CAPITULO 6

EL TIEMPO pareció pararse cuando Amanda puso los labios sobre los del hombre. Daniel no quería llegar tan pronto, pero había aparcado frente a la casa y no podía dejar de pensar en Mandy, de desearla. Como un adolescente.

¿Cómo se comportaría aquella noche?, se preguntaba. ¿Sería la bromista y coqueta cliente que había llevado el primer día en el Mercedes? ¿La mujer despreocupada que, después de una llamada de teléfono, había asumido una actitud profesional, obsesionada por llegar a tiempo a una cita de trabajo con un actor de cine? Los celos que había sentido en aquel momento deberían haberlo advertido de lo que iba a ocurrir. ¿Sería la que había aparecido aquella mañana en el garaje, o la mujer insegura de la noche anterior?

Daniel se había hecho todas esas preguntas antes de salir del coche, pero ni en sus mejores sueños hubiera anticipado ese recibimiento.

Aquello sí que era una sorpresa. Un beso que decía: «Te estaba esperando. Deseándote». Un beso que entregaba, pero no pedía nada. Puro y, sin embargo, como una mecha para sus pensamientos pecaminosos. Un beso que un hombre recordaría en su corazón hasta el día de su muerte.

Mandy tenía los ojos cerrados y una mancha de harina blanqueaba su mejilla, dándole un toque de vulnerabilidad a sus aristocráticas facciones.

La certeza de que ella también lo deseaba era como un balón de oxígeno para su deseo. El fuego corría por sus venas de tal forma que tenía que contener el aliento. Pero no quería perder el control, había visto demasiado, había vivido demasiado como para eso. Cuando Amanda se apartó un centímetro, suspirando, mirándolo con aquellos ojos grises, Daniel supo que estaba perdido.

– No me han besado así desde que tenía dieciséis años – dijo, con voz ronca de deseo; un deseo que lo golpeaba por dentro, enloqueciéndolo.

– ¿Y eso es bueno o malo? – susurró ella.

Habría deseado apretarla contra su cuerpo, dejar que ella decidiera si era bueno o malo, pero lo único que hizo fue limpiarle la harina de la cara.

– Bueno – murmuró-. Muy bueno. Y muy malo.

– ¿Por qué es malo? – preguntó Mandy. Él tomó su cara entre las manos, como si fuera un frágil tesoro, enredando los dedos en su pelo.

– Por esto – murmuró, a un milímetro de sus labios, a un milímetro del cielo, haciéndola esperar, adorando la expresión ansiosa de ella. Mandy no se movía, apenas respiraba. Después, cuando la tensión se hizo insoportable, vio que sus ojos se oscurecían y sus labios se abrían casi imperceptiblemente. Era la señal que esperaba. Daniel rozó los labios femeninos, un roce nada más y las pestañas de ella se cerraron en un gesto de rendición. Pero aún así la hizo esperar. Un suave gemido escapó de los labios femeninos. Un gemido impaciente que le rogaba que siguiera-. ¿Bien? – murmuró, besándola suave, muy suavemente, rozando sus labios con la punta de la lengua. Como un baile. Un baile lento, sensual…

– Muy bien – suspiró ella, mordiendo su labio inferior-. Y muy mal.

– Dime cómo entonces – se besaban como si no lo estuvieran haciendo, como si fuera el sensual tango de una película en blanco y negro. Lento, lento…

– No tengo que decirte nada. Tú ya lo sabes.

Mandy enredó los brazos alrededor de su cuello y Daniel supo que ella deseaba más, que lo deseaba todo. Su corazón latía con violencia y, durante unos segundos, la besó con pasión… pero era demasiado pronto. No podían… Daniel la tomó de la mano.

– Vamonos.

– ¿Qué?

– ¿Dónde está tu chaqueta?

– Ahí – contestó ella. Daniel vio una chaqueta colgada del perchero y se la puso a toda prisa, como si fuera una niña-. ¿Dónde vamos? ¿Y la cena?

– Olvídate de la cena – contestó él, apagando el horno.

– ¡Mi soufflé! – protestó Mandy-. Me ha costado mucho trabajo…

– Ya me he dado cuenta.

– ¿Vamos a desperdiciarlo?

– Nos quedemos o no, nadie se lo va a comer, Mandy.

La noche anterior, Amanda había tenido miedo de perder el control, miedo de que Daniel Redford le hiciera perder la cabeza. Pero aquella noche no tenía miedo. Aquella noche sabía que había perdido la cabeza y le daba igual.

Quizá la espera había hecho que todo fuera tan especial. Quizá por eso él la sacaba apresuradamente del apartamento. Quizá era la anticipación, el deseo, lo que la hacía sentirse en una nube. O quizá era amor. No estaba segura, pero era diferente de todo lo que había sentido hasta entonces.

– ¿Dónde vamos? – preguntó, mientras caminaban a buen paso por la calle.

– No lo sé – contestó él-. Estoy poniendo un poco de distancia entre nosotros y la cama. Me parece que estoy como tú estabas anoche, Mandy. Deseando que ocurra, pero pensando que es demasiado pronto.

– Ah. Ya veo.

– Habíame. Cuéntame cosas de ti.

– Podríamos haber hablado mientras cenábamos – insistió ella.

– ¿Tú crees?

– ¿Qué quieres saber? – sonrió Amanda.

– Todo. Sé que trabajas como secretaria, que te gusta el teatro y que eres alérgica a la pintura. Pero no sé nada más. Empieza por el principio.

– ¿Por el principio? Podríamos tardar toda la noche.

– Tenemos hasta las doce.

– ¿Hasta las doce? ¿Tienes que volver a casa a las doce?

– Sadie es quien tiene que volver a las doce. Y yo tengo que estar en casa para comprobarlo – contestó él-. La paternidad es una pesadez.

Amanda sonrió.

– Lo sé todo sobre la paternidad. Yo también tengo un padre – dijo, intentando seguir su paso. Muy bien, Cenicienta, te haré un resumen. Vamos a ver… tengo veintinueve años… bueno, en realidad, estoy a punto de cumplir treinta.

– Me gusta que me digas la verdad – la interrumpió Daniel, mirándola a los ojos-. ¿Te molesta cumplir treinta años?

– No. ¿Por qué?

– Treinta es una edad importante – se encogió él de hombros-. Para un hombre no es un trauma, pero sí para algunas mujeres. Muchas que conozco no admitirían tener más de veintinueve – añadió. Su ex mujer era una de ellas. Sadie era la prueba de que tenía muchos más y Daniel sospechaba que esa era una de las razones por las que Vickie no quería saber nada de su hija.

– Tener treinta años no me molesta; es solo un recordatorio de las cosas que no he hecho todavía…

– Aún tienes mucho tiempo.

– Para la mayoría de las cosas sí, pero no para todo – murmuró ella. Daniel tenía la impresión de que había tocado un tema doloroso y no había que ser un genio para imaginarse qué era-. Nací en Berkshire, fui a un internado y después pensaba ir a la universidad, pero mi padre necesitaba una secretaria… – «para dictarle sus memorias durante su larga enfermedad», recordaba Mandy- y eso hice hasta que murió.

– Podrías haber ido a la universidad después. Aún puedes hacerlo.

– Lo sé – sonrió ella-. Y si quisiera hacerlo, lo haría.

– ¿Y tu familia? ¿Tu madre, tus hermanos?

– Mi madre se dedica a obras benéficas y tengo un hermano mayor, Max. Es economista. Él y su mujer, Jilly, están esperando su primer hijo.

– ¿Eso es todo?

– ¿Qué más quieres saber? Nunca he estado casada y nunca he vivido con nadie – añadió.

¿Por qué las cosas no podían ser más sencillas?, se preguntaba. Veinte minutos antes habían estado a punto de irse a la cama, eso era sencillo. Simple deseo. Simple sexo. Exactamente lo que ella quería.

Pero entonces Daniel Redford lo había complicado todo.

– Estás temporalmente en casa de una amiga, pero ¿dónde vives?

– No. Ahora es tu turno.

Daniel la miró. ¿Seguía escondiendo algo?, se preguntaba. En realidad, ella no era la única.

– Muy bien. ¿Qué quieres saber?

– Empieza por el principio.

– Nací hace treinta y ocho años en un barrio al este de Londres – empezó a decir él-. Mi padre era un bruto y un ignorante y mi madre murió cuando yo cumplí diez años.

– Oh, Daniel, cuánto lo siento – murmuró ella, apretando su mano. El gesto era tan tierno que lo conmovió.

– Dejé de ir al colegio a los quince años – siguió él-. Estaba demasiado ocupado buscándome la vida en los muelles. Pero tuve suerte, porque en lugar de meterme en líos con la policía, descubrí que tenía una curiosa afinidad con los motores.

– Ahora entiendo por qué estás tan empeñado en que Sadie no deje el colegio.

– Debería haberme imaginado que algo andaba mal cuando empezó a suspender.

– ¿Tú crees que lo ha hecho a propósito?

– Sadie solía sacar sobresalientes en todo y tengo la impresión de que su actitud rebelde tiene que ver con que su madre ha tenido un niño hace poco. Se siente abandonada otra vez – explicó él-. En fin, no sé… creí que una semana trabajando en el garaje la convencería de que tenía que volver a los libros.

– ¿Y la ha convencido?

– Todo lo contrario.

– Tiene dieciséis años, Daniel. Estar en un garaje, rodeada de hombres maduros que están pendientes de ella, no la va a convencer de que estaría mejor en el colegio – dijo Amanda-. ¿Verdad que la tratan muy bien?

– Pues sí, la verdad es que sí – contestó él. Bob la trataba como si fuera su nieta y los demás la regalaban bombones y bollos… de repente Daniel entendió lo que Mandy estaba sugiriendo-. Pero ninguno de ellos se atrevería…

– Por supuesto que no – lo interrumpió Amanda. Pocos hombres se atreverían a desafiar a Daniel Redford-. Pero tu hija tiene dieciséis años. Y estoy segura de que tu jefe no despediría a un buen conductor por tontear con una cría que está deseando saber lo que es la vida. ¿Dónde está Sadie esta noche?

– Arreglando la moto de Bob. Maggie y él la han invitado a cenar – contestó él-. ¿Tienes hambre?

– Sí, tengo hambre – sonrió Mandy-. ¿Qué sugieres?

– No podemos volver al apartamento.

– Podríamos – sugirió ella-. Está empezando a hacer frío.

– Cenaremos aquí – dijo Daniel, señalando la puerta de un restaurante.

– No quieres probar mi soufflé, ¿verdad?

– Sabes exactamente lo que estoy pensando – susurró él, besándola en la frente-. Por eso vamos a cenar aquí.

Se sentaron en una mesa apartada y Daniel pidió la cena y el vino mientras Amanda lo miraba, sin decir nada. Echaba de menos el roce de su mano, pero le gustaba estar frente a él. De ese modo, podía mirar sus ojos.

Tenía un hoyito en la barbilla que le hubiera encantado tocar. Lo imaginaba despertando a su lado por la mañana, imaginaba el roce de su cara… su imaginación no le estaba haciendo ningún favor; un restaurante lleno de gente no era lugar para tener aquella clase de pensamientos.

Pero seguía comiéndoselo con los ojos, disfrutando de su aparente seguridad, de su forma de moverse…

– ¿Qué piensas? – preguntó él, cuando la camarera les había servido el vino.

– ¿Por qué te separaste de tu mujer?

Daniel se encogió de hombros, como si no lo recordara.

– Quizá yo no era el marido que ella esperaba.

– Pero te dejó una hija… – empezó a decir Amanda. Después se lo pensó mejor-. Perdona, no es asunto mío.

– Vickie no era particularmente maternal – explicó Daniel-. Cuando nació Sadie y tuvo que cambiar pañales, levantarse por las noches… bueno, perdió el interés.

– ¿No me has dicho que acaba de tener un niño?

– El amante de Vickie es mucho mayor que ella y muy rico. Teniendo un hijo con él se asegura de que la unión sea permanente. Además, ahora tiene una niñera para que se encargue del trabajo pesado.

– Pobre Sadie.

– Sí – murmuró él-. Pero echar su futuro por la borda no la va ayudar a sentirse mejor.

– Quizá no quiere sentirse mejor. Quizá lo que quiere es que su madre se arrepienta.

– Mi ex mujer no sabe nada de su hija – dijo Daniel. Pero siempre había formas de que lo supiera, pensaba Amanda. Especialmente si Sadie estaba muy dolida-. ¿Qué quiere una niña de dieciséis años? Dímelo tú.

Amanda miró el plato de pasta que la camarera acababa de dejar sobre la mesa. Cuando ella tenía dieciséis años, era una niña feliz. Tenía un padre que la adoraba, una madre comprensiva y un hermano mayor que la protegía. Eso es lo que quiere una niña de dieciséis años, pero no hay dinero suficiente en el mundo para comprarlo.

– Lo siento, Daniel. No sé si puedo ayudarte en ese asunto. Lo único que puedo aconsejarte es que la quieras, haga lo que haga.

– ¿Aunque ella me lo ponga difícil?

– Cuando cumpla veinte años, se le habrá pasado.

– Faltan cuatro para eso.

– Y después, pasará lo mismo con la siguiente generación.

– ¿Qué? Soy demasiado joven para pensar en nietos – sonrió él.

– Ningún hombre con una hija de dieciséis años es demasiado joven para pensar en eso.

– Sadie es muy lista. No creo que…

– ¿No?

– ¿No creerás que puede quedarse embarazada a propósito?

– No la conozco. Pero no me extrañaría nada. Es normal que se sienta abandonada teniendo una madre así y, si lo que quiere es hacerle daño… imagínate cómo podría sentirse tu ex mujer si supiera que va a ser abuela.

– Se moriría del susto – murmuró Daniel. Amanda se encogió de hombros. Eso era lo que había querido decir-. No puedo creer que mi hija fuera tan tonta como para… arruinaría su vida.

– No la arruinaría, la complicaría un poco, eso sí. ¿Seguro que está arreglando la moto esta noche?

– Sí, claro – contestó él. Pero se quedó pensativo un momento-. Al menos, eso creo – añadió. ¿Era su imaginación o, últimamente, Ned Gresham se pasaba todo el día en el garaje…? Daniel se puso de pie inmediatamente-. ¿Me perdonas un momento?

Amanda levantó la copa y brindó por su compañero con una sonrisa.

– Amanda, querida, desde luego sabes cómo estropear una cita – murmuró para sí misma.


Unos minutos después, Daniel volvía a sentarse frente a ella, con expresión aliviada.

– Ha salido a dar una vuelta con la moto.

– ¿Sola?

– No, con Bob.

– Lo siento. Me parece que he exagerado…

– No te disculpes. Podrías haber tenido razón – la interrumpió él, tomando su mano. Se había quedado sin sangre en las venas, pero en ese momento, mirando a aquella hermosa mujer, sintió la clase de calor que podría, debería tener solo un resultado… Ella jugaba con la comida; apenas había comido nada-. ¿No tienes hambre? – preguntó. Amanda negó con la cabeza-. Vamonos.

– ¿Dónde?

– Se me están ocurriendo muchos sitios – contestó él, dejando dinero sobre la mesa.

– Salir contigo es mejor que ponerse a régimen.

– Puedes patentarme – sonrió Daniel, mientras paraba un taxi.

– De eso nada. Te quiero solo para mí.

Dos minutos después estaban frente a la puerta del apartamento. Amanda no podía creerlo. ¿Daniel estaba esperando que lo invitara a entrar? Pero él sabía que… o quizá quería darle una segunda oportunidad…

– ¿Te apetece tomar un café?

– No, gracias.

– ¿Una copa?

– Tengo que conducir.

– Oh – murmuró ella. Él seguía esperando-. Tengo la película «El paciente… – empezó a decir. Entonces, Daniel la apretó contra la pared del pasillo y la besó en los labios como si quisiera marcarla a fuego.

Aquel beso no tenía nada que ver con el mundo que Amanda conocía. No había nada delicado en aquel beso que quemaba su boca, que hacía que su cabeza diera vueltas y se le doblaran las rodillas.

Tuvo que sujetarse a su camisa para no caer al suelo. Aquella noche no tenía intención de dejarlo marchar y permitió que su lengua se uniera a la del hombre en una invitación silenciosa. Daniel rodeó su cintura con las manos, apretándola contra su cuerpo. El calor masculino traspasaba su ropa, ahogándola. Aquello no tenía nada que ver con su plan de tener un hijo. Deseaba a Daniel Redford con todas sus fuerzas.

Cuando él levantó la cara, Amanda pudo ver el rostro de un hombre encendido, a punto de explotar.

– ¡Dilo! – demandó-. ¡Di lo que quieres decir!

– Podríamos ver la película en la cama – murmuró ella.

La respuesta fue el ruido de la puerta, que Daniel había cerrado con el pie.


– ¿Te he despertado?

Amanda se estiró bajo el suave edredón azul. Se sentía increíblemente feliz. Daniel no estaba a su lado, pero la voz del hombre sonaba en su oído. Amanda se puso el teléfono más cerca.

– Sí. Gracias – murmuró.

– ¿Por despertarte?

– Por un montón de cosas – dijo ella. Su ropa estaba tirada en el suelo, donde había caído mientras se la arrancaban el uno al otro. Daniel no había podido quedarse a dormir, pero se había marchado del apartamento casi al amanecer-. ¿Qué estás haciendo?

– Estoy tumbado en la cama, pensando en ti – contestó él-. Intentando levantarme para ir a trabajar.

– Ven a verme. Yo te mantendré ocupado.

– No puedo. ¿Esta noche?

Amanda se sentía horriblemente tentada, pero tenía que dar una charla en la Escuela de Secretariado Internacional.

– Esta noche no puedo. Tengo que trabajar.

– No para Guy Dymoke, espero.

Amanda soltó una carcajada; le encantaba aquel tono posesivo.

– ¿Te molestaría?

– No te dejaría ir sola.

– La verdad es que tengo que asistir a… una conferencia importante. ¿Quizá mañana?

– Me parece que voy a tener que dedicar el fin de semana a Sadie. ¿Qué tal el lunes?

Esperar hasta el lunes le parecía una eternidad. Amanda se sentía como una adolescente.

– Muy bien, pero no esperes que cocine.

– Mandy… tenemos que hablar.

Su voz sonaba muy seria. Y ella no quería ponerse seria.

– ¿Quieres que hagamos el amor por teléfono? – bromeó.

– Gracias, pero prefiero hacerlo en persona. El lunes, te lo prometo.

Amanda colgó el teléfono y salió de la cama, estirándose perezosamente. Después de darse una ducha y meter las sábanas en la lavadora, se puso uno de los trajes de Beth.


– ¿Esta mañana no quieres que te lleve a trabajar?

Sadie, vestida con una chaqueta de cuero y con el casco de la moto en la mano, se disponía a salir de casa cuando Daniel entraba en la cocina.

– No sabía si ibas a levantarte a tiempo. No vale de nada fijar una hora para volver a casa si nadie va a comprobarlo.

– Confío en ti.

– Un error – rio Sadie-. También confiabas en mi madre y mira lo que pasó.

Daniel puso una rebanada de pan en el tostador, sin mirarla. Era mejor no discutir.

– He visto la moto – dijo. Estaba en el garaje cuando llegó de madrugada-. Dejarás impresionado a todo el mundo cuando vuelvas al colegio.

– A la señora Warburton no le gustan las motos. No es una cosa de señoritas – dijo la joven, imitando la voz nasal de la directora del internado-. Es una pena que no pueda conducir un coche todavía porque le he echado el ojo a uno y estoy segura de que mi papá me lo compraría. ¿Verdad, «papi?» – la pregunta era claramente retórica porque Sadie se dirigió hacia la puerta sin esperar respuesta. Pero, antes de salir, se volvió de nuevo hacia su padre-. Dentro de dos semanas es mi cumpleaños.

– Si apruebas los exámenes, me lo pensaré.

– Me da igual. Ya tengo la moto…

– Oye, he estado pensando que, este fin de semana, podríamos ir a la casa de campo. Hace muy buen tiempo y es una pena desperdiciarlo.

– ¿Por qué no? Si no voy yo, seguramente te llevarás a la reina de los pendientes y harás el ridículo por completo – dijo su hija, con todo el descaro del mundo. Daniel la miraba, incrédulo-. No está bien salir con chicas jóvenes, papá. Búscate una de tu edad.

– Vale, Sadie, olvídate del fin de semana.

– Lo siento, pero ya me has invitado y, como no tengo nada más divertido que hacer… – sonrió ella-. Tengo que irme. Mi jefe es un negrero y si llego un minuto tarde, me amenaza con enviarme a la cola del paro – añadió, despidiéndose con la mano-. Ciao.

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