– ¡Bien hecho, Tom!
– ¡Lo ves? El fútbol no está tan mal – dijo Daniel-. ¿Verdad?
Amanda levantó la mirada y vio que su marido sonreía de oreja a oreja, intentando controlar su impulso de lanzarse al campo para abrazar a su hijo.
– La semana que viene te toca aplaudir a Molly en su clase de ballet.
Daniel se inclinó para tomar en brazos a su hija de cuatro años.
– Lo estoy deseando. Me encantan mis niños.
– Hablando de niños, ¿has hablado con Sadie? ¿Te ha dicho si va a venir a casa en Navidad?
– Sí. Y va a traer a alguien con ella. No me ha dicho quién es, pero tengo el presentimiento de que es un novio. Un novio serio.
– ¿Y corno te ha sentado?
– ¿Cómo me ha sentado la idea de que puedo ser abuelo? Bien.
– Entonces, como recompensa, tengo un regalo para ti.
Daniel dejó a Molly en el suelo para que pudiera correr hacia su hermano.
– ¿Un regalo de Navidad?
– No. En realidad, tendrás que esperar hasta tu cumpleaños.
– Mi cumpleaños es dentro de siete meses.
– Bueno, la espera es parte de la diversión. ¿Nunca te he hablado de los problemas demográficos del país?
– ¿El descenso de la natalidad y esas cosas?
– Eso eso. Seguro que te alegra saber que nosotros estamos haciendo algo para compensar.
– ¿En serio? – sonrió Daniel, mirando su cintura-. ¿Y lo compensaremos en mi cumpleaños?
– ¿Qué te parece?
– Muy bien, cariño, la verdad es que me gusta esto de ser padre. ¿Y a ti?
– Mientras tú estés conmigo para sujetar mi mano…
– Siempre – sonrió él, besándola en el cuello. Amanda recordó entonces la primera vez que se habían visto, cómo se había imaginado cuatro bultitos blancos cada uno con los ojos azules y la sonrisa ladeada de su padre.
Llevaban tres, pensó con una sonrisa. Solo le quedaba uno.