Hamish se pasó el resto del día siendo inspeccionado. Desde todos los ángulos. Susie estaba en lo cierto cuando le dijo que la gente de Dolphin Bay lo recibiría bien. Más que bien. Todo el mundo se mostraba encantador, pero hablaban de él sin parar. Y de ella. Y de la buena pareja que hacían.
– Tengo que quitarme esta falda -le dijo a Jake-. ¿Alguna vez he silbado a una mujer que tenía bonitas piernas? Pues deberían matarme. Me lo merezco. Todo el mundo me está mirando las rodillas.
– Están mirando todo en general. Eres nuevo aquí, hombre, es normal.
– Susie me ha contado que eras cirujano en la ciudad antes de casarte. ¿Por qué viniste a Dolphin Bay?
– La vida -suspiró el cuñado de Susie.
– ¿La vida? Ésta no es mi idea de la vida.
– ¿Y cuál es?
– Un poquito más de control, más seriedad. Saber qué voy a hacer cada mañana, cuando me levanto.
– Yo sé lo que voy a hacer cada mañana. Intentar poner orden en el caos. Y no me gustaría que fuese de otra manera.
– O sea, que somos completamente diferentes -sonrió Hamish-. Por cierto, ¿por qué le habéis dado un cachorro a Susie? ¿No crees que ya tiene suficientes cosas que atender?
– El corazón se ensancha para dar cariño a quien lo necesita -contesto Jake-. Yo soy médico, así que lo sé muy bien.
– Pero ahora Susie tendrá que querer al cachorro, lo desee o no.
– Lo ha decidido su hermana gemela. Y si Kirsty cree que Susie necesita un cachorro, es que lo necesita. Está muy sola.
– Los perros no solucionan la soledad.
– A veces sí. Además, lo del perro no ha sido decisión mía.
– Pero Susie piensa volver a casa.
– Sí, eso dicen -murmuró Jake, mirándolo de arriba abajo.
– Si sigues mirándome me pondré a andar y no dejaré de hacerlo hasta que llegue a Nueva York.
– Ya me imagino que estarás harto -rió Jake.
– Todo el mundo está inventando historias de amor entre Susie y yo.
– Es que sería genial.
– Ya, pero a mí me gustan las mujeres serias, frías, inteligentes y profesionales.
– Susie es inteligente.
– Pero ya estoy prometido. Marcia llegará pasado mañana.
Jake levantó una ceja.
– En fin, tú sabrás. Por el momento, yo tengo que irme a inflar globos o mi mujer me matará.
– ¿Ves? Marcia nunca me obligaría a inflar globos.
– Qué suerte tienes. O no. Depende de cómo lo mires. En fin, te dejo para que hagas esa llamada.
– ¿Qué llamada?
– A tu prometida. Si piensas armarte para la batalla siempre es buena idea decirle a la armadura que la necesitas.
¿Qué tenía aquel sitio?, se preguntó Hamish.
Estaba en medio de un grupo de gente que creía conocerlo perfectamente sólo porque se llamaba Douglas de apellido. Gente que parecían creer que sabían más sobre su vida que él mismo.
Lo cual era, evidentemente, ridículo.
Pero Jake había dicho que tenía que hacer una llamada telefónica… y tenía razón.
Marcia contestó enseguida, como siempre.
Seguía trabajando en el despacho.
– Hola. ¿Qué tal va la valoración?
– Estoy un poco distraído -contestó Hamish-. Nuestra calabaza ha ganado el premio.
– Pues enhorabuena a la calabaza. Hamish, ¿te encuentras bien?
– ¿Estás muy ocupada en este momento?
– Siempre estoy ocupada, ya lo sabes.
– ¿Y no podrías dejarlo todo y venir a Dolphin Bay?
– ¿Por qué iba a hacer eso?
– Por la viuda -suspiró Hamish.
– Ay, cariño. Ahora lo entiendo todo. Tú eres el heredero y ella es la desconsolada viuda. Supongo que estarán intentando emparejaros.
– Nosotros no. Quiero decir… no es cosa suya. Pero la gente del pueblo parece encantada con la idea.
Al otro lado del hilo hubo un silencio. Hamish la oyó teclear en el ordenador, seguramente comprobando su agenda.
– Tengo tres días libres -dijo Marcia por fin-. El próximo viernes hay una conferencia en Hong-Kong sobre prospecciones petrolíferas… no pensaba ir, pero está más o menos cerca así que puedo aprovechar.
– Entonces…
– Llegaré allí el lunes y me iré el jueves. ¿Eso resolvería tus problemas?
Hamish miró alrededor. Prospecciones petrolíferas en Hong-Kong.
Una de las niñas de Jake, ¿Alice?, se acercaba a él con un perrito caliente en la mano. Iba dejando una pista de tomate y mostaza por el camino, pero lo llevaba con las dos manos como si fuera un regalo asombroso.
¿Marcia allí?
– Eso sería estupendo.
– Si no necesitas nada más… estaba terminando un documento importante.
– No.
– Entonces adiós.
Clic.
– Marcia viene a Dolphin Bay -le dijo a Alice, mientras aceptaba el perrito caliente.
– ¿Marcia es buena?
– Sí, muy buena.
– ¿Le gustan los perritos calientes?
– Supongo que sí.
– Mi tía Susie dice que tienes que venir. La tala de troncos está a punto de empezar y el barón tiene que ser el primero.
– Hay algo en un hombre con falda escocesa… -murmuró Kirsty, mirando a Hamish-. Tiene buena figura nuestro nuevo barón.
– No es nuestro nuevo barón -la corrigió Susie-. El nuevo barón no vendería el castillo y saldría corriendo.
– Aún no lo ha vendido. Además, es guapísimo.
– Kirsty, que está prometido.
– Pero te habrás dado cuenta de que es guapísimo -insistió su hermana.
– Tendría que estar ciega para no verlo.
Mientras tanto, Hamish hacía lo que podía para cortar un tronco enorme. Tenía ampollas en las manos, pero estaba seguro de que no debía quejarse. De modo que golpeaba con el hacha sin parar mientras enormes gotas de sudor caían desde su gorro hasta la frente.
– Me encantan las faldas escocesas. Tengo que hacer una para Jake -dijo Kirsty.
– Yo estoy guapo sin falda -replicó su marido-¿Cómo vas a mejorar algo que ya es de por sí irresistible?
Susie seguía mirando a Hamish, pensativa. ¿Cómo sería la tal Marcia?
Aunque no era asunto suyo, claro.
– Me voy a casa -dijo abruptamente-. Harriet está cuidando de Rose y del cachorro y la pobre debe de estar harta.
– ¿Vas a quedarte con el cachorro?
– Claro. Será mejor que me lo lleve hoy mismo, así se acostumbrará a mí. Aunque nuestra casa sea sólo temporal.
– Susie, ¿de verdad lo quieres?
– Claro que sí, me encanta.
– Pero Hamish…
– Hamish nada. Está prometido, Kirsty.
– Pero si os llevarais bien…
– Nos llevamos bien. Pero por muy bien que nos llevemos, piensa vender el castillo. Es lo más sensato, además. ¿Alguien puede llevarme a casa?
– Sí, claro -dijo Jake-. Si de verdad quieres irte.
– Tengo que irme.
Ganó.
Hamish se colocó con las piernas abiertas sobre los dos trozos del tronco que acababa de partir, más orgulloso que cuando consiguió su título en la Universidad de Harvard. Le dolían las manos… le dolían de verdad, pero ¿qué importaba un poquito de dolor? se sentía como transformado, como si estuviera en otro siglo. En otra vida.
Había ganado.
Entonces se volvió para buscar a Susie con la mirada… y había desaparecido.
– ¿Dónde…? -empezó a preguntar. Jake se acercó a él.
– Bien hecho. Enhorabuena.
– ¿Dónde está Susie?
– Se ha ido a casa.
De repente, el dolor en las manos era absolutamente insoportable.
Aquello era absurdo… pero ya no se sentía transformado.
Hamish no fue al castillo a cenar y a Susie no le importó. No le importó, no le importó y no le importó. Había comido demasiados perritos calientes como para preocuparse por la cena, además.
– Voy a llamarte Taffy -le dijo al cachorro-. Ya sé que me han sugerido otros sesenta y tres nombres, pero nadie puede decirme cómo llamar a mi cachorro.
Taffy levantó la cabecita y luego siguió durmiendo.
– El cachorro, la niña y yo. Tengo una familia completa -sonrió Susie-. ¿Dónde puedo ir? ¿Dónde llevaré a mi pequeña familia?
Volvería a la casa que había compartido con Rory. Claro. Era lo mejor, lo más sencillo.
Pero la idea de volver a la casa en la que había vivido con su marido…
– Estará vacía, Taffy. Incluso contigo. Es una casa preciosa en la costa, enfrente del mar… pero no sé si Rosie y yo vamos a ser suficiente compañía para ti.
Como respuesta a su pregunta, Taffy no dijo nada en absoluto.
– Pero tengo que volver a casa…
– ¿Hablar solo no es la primera señal de cura?
Susie se levantó de un salto.
– ¿Qué haces?
– Volver a casa -contestó Hamish.
– Me has asustado.
– No era mi intención.
– Es tu cocina -dijo ella, pero sonaba a la defensiva-. ¿Has cenado?
– Sí. Y lo he pasado muy bien.
– Nada parecido a Manhattan, ¿verdad?
– Nada parecido. No había pasado un día como éste en toda mi vida. Me han hecho «adjudicador oficial», de modo que he tenido que probar tartas, galletas, pasteles… algunos estaban buenísimos.
– Ah, ya.
Los dos se quedaron en silencio. El ambiente había cambiado. Era… diferente.
Susie no se había sentido así desde que Rory murió y, de repente, le pareció como si le faltase el aliento. ¿Por qué? ¿Sentía que estaba traicionando a Rory?
No. Se sentía libre. Era como si una enorme nube gris hubiera desaparecido del horizonte.
– ¿No te importa que venga Marcia? -le preguntó Hamish entonces.
– No, claro que no. Ésta es tu casa.
– Debería habértelo dicho antes.
– No importa, hay sitio para todos. Y yo siempre puedo irme…
– No quiero que te vayas, Susie. Aún no.
– Pero tengo que irme.
– ¿A Estados Unidos?
– Esta noche, no creo -sonrió ella-. Y gracias, por cierto.
– ¿Gracias?
– Por lo de hoy. A todo el mundo le ha gustado tener al barón de Loganaich en la feria.
– Ha sido un placer.
– ¿En serio?
– Sí, en serio.
Y allí estaba otra vez. Bang. Como en los comics, pensó Susie. Bang, bang, zing. La nube desaparecía por segundos y su corazón saltaba de alegría. No sabía por qué.
– Buenas noches, lord Douglas.
Hamish alargó una mano para estrechar la suya. Y enseguida hizo una mueca de dolor.
– ¡Ay!
– ¿Qué pasa?
– Que tengo ampollas de cortar troncos. ¡Qué dolor!
– Pobrecito… ¿no te has puesto ninguna pomada?
– No… bueno, no es para tanto.
– ¿A qué esperas, a que se te caigan las manos?
– A un lord no se le caen las manos.
– Pero si tienes una astilla clavada -dijo Susie entonces, inspeccionando sus manos de cerca-. Y aquí otra. Serás tonto… tengo que llamar a Kirsty.
– ¿Para qué?
– Necesitas atención médica.
– No, no. Voy a lavarme las manos y… me pondré talco o algo así.
– Eso no solucionará nada.
– Si sigues poniendo esa cara de susto, me echaré a llorar -la amenazó Hamish.
– ¿De verdad?
– No.
– Aunque entendería que lo hicieras.
– Yo no. Tengo aversión a ese pasatiempo.
– Pues entonces no te acerques a mí. Yo lloro mucho. Con sólo mirarte las manos me dan ganas de llorar. Eres un héroe.
– ¿Un héroe?
– Cortar troncos con esas manos de corredor de Bolsa…
– Oye, que no son tan finas.
– Pero las tienes destrozadas…
– Por favor, no llores -dijo Hamish entonces. Parecía tan asustado que Susie lo miró, sorprendida.
– No estoy llorando. Siéntate, anda.
– ¿Qué?
– Que te sientes. Voy a limpiártelas con un antiséptico… o con alcohol de quemar. Y entonces veremos qué clase de hombre eres. Que no lloras, ¿eh? El antiséptico en estas heridas escuece muchísimo. El antiséptico haría que una cebolla se pusiera a llorar, desesperada.
Hamish se dejó caer sobre una mecedora mientras ella metía una de sus manos en un bol de agua jabonosa y examinaba la otra atentamente para quitarle las astillas.
– Debería darte una cinta de cuero para que la mordieras.
– No creo que sea para tanto.
– Estoy intentando no hacerte daño, que conste.
– No me haces daño -dijo Hamish en voz baja.
– Háblame de tu trabajo -sonrió Susie, volviendo a concentrarse en las astillas.
– ¿De mi trabajo?
– En Manhattan. ¿Te gusta lo que haces?
– Sí.
¿De verdad le gustaba? Ya no estaba tan seguro.
– Estoy intentando imaginar por qué. A mí me encanta plantar cosas y ver cómo crecen. ¿A ti te emociona invertir dinero?
– En realidad, mi trabajo consiste en averiguar lo que va a valer el dinero en el futuro y comprar y vender, partiendo de esa base.
– Así que compras y vendes dinero. Me parece un poco raro, pero si a ti te hace feliz…
¿Le hacía feliz? Hamish no lo había pensado nunca. Eso de la felicidad le resultaba un concepto extraño.
¿Y qué habría hecho Marcia al ver esas ampollas?, se preguntó entonces. Claro que no tendría ampollas de haber estado con Marcia. Estando con ella, el mayor riesgo era un esguince de muñeca por usar el ordenador.
Algo lamió su pierna entonces y Hamish miró hacia abajo, sorprendido.
El cachorro.
– Se llama Taffy, por cierto -dijo Susie-. Y si se ha despertado, será mejor que lo saque al jardín. Hamish, no toques nada, vuelvo enseguida.
Un segundo después había salido de la cocina.
«No toques nada».
Hamish se quedó sentado, con la mente en blanco, sin pensar en nada. Era una sensación extraordinaria, nueva para él.
Siempre había tantas cosas que hacer, tantos problemas que solucionar, tantos informes que leer, constantes análisis del mercado… Su ordenador estaba arriba, en el dormitorio. Lo había conectado brevemente por la mañana para echar un vistazo a su correo, pero no encontró nada demasiado importante. Quizá debería subir… Pero eran las nueve de la noche en Australia, las cinco de la mañana en Nueva York. Ahora mismo no estaría pasando nada.
Aunque el mercado japonés estaría abierto. El yen estaba un poco temblón cuando se había ido de Nueva York. No estaría mal echar un vistazo y…
Susie estaba en el jardín. Con Taffy.
Desde donde estaba podía oír el mar. Podía oler.
Ella le había dicho que no se moviera, de modo que no se movió. No mucho. Sólo se acercó a la puerta de la cocina y la observó mientras le enseñaba a Taffy lo que se esperaba de él.
Como si el perro pudiera entender.
– No hay prisa -le estaba diciendo-. Entiendo que todo esto te resulte un poco extraño, pero pronto te acostumbrarás. Rose y yo siempre estaremos contigo, así que no tienes que preocuparte. Nunca estarás solo.
¿Y el Dow Jones?, pensó Hamish, mirando su reloj. Él siempre tenía que preocuparse del Dow Jones.
Pero quizá no. Quizá preocuparse por índices de mercado allí era… ridículo.
Susie estaba de rodillas sobre la hierba y el cachorro se había tumbado de espaldas para que le rascase la barriguita.
¿Cómo iba a cuidar de su hija y del perro estando sola?, se preguntó Hamish. Debería estar preocupándose de eso en aquel mismo instante y no rascándole la barriga a un perro.
Marcia habría devuelto el cachorro sin dudarlo. En cuanto a la niña… ¿Marcia vigilando el sueño de un bebé? ¿Marcia teniendo un bebé?
La idea le pareció tan ridícula que tuvo que sonreír. Y Susie se volvió hacia él en ese momento.
– ¿Qué pasa?
– Nada.
– ¿Te estabas riendo de mí?
– No, no. Me estaba riendo del cachorro -respondió Hamish-. Por cierto, creo que Rose se ha despertado.
– Ah, qué bien. Imagino que tendrá hambre. Pero antes tienes que hacer lo que tienes que hacer Taffy. Venga, no me decepciones.
El cachorro miró a su nueva amiga con adoración, moviendo la cola.
– Quédate aquí un momento mientras voy a buscar a Rose -le ordenó Susie entonces. Hamish asintió y levantó un pie para evitar que Taffy la siguiera. El cachorro lanzó un aullido de pena. Los dos lo miraron. Taffy abrió la boca y volvió a lanzar un aullido lastimero.
– Dios mío, ¿dónde me he metido?
– Devuélvelo.
– ¿Qué?
– No tienes por qué quedártelo.
Susie tomó a Taffy en brazos, ofendida.
– ¿Cómo que no? Mira que decir eso delante de él. A mí me encantan sus aullidos, son muy bonitos. Y muy originales. Además, ahora es parte de mi familia.
– Un perro no es de la familia…
– Claro que sí. ¿Te importaría ir a buscar a Rose?
– ¿Sacarla del moisés?
– Sí, ése es el plan.
– ¿Quieres que la tome en brazos?
– Veo que los barones sois muy valientes -bromeó Susie-. Si la tomas por las axilas, ni siquiera te dolerán las ampollas.
– Yo no puedo levantar a un niño…
– No seas ridículo. Vamos, tráemela.
Hamish entró en la casa y, siguiendo la pista de los gritos indignados de Rose, llegó hasta el dormitorio. Y se quedó helado.
La cama era tan grande como la de su habitación, con montones de edredones y montones de almohadas. Era una cama asombrosa.
Y las paredes…
Susie había quitado las horribles lámparas de la tía Deirdre y había colocado cuadros. No grandes obras de arte, pero sí cuadros muy atractivos y que pegaban mucho en aquella habitación. Además, había fotografías de Susie de niña, de un hombre que debía ser Rory… una pareja enamorada. Hamish los miró, sonriéndose el uno al otro y sintió algo…
«No mires», se dijo a sí mismo.
Entonces pensó en su apartamento en Manhattan, amueblado por un famoso decorador que daría un paso atrás, horrorizado, si viera aquello.
Un grito de indignación lo devolvió al presente.
Era Rose, que levantaba los bracitos hacia él.
– Hola -murmuró.
Podía hacerlo. Podía tomarla por las axilas y llevarla así hasta la cocina. No podía ser tan difícil.
– Pañá -dijo la niña.
No, eso no. Él no sabía cambiar pañales.
– Pañá -insistió Rose.
Muy bien. Era un barón, un lord. Y los barones eran unos valientes.
– ¿Dónde están tus pañales?
La niña estaba señalando hacia una mesa.
– Ah, muy bien -murmuró él, dejándola sobre la cama, donde la niña prácticamente desapareció entre los edredones.
La cama olía como Susie.
La habitación olía como Susie.
Hamish Douglas, corredor de Bolsa en Manhattan, noveno lord de Loganaich, se dispuso a cambiar un pañal por primera vez en su vida. Y no lo hizo mal. Pero no fue fácil.
– Ha sido como subir al Anapuma -murmuró para sí mismo, sudando.
Susie estaba sentada en un banco del jardín, esperando que el cachorro se dignase a hacer lo que tenía que hacer, cuando Hamish le entregó a su hija.
– ¿Quieres sentarte un rato?
¿Sentarse? ¿Para qué?
– No, quizá debería seguir cavando…
– Sí, justo lo que te hace falta ahora mismo -sonrió Susie.
– Los barones somos muy valientes.
– Déjate de tonterías y siéntate un rato conmigo.
Hamish obedeció. Curiosamente, le resultaba muy fácil obedecer a aquella mujer.
– Gracias por lo de hoy. Has hecho feliz a mucha gente.
– ¿Por enseñar las rodillas?
– No, en serio. Lo has hecho muy bien -insistió ella. Y entonces giró la cabeza para darle un beso. Apenas un roce. Para darle las gracias.
Pero no fue eso exactamente.
La gente se besaba todo el tiempo, pensó Hamish. Se besaban para saludarse, para decirse adiós o, como en aquel momento, para dar las gracias. No significaba nada. No había ninguna razón para pensar que acababa de recibir una descarga de cuarenta mil voltios.
¿Sería porque Susie no se parecía absolutamente nada a las mujeres con las que él había salido siempre? No tenía nada que ver con Marcia. Con los pantalones cortos y la camiseta no debería resultar excesivamente atractiva o erótica, pero olía… y era…
Suave y deliciosa y absoluta, imperativamente deseable.
Pero debía ser consecuencia de aquel día tan raro, se dijo. Había sido un día diferente para él. Seguramente habría miles de mujeres como ella.
– Hamish, tranquilo, no voy a violarte.
– No, ya, es que… estoy prometido con Marcia.
– Eso ya lo sé -respondió Susie, con cierta aspereza-. No pensarás que estoy loca por ti sólo porque soy viuda.
– No…
– Sí lo piensas. Si alguna colega tuya te hubiera dado un beso de despedida, por ejemplo, ¿qué habrías pensado?
– Nada.
– Pero como yo soy una viuda, tienes que recordarme que estás prometido. Por si acaso.
– No, yo…
– Pues te aseguro que no tienes nada que temer. ¿Crees que soy tonta? No me habías dicho que Marcia venía hasta que la gente del pueblo ha empezado a mirarnos como si fuéramos una pareja. Entonces se te ha puesto la cara de un conejo cegado por las luces de un coche. ¿Crees que no me he dado cuenta?
– Oye, que yo no…
– Vamos, Rose, voy a darte la cena -dijo Susie, levantándose.
Hamish se quedó mirándola, sin saber qué decir.
Taffy lo miraba, dubitativo.
– Yo que tú me iría con ella. Yo soy hombre muerto.
El cachorro decidió seguir su consejo y todo quedó en silencio. Ni siquiera podía oír el mar.
Nada.
Hombre muerto.
Debería subir a comprobar su correo. Debería…
– ¡Gracias por dejar que Taffy entrase en casa! ¡Acaba de dejarnos un regalo en medio del pasillo! -le gritó Susie por la ventana-. ¡Y vas a limpiarlo tú, lord Douglas!
Genial. Hamish se levantó. Los barones eran gente muy valiente.
Incluso los hombres muertos servían para algo.