Sam no se movió. La declaración de Kyle continuaba pendiendo en el aire. Ignoró el intenso dolor que se inició en el rincón más oscuro de su corazón. Tampoco quería escuchar a la estúpida vocecilla interior de su cerebro que gritaba triunfal al darse cuenta de que en realidad Kyle la había querido.
– Eso no importa ahora.
– Claro que importa.
– No necesito tus disculpas.
– No me estoy disculpando, maldita sea -soltó una maldición y la agarró con fuerza del brazo-. Por una vez en mi vida, Sam, escúchame. Donna había estado persiguiéndome desde hacía años, pero yo todavía estaba tanteando el terreno…bueno, ya sabes.
– Sí, lo recuerdo.
– Cuando volví a Minneapolis desde Crystal Springs, ella comprendió que había ocurrido algo que me había cambiado. Estábamos en el club de campo, en la fiesta de compromiso de una amiga y ella se había bebido casi una botella de champán. Los dos habíamos bebido mucho y terminamos en su dormitorio, olvidándonos de todo. Su familia me descubrió a la mañana siguiente y…
– Así que te casaste con ella para salvar su honor, -Kyle se encogió de hombros.
– Más o menos, aunque su padre continuaba queriendo molerme a palos. En realidad todavía no quería atarme a nadie, pero decidí que era lo mejor.
Kyle se quitó las gafas de sol y la miró fijamente a los ojos.
– Incluso pensé que podría olvidarte.
– Y lo hiciste.
– Sí. Durante algún tiempo.
Sus esperanzas, que tan estúpidamente se habían elevado, se hicieron añicos al chocar contra la más cruda realidad. Kyle no la amaba, nunca la había amado. ¿Por qué había esperado otra cosa? Al fin y al cabo, él solo era un hombre rico y egoísta, acostumbrado a hacer las cosas a su manera.
– ¡Mamá! -la voz de Caitlyn la sacó de su ensimismamiento.
Una enorme canoa, guiada por dos niñas y un monitor, cruzaba el río. Caitlyn, en la popa, la saludaba moviendo la mano con vigor.
Sam salió de la camioneta al instante. Protegiéndose los ojos del sol, le devolvió el saludo y, sin esperar a Kyle, comenzó a caminar hacia la orilla con paso enérgico.
Kyle la alcanzó casi al instante y, en cuestión de segundos, ambos estaban en el muelle, observando cómo maniobraban las niñas para llevar la canoa hasta la orilla. Caitlyn, con el pelo húmedo y el rostro sonrojado, fue la primera en saltar al embarcadero.
– ¿Me has visto? -preguntó, emocionada.
– Sí, te he visto.
– ¿Y a mí? -preguntó Sarah, con los rizos chorreando agua.
– Claro que sí -Samantha señaló a Kyle-. Sarah Wilson, este es el señor Fortune.
– Le gusta que lo llamen Kyle -terció Caitlyn.
– Eh, chicas, ¿no habéis olvidado algo? -Reed Fuller, un fornido deportista de cuarenta y cinco años, estaba atando la canoa al muelle. Sarah y Caitlyn se reunieron con él para ayudarlo a asegurarla.
Mientras Kyle y Samantha observaban, Reed les dio a las niñas más nuevas instrucciones. Minutos después, se quitaron los chalecos salvavidas y los dejaron en unas bolsas que ayudaron a cargar a Reed en su jeep.
En cuanto terminaron, se montaron en la camioneta y, hablando como cotorras, se sentaron entre Sam y Kyle.
Sam se alegraba porque, cuanta más distancia hubiera entre los dos, mejor se sentía. Pero ver la pierna morena de Caitlyn presionada contra la de su padre era muy doloroso. Al ver sus rostros juntos, Sam se preguntó cómo era posible que nadie del pueblo, ni siquiera Kate Fortune, hubiera imaginado que la hija de Samantha llevaba sangre Fortune en sus venas.
Ante la insistencia de las niñas, Kyle condujo hasta la vieja hamburguesería del pueblo en la que Sam y él habían coincidido en una ocasión. El lugar había sido regentado por diferentes familias desde entonces, pero continuaba siendo la antigua hamburguesería de siempre.
Las niñas pidieron sendos batidos que terminaron en cuestión de segundos. Kyle tomó un café y Sam un refresco de cola sin azúcar. Mientras bebía, Sam se preguntaba si alguna vez se había sentido más incómoda. Caitlyn no parecía darse cuenta de que Kyle la estaba observando.
– ¿Eres pariente de la señora Kate? -preguntó Sarah cuando regresaron a la camioneta.
– Sí, soy su nieto.
– Yo la conocí -dijo Sarah, asintiendo-. Mi madre a veces le limpiaba la casa, pero eso era antes de que muriera.
Kyle apretó los labios y fijó la mirada en la carretera.
– A mí me gustaba mucho -le contó entonces Caitlyn-. Me dijo que algún día podría montar a Joker.
Samantha sacudió la cabeza.
– Eso fue hace mucho tiempo. Ahora Joker es de otra persona.
– Pero todavía está en el rancho.
– Lo sé, pero no podemos montarlo sin el permiso de su propietario.
– Estoy seguro de que a Grant no le importará – dijo Kyle, y a Caitlyn le brilló la mirada.
Samantha tenía la sensación de que aquella conversación se estaba adentrando en un terreno peligroso. Y, al fin y al cabo, ella continuaba siendo la madre de Caitlyn.
– No estoy segura de que pueda montarlo nunca. Es tan cabezota e impredecible… Oh, gira aquí, esa es la casa de Sarah -señaló.
Algunos de los hijos de Sarah estaban en el jardín. Un pequeño de pelo oscuro y pecas se balanceaba sentado en un columpio colgado de la rama de un árbol.
Mandy los saludó desde el porche mientras Sarah bajaba de la camioneta.
Y a continuación se quedaron los tres solos. La familia que debería haber sido. Samantha sintió que se le secaba la garganta. ¿Cómo iban a darle a Caitlyn la noticia de que tenía un padre? ¿De que su madre le había mentido durante todos aquellos años y que en cualquier momento de su corta vida podría haberle dicho la verdad?
Sam miró hacia Kyle y recordó lo mucho que lo había amado. Al principio con recelo, pero al final le había entregado su alma, creyendo en el poder del amor.
Desde entonces, se había preguntado millones de veces cómo podía haberse confundido tanto sobre él. Jamás lo había creído capaz de huir y casarse con otra mujer. Se preguntaba si Kyle había llegado a la conclusión de que era preferible casarse con cualquier otra que quedarse con ella, una pobre pueblerina.
Dios, ¿pero por qué debería importarle?, se preguntó. Se había quedado embarazada en agosto y había confirmado su embarazo en noviembre. Y antes de que hubiera tenido tiempo de descolgar el teléfono para decirle a Kyle que estaba a punto de experimentar lo que era la paternidad, había descubierto la invitación de boda en la mesa de la cocina de sus padres.
Para cuando se había enterado de que el matrimonio de Kyle había sido anulado, ya estaba decidida a sacar adelante ella sola a su bebé. Era demasiado orgullosa para admitir que Kyle la había dejado embarazada y después había sido suficientemente cruel como para abandonarla y casarse con otra. Todo el clan Fortune, Kyle incluido, habría pensado que solo era una cazafortunas que pretendía aprovechar su maternidad para hacerse con parte del dinero de la familia.
En aquella época, el padre de Sam todavía estaba trabajando para los Fortune, intentando pagar la hipoteca de su rancho. Y Kate estaba haciéndose cargo de todos los negocios de su marido al tiempo que intentaba mantener a la familia unida. No necesitaba la carga que habrían representado Sam y su pequeña en una familia que ya estaba suficientemente triste y fracturada. Y Sam habría preferido morir antes de dejar que su precioso bebé se convirtiera en tema de especulación o en objeto de crueles insinuaciones por parte de los Fortune.
El tiempo había ido fluyendo lentamente y Kyle nunca había vuelto por el rancho. Poco a poco, Samantha había ido llegando a la conclusión de que era preferible que criara sola a su hija. Se sabía capaz de convertir a su pequeña en una mujer inteligente y autónoma, especialmente desde que sus padres se habían mostrado más que dispuestos a ayudarla.
Durante los últimos años, cuando Caitlyn había preguntado por su padre, Samantha se retorcía por dentro. Le explicaba que el hombre que la había engendrado se había casado con otra mujer y nunca se había enterado de que tenía una hija. Sam nunca le había dicho el nombre de su padre, pero le había prometido que algún día, cuando fuera suficientemente mayor, podría conocerlo.
Cuando Caitlyn era más pequeña, mantener el secreto no había representado ningún problema, pero a medida que habían ido pasando los años, Caitlyn había ido convirtiéndose en una niña más curiosa y decidida y ocultarle la verdad estaba resultando cada vez más difícil. Especialmente cuando Caitlyn escuchaba expresiones como «hija no deseada», «ilegítima»… y comenzaba a convertirse en objeto de burlas o compasión.
En varias ocasiones, Samantha había estado a punto de hablarle a Caitlyn de Kyle, pero al final había terminado manteniendo su secreto por miedo a que Caitlyn le pidiera conocerlo y comenzaran a meterse en un torbellino de abogados y pruebas de paternidad.
Por supuesto, habían surgido preguntas cuando había empezado a notarse su embarazo. Bess, la madre de Sam, había sabido enfrentarse a las insinuaciones, las especulaciones y los gestos de desaprobación. Nadie sabía que Sam había estado saliendo con Kyle. Y las pocas veces que habían sido visto juntos, no se diferenciaban de las ocasiones en las que Kyle había sido visto acompañado por otras chicas del pueblo.
Cuando le preguntaban, Sam siempre explicaba que su embarazo era el resultado de una aventura amorosa con un chico del pueblo que había huido al enterarse de la existencia del bebé. Su padre había querido saber quién era aquel «canalla», pero Bess había insistido en que eso solo serviría para empeorar las cosas y en que todos iban a querer a Caitlyn a pesar de quién hubiera sido su padre biológico.
Al final, todo el mundo había asumido que Sam había estado saliendo con Tadd Richter, que se había marchado junto a su familia al final de ese mismo verano. Sin embargo, Sam siempre había pensado que si Kate hubiera vivido más, a la larga habría llegado a la conclusión de que Caitlyn era una Fortune. El parecido con la familia era demasiado fuerte para ignorarlo.
Incluso Kyle se había dado cuenta.
Kate siempre había mostrado un interés especial en Caitlyn cuando visitaba el rancho. Oh, Dios, Sam echaba mucho de menos a aquella vieja dama. Había sido como una abuela para ella y, tras su muerte, le había ofrecido a Kyle la oportunidad perfecta para conocer a su hija. Le gustara a Sam o no.
– ¿Queréis quedaros un rato en mi casa? -preguntó Kyle, haciéndola volver al presente.
– Yo…Creo que deberíamos volver a casa -Sam bajó un poco la ventanilla, esperando que el aire fresco la ayudara a olvidar los recuerdos-. Caitlyn tiene que bañarse y…
– ¿Puedo montar a Joker? -preguntó Caitlyn con una tímida sonrisa.
Kyle soltó una carcajada.
– Eres una chica de ideas fijas, ¿eh?
– ¿Pero puedo?
Samantha palmeó el hombro de su hija.
– Ya te he dicho que ahora Joker es propiedad de McClure.
Kyle frunció el ceño pensativo.
– A mí no me importaría que lo montaras.
– ¿Es que te has vuelto loco? -preguntó Sam, estupefacta-. Ese caballo no deja que lo metan en un remolque y no permitirá que lo monte una niña pequeña.
– Yo no soy pequeña.
– ¡No me contestes! -replicó Sam. Vio entonces que acababan de pasar por el desvío de su casa-. Espera un momento…
– No pasa nada. A Joker a veces le gusta salirse con la suya, pero podremos manejarlo -le aseguró Kyle a la niña y Samantha sintió que se sonrojaba violentamente. ¿Cómo se atrevía a desautorizarla de aquella manera?
– No, claro que no. He dicho que no va a montar y no va a montar. Como ya le he dicho a Caitlyn en más de una ocasión, estamos en un barco con un solo capitán.
Kyle volvió a soltar una carcajada. Las tensas líneas de su rostro se suavizaron lo suficiente como para hacerle recordar a Sam lo mucho que lo había amado, lo mucho que había confiado en él. Oh, su aventura había terminado mucho tiempo atrás, pero había habido una época en la que Kyle la tenía hechizada en cuerpo y alma.
Se tensó cuando cruzaron la cerca del rancho e intentó tranquilizarse. Los nervios o el enfado solo servirían para empeorar la situación. Kyle aparcó cerca del establo y, mientras Samantha estaba bajando de la camioneta, Caitlyn pasó por delante de ella y corrió hacia el corral en el que normalmente pastaba Joker.
En cuanto su hija estuvo suficientemente lejos como para no oírlos, Samantha giró hacia Kyle.
– No puedes hacer eso, ¿sabes? -le reprochó, sin apenas mover los labios.
– ¿Hacer qué?
– Desautorizarme delante de Caitlyn. Es mi hija y, hasta este momento, la he criado sola sin tu ayuda. Así que tampoco te necesito.
– ¿Ah, no? -preguntó él con una sonrisa lacónica. En aquel momento, no había nada que Samantha deseara más que abofetearlo.
– No.
– A lo mejor cambias de opinión cuando le diga que soy su padre.
– No se lo dirás.
– Sí se lo voy a decir. Ya es hora de que lo sepa.
– Espera un poco todavía, ¿de acuerdo? -insistió Samantha.
Apenas era capaz de pensar. La cabeza le daba vueltas y amenazaba con empezar a dolerle. Al mirar a Caitlyn, deseaba llorar. Su hija se había subido a la cerca y le tendía un puñado de hierba al caballo, intentando conseguir que se acercara.
– ¿Qué es lo que te preocupa? -le preguntó Kyle.
– Todo -admitió-. Ella, tú, yo. Oh, Dios mío, es todo tan complicado…
– Por eso creo que cuanto antes le digamos a Caitlyn la verdad, mejor nos sentiremos todos.
– Tendríamos que esperar algún tiempo.
– Ya has perdido casi nueve años, Sam.
– Así que ahora estás dispuesto a hacer de padre – se burló ella-. Tú, el eterno mujeriego. ¿Sabes? Hace falta algo más que fertilizar un óvulo para ser padre – giró sobre sus talones y caminó hacia su hija.
Era imposible hablar civilizadamente con él. Por supuesto, tendría que decirle a Caitlyn la verdad, pero, maldita fuera, se la diría a su manera y cuando considerara que era el momento oportuno. Kyle tendría que tener un poco de paciencia.
– Vámonos, Caitlyn. Tenemos que marcharnos.
– Pero…
– Nada de peros.
– Pero quiero montar a Joker. Me prometiste que podría hacerlo -Caitlyn no se movía de donde estaba.
– Yo no te prometí nada -Sam fulminó a Kyle con la mirada, indicándole que él era el responsable de todo aquel lío-. En otra ocasión quizá, si el señor McClure está de acuerdo. Pero ahora tenemos que irnos.
– Creo que será mejor que vuelvas a la camioneta, Caitlyn, por favor -le dijo Kyle-.Tu madre es la que pone las normas, y ya sabes lo mandona que puede llegar a ser cuando se le mete algo en la cabeza.
Caitlyn se mordió el labio y le dirigió a Kyle una mirada asesina con la que lo estaba acusando de ser un mentiroso y un traidor.
– Tú no puedes decirme lo que tengo que hacer – replicó, alzando la barbilla con aire desafiante.
– ¿Ah no? -Kyle jamás dejaba un desafío sin respuesta.
– Súbete a la camioneta, Caitlyn -le ordenó Sam, temiendo que la situación empeorara.
– Haz lo que te dice tu madre.
– ¡Kyle me ha dicho que podía montar a Joker, pero me ha mentido! -con desgana, Caitlyn bajó de la cerca.
– No, solo está haciendo lo que yo le he pedido. Y ahora, vámonos.
Sam dejó pasar a su hija al interior de la cabina y vio que tenía los ojos llenos de lágrimas de frustración. Una pequeña lágrima se deslizó por su mejilla mientras Kyle se sentaba tras el volante. Rápidamente, se la secó, pero a Kyle no le pasó inadvertido aquel gesto. Sombrío, puso el motor en marcha. Magnífico, pensó Sam, pensando en el futuro. Los próximos seis meses prometían ser un puro infierno.
– Kyle ha vuelto -comunicó el forastero desde una cabina situada justo a las afueras de Jackson. El calor era insoportable.
– ¿Y piensa quedarse? -la voz del otro lado de la línea sonaba débil, pero con determinación.
– Yo diría que sí. No tiene muchas opciones.
– ¿Y Samantha?
– Ya lo ha visto. Y también su hija.
– Bueno, bueno.
– Sí, todo encaja.
– Genial.
– Ahora lo único que necesitamos es un poco de suerte -respondió el forastero, deseando poder encontrar una habitación con aire acondicionado.
– ¿Suerte? Deberías conocerme suficientemente bien como para saber que yo no creo en la suerte. Nunca he creído en ella.
Padre. Era padre.
Kyle se quitó la camisa y miró su reflejo en el espejo mientras alargaba el brazo para tomar la cuchilla de afeitar. Tenía una hija, una hija de nueve años tan guapa como su madre y, sospechaba, igualmente explosiva.
¿Cómo podía no haberse enterado, no haberlo sospechado siquiera? ¿Y por qué Sam no se lo había contado?
Lo que le había dicho a ella era verdad. Había salido huyendo de Wyoming porque Sam lo había conmovido en lo más profundo, mucho más de lo que lo había hecho hasta entonces ninguna mujer, y se había asustado.
Se cubrió la cara de espuma, con intención de afeitarse, pero los recuerdos no le dejaban hacer nada.
Durante aquel largo verano, había llegado a obsesionarse tanto con Sam que había perdido una parte de sí mismo. La parte asociada al orgullo masculino. Sam no era el tipo de mujer que le gustaba. Era demasiado cabezota y tenía una lengua demasiado rápida. Era demasiado independiente, en suma. A los diecisiete años era capaz de disparar un rifle mejor que él, enlazar un caballo o marcar al ganado sin pestañear. Y aunque Sam nunca lo había admitido, estaba seguro de que tampoco tendría demasiados problemas para castrar un toro.
Y él se había enamorado de ella. Apasionadamente. Mucho más apasionadamente de lo que un hombre debía enamorarse de una mujer.
Al final del verano, había vuelto a Minneapolis, donde lo estaba esperando Donna, dispuesta a ayudarlo a olvidar su obsesión por Sam. Donna era todo delicadeza y feminidad. Donna Smythe jamás le llevaba la contraria. Le reía las bromas, hacía lo que le pedía y le sonreía con adoración. Era todo lo contrario de Sam.
La vida entera de Donna tenía como único objetivo hacer feliz a Kyle. Y para cuando Kyle había decidido que no podía continuar con aquella farsa, para cuando estaba empezando a aburrirse de su atención y de sus sonrisas, los habían atrapado juntos en la cama. Como un estúpido, se había dejado arrastrar al matrimonio. Para sacar a Sam de su corazón y de su cabeza, se había casado con una mujer que supuestamente le convenía, una mujer de su misma clase… Y se había sentido miserable. Toda su familia estaba emocionada con aquella boda…Toda, excepto Kate.
Ella se había encargado de recordarle que era muy joven, que había muchas mujeres en el mundo y que aquella educada belleza podía no ser lo que realmente quería. Pero estaban en juego el orgullo de Kyle y la reputación de Donna. Además, él la quería, no con la pasión con la que había adorado a Sam, pero, a su manera, la quería.
El matrimonio estaba condenado al fracaso desde el principio. Kyle no podía soportar aquella sensación de estar prisionero. Asistían periódicamente al club de campo, estudiaba por las noches y trabajaba en el negocio de la familia, tal como su mujer quería. Donna estaba segura de que algún día tendría que dirigir el imperio financiero de su abuelo, cuando a él era lo último que le apetecía.
Poco después de la boda, cuando habían comenzado las peleas y se había hecho evidente que las ambiciones de Donna estaban muy lejos de las suyas, Kyle había llegado a la conclusión de que estaba atrapado para siempre con una mujer a la que no conocía, una mujer de sonrisa hipócrita que no lo veía como un hombre, sino como una suerte de trofeo. Donna intentaba decirle cómo tenía que vestir, qué coche debían tener y adonde debían ir para asegurarse de heredar lo que debía ser suyo. Le advertía que vigilara de cerca a sus hermanos y a sus primos para no poner en peligro su herencia.
Aquello le hacía sentirse enfermo. Donna también hablaba de tener hijos y enviarlos a los mejores internados del país. Ella recibía clases de baile y música y acudía a todas las fiestas del club de campo.
En menos de cuatro meses, Kyle ya estaba desesperado. Las discusiones se transformaron en violentas peleas y Donna llegó a convertirse en un auténtico dragón, decidida a moldearlo a su manera. Cuando Kyle se enfrentaba con ella, le recordaba que había renunciado a numerosos pretendientes, todos ellos de muy buenas familias, para casarse con él. Le reprochaba lo decepcionada que estaba. Le decía que había vuelto diferente de Wyoming y que, fuera lo que fuera lo que le había ocurrido allí, no había sido en absoluto bueno.
Kyle disentía con ella en silencio.
Peleaban, Donna lloraba y él la consolaba. Durante algún tiempo, hacían después del amor, hasta que al final Kyle terminó durmiendo en la habitación de invitados. Y todo acabó una noche en la que Kyle se negó a asistir a una cena benéfica. Se había pasado el día trabajando con su padre, tratando con abogados y contables. No soportaba tener que pasar la velada con los pomposos amigos de Donna.
Aquella noche, en la soledad de su dormitorio, contemplaba las luces de Minneapolis. Pero sus pensamientos estaban en Wyoming, en aquel cielo salpicado por millones de estrellas. Se recordaba haciendo el amor con Sam bajo la luz plateada de la luna y se preguntaba por qué no podía conjurar la imagen de su esposa con idéntico deseo.
A la mañana siguiente, encontró a Donna en la cocina. El maquillaje no conseguía ocultar la irritación de sus ojos y un cigarro ardía entre sus dedos. No se había molestado en vestirse y una bata rosa mostraba sus hombros mientras permanecía sentada en la mesa, frente a las puertas de la terraza, en la que se amontonaba la nieve.
– Todo ha terminado -dijo, mordiéndose el labio.
– ¿Qué?
– No te hagas el tonto, no te va. Estoy hablando de nosotros, de ti y de mí y de este maldito matrimonio que has odiado desde el principio.
Kyle no podía mentir y Donna se deshizo en lágrimas, pero cuando él intentó abrazarla para consolarla, lo apartó violentamente. Ya había llamado a un abogado, le había preguntado por las posibilidades de anular su matrimonio y había puesto en funcionamiento todo el proceso.
– Pronto serás libre otra vez -le dijo por fin-. Eso es lo que quieres, ¿no?
– Creo que deberíamos hablar.
– ¿Por qué? No serviría de nada. No me quieres. En realidad nunca me has querido. Y ese verano… Parecías diferente cuando volviste de Wyoming, más vivo, más interesado -entrecerró los ojos un instante y se encogió de hombros-. Oh, diablos, eso ya no importa. Pensaba que podría hacer que me amaras, pero no lo he conseguido -se le quebró la voz y pestañeó con fuerza mientras apagaba el cigarro.
– Lo siento.
– No lo sientas -sorbió con fuerza y buscó un pañuelo en el bolsillo de la bata-. Sabía que no eras un hombre capaz de sentar cabeza, así que es normal lo que ha pasado. Lo único que me importa ahora es mi orgullo. Quiero poder decir que fui yo la que decidió que nos separáramos.
Kyle se marchó de casa esa misma noche. Se mudó a un apartamento amueblado y puso fin a ese matrimonio que en realidad nunca había empezado. Y una vez deshechas las ataduras legales, se juró olvidarse del matrimonió para siempre.
Pero entonces no contaba con que era padre. ¡Padre! Estuvo a punto de cortarse con la cuchilla.
Sin haber sido siquiera marido. Se empapó la cara de agua fría y se secó. Jamás se habría imaginado que tendría un hijo, y mucho menos que volvería a ver a Samantha Rawlings otra vez. Pero en aquel momento, gracias a su condenada herencia, le gustara o no, iba a tener que enfrentarse a esa mujer tan cabezota.
El problema era que Sam continuaba intrigándolo tanto como antes. Más incluso. Ya no era una niña, sino una mujer adulta con sus propias opiniones, un rancho y una hija que era también suya. Tan salvaje como el viento y tan seductora como las montañas que se elevaban hacia el oeste, Samantha Rawlings era demasiada mujer para Kyle.
Pero iba a tener que enfrentarse a ella.