CAPÍTULO 4

– POR LA VOZ, yo diría que es guapísimo – decía Beth, que había insistido en ayudarla a elegir el vestido que se pondría para su primera cita con Daniel-. Y muy sexy.

– Tiene una voz normal, Beth. Profunda, pero normal – dijo Amanda. Mentía, claro-. ¿Qué te parece este? – preguntó, mostrando un traje gris con chaqueta del mismo color.

– Por favor, no vas a tomar el té al palacio de Buckingham. Ponte el negro. Y tacones altos. Los hombres no se pueden resistir frente a un par de tacones.

– No quiero que piense que voy a meterme en la cama con él en la primera cita.

– ¿No es eso lo que quieres?

– ¿Y no eras tú la que me decía que tuviera cuidado?

– Todos cometemos errores. Creo que deberías disfrutar todo lo que puedas.

– No puedo simplemente… bueno, ya sabes – empezó a decir Amanda-. Tengo que conocerlo un poco mejor… ¡Deja de mirarme así!

– ¿Así cómo?

– Sonriendo. Esto no tiene ninguna gracia. Es muy serio, Beth.

– ¿O sea que no puedes… ya sabes?

Amanda, que no se había ruborizado desde que se le había roto la goma de las braguitas en una fiesta cuando tenía ocho años, sintió que sus mejillas ardían.

– Esta es solo una cita para conocernos un poco. Es posible que no quiera volver a verme. O que yo no quiera volver a verlo…

– Si juegas bien tus cartas, esta noche puede ser definitiva. ¿Lo de las medias es intencionado?

– Siempre llevo medias.

– ¿De seda negra, con liguero? – preguntó Beth, irónica. Amanda la miró, irritada-. Bueno, solo era una pregunta. ¿Y dónde vais a ir después?

– ¿Después de qué? – preguntó Amanda, casi gritando.

– Después del teatro. Aquí no podéis venir – contestó su amiga, con una calma irritante-. Lo mejor será que busques un nido de amor.

Amanda se sentó sobre la cama y miró a su nueva socia.

– Te lo estás pasando bomba, ¿verdad?

– No me lo había pasado tan bien desde que descubrí que la nata viene en aerosol.

– Qué cara tienes – dijo Amanda, intentando no sonreír. Eran nervios, solo nervios-. Estás despedida.

– No puedes despedirme. Soy tu socia – replicó su amiga, sin molestarse en mirarla-. Este es el vestido. Definitivamente.

El vestido que Beth tenía en la mano era negro, corto y sexy como el pecado.

– No sé – dudó Amanda. ¿Cuándo había sido la última vez que dudaba sobre qué vestido ponerse?, se preguntaba.

– Este vestido cubre lo suficiente como para demostrar que eres una señora y revela lo suficiente como para dejarlo con la lengua fuera – dijo Beth-. ¿No es ese el efecto que quieres conseguir?

– Es el efecto que quieren conseguir todas las mujeres – admitió Amanda, poniéndose el vestido con manos temblorosas-. ¿Qué tal?

– Muy…

– ¿Muy qué?

– Muy… ya sabes – contestó Beth con una risita perversa.


Mandy Fleming llegaba tarde. Daniel acariciaba el pendiente que llevaba en el bolsillo, preguntándose si le daría plantón. Quizá sería lo mejor. Las mujeres eran mejor de una en una, sobre todo si una de ellas era Sadie. Su hija, que aquella tarde le había dicho tranquilamente que se iba al pub.

– ¿Cómo? ¿Tú sola? – había preguntado Daniel, intentando disimular una nota de histeria en su voz.

– No. Con mi amiga Annabel.

Su amiga Annabel acababa de convertirse en persona non grata para Daniel.

– Pues tendrás que decirle que no. Además de que estás castigada, te recuerdo que no tienes edad para ir a un pub.

– Annabel dice que nos dejan entrar.

Desgraciadamente, tenía razón. Sadie podría convencer a cualquiera de que tenía dieciocho años y, por eso, cuanto antes volviera al internado, mejor.

– Me da igual que os dejen entrar. No tienes edad…

En ese momento, apareció Bob y le preguntó a Sadie si quería cenar en su casa y echar un vistazo a la moto. Bob, como siempre, echándole un cable.

Daniel miró su reloj, impaciente. Hacía mucho tiempo que no esperaba a una mujer. Faltaban solo diez minutos para que empezase la función…

– Daniel – oyó una voz a su espalda. Él se levantó como por un resorte. Quedarse en casa con su hija quizá hubiera sido lo más sensato, pero cuando la alternativa se llamaba Mandy Fleming, el sentido común no servía de nada-. Perdona, siempre te hago esperar – sonrió ella. Por encima del murmullo de voces del bar, la voz de Mandy le llegaba suave y un poco ronca, acariciando su oído.

– Merece la pena esperarte – dijo él, nervioso como un crío-. ¿Quieres tomar algo?

Amanda se sentó frente a él, intentando no mirarlo como una adolescente enamorada. Pero algo le decía que aquel hombre era especial, diferente de los demás. Y que había conseguido descarrilar todos sus planes.

– Gracias. Un zumo de naranja.

Amanda lo observó abrirse camino hacia la barra… y observó también cómo lo miraban las camareras. Con un traje de color claro, camisa azul cielo y corbata de seda, en realidad lo que la sorprendía era no tener que pelearse por él.

¿Por qué lo habría abandonado su mujer?, se preguntaba.

Su subconsciente tenía la manía de hacerse preguntas en los momentos menos adecuados, pero en aquella ocasión lo ignoraría con total impunidad. Aquella noche tenía una cita y lo pasaría bien sin comprometerse a nada. Y, después del teatro, tomaría un taxi y volvería a su casa sola. ¿O no?

– ¿Has tenido mucho trabajo hoy? – preguntó Daniel, volviendo con el zumo de naranja.

– Sí – contestó Amanda-. Pero no he llegado tarde por eso. He llegado tarde porque no quería que te creyeras irresistible.

Daniel se quedó momentáneamente sin respiración. Hubiera deseado tomarla del brazo y salir del teatro con ella…

– No te preocupes por eso. Ya sé que no soy irresistible – sonrió él-. En realidad, he estado a punto de llamarte para decir que no podía venir – añadió, sin dejar de mirarla a los ojos-. ¿Qué harías tú si una niña de dieciséis años te dijera que se va a un pub?

– ¿Tu hija? Pues no sé, supongo que tendría que decirle que no.

– ¿Supones?

– Sí. Pero a los dieciséis años a mí también me gustaba ir a los pubs con mis amigas.

– ¿Y tu padre te dejaba?

– En realidad, yo no le pedía permiso – sonrió ella, pestañeando de una forma que lo dejaba sin aliento.

– En otras palabras, que debería dar gracias porque mi hija no es tan lista como tú.

– No estaría yo tan segura. Las adolescentes son peligrosísimas.

– Supongo que tienes razón – murmuró él.

– Entonces, ¿por qué estás aquí, en lugar de vigilando a tu progenie?

– Bob, uno de mis… uno de mis compañeros de trabajo me ha salvado. Ha invitado a mi hija a cenar con él y su mujer y, de paso, le ha pedido que lo ayude a arreglar una vieja moto.

Amanda sonrió.

– ¿A tu hija le gustan las motos?

– Le encantan – contestó él. Después se quedó pensativo unos segundos-. Acabo de darme cuenta de que he metido la pata. Ahora Sadie creerá que puede quedarse con la moto.

– ¿Sabe conducir?

– Yo mismo la enseñé el verano pasado. Lo que no sabía era que se había sacado el permiso… – en ese momento, el timbre que anunciaba el comienzo de la función lo interrumpió-. Como tú has dicho, peligrosísimas.

Ir al teatro había sido buena idea, pensaba Amanda. Pero después, el roce de sus brazos en una butaca demasiado pequeña para un hombre de la estatura de Daniel, el de sus rodillas cuando pasaba alguien por delante para buscar su asiento, el de sus hombros cuando se inclinó para escuchar algo que él decía… enviaban escalofríos de anticipación por todo su cuerpo. Una mujer sensata se habría apartado. Pero una mujer sensata se habría quedado en casa en lugar de hacerse pasar por una de sus empleadas, pensaba.

– ¿Qué has dicho? – preguntó. Lo había oído perfectamente, pero quería estar más cerca, quería sentir su aliento en la mejilla. Lo deseaba. Lo deseaba aquella misma noche y no podía evitarlo.

Y lo que veía en sus ojos la ponía aún más nerviosa. Amanda estaba acostumbrada a las miradas de cachorro de sus acompañantes, pero aquel hombre no era ningún cachorro. Él no seguiría su paso.

La butaca era demasiado pequeña y Daniel se sentía incómodo. Era una locura. Él nunca había sentido aquel deseo, aquella urgencia. Todos sus sentidos estaban alerta. El perfume de ella, suave y exótico, el roce de su pelo, la perfección de su piel que sabía sería como seda al tacto…

Amanda lo miró entonces y en sus ojos vio que no estaba solo, que ella sentía lo mismo. Era mejor que se hubieran encontrado en un lugar público porque, de no ser así, en aquel mismo instante estarían arrancándose la ropa como un par de sedientos excursionistas frente a un oasis. Aunque no sería agua lo que estarían buscando.

Daniel tomó su mano. Era tan pequeña que lo hacía sentirse grande y torpe, pero no la soltó. Miraba el escenario, pero no podría haber contado cuál era el argumento de la obra. Solo prestaba atención al tacto de seda de Amanda, un tacto que pronto lo envolvió por completo.

Amanda intentaba prestar atención a los actores, pero el contacto con la mano de Daniel lo hacía imposible. La seductora intimidad de la caricia podría hacer que cualquier mujer sensata acabase haciendo una locura.

Dos horas después, la función terminó y los dos aplaudieron calurosamente. No habían visto nada, no habían oído nada.

– ¿Tienes hambre? – preguntó él, aclarándose la garganta.

– ¿Hambre? – repitió ella, aún confusa.

– Cerca de aquí hay un excelente restaurante italiano.

– ¿Podremos encontrar mesa tan tarde?

– He reservado una – contestó él-. Por si acaso te gustaba la comida italiana.

– ¿Y si no me hubiera gustado?

– Hay un puesto de perritos calientes a la vuelta de la esquina – sonrió Daniel. Era un lugar público, lleno de gente. Quizá era allí donde deberían ir. De otro modo, estaba seguro de que acabarían haciendo una tontería.

– Prefiero el restaurante italiano – dijo Amanda.

En la calle, Daniel soltó su mano, pero solo para ayudarla a ponerse el chal sobre los hombros. Después, hizo un gesto e, inmediatamente, un taxi paró frente a ellos.

– ¿Cómo lo has hecho? ¿Es un gesto especial entre conductores?

– Podría ser – contestó él, entrando en el taxi y dándole al conductor la dirección-. O también podría ser que nos estuviera esperando. Es el taxi que me ha traído al teatro – añadió, con una sonrisa. Estaba claro lo que Daniel tenía planeado, pensaba ella. Sabía que irían juntos a cenar y después… Amanda sintió un escalofrío-. ¿Tienes frío?

– No – contestó, apartándose un poco. Sabía, sin mirarlo, que Daniel estaba sorprendido por el repentino cambio de actitud.

– No creo que tú tengas problemas para llamar la atención de los taxistas – dijo él. Algo en su voz había cambiado también.

– Si has venido en taxi, debes vivir cerca de aquí.

– No demasido lejos. ¿Y tú?

Era una pregunta inocente, pero la tomó completamente por sorpresa.

– Yo… en este momento vivo en casa de una amiga. Cerca de Camdem – contestó, por si él quería dejarla en la puerta. Si era así y tenía que sacar a Beth de la cama, tendría que dar muchas explicaciones. Pero el hecho de que se sintiera tentada, de que aceptara tranquilamente que podría sucumbir, que deseara sucumbir aquella misma noche, la hacía sentir miedo-. Estoy redecorando mi apartamento y soy alérgica a la pintura… Oh, me he olvidado la llave – mintió, mirando su bolso-. Mi amiga me matará si tengo que despertarla para que me abra la puerta.

– Ya entiendo – murmuró Daniel, sin mirarla.

– Mira, quizá cenar no es buena idea. Se está haciendo tarde, yo tengo que trabajar mañana y tú quizá deberías ir a ver a tu hija…

– ¿Por si acaso se ha ido al pub? – terminó él la frase-. ¿Es eso lo que tú habrías hecho? – preguntó. Amanda no contestó y Daniel se inclinó hacia el taxista-. Pare aquí, por favor.

– Daniel…

– Ha sido una noche estupenda, Mandy. Muchas gracias – dijo él, dándole unos billetes al taxista-. Solo tienes que decirle dónde quieres ir.

– Pero… – Daniel ya había cerrado la puerta y se alejaba por la calle. Amanda murmuró una maldición.

– ¿Dónde vamos, señorita? – preguntó el taxista.

¿Cómo podía haber sido tan torpe? ¿Tan estúpida, tan cobarde? No podía recordar cuándo había deseado a un hombre con aquella intensidad. Por un momento, consideró la posibilidad de decirle al taxista que diera la vuelta y lo siguiera. Pero no lo hizo. Le dio su dirección y se dejó caer sobre el asiento.

Los nervios. Los estúpidos nervios. No había tenido una cita en muchos años y no sabía cómo actuar. Con su actitud, había dejado claro que conocía las intenciones de Daniel y no pensaba seguir adelante. Como una quinceañera asustada.

Por primera vez en mucho tiempo, Amanda estaba a punto de ponerse a llorar.


– ¿No vas a ir a trabajar?

Daniel, medio dormido, abrió un ojo y miró a su hija. ¿Es que nunca se ponía nada que no fuera negro?

– Iré más tarde – contestó.

– Veo que lo pasaste bien anoche.

– ¿Me has despertado para torturarme?

– ¿Qué es esto? – preguntó Sadie.

Daniel volvió a abrir un ojo y vio a su hija con el pendiente de Mandy en la mano.

Lo había encontrado en su bolsillo al llegar a casa, después de un largo y reconfortante paseo. Hasta entonces, había estado felicitándose a si mismo por haber escapado. Había escuchado suficientes mentiras de Vickie como para saber cuándo lo estaban engañando. Y no pensaba soportarlo de nuevo. Aunque su cuerpo protestara enérgicamente.

– Es un pendiente. ¿Es que no te enseñan nada en el colegio?

Sadie hizo una mueca.

– Muy gracioso – dijo, dejando el pendiente en la mesilla-. No voy a avergonzarte preguntando qué hace en tu dormitorio. Seguro que soy demasiado joven para saberlo.

– Efectivamente. Eres demasiado joven.

– ¿De quién es?

– Sadie, vete a trabajar.

– ¿No vas a levantarte? He pensado que, como es tan tarde, podrías llevarme. Eso sí no tienes demasiada resaca.

– No tengo resaca. Simplemente, he pasado una mala noche.

– A juzgar por el pendiente, muy mala no ha sido.

– Cariño, – suspiró Daniel, incorporándose- si pensara pasarlo bien, te prometo que no lo haría contigo en la habitación de al lado.

– ¿Por qué? ¿Es que grita mucho?

Daniel ni siquiera quería pensar en eso, así que miró su reloj, disimulando la turbación. «Malditas adolescentes», pensó.

– Tienes diez minutos para irte a trabajar.

– ¿O?

– O puedes ir buscando otro trabajo.


Amanda llegó tarde a la oficina. Las gafas de sol escondían sus ojeras.

– No preguntes – dijo, cuando vio la expresión de Beth-. Ni una palabra.

– ¿Zumo de naranja, café, té? – preguntó Beth suavemente.

– Café. Solo, con mucho azúcar.

– He leído que el café dificulta las posibilidades de quedarse embarazada – dijo Beth, poniendo una taza de tila y una pastilla sobre la mesa.

– ¿Qué es eso?

– Vitamina B6. 10 miligramos. He leído que, si se toma durante unos meses antes de quedarse embarazada, evita las nauseas matinales.

– Lees demasiado.

– Y mi padre me ha dado unas espinacas de su huerto. Están en la nevera.

– ¿Espinacas, nevera? – repitió Amanda, confusa.

– Me pediste que comprara una y ha llegado esta mañana. La he llenado de leche desnatada, zumo de naranja y yogures.

– ¿Leche desnatada?

– Mucho calcio, poca grasa.

– Leche desnatada y espinacas, qué alegría de vivir – murmuró Amanda. Se sentía enferma y ni siquiera estaba embarazada.

– Tienes que tomar muchas verduras.

Amanda decidió cambiar de conversación.

– Estoy esperando el contrato de las oficinas del piso de abajo. ¿Ha llegado ya?

– Quítate las gafas de sol y verás que lo tienes delante. ¿Qué ha pasado? ¿Una mala noche?

– No ha pasado nada. No he dormido bien, eso es todo – contestó. Pero, dándose cuenta de que su respuesta ofrecía múltiples interpretaciones, decidió ampliarla-. Nos despedimos después del teatro. Fin de la conversación – dijo, tomando un sorbo de tila. Después, se puso la mano en la sien-. Necesito una aspirina.

– Lo que necesitas es un poco de lavanda – dijo Beth, poniéndole delante un frasquito de cristal con un líquido verde-. Es muy aromática y quita el dolor de cabeza.

– Beth, necesito una aspirina – replicó Amanda, con los dientes apretados-. Ahora mismo.

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