Capítulo 2

Tenía que hacerse cargo de aquel castillo, pensó Hamish. Ahora era el momento de decir: «Muchas gracias por todo. ¿Me da usted las llaves?».

Aquello era absurdo. No debería haber dejado que Jodie lo convenciese.

La idea de quedarse solo en aquel castillo era aterradora.

– No tiene que irse ahora mismo. Yo puedo dormir en un hotel y mañana por la mañana nos sentaremos a hablar…

– ¿No va a quedarse aquí?

– Ésta ha sido su casa durante mucho tiempo. No tengo intención de echarla.

– En el castillo hay catorce habitaciones.

Hamish vaciló.

– ¿Le importaría que durmiese aquí?

– No sólo no me importaría. Me parecería lo más normal.

– ¿No tiene miedo?

Ella levantó una ceja.

– No.

– ¿Cómo sabe que yo no soy como Kenneth?

Susie Douglas lo miró a los ojos.

– No, no es usted como Kenneth. Estoy segura. La amargura deja una marca en el rostro.

– Pero no es justo heredar…

– Angus y Rory me han dejado todo lo que necesito -lo interrumpió ella-. Nadie me debe nada y me da igual lo justo o lo injusto de la herencia. Yo tengo una profesión y volveré a ejercerla. Matar por dinero…

– Pero si su hija hubiera sido un niño, él lo habría heredado todo -le recordó Hamish-. Es injusto.

– ¿Cree que eso me preocupa?

– No, estoy seguro de que no.

– Muy bien, entonces solucionado. No tiene que preocuparse, no voy a clavarle un cuchillo a medianoche ni a envenenar sus cereales.

– Tostadas, no tomo cereales.

Ella parpadeó. Aquella conversación era absurda.

– ¿No toma cereales? Todos los americanos toman cereales.

– Yo soy diferente -sonrió Hamish.

– Pero es usted un barón.

– Acabo de enterarme.

Susie lo miró de arriba abajo.

– Sí, lo es. Mocasines de ante o no, es usted un barón. Y no sólo un barón sino un lord.

– Ni siquiera sé muy bien qué significa eso.

– Que se quedará aquí, en el castillo, mientras viva. Pero ser un barón requiere una gran responsabilidad.

– ¿Por qué?

– Porque, además de ser poseedor de tierras, es el que sostiene la dignidad del estado… o de la propiedad en este caso. Angus era un barón estupendo. No sé qué clase de barón habría sido Rory. Kenneth lo habría hecho fatal. Pero usted, Hamish Douglas… ¿será usted un buen barón?

– Eso suena como un reto.

– Quizá lo sea.

Hamish vaciló, sin saber cómo tomárselo. Y sin saber si aquella mujer estaba loca.

– Quizá será mejor que me aloje en un hotel, en el pueblo. Volveré mañana para organizar las cosas.

– No hay mucho que organizar. Pero debe quedarse aquí. En el pueblo solo está el pub y los jueves hay una competición de dardos. No encontrará habitación. Además, si alguien tiene que irse, ésa soy yo. Ahora es su casa, no la mía.

– Pero yo quiero que se quede -insistió él-. Tengo que pensar qué voy a hacer con el castillo y…

– ¿Qué piensa hacer con él?

– Venderlo.

Susie hizo una mueca.

– ¿Puede hacer eso?

– Sí, lo he comprobado -contestó Hamish. En realidad, lo había comprobado Marcia-. Si pongo el dinero en un fideicomiso, puedo venderlo sin ningún problema.

El capital tenía que mantenerse intacto, pero sólo los intereses, más la renta de las tierras en Escocia, lo harían rico… aunque no lo fuese ya.

– No me necesita a mí para vender el castillo -le espetó ella bruscamente. Y luego se mordió los labios-. Lo siento. Sé que vender el castillo es lo más sensato, pero… -Susie tragó saliva-. Bien, me quedaré esta noche. Mañana me iré con mi hermana hasta que encuentre un vuelo a casa.

– Mire, no hay necesidad…

– Sí la hay -interrumpió ella. Y, de repente, su voz sonaba casi desesperada.

– ¿Por qué?

– Porque yo siempre me enamoro -contestó Susie, intentando contener las lágrimas-. Me enamoré tanto de Rory que su muerte me rompió el corazón. Me enamoré de Angus, que era un anciano maravilloso, y ahora me he enamorado de su estúpido castillo, de sus tontas armaduras… se llaman Eric y Ernst, por cierto y les gusta que la gente les hable. Incluso me he enamorado de sus gusanos. Estoy harta de tener el corazón roto, así que me voy a Estados Unidos a diseñar jardines y Rose y yo vamos a vivir felices para siempre. Y ahora, si me perdona, voy a seguir trabajando. Lleve sus cosas arriba. Puede usar el dormitorio que quiera. Todo el piso de arriba es suyo…

– Pero…

– Rose y yo dormimos abajo. Ahora tengo que ponerme a cavar en el barro antes de que mi hija se despierte de su siesta -siguió ella, como si no lo hubiese oído-. La cena es a las siete. Nos vemos en la cocina.

Y, sin decir otra palabra, se alejó hacia el jardín con aparente determinación.

Pero Hamish no pensaba dejarse engañar. Había visto un brillo de lágrimas en sus ojos cuando se daba la vuelta.


– Kirsty, está aquí. El nuevo propietario.

Susie había estado llorando. Kirsty podía oírlo en su voz y se le encogió el corazón.

– ¿Es horrible? ¿Es otro Kenneth? Voy para allá ahora mismo.

– No hace falta que vengas.

Al otro lado del hilo se oyó un pequeño sollozo.

– ¿Entonces qué pasa?

– Que va a vender el castillo.

Kirsty sabía que aquello iba a pasar. Era inevitable. Pero había esperado…

Susie se había esforzado tanto. Malherida después del terrible accidente preparado por Kenneth para matar a Rory, Susie había caído en una depresión tan profunda que casi la convertía en una persona impedida. Pero en aquel castillo, con el cariño de Angus, con su afecto por el maravilloso jardín y su amor por Rose, había conseguido volver a la vida. Durante los últimos meses había vuelto a ser la Susie de siempre, alegre, mandona, llena de planes…

La muerte de Angus había sido esperada, un final en paz para una larga y feliz vida, pero Kirsty sabía que su hermana gemela aún no la había aceptado del todo.

Ella era médico y lo había visto antes. Querer y cuidar de alguien hasta el final, viendo cómo se va, pero sin poder aceptar la realidad de que aquel era el final.

– ¿Y qué vas a hacer?

– Me vuelvo a casa. A Estados Unidos. Mañana mismo si es posible.

– No creo que consigas el pasaporte para Rose en un solo día.

– Ya tengo su pasaporte preparado. Sólo tengo que organizar algunas cosas de última hora. ¿Puedo quedarme en tu casa hasta entonces?

– Supongo que sí -contestó Kirsty, organizando mentalmente su casa para acomodar a su invitada-. ¿Pero por qué? ¿Cómo es?

– Es guapísimo.

Silencio.

– Ya veo -murmuró su hermana-. ¿Y por qué quieres venir a mi casa? ¿No confías en ti misma?

– No, no es eso.

– ¿No?

– No -contestó Susie-. Es que… no es como Rory y no es como Angus y no soporto que esté ahí. Que sea el dueño de todo. No sabe nada del castillo, ni de la familia. Ni de nada.

– Es normal.

– No es normal. Lleva mocasines de ante.

– Ah, ya.

– No te rías de mí, Kirsty Cameron.

– ¿Cuándo me he reído yo de ti?

– Todo el tiempo. ¿Puedo ir a tu casa?

– No, esta noche no. Tengo que airear la habitación de invitados…

– ¡Kirsty!

– Es que acabo de pintarla y huele a pintura. No creo que te pase nada por dormir en el castillo una noche. ¿O quieres que vaya a hacerte compañía?

– No, no. Él se ha ofrecido a dormir en el pub esta noche, así que supongo que es inofensivo. Le he dicho que podía quedarse.

– ¿Quieres llevarte a Boris?

Boris no es precisamente un perro guardián.

– Pero siempre ha cuidado muy bien de nosotras -replicó Kirsty, indignada. En fin, Boris era un mestizo juguetón que se acercaba a todo el mundo, pero siempre les había sido muy fiel.

– Sí, es verdad -asintió Susie, riendo-. Es estupendo. Pero estoy bien. Le daré de cenar a lord Hamish Douglas y luego me iré a dormir.

– Me parece muy bien.

– Pero ver cómo vende el castillo… Kirsty, no creo que pudiera soportado.


El castillo era fantástico.

Mientras Susie terminaba de hacer su tarea en el barro, Hamish aprovechó la oportunidad para explorar. Y se quedó helado.

Era una construcción de piedra asombrosa, con una mezcla de grandeza… y un toque kitsch. El viejo lord no había ahorrado un céntimo construyendo un castillo como debía ser construido un castillo para que durase quinientos años o más. Pero en aquel fantástico edificio había muebles que no eran tan grandiosos.

A su tía Molly le encantarían aquellas cosas, pensó, haciendo una mueca al ver un horrible candelabro de plástico, las plantas de plástico y las copias baratas de mesas y sillas Luís XIV. Era tan horrible que resultaba hasta brillante.

Luego abrió la puerta de un cuarto de baño y descubrió a la reina Victoria mirándolo desde un enorme retrato. Hamish soltó una carcajada. Un hombre no podía hacer lo que tenía que hacer bajo esa mirada. Tendría que encontrar otro cuarto de baño o quizá ir al pub.

Más exploración.

Encontró otro baño, éste con un candelabro tan grande que casi se salía por la puerta. El retrato que había allí era de Enrique VIII. Muy bien. Podía soportar a Enrique.

Había cinco habitaciones vacías y eligió una que tenía una enorme cama con dosel y una vista del mar que te dejaba sin aliento.

Decidió entonces que alojarse allí no sería tan horrible.

Susie seguía trabajando en el jardín y se quedó mirándola un momento… no, alojarse allí no iba a ser tan fácil.

¿Qué había dicho? Que se había enamorado del castillo, de sus gusanos del jardín…

Y había llorado.

Y, por el temblor de sus hombros, parecía seguir llorando.

A él no le gustaban las lágrimas.

La sonrisa que tenía en sus labios desde que vio el retrato de la reina Victoria desapareció entonces, de repente. Hamish se dispuso a sacar sus cosas de la maleta y colocarlas en el armario. Las camisas bien colgadas, los zapatos alineados.

Marcia decía que era un maniático del orden. Y Marcia tenía razón.

Casi involuntariamente se acercó de nuevo a la ventana. Susie estaba cavando con ferocidad. La vio entonces parar y pasarse el antebrazo por los ojos.

Estaba llorando.

Debería dormir en el pub. Con competición de dardos o sin ella.

Eso era una bobada. ¿Ponerse sentimental? ¿Qué clase de barón era?

Él era el propietario del castillo. Era lord Hamish Douglas. Ridículo. Si su madre supiera que estaba pasando también lloraría, pensó, haciendo una mueca.

¡Demasiadas lágrimas!

Durante la primera parte de su vida, las lágrimas fue lo único que conoció. Cuando tenía tres años, su padre se suicidó. Ése era su primer recuerdo. Demasiadas mujeres, demasiadas lágrimas, demasiados sollozos…

Las lágrimas no habían parado. Su madre había estado de luto por la muerte de su padre durante el resto de su vida. Seguía estándolo.

«Lávate las rodillas, Hamish. A tu padre no le gustaría verte con las rodillas sucias. Ay, hijo, no puedo soportar que él no vaya a verte nunca más».

Lágrimas.

«Haz tus deberes, Hamish. Si suspendes…». Lágrimas.

«Tu padre estaría tan orgulloso de ti».

Y los sollozos continuaban. Sin fin. Su madre, sus amigas, sus tías.

Había habido lágrimas durante todos los días de su vida hasta que se marchó de casa, entre lágrimas de recriminación, para vivir su propia vida. Había encontrado un trabajo en Manhattan, lejos de su casa en California. Lejos de las lágrimas.

Odiaba los lloros, las emociones sin control.

Los odiaba. Su trabajo era un oasis de calma para él, donde las emociones terminaban. Marcia era una mujer fría, contenida. Una mujer que no lloraba nunca.

No debería haber ido allí, pensó entonces. Aquello del título era absurdo. No pensaba usarlo nunca. A Marcia le gustaba y si quería ponerlo delante de su nombre en las tarjetas, era cosa suya.

Pero Marcia no lloraría nunca.

Debía llamarla, decidió entonces, sacando el móvil de la maleta. Había dieciséis horas de diferencia. Las cuatro de la tarde allí era medianoche en Nueva York. Marcia estaría en la cama, leyendo algún documento legal con la misma pasión que otros leían novelas de misterio.

Contestó a la primera llamada.

– Hamish, estupendo. Ya has llegado. ¿Debo llamarte lord Douglas a partir de ahora?

– Corta el rollo, Marcia.

– Perdona. ¿Qué tal el viaje?

– Bien, gracias.

Hubo un momento de pausa. Ella esperaba que dijese algo más, pero Hamish seguía mirando a Susie por la ventana. Estaba cavando como si le fuera la vida en ello.

– ¿Cómo es? -preguntó Marcia por fin-. Me refiero al castillo.

– Una cura. Tengo a la reina Victoria en el baño.

– ¿Quién?

– La reina Victoria. Pero me he cambiado al que tiene a Enrique VIII.

– ¿De qué estás hablando?

– De retratos. Este castillo está lleno de ellos. La reina Victoria en el baño me molesta.

– Pues quítalo.

Eso sería más sensato. Quitar todos los retratos. Se los enviaría a su tía Molly. En cuanto Susie se fuera.

– ¿Te ha recibido alguien?

– La viuda de Rory Douglas.

– Ah, sí -murmuró Marcia. Hamish la oyó pasar unas páginas hasta que encontró la que buscaba-. Tengo la carta aquí mismo. Fue asesinado por su hermano… por eso has heredado tú. ¿Cómo es?

– Sentimental.

– Una viuda lacrimosa, ya veo. Mi pobre Hamish, qué horror. ¿Va a ser difícil sacarla de allí?

– ¿Qué quieres decir?

– Si ha estado viviendo en el castillo… no será una inquilina de por vida, ¿no?

– No, se ha ofrecido a marcharse esta misma noche.

– Ah, genial.

– Pero no puedo echarla de aquí -dijo Hamish.

– No, bueno, claro. Puede que necesites usar parte del dinero para instalarla en otro sitio. ¿Tiene casa en alguna parte?

– Es americana. Ha dicho que volvía a su casa, de modo que…

– Entonces no es tonta del todo -aprobó Marcia-. ¿Y tú? ¿Cuánto tiempo crees que tardarías en poner el castillo en venta?

– Pintaré el cartel de Se Vende mañana mismo.

– No, en serio. Hamish, esto vale mucho dinero. ¿Crees que podría convertirse en hotel?

– Sí.

– Hay agencias especializadas en ese tipo de edificios. Te llamaré para darte sus nombres.

– Muy bien.

¿Muy bien?

Claro que sí. Marcia había sugerido lo más sensato. Y sí, debería mandarle el retrato de la reina Victoria a su tía Molly, pensó, mientras miraba a Susie.


– Un filete con patatas.

Hamish acababa de abrir la puerta de la cocina cuando oyó la voz de Susie. La cocina parecía hecha para un ejército. Tenía vigas de madera en el techo, un maravilloso suelo de piedra y una antigua cocina de leña, además de una moderna cocina de gas.

– ¿Cómo le gusta la carne?

– En su punto -contestó Hamish.

– En su punto, ¿eh? -sonrió ella. Había dejado de llorar, afortunadamente.

– ¿Eso es un problema?

– Podría serlo.

– ¿Por qué?

– Depende de cómo salgan. Antes de que usted llegara había pensado hacerme un sándwich de pavo.

– Un sándwich, ¿eh? Eso no es mucha cena.

– No se meta conmigo. Ya lo hace Kirsty.

– ¿Kirsty?

– Mi hermana. Ella y su marido son los médicos de la localidad. Kirsty me dijo que debería preparar algo bueno para celebrar su llegada y me ha traído estos filetes hace unos minutos. Se habría quedado para saludarlo, pero tenía una emergencia.

– Ah, ya veo.

– Pero me ha dejado a Boris, por si acaso usted se metía conmigo.

Boris era un perrucho marrón que estaba tumbado debajo de una silla. Una niña de un año, más o menos, movía una galleta sobre su cabeza y el perrillo la miraba esperando con eterna paciencia a que se le cayera.

– ¿Qué haría Boris si me metiera con usted?

– Ya se le ocurriría algo -contestó Susie-. Es un perro lleno de recursos.

Los filetes estaban colocados sobre la mesa. Tenían un aspecto magnífico.

– ¿Cómo piensa hacerlos?

– Voy a freírlos -contestó ella-. Eso no suena muy difícil.

– ¿También piensa hacer patatas fritas?

– Sí… bueno, son congeladas. Kirsty las ha traído. Se meten en el horno y están hechas en tres minutos.

– Dígame que no es usted responsable del retrato de la reina Victoria -sonrió Hamish, pensando en Jodie. A Jodie le encantaría aquel castillo.

– No, la tía Deirdre es quien colgó ese retrato. Angus le dio carta blanca para decorar el castillo… pero también le dio un presupuesto muy pequeño. En fin, no lo hizo tan mal.

– Sí, bueno…

Susie pasó a su lado para abrir la nevera y Hamish empezó a sentirse desorientado. Se había duchado desde que la vio en el jardín. Llevaba unos vaqueros limpios y una camiseta rosa. El pelo, sujeto en una coleta, parecía menos rebelde. Y olía a limón.

– Mamá… mamá…

– Cariño -sonrió Susie. Y eso fue suficiente para que Hamish volviese a la realidad. Su madre lo llamaba «cariño» cuando quería manipularlo.

Entonces dejó de pensar en lo bien que olía y en lo bien que le quedaban los vaqueros, y pensó en cambio en lo estupendo que era que Marcia y él tuvieran toda su vida bajo control, no tener que soportar una existencia llena de lágrimas.

– ¿Qué hace? -le preguntó al ver que echaba un litro de aceite en la sartén.

– Poner aceite.

– ¿Quiere ahogar a los filetes?

– Pues…

– ¿Hay un delantal por ahí?

– ¿Lo dice en serio? -sonrió Susie.

– Me temo que esto de cocinar no es lo suyo.

– ¿De verdad sabe cocinar?

– Puedo hacer unos filetes.

– ¿Le gustaría hacer también una ensalada? Yo puedo mezclar lechuga y tomate… algo más sería problemático.

– Sí, puedo hacer una ensalada -suspiró él-. Pero necesito un delantal.

– Un delantal… -murmuró Susie, mirando alrededor-. Es que yo no uso, pero seguro que Deirdre tenía alguno por aquí -añadió, abriendo un cajón-. Ah, aquí están. Éste le quedará estupendo.

Sí, genial. Un delantal de color rosa con un lazo. Hamish podía ver la portada del Financial Review. Había gente en Nueva York que mataría por verlo con ese delantal.

– ¿Hay una lavadora en el castillo?

– Sí.

– Entonces prefiero no ponerme el delantal. Si me mancho la camisa la lavaré mañana. Las patatas…

– Ah, sí -sonrió Susie, metiéndolas en el horno. Vamos a llevarnos bien. Usted sabe cocinar, yo no. Somos una pareja de cine.

Entonces se dio cuenta de lo que había dicho y se puso colorada. El rubor empezó en su frente y siguió hacia abajo… Encantadora, pensó Hamish. Guapísima.

Pero tenía que concentrarse en otra cosa, pensó, mirando a Rose, que sólo llevaba el pañal y una camisetita blanca. Tenía el pelo rojizo, lleno de rizos, como su madre. Y miraba con sus enormes ojos verdes como si esperase que la distrajera.

Hamish se sintió incómodo. Nunca lo habían mirado así.

En realidad, él nunca había estado con una niña tan pequeña.

La situación se le estaba escapando de las manos.

Rose soltó una risita y empezó a mover la mano con la que sujetaba la galleta. Se le cayó. En el suelo, Boris se levantó de un salto y atrapó la galleta, que desapareció en una milésima de segundo dentro de su boca.

Rose y su madre, y Hamish, lo miraron. Boris miraba a Rose con adoración.

Hamish soltó una carcajada.

Susie lo miró.

– ¿Qué? -preguntó él, desconcertado.

– Nada.

– ¿Por qué me mira así?

– Es que… por un momento… los Douglas. Angus y Rory tenían la misma risa. Una risa ronca, masculina. Y está aquí otra vez. En esta cocina. Donde debe estar.

Por un momento, ninguno de los dos dijo nada. ¿Sabría aquella mujer el poder que tenía para conmover?, se preguntó.

Él nunca había conocido a su padre. Tenía un vago recuerdo de él, una presencia gris, casi fantasmal, pero eso era todo. Había visto fotografías de un hombre que no se parecía a él en absoluto. No había, conexión alguna entre los dos.

Y, de repente, la había.

Pero a él no le gustaban las emociones.

– Yo no me parezco nada a los Douglas -dijo, con más brusquedad de la que pretendía-. Mi padre murió cuando yo tenía tres años y no he tenido contacto con nadie de mi familia.

– Pero es usted un Douglas.

– Sólo por el apellido.

– ¿No quiere ser un Douglas?

No si eso significaba experimentar tantas emociones, pensó Hamish.

– Bueno, es hora de hacer los filetes. Cuatro minutos por cada lado… sin tanto aceite. No tenemos tiempo de seguir charlando.

– ¿No le gusta charlar mientras cocina?

– No.

– Bueno, entonces yo me dedicaré a las patatas -murmuró Susie-. Sé cuándo callarme, no se preocupe.

– No he querido ser grosero.

– Ni yo tampoco. Pero a lo mejor es así como tiene que ser. Usted no quiere ser un Douglas y a mí me resulta difícil estar cerca de uno de ellos. Así que vamos a pasar la noche lo mejor que podamos y luego cada uno irá por su camino.

Загрузка...