– NO ERA HOY tu cita en la clínica? – preguntó Beth, que había estado toda la mañana encima de ella como si fuera su madre-. ¿Quieres que vaya contigo?
– No hace falta – contestó Amanda. No se le había ocurrido pensar que Beth recordaría la cita, pero conociéndola seguro que lo habría anotado en su agenda para ir con ella. Era esa clase de amiga.
– No creo que debas ir sola.
Había esperado guardar el secreto durante algún tiempo, pero iba a ser imposible.
– No voy a ir.
– ¿Qué? ¿Quieres decir que has cambiado de opinión, ya no quieres tener un hijo?
– No. Solo he dicho que no voy a ir a la clínica. Cancelé la cita hace dos semanas.
– ¿Pero por qué? – preguntó Beth-. Mira, cariño, no sé qué pasó entre Daniel y tú, pero tienes que olvidarlo. Tu reloj biológico no va a esperar a ningún hombre – añadió, convencida-. ¿Qué ha pasado con todas esas vitaminas, el zumo de naranja, el ácido fólico?
– ¿Qué ha pasado?
– Pues… que sería una pena desperdiciar todo eso.
– No he desperdiciado nada. Todas las experiencias son valiosas… – empezó a decir Amanda que, a mitad de frase, tuvo que salir corriendo al cuarto de baño para vomitar. Cuando salió, Beth la estaba esperando con los brazos cruzados sobre el pecho. – Así que todas las experiencias son valiosas – decía Beth, mientras Amanda se echaba agua en la cara-. Supongo que las nauseas también son una experiencia valiosa, ¿no?
Amanda sabía que Beth la tomaría el pelo y seguramente debía dar gracias porque no estaba tirada en el suelo de la risa. En su lugar, ella también pensaría que el asunto era gracioso.
Amanda se miró al espejo. Por primera vez en su vida, no parecía la mujer profesional y segura de sí misma que era. Tenía ojeras y estaba pálida. Su aspecto no tenía nada que ver con estar embarazada y por eso Beth, que normalmente tenía un instinto infalible, no se había dado cuenta de los síntomas.
– Para que luego digas de la vitamina B6. Se supone que evita las nauseas.
– Solo si se toma un mes entero antes de… bueno, ya sabes – sonrió su amiga, traviesa.
– No tiene gracia, Beth. Fue un error.
– ¿No era esto lo que querías?
Amanda nunca habría planeado aquello.
– Fue un error desviarme de mis propósitos…
– Ya, claro, un error genial – bromeó su amiga-. ¿No te alegras, Amanda? ¿No querías tener un hijo?
¿Cómo podía no estar alegre? Ella deseaba un hijo y tenerlo con el hombre al que amaba era más de lo que hubiera esperado nunca.
– Yo no quería tener un niño con Daniel… yo lo quería a él – murmuró. Había ido al garaje a buscarlo sabiendo eso. Debería haberle contado la verdad entonces. O después, en el restaurante italiano. Había tenido una oportunidad y no la había aprovechado. Pero él tampoco lo había hecho.
– Bueno, al menos no tienes que preocuparte por decírselo al padre – dijo Beth. Ella era así, siempre veía el lado positivo de las cosas. Por eso seguramente se enamoraba cada dos por tres.
– No. No tendré que preocuparme – suspiró Amanda. Entonces, ¿por qué le dolía tanto? Porque sabía que, a pesar de lo que le había dicho a Sadie, a pesar de lo que se decía a sí misma, Daniel querría saber que estaba esperando un hijo suyo. Y ella no podía decírselo. Lo había jurado y cumpliría su palabra. Sabía que aquel niño, el hijo de Daniel, sería una puñalada en el corazón de Sadie.
Amanda había llamado a Pamela Warburton para decirle que no podría dar el discurso el día de la entrega de diplomas y, de paso, había preguntado por Sadie.
– ¿Conoces a la familia Redford?
– No mucho – contestó ella-. Pero conocí casualmente a Sadie y me preguntaba si había decidido volver al colegio.
– Sí, afortunadamente. Estaba intentando llamar la atención, ya sabes. La niña tiene problemas familiares.
– Lo sé.
– Va a volver a examinarse de las asignaturas que ha suspendido pero su padre va a llevarla a otro colegio el próximo curso.
– Quizá será más feliz viviendo con su padre – dijo Amanda-. Por favor, no le digas que he preguntado. No quiero que piense que…
– Que te preocupas por ella – terminó la frase la señora Warburton. Era cierto. Quizá estaba esperando que Sadie hubiera roto su palabra y, de ese modo, ella podría romper la suya-. ¿Seguro que no puedo convencerte de que vengas a dar el discurso? – preguntó la directora del internado.
– Pamela, me encantaría, pero debes saber que estoy embarazada. El día del discurso ni siquiera podré acercarme al atril.
– Pues no uses atril.
– ¿Seguro que quieres que una futura madre soltera hable para un montón de niñas impresionables?
– Yo creo que tú eres un ejemplo ideal, Amanda. Te enviaré una carta confirmando la fecha y la hora…
Sí, en realidad ella estaba contenta y orgullosa de sí misma. ¿Por qué iba a sentirse avergonzada?
– Ha sido lo mejor que podía pasar – le decía Beth.
– Claro que sí. Todo ha ido según mis planes – murmuró ella. Según sus planes. No tenía por qué quejarse y no lo haría. Su agencia iba a ampliarse y estaba esperando el hijo que deseaba. Y, de alguna parte, logró sacar la sonrisa que Beth quería ver.
Amanda se había negado a contarle lo que había ocurrido entre Daniel y ella. Solo le había dicho que se había terminado y que no quería volver a hablar del asunto.
Daniel y ella habían estado jugando al mismo juego, a protegerse para no resultar heridos, pero Beth solo había visto el lado cómico y había creído que, cuando todo se supiera, los tres se reirían juntos. Había estado interpretando el papel de Celestina. Y casi había funcionado.
Daniel y ella volvieron a encontrarse en el mes de enero. En el teatro, inevitablemente, una noche de estreno. Las entradas eran un regalo de Sadie. Quizá su hija se había dado cuenta de que apenas salía de casa y lo había hecho para que se animara. Incluso se había comprado un vestido para la ocasión.
Negro, por supuesto. Negro y demasidado sexy para una chica de diecisiete años, pensaba Daniel.
Con su altura y el pelo tan corto, llamaba mucho la atención y Daniel tuvo que reconocer que los hombres se volvían para mirarla. Incluso sospechaba que a Sadie le hubiera gustado que Ned Gresham estuviera por allí. Pero Ned había encontrado otro trabajo. Era un buen conductor y había lamentado perderlo, pero no le había pedido que lo reconsiderase. Tenía la impresión de que Ned sentía por su hija lo mismo que él sentía por Mandy. Estaban más seguros a distancia.
– Voy por el programa, nos veremos en el bar – dijo Sadie.
Daniel entró en el bar y pidió dos tónicas. Era mejor no beber alcohol. Lo había hecho dos veces, cuando Vickie le había dicho que estaba embarazada y, después, cuando ella lo había abandonado. Las dos veces alguien había tomado decisiones que habían cambiado su vida y él no había podido hacer nada al respecto.
Pero aquella vez era diferente. Aquella vez, él podría hacer algo y sabía que, si sucumbía ante el alcohol, se encontraría golpeando la puerta de la agencia Garland, suplicando que alguien le dijera dónde podía encontrar a Mandy Fleming. Lo sabía porque, incluso sin alcohol, había tenido que controlarse más de una vez para no hacerlo.
Si no hubiera sabido nada, pensaba… Si no hubiera sabido que Mandy había estado investigando sobre él. ¿Por qué llevaría el informe en el bolso?, se preguntaba. ¿Y por qué demonios Sadie había decidido hacer el papel de hija modelo precisamente aquel día?
– Mira, esta actriz sale en televisión. Y a éste también lo conozco – estaba diciendo su hija en ese momento, mirando las fotografías del programa. Pobre Sadie. Se había preocupado tanto por saber qué espectáculo quería ir a ver, si hubiera tenido ganas de ver espectáculo alguno, claro. Desgraciadamente, era el tipo de obra que Mandy Fleming también querría ver. Habían hablado sobre el autor el día que se conocieron… En ese momento, sin saber cómo, Daniel supo que ella también estaba allí. Que iban a encontrarse-. ¿Papá? – escuchó la voz de su hija-. ¿Estás contento de haber venido?
– Sí, claro, Sadie. Estoy encantado…
Y entonces la había visto.
Estaba entrando en el bar del brazo de un hombre. Era alto, distinguido, con el pelo oscuro. Exactamente la clase de hombre con el que hubiera esperado verla. Un hombre de mundo, con suficiente dinero como para que su detective hubiera dado el aprobado.
Amanda no había querido ir al teatro.
– Estoy demasiado cansada, Max.
– Tonterías. Empieza a notarse que estás embarazada y tienes miedo de que todo el mundo envidie al afortunado.
Si su hermano creía que ella se iba a tragar eso, el matrimonio debía haberle reblandecido el cerebro.
– No me estoy escondiendo. Estoy muy ocupada con la expansión de la agencia y no me apetece salir de noche – replicó ella, pasándose la mano por la suave curva de su vientre-. Y el niño apenas se nota todavía. Max sonrió.
– Siento desilusionarte, cariño, pero se nota. Y, aunque nadie se ha atrevido a sacar el tema delante de mí, al menos tres personas le han preguntado a Jilly para cuándo es el feliz evento.
De acuerdo. Se estaba engañando a sí misma. Aunque no había intentado esconder su embarazo en absoluto; solo esperaba no ser objeto de cotillees durante, al menos, un mes más.
– ¿Esperas que vaya al teatro contigo después de eso?
– Por favor, Mandy. Jilly está a punto de salir de cuentas y no puede sentarse durante más de media hora sin tener que levantarse para ir al baño.
– Entonces, quédate con ella y dale un masaje.
– No está sola. Harriet está con ella.
– Un ama de llaves no es un marido.
– Mira, Mandy, no quiero dejarla sola en este momento, pero tengo que ir a ver esa obra. Soy el Presidente de la Fundación Garland y eso incluye ciertas actividades culturales, tú lo sabes – insistió él-. Vamos, puedes ponerte la capa que mamá te regaló en Navidad. Podrías esconder trillizos bajo esa capa.
– No estoy escondiéndome – insistió ella.
– Muy bien. Entonces, tienes diez minutos para cambiarte – replicó su hermano. Amanda se rindió. Pero cuando empezó a buscar un vestido adecuado para el teatro, se dio cuenta de que Max tenía razón. Su cintura había crecido desmesuradamente. Tendría que ponerse un vestido sencillo y alguna joya que lo animase. Cuando abrió el joyero, sus dedos rozaron el pendiente de jade. Tenía que tirarlo, se decía. Y lo haría algún día. Algún día.
Llevaba una capa de suave terciopelo negro, que brillaba bajo las lámparas del teatro y que la cubría hasta los tobillos. Pero su cuello era blanco y suave como el satén. Él conocía bien aquel cuello. Lo había tocado, lo había besado…
Su cabello oscuro, cortado a la perfección, contrastaba con su delicada palidez. Aquella vez no había harina en su cara y no tenía un pelo fuera de su sitio, como aquella otra noche…
Aquella noche en la que él había tomado su cara entre las manos y había acariciado su pelo. O aquel día, cuando su pelo olía a hierba… En ese momento, la luz de la lámpara reflejaba sus pendientes dorados.
Instintivamente, Daniel se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta para buscar el pendiente de jade. Aquel pendiente del que no había podido separarse. Como un idiota.
– ¿Papá?
– Perdona, Sadie – sonrió él. Una sonrisa que no era más que un truco para evitar que su hija viera a Mandy-. Yo también he visto a este actor en televisión. ¿No es el que mató a su mujer en aquella película…?
Cuando volvió a mirar, Mandy y su acompañante estaban siendo saludados oficiosamente por el propietario del teatro. Mucho dinero, pensaba Daniel.
– ¿Seguro que no quieres un refresco? – preguntó Max, indicando el mini bar del palco privado. Amanda no lo escuchaba. Desde que había llegado al teatro, había tenido una premonición. Un escalofrío en la espalda. Era como cuando hablaba en la Escuela de Secretariado meses atrás y había sabido que Daniel estaba pensando en ella. Él estaba allí. En el teatro-. ¿Mandy?
– Lo siento, Max. No me apetece nada.
Max tomó la capa y la dejó sobre una de las sillas mientras Amanda buscaba una figura entre los espectadores. Pero no veía a Daniel.
Daniel la había visto cuando entraba en el palco, pero Amanda no podía verlo. Sus butacas no estaban en su línea de visión y no estaba seguro de si eso lo alegraba o lo entristecía.
El sentido común le decía que no debería sentir nada, pero Daniel no podía controlar su corazón. Por primera vez en su vida, se había enamorado y, en el último momento, antes de que el hermoso futuro con Mandy se hiciera añicos, se lo había dicho. Y las palabras, una vez pronunciadas, no podían borrarse. Estarían allí para siempre, una diminuta vibración de sonido que haría eco para toda la eternidad.
Él no estaba allí. Había sido su imaginación. Su imaginación, combinada con el deseo de volver a verlo. Seguía soñando con un final feliz. Seguía soñando que Daniel la encontraría y volvería a decirle que la amaba.
Amanda suspiró cuando cayó el telón por última vez. Solo esperaba que Max no quisiera hablar sobre la obra que acababan de ver porque apenas había prestado atención.
– Mandy, tengo que ir un momento a los camerinos. No te importa, ¿verdad?
– Cinco minutos, Max. Después de eso, me esfumaré.
– Cinco minutos, te lo prometo. Quiero volver a casa enseguida – sonrió él, ayudándola a ponerse la capa antes de salir al pasillo-. Por aquí – indicó, llevándola de la mano a través de la gente. Estaban casi en la puerta del pasillo de camerinos cuando su hermano se paró y ella se paró también.
Era Daniel.
Daniel y Sadie parecían clavados en el suelo, incapaces de moverse y, de repente, Amanda sintió que el mundo se había parado con ellos. Daniel no decía nada y si él decidía no hablar, ella tampoco lo haría. Por mucho que deseara acercarse a él, por mucho que deseara tomar su mano, ponerla en su vientre y decir: «Este es tu hijo. Tuyo y mío, Daniel. Ya lo siento moverse dentro de mí…»
– Perdone, tenemos que pasar – estaba diciendo Max. La frase rompió el hechizo que parecía envolverlos a los tres y Daniel se apartó. Su hermano abrió la puerta y dejó que Amanda entrase primero-. ¿Por qué te miraba ese hombre? – preguntó, cuando estuvieron solos en el pasillo. Amanda no contestó pero Max se dio cuenta de que ocurría algo-. Bueno, quizá no es tan buena idea que vayamos a saludar a los actores. Ya sabes lo pesados que son…
– No te preocupes – lo interrumpió ella-. Estoy bien. Trabajo demasiado últimamente y quizá me iría bien un poco de barullo.
Algo tenía que decir.
– ¿Papá? – la voz de Sadie lo sacó de su estupor. Los dedos de su hija se habían clavado con tal fuerza en su mano al encontrarse cara a cara con Mandy que seguía sintiendo la presión más tarde, mientras esperaban un taxi. Solo la presión de aquellos dedos había impedido que se acercara a ella-. Papá, no tenemos que ir a cenar a un restaurante. Podemos cenar en casa, si quieres.
Su voz sonaba alterada. Asustada quizá por la intensidad de lo que había ocurrido en el teatro. También lo había asustado a él.
Pero tenían que cenar. Daniel se obligaba a sí mismo a comer todos los días, aunque después no recordaba qué había comido. Solo sabía que había mucha gente que dependía de él. Sus empleados y, sobre todo, su hija. Cuando el taxi paró frente a ellos, abrió la puerta y le dio al taxista el nombre del restaurante en el que había reservado mesa. Y no era un pequeño restaurante italiano, desde luego.