– OH, DIOS mío – exclamo Beth cuando Amanda apareció en la oficina una hora más tarde-. Esa sonrisa es muy sospechosa.
Amanda hizo un esfuerzo para parecer seria, pero su cara parecía negarse a cooperar.
– ¿Te importa pedirle a Jane que me prepare un té?
– ¿Té? ¿Llegas aquí con la sonrisa del gato que se comió al canario y lo único que se te ocurre es decirme que quieres un té?
– Con leche – añadió Amanda, como si no la hubiera escuchado-. Y después, si tienes un minuto libre, me gustaría que echaras un vistazo a los documentos de la nueva sociedad. Deberías leerlos antes de que vayamos al notario esta tarde.
Beth ignoró el comentario y se sentó frente a ella.
– ¿Y qué más?
– ¿Qué?
– Parece como si estuvieras flotando. ¿Cuándo tendrás el niño?
– ¿No te parece un poco pronto?
– ¿Quieres decir que tomasteis precauciones?
– Quiero decir… – empezó a decir ella, pero después decidió no gastar saliva. Y, por supuesto, Daniel había tomado precauciones.
– Debería haberlo imaginado – dijo Beth, interrumpiendo sus pensamientos.
– No hay prisa.
– ¿Tan bueno ha sido? Bueno, pues será mejor que disfrutes mientras puedas.
– ¿Qué quieres decir?
– Nada. Solo que tú habías planeado una aventura rápida y puede que él quiera lo mismo.
– Tú no eres tan cínica, Beth.
– Soy realista, cariño. Y tengo más experiencia que tú.
Amanda hizo un esfuerzo para mantener la sonrisa.
– ¿Y qué sugieres?
– Tú podrías tomar tus… propias precauciones. Un alfiler, por ejemplo.
Amanda decidió que era el momento de aclarar las cosas.
– ¿Y qué pensarías tú si Mike te hiciera eso a ti?
– No es lo mismo – contestó su amiga-. Bueno, olvídate del alfiler. Pero tiene que haber alguna forma.
– Sin duda. Y ahora, si no te importa, tenemos que trabajar – dijo Amanda. Beth, tomándose sus obligaciones como socia muy seriamente, seguía sin moverse.
– La verdad es que sí hay una forma – dijo Beth, pensativa. Amanda esperó-. Podrías atarlo a la cama con tus medias de seda negra y volverlo loco hasta que no pudiera más…
– ¿Medias de seda y nata en aerosol, Beth? Estoy empezando a pensar que no vas a ser una socia muy sensata.
– Seré una socia estupenda. Soy muy imaginativa.
Amanda intentaba no reírse.
– Entonces, te sugiero que apliques tu imaginación a encontrar una secretaria para Guy Dymoke. Alguien que pueda tomar taquigrafía frente a ese hombre sin desmayarse.
– Ya he llamado a Jenna King – dijo Beth-. Amanda…
– ¿Y mi té?
– Solo me preguntaba si podría dormir en mi propia cama esta noche. Lo digo porque, si tengo que volver a dormir en casa de Mike, tendré que llamar al servicio de desinfección…
– Esta noche tengo que dar una charla en la Escuela de Secretariado Internacional y Daniel va a dedicar el fin de semana a convencer a su hija de que vuelva al colegio. Nos veremos el lunes, pero no en tu apartamento.
– Entonces, ¿vas a decirle la verdad?
– Por supuesto – contestó ella. Amanda no estaba segura de lo que iba a decirle, pero sabía que era absurdo seguir aparentando ser quien no era. Daniel era demasiado importante para ella-. ¿No vas a decirme que es un error? Que él se va a guardar los cubiertos de plata en el bolsillo y…
– No. Tienes que decírselo.
Antes de que pudiera preguntarle a su amiga el porqué de su repentino cambio de actitud sonó su móvil.
– ¿Mandy? – escuchó una voz masculina Su pulso se aceleró inmediatamente-. Sé que habíamos acordado vernos el lunes, pero he pensado que podríamos comer juntos hoy.
Comer juntos era una idea maravillosa, pensaba Amanda.
– Creí que tenías que trabajar.
– Y tengo que trabajar, pero también suelo comer. ¿A la vieja insoportable le parecerá bien?
– Eso depende de… lo que dure la comida.
– Lo que tú quieras.
– Estupendo. ¿Qué prefieres, una pizza en Pimlico o comemos en el parque?
– En el parque – contestó él-. Nos vemos en la puerta del Príncipe de Gales a la una.
– Muy bien. Yo llevaré los bocadillos. ¿Quieres algo especial?
Cuando se despidieron, la sonrisa de Amanda ocupaba todo su cara.
– ¿Tuviste algún problema al volver a casa? – Daniel la llevaba de la mano por el parque.
– ¿Problema?
– Por llegar tarde. Me parece que Sadie no desaprovecharía una oportunidad como esa para echarte una bronca.
– Afortunadamente, estaba dormida. Pero, si Dios quiere, la semana que viene estará de vuelta en el colegio y todo será más fácil.
– ¿Tú crees que volverá?
– Es posible – contestó él, sentándose en un banco, cerca del lago-. ¿Huevos duros? – preguntó, al mirar la cesta que Amanda llevaba en la mano.
– ¿No te gustan?
– Sí. Ah, también hay bocadillos.
– Los he traído de jamón, de…
Daniel tomó su cara entre las manos y la besó fugazmente en los labios, pero se apartó apresuradamente, como si no confiara en sí mismo.
– Esto es una tortura, Mandy. Quiero desnudarte y hacerte el amor aquí mismo.
– Asustaríamos a los patos.
– Y nos arrestarían – sonrió él-. ¿Puedes tomarte la tarde libre?
Amanda tragó saliva y se obligó a sí misma a recordar la cita con el notario.
– No – contestó ella-. ¿Y tú?
Por un momento, Daniel pensó en cancelar una reunión que podría aportarle el mejor contrato del año, pero decidió que no era buena idea.
– Tampoco. ¿Y mañana?
– Creí que ibas a pasar el fin de semana con Sadie.
– Sadie estará trabajando hasta las seis – aseguró él-. Quiero que le duelan todos los músculos del cuerpo para asegurarme de que comprende las ventajas de volver al colegio.
– Casi me da pena, la pobre.
– No sientas pena por ella. Te debe una disculpa – dijo Daniel, acariciando su mano-. Pero que ella esté trabajando, no significa que yo tenga que hacerlo. Podríamos pasar el día juntos.
– ¿Todo el día? ¿Puedes tomarte todo el día libre?
La cara de Mandy se había iluminado y Daniel supo que debía decirle la verdad. Al día siguiente, en la casa de campo, estarían solos, con todo el tiempo del mundo para darle explicaciones, todo el tiempo del mundo para probarle cuánto sentía haberla mentido.
– Claro. Si estás libre, puedo ir a buscarte a las diez, ¿te parece?
– Muy bien. Te esperaré en la agencia.
– ¿En la agencia?
Por un momento, Amanda pensó decirle la verdad. Pero no quería que pensara que se había estado riendo de él. Daniel podría cambiar de opinión, podría sentirse decepcionado con ella.
Al día siguiente. Se lo diría al día siguiente. Si elegía bien el momento, estaba segura de que él lo entendería, incluso le haría gracia.
– ¿Dónde vamos a ir?
– A… la casa de campo de un amigo. Me la presta a veces. Es muy tranquila.
Amanda sonrió. ¿La casa de campo de un amigo? No era mala idea.
– Mañana no iré a trabajar, Sadie.
Sadie ni siquiera se molestó en levantar los ojos de la revista que estaba leyendo.
– ¿Y qué? No tienes que llevarme de la mano – dijo ella-. Tengo muchas ofertas para eso.
– Mientras sean solo para eso – murmuró su padre.
– ¿Qué pasa, papá? ¿Tú puedes pasártelo bien con «la reina de los pendientes» y yo tengo que quedarme en casa estudiando Matemáticas?
– Uno toma decisiones, Sadie, y después tiene que vivir con las consecuencias. Y eso incluye las consecuencias de darle la mano a Ned Gresham.
– Ned es muy agradable – protestó ella, poniéndose colorada.
– Los hombres de treinta años no se interesan por niñas de colegio.
– Ya te he dicho que no pienso volver al colegio.
– Es demasiado mayor para ti, Sadie. Además, liarse con la hija del jefe tiene muchas ventajas – siguió diciendo él. Estaba siendo deliberadamente crudo para robarle romanticismo a la historia que su hija pudiera haber inventado-. No sería el primero en tener esa idea.
– Ni la primera mujer. ¿No es eso lo que hace mi madre? – replicó Sadie-. Te recuerdo que mamá se quedó embarazada para casarse contigo, pero, claro, luego encontró otro con más dinero y…
– Sadie…
– La verdad es que creo que te hizo un favor. Desde que se marchó, las cosas te han ido muy bien. Pero te advierto que esa Mandy Fleming parece una mujer de gustos muy caros.
– No tan caros. Me ha invitado a comer – intentó bromear él.
– ¿A comer? – repitió su hija, sorprendida-. Mal síntoma, papá. Debe de ir en serio. Seguramente también se quedará embarazada para cazarte. ¿O es eso lo que tú quieres? ¿Lo de mi hermanastro te ha animado a tener un hijo que siga tus pasos? – añadió, levantándose del sofá-. Quizá yo debería intentar lo mismo con Ned…
– ¡Sadie!
– Ya sabes lo que dicen. De tal palo, tal astilla…
Daniel seguía intentando entender lo que estaba pasando cuando vio a su hija entrar en su habitación y cerrar de un portazo.
Amanda estaba hablando en el estrado de la Escuela de Secretariado Internacional de la que había sido alumna.
Acudía cada año, esperando inspirar a otras chicas como ella. Estaba diciendo que esperaba volver a verlas al terminar sus tres años de estudios cuando sintió un escalofrío.
Daniel estaba pensando en ella. Lo sabía y, por un momento, perdió el hilo de lo que estaba diciendo.
Media hora más tarde, lo llamaba desde el móvil.
– ¿Daniel?
– ¿Mandy? No me lo puedo creer. Estaba pensando en ti…
– Lo sé.
– ¿Lo sabías?
– Bueno, quiero decir que… quería que pensaras en mí. ¿Ocurre algo?
– He tenido una pelea con Sadie, pero eso no es nada nuevo.
– ¿Quieres que dejemos lo de mañana?
– Mañana, cariño, el sol brillará y nosotros pasaremos el día juntos. Es lo único bueno antes de un fin de semana que se presenta lleno de nubes.
– A las diez entonces.
– Estoy contando las horas – murmuró él. Contando las horas. Era un cliché, pero como todos los clichés, tenía mucho de verdad.
Sadie se había encerrado en su habitación y había puesto la música a todo volumen. Aunque hubiera llamado a su puerta, ella ni siquiera lo habría oído. Pero, media hora después, la música había cesado y Daniel pensó que era el momento de hablar con su hija, de decirle que, aunque su madre la hubiera utilizado para conseguir sus propósitos, él la había querido desde el primer día. Y nada cambiaría eso.
– Sadie, ¿puedo pasar? – preguntó, llamando con los nudillos-. ¿Sadie? – repitió. Pero no hubo respuesta. Con un extraño presentimiento, Daniel abrió la puerta… Sadie no estaba en la habitación. El único signo de vida era el equipo de música, que seguía encendido.
– ¡Amanda! ¿Con vaqueros en la oficina? – exclamó Beth al día siguiente.
– Hoy no voy a trabajar, querida Beth – sonrió Amanda.
– ¿Y eso?
– Voy a pasar el día con Daniel.
– Vaya, veo que vas muy rápido – dijo su amiga-. Por cierto, ha llegado una carta de la señora Warburton, la directora del internado Dower. Quiere que pronuncies el discurso de entrega de diplomas dentro de seis meses. Se ha convertido en una persona muy importante, señorita Garland – bromeó Beth.
– Me parece que la señora Warburton no le haría ninguna gracia presentar a una madre soltera como ejemplo para las niñas.
– No creo que te quedes embarazada inmediatamente. Además, piensa en la cantidad de padres ricos que habrá entre el público. La clase de gente que necesita secretarias, niñeras y todo lo demás. Será estupendo para el negocio.
– Beth, las reglas de comportamiento para las alumnas del internado Dower son muy estrictas.
– De acuerdo, pero a la señora Warburton le encanta invitar a ex alumnas que se han convertido en miembros del Parlamento o empresarias de éxito para dar la impresión de que el internado que diriges es uno de los mejores de Inglaterra – insistió Beth-. Llámala ahora mismo y dile que aceptas.
– ¿Y si entonces estoy embarazada?
– Serás la prueba viviente de que una mujer puede tener todo lo que quiera sin necesitar un nombre. ¿Qué mejor ejemplo que ese? – sonrió su amiga-. ¿Esos son los planos de la nueva oficina?
– Sí. ¿Qué te parecen?
– ¿No vas a pasar el día con Daniel? Pues olvídate – contestó Beth, quitándole los planos.
– Oye, que los estaba mirando…
– Tienes todo el fin de semana para hacerlo. Siéntate y toma una taza de té para calmar los nervios. ¿Dónde vais a ir?
– A una casa de campo que le ha prestado un amigo, creo. No puede estar muy lejos porque tiene que ir a buscar a su hija a las seis.
– ¿Una casa prestada?
– Pues sí. ¿Por qué?
– No, por nada.
– ¿Hay algo que no me has contado? – preguntó. Beth se puso a mirar al techo-. Vamos, dímelo.
– Tú no querías saber nada.
– Pero eso era antes de…
– ¿Antes de enamorarte como una tonta? -terminó Beth la frase por ella-. Era él quien tenía que morder el anzuelo, no tú.
– No sé de qué estás hablando – dijo Amanda-. ¿Qué has hecho?
– Nada… Bueno, alguien tiene que velar por tus intereses. Tengo un amigo detective y le pedí que comprobase ciertos datos, eso es todo.
– ¿Un detective? Estás loca. Es de muy mal gusto… – empezó a decir Amanda, escandalizada. Beth levantó las cejas-. Vale. ¿Qué es? Si es algo malo, prefiero saberlo.
– ¿He dicho yo que fuera malo? Ese hombre está limpio, te lo aseguro. Tiene montones de tarjetas de crédito, paga impuestos, ayuda a las ancianas en los semáforos…
– ¿Pero?
– Pero eso no significa que no tenga secretos.
– ¿Qué secretos? – preguntó Amanda. Su pulso se había acelerado inmediatamente.
Beth sacó un sobre del bolso, pero no se lo dio.
– Estoy segura de que él mismo te lo contará.
– ¿Contarme qué?
– En realidad, no es tan importante.
– Te juro que…
En ese momento empezó a sonar el intercomunicador desde recepción.
– Señorita Garland, alguien pregunta por Mandy Fleming, como me había dicho.
– Enseguida bajo – contestó, mirando a Beth-. Muy bien. Yo también tengo un secreto.
– Eso es.
– Y voy a contárselo.
– Y estoy segura de que él hará lo mismo. Tienes razón. Esto es de muy mal gusto y voy a romperlo ahora… – pero Amanda se lo impidió-. Prométeme que no lo leerás hasta que llegues a tu casa – suplicó, poniéndose seria-. Dale una oportunidad de contártelo. La curiosidad mató al gato, ya sabes.
– Lo que tienes que esperar es que no te mate yo a ti cuando lea este informe.
Daniel estaba apoyado en el Jaguar cuando Mandy salió de la oficina.
Por un momento le pareció que estaba tensa, un poco insegura. Pero después, una sonrisa iluminó su cara.
– ¿Tu jefe sabe que has tomado prestado el Jaguar?
– No le importa.
– ¿De verdad? ¿Por qué?
– Es una historia muy larga.
– ¿Y vas a contármela?
Ella lo miraba directamente a los ojos y Daniel se dio cuenta de que se había acabado el tiempo parajueguecitos.
– Sí, Mandy. Te la voy a contar – contestó, mientras le abría la puerta del coche. Amanda se sentó en el asiento de cuero y pasó los dedos por el tablero de madera de nogal-. Irresistible, ¿verdad? ¿Te gustaría conducirlo?
– ¿En serio? – los ojos de Amanda se iluminaron. Pero cuando le ofreció las llaves, ella negó con la cabeza, riendo-. Es muy valiente por tu parte, Daniel, pero prefiero no hacerlo. Estoy acostumbrada a conducir coches más pequeños.
– ¿Qué coche tienes?
Amanda recordó su Ferrari descapotable, más pequeño pero más potente que el Jaguar, y deseó haber mantenido la boca cerrada.
– Un pequeño cochecito rojo – dijo, sin dar más explicaciones. El día del seminario, el Ferrari estaba en el taller para una simple revisión. Por eso había contratado un coche con chófer. Y por eso había conocido a Daniel.
– Muy inteligente. Este coche es precioso, pero gasta demasiada gasolina y cada vez que hay que cambiarle una pieza es una pesadilla. Pero esta es una ocasión especial.
– Me parecía que estabas contento. ¿Qué tal con Sadie?
– No muy bien – contestó él, mientras arrancaba el coche-. Pero tengo esperanzas. Ha metido la pata hasta el fondo y lo sabe.