
Eso no se lo dijo, claro. Pero Marcia ya estaba buscando una tienda de antigüedades donde comprar piezas que pareciesen de primera clase.
Quizá la reina Victoria podría quedarse… si le cambiaban el marco.
– Los libros están en manos del albacea de tu tío el señor O'Shannasy. Pero cierra el bufete los viernes. No podrás hacer nada hasta el lunes, de modo que tienes el fin de semana libre para inaugurar la feria.
– Tengo que seguir cavando…
– Es mi camino -replicó ella.
– Es tu camino hasta que te vayas de aquí.
– Que será hoy, a menos que aceptes inaugurar la feria.
– ¿Por qué es tan importante para ti?
– No quiero que el escenario esté vacío.
– Es un gesto sentimental.
– ¿Y qué tiene eso de malo?
– Que yo soy un hombre de negocios.
– Puedes ser un hombre de negocios cuando te vayas. Hasta entonces, podrías ser lord Douglas. Y pasarlo bien.
Hamish lo pensó un momento.
– No tengo falda.
– Ya lo sé. Y la de Angus te quedaría pequeña porque era más bajito. Pero mi marido solía venir a la feria antes de que nos casáramos… La suya te podría valer.
Genial. Iba a inaugurar una feria en un pueblo desconocido llevando una falda de cuadros del marido muerto de aquella mujer.
– No me mires como si fuera a ponerme a llorar, no pienso hacerlo -dijo Susie, como si hubiera leído sus pensamientos-. Tú no eres Rory.
– Yo no…
– No hace falta que digas nada. No te necesito.
– Ya sé que no me necesitas.
– Es que este pueblo… hay tanta gente… todos irán a la feria mañana y Angus la ha inaugurado desde que llegó aquí. Lo echarán en falta. Si vas a la feria y charlas un rato con la gente… sin decirles que piensas vender el castillo, te estarán muy agradecidos.
– Muy bien, de acuerdo -suspiró Hamish por fin.
– Voy a buscar la falda de Rory -sonrió Susie-. Tú eres más delgado que mi marido, así que habrá que hacer algunos arreglos. Y deja de cavar, te van a salir ampollas. ¿El desayuno dentro de media hora?
– Pues… sí.
– El primero de los banquetes, lord Douglas -rió ella, antes de apartarse de la ventana.
– Está como pez fuera del agua.
En realidad, estaba en el agua. Bajo la ducha. Susie podía oírlo en el baño de arriba.
– Sólo quiere ganar dinero vendiendo el castillo -le dijo a su hermana-. Debería odiarlo, pero… no sé. Es un corredor de Bolsa americano, pero tengo la impresión de que hay algo más debajo de esa fachada.
– ¿Algo bueno?
– Canta en la ducha.
– Ah, genial. ¿Estás interesada?
– ¿Por qué iba a estar interesada? -replicó Susie-. Además, sólo te he llamado para decir que puedes venir a buscar a Boris cuando quieras. Estoy a salvo con Hamish. Y ha aceptado inaugurar la feria mañana.
– ¿En serio?
– Sí. Con la falda de Rory.
– Susie…
– No te vas a poner a llorar, ¿verdad?
– No, pero todos los demás lo harán.
– Espero que no. Hamish saldría corriendo.
– Cuando haya inaugurado la feria, puede correr todo lo que quiera -rió Kirsty-. Ese escenario vacío sería patético.
– Sí, desde luego.
– ¿Entonces te cae bien? -le preguntó su hermana.
– Sí, es simpático -respondió Susie-. Bueno, tengo que colgar. Mi hija está intentando subirse al lomo de tu perro.
Y colgó, dejando escapar un suspiro. Aunque no sabía por qué.