ERA LA pesadilla de cualquier padre: una adolescente que se escapa de casa en medio de la noche. Y que se escapa en una moto.
Daniel esperaba que se hubiera ido a casa de su amiga Annabel, pero cuando llamó por teléfono, la joven no sabía nada. Después, maldiciendo mentalmente por haber sido tan ingenuo, llamó a Bob, rezando para que aquella escapada solo fuera un montaje para asustarlo. Pero Bob tampoco sabía nada de su hija.
Lo único que podía hacer era buscarla por la calle, esperando ver la moto aparcada frente a algún bar. Por fin la había encontrado, aparcada frente al café que había al lado del garaje, pero su alivio había durado poco. El café estaba cerrado.
Después de eso, solo había un sitio en el que podía buscar. Las oficinas de la empresa Capítol estaban cerradas de noche, pero el garaje siempre estaba abierto. Al fin y al cabo, era un negocio que tenía clientes las veinticuatro horas del día. Daniel saludó al guarda de seguridad y entró en la nave.
Ned Gresham trabajaba aquella noche y Daniel estaba seguro de que Sadie lo sabía. Y había vuelto después de dejar a los últimos clientes porque el Lexus estaba aparcado en su sitio. En ese momento, Ned abría la puerta del coche. La luz interior se encendió. Sadie estaba con él.
– No seas tonta, Sadie – lo oyó decir-. Vete a casa. Tu padre estará muy asustado.
– ¡No soy una niña y quiero probártelo! – protestaba su hija.
No podía ver desde donde estaba, pero se imaginaba la película.
– Mira, Sadie, si quieres acostarte con alguien, será mejor que busques un chico de tu edad.
– No quiero alguien de mi edad.
– Venga, niña, déjalo ya. Tengo que irme.
Amanda lanzó una exclamación al escuchar la historia.
– ¿Y tú qué hacías mientras tanto?
– Me marché antes de que me vieran. Sabía que, si mi hija me veía en aquel momento, sería mucho peor – contestó él-. Estaba en casa cuando Sadie volvió quince minutos después. Los quince minutos más largos de mi vida, te lo aseguro. Y esta mañana estaba más suave que nunca. Espero que haya aprendido la lección.
– ¿Ha ido a trabajar esta mañana? – preguntó Amanda.
– Sí. Y yo no podía decirle que no fuera – explicó Daniel-. La verdad es que voy a echarla de menos cuando vuelva al colegio.
– Pero la verás por las tardes.
– Está en un internado, Mandy. En el Dower – explicó él-. Pero creo que el año que viene la sacaré de allí y la llevaré a un colegio en Londres.
– ¿En el internado Dower?
– ¿No te gustan los internados? La verdad es que ella misma quiso ir…
Amanda negó con la cabeza.
– Yo también estudié en ese internado.
– ¿En serio? Qué casualidad.
– Sí.
Cuando llegaron a la autopista, Daniel pisó el acelerador. El coche parecía tragarse los kilómetros y aquel no era el momento para seguir dando explicaciones.
En lugar de eso, Amanda encontró una cinta y la puso en el cassette, mirando por la ventanilla, sin dejar de pensar cómo era posible que la hija de Daniel estudiara en uno de los internados más caros del país.
Ella no le había dicho que tenía una mansión en Knightsbridge, un Ferrari y que era la propietaria de la Agencia de Secretarias Garland. Y todo porque no había querido herir su orgullo. Al menos, esperaba que esa hubiera sido la razón.
Pero Daniel también era un hombre rico. Ese era su secreto. Eso era lo que Beth había intentado decirle.
¿Cómo lo habría conseguido? ¿Habría ganado a la lotería? ¿Sería uno de esos excéntricos que, a pesar de tener una fortuna, viven como si no la tuvieran?, se preguntaba. Aunque a su hija le daba la mejor educación posible. Y uno de sus caprichos era tener coches de lujo.
El sobre de Beth prácticamente quemaba dentro de su bolso. Amanda lo tocó con la punta de los dedos. Por un momento, incluso consideró la posibilidad de leer el informe mientras él estaba concentrado en el volante. Pero, en ese momento, Daniel tomó una carretera secundaria y la miró con una de esas sonrisas que hacía que se le doblaran las rodillas.
– Falta poco – dijo. Amanda soltó el sobre y lo miró, insegura. Cinco minutos más tarde, paraban frente a una casita de campo en medio del bosque. Estaba muy cuidada y tenía un aspecto acogedor, rodeada por un jardín lleno de flores-. Bueno, ya hemos llegado.
– Parece la casa de Hansel y Gretel.
– Y yo soy la bruja… y te voy a comer – rio él, sentándola sobre sus piernas. Después la besó larga, profundamente, como si quisiera comérsela de verdad. Cuando le desabrochó el sujetador y su aliento era como el fuego sobre sus pechos desnudos, Amanda se había olvidado completamente del sobre. Entonces empezó a reírse-. ¿Qué? – preguntó él, levantando la cara.
– Estamos haciendo el amor en un coche como si fuéramos dos adolescentes.
– Cuando yo era un adolescente no tenía coche. Aunque eso no era un problema… – sonrió él, abriendo la puerta del coche y deslizándose sobre la hierba, sin soltarla. Era blanda y suave y las hojas de los árboles crujían bajo su peso-. ¿Qué tal ahora?
Los brazos del hombre alrededor de su cintura, las piernas entrelazadas, el roce de la mejilla masculina en su cara… Era todo lo que Amanda había soñado. Y, para demostrárselo, empezó a desabrochar su camisa.
Por un momento, Daniel se sintió tentado de dejarla hacer, pero a unos metros de allí había una cama…
– Mandy, compórtate – dijo, riendo.
– De eso nada.
Daniel se olvidó de la cama y de todo lo demás. Sus pechos eran increíblemente hermosos, pensaba mientras se incorporaba un poco para que él pudiera bajarle los pantalones. Mandy era suave como la seda, elegante, aristocrática, nada que ver con un revolcón adolescente en la hierba. Quizá por eso le resultaba irresistible.
Amanda había perdido la cabeza. La dama de hierro, la mujer de hielo había perdido la cabeza por fin. No el pequeño detalle técnico de la virginidad; ella se había librado de eso con la eficiencia que la caracterizaba. Pero seguía siéndolo donde importaba; en su corazón y en su cabeza.
Había tenido un par de relaciones con hombres que a su familia y a sus amigos les parecían perfectos. Pero no lo habían sido y Amanda sabía por qué. No había magia.
En aquel momento, estaba tumbada sobre la hierba prácticamente desnuda en los brazos de Daniel Redford y, de repente, el mundo parecía iluminado por el polvo mágico de las hadas.
Debería sentirse avergonzada por comportarse como una quinceañera irresponsable, pero no lo estaba. Era una mujer enamorada.
– Mandy – susurró Daniel, mientras ella desabrochaba sus pantalones. Pero Amanda interrumpió sus palabras con un beso. Más tarde, cuando él recordaba lo que había estado a punto de decir, le pareció que no era en absoluto importante-. La próxima vez tendremos que buscar una cama.
– Esto es demasiado para ti, ¿eh?
– Es que estoy encima de una piedra.
– Aquí no hay piedras.
– Pues debajo de mí hay una – sonrió él, sentándose sobre la hierba-. ¿Qué hacemos ahora?
– ¿Nos vestimos?
– ¿Para qué perder tiempo?
– Podríamos ir a dar un paseo.
– Lo más lejos que pienso caminar es hasta la puerta.
– Es un poco pronto para comer – dijo ella, poniéndose la blusa-. Pero supongo que podríamos hacer algo para abrir el apetito.
– ñrazea? &•eaeeáizfé' & casa – oíjó éí, ávanfan- dose- y ayudándola a \vacet\o.
– Lo sabía. Necesitas recuperarte.
– Tú eres la que dijo que estaba a punto de convertirme en abuelo.
– Te alegrará saber que no es obligatorio.
– Solo porque Ned Gresham es mejor de lo que yo había pensado – suspiró Daniel. De hecho Ned Gresham tenía más autocontrol que él mismo, pensaba.
– Espera, me he dejado el bolso – sonrió Amanda, corriendo hacia el coche. Al tomarlo del asiento, el sobre color manila cayó sobre la hierba, pero ninguno de los dos se dio cuenta, demasiado concentrados en mirarse a los ojos.
De la mano, entraron en la casa. No era grande y él insistió en mostrarle todas las habitaciones. La cocina, la leñera, el salón, con alfombras mullidas y un enorme sofá frente a la chimenea. A Amanda le gustaba aquella casa con olor a madera y a la- vanda.
La visita terminó en el dormitorio de matrimonio. Estaba amueblado de forma sencilla, con muebles de madera rústica. Amanda se acercó a la ventana, sintiendo que su reacción era de importancia para Daniel, pero sin saber por qué.
– Hay un campo detrás de esos árboles – dijo, un poco tontamente.
– Sí. Ahí es donde enseñé a Sadie a conducir – sonrió él, acercándose-. Nadie me ha prestado esta casa, Mandy. Es mía.
– ¿Tuya? ¿Y por qué me has dicho…?
– Mira, iba a contártelo más tarde, pero esto es una tontería. No soy ningún chófer. Soy el dueño de la empresa Capitol. Yo mismo la creé – explicó. De repente, todo parecía caer por su propio peso. Era tan obvio. Daniel Redford no era el tipo de hombre que trabajaría para otros. Entonces, ¿por qué se lo había ocultado? Ella tenía la excusa de que no quería herir sus sentimientos diciéndole que era una mujer rica, pero él…-. Empecé con un solo coche hace veinte años.
– Ya veo – murmuró ella.
– ¿No estás enfadada?
– ¿Enfadada?
– Debería habértelo dicho antes, pero…
– ¿Por qué iba a enfadarme? – dijo Amanda, intentando aparentar tranquilidad. Pero estaba lívida. Daniel se había hecho pasar por un simple chófer y ella se lo había creído. ¿Por qué no se lo habría dicho Beth? Y, sobre todo, ¿por qué demonios no se lo había contado él?, se preguntaba. Intentaba hablar, pero las palabras se le atragantaban. Sentía ganas de llorar.
– Mandy… – empezó a decir él. Se daba cuenta de que aquello no era ninguna broma-. Lo siento. Debería habértelo dicho desde el principio.
– ¿Y por qué no lo hiciste? – preguntó. Daniel no contestó, pero la respuesta estaba muy clara. Después de todo, ella había hecho exactamente lo mismo. Se decía a sí misma que lo había hecho para no hacerle daño, para no herir su orgullo masculino, pero ¿no se había instalado en su mente la insidiosa sospecha de que, si él sabía quién era, querría aprovecharse? Amanda lo sentía enormemente por los dos. Sentía que no hubieran sido suficientemente valientes como para decir la verdad.
– Debería habértelo dicho – repitió él-. Iba a hacerlo cuando fuiste al garaje.
– Y yo lo estropeé todo cuando llegué pronto y te encontré debajo de un coche, con las manos llenas de grasa como… – Amanda no terminó la frase. Como el hombre que creía que era. Como el hombre del que se había enamorado.
– Iba a decírtelo aquella misma noche, pero… por favor, Mandy, no es para tanto. Podría ser mucho peor – intentó bromear. Y lo era. Amanda aún tenía que decirle que ella también había mentido-. Podría haberte dicho que era un millonario y ser, en realidad, un pobre de solemnidad.
– ¿Eres millonario?
– Supongo que sí – contesto él-. Pero solo sobre el papel. En realidad, todo el dinero está invertido en la empresa.
– Sigue siendo dinero.
– ¿Sí? No suelo pensar en ello. Durante la última semana no he pensado en nada, si quieres que te diga la verdad.
– Sí, Daniel. Quiero que me digas la verdad. Y cuando me digas toda la verdad, yo te la diré también…
Él levantó la mano para quitarle una hoja del pelo y Amanda dejó caer la cabeza sobre su pecho. No lo miraría hasta que él le hubiera contado todo.
– Mírame, Mandy – ordenó. Y ella lo miró, porque no podía resistirse-. La única verdad es que te quiero…
– Vaya, qué escena tan romántica.
Sadie estaba en la puerta de la habitación. El pelo negro, la chaqueta de cuero negro, la cara blanca, pero aquella vez no por el maquillaje. Y en la mano tenía un sobre color manila.
– ¡Sadie! – exclamó Daniel, confuso-. Creí que estabas trabajando.
– Lo estaba. Pero decidí venir antes que tú. Pensaba encender la chimenea y preparar algo de cena para darte una sorpresa. Pero no sabía que tendría que compartir el fin de semana con ella.
– Sadie… – Amanda se apartó de Daniel.
– No me llames Sadie. Solo mis amigos me llaman así y tú no eres mi amiga. No eres más que una aprovechada. Igual que mi madre – exclamó Sadie, furiosa-. Quería darte una sorpresa, papá. Bueno, pues esto sí que te la va a dar – añadió, mostrándole el sobre-. ¿Tu amiguita te ha contado que ha contratado un detective para indagar sobre ti? Lo sabe todo, tu estado civil, el estado de tus cuentas corrientes… Sabe todo lo que tienes. El garaje, el dúplex en Londres, esta casa… todo, hasta el último detalle.
– ¿De dónde has sacado eso? – preguntó Daniel-. ¿Has mirado en el bolso de Mandy?
– No ha hecho falta. Lo encontré en la hierba, al lado del coche. Debió de caerse cuando…
– Sadie, vete a tu habitación. Ahora mismo.
– Vale – se encogió ella de hombros-. ¿Queréis que prepare un té? Estoy segura de que la señorita Fleming querrá un té antes de irse.
El sonido de los pasos de Sadie en la escalera era atronador en medio del silencio.
– Mandy…
– No – dijo ella, apartándose-. No, por favor.
– ¿Es verdad?
No. Y sí. ¿Cuál de esas respuestas creería Daniel? Cuando él apartó la mirada, Amanda se dio cuenta de que ya había decidido.
– Cuando Vickie decidió que quería casarse conmigo, se quedó embarazada…
– ¿Ella sólita? – lo interrumpió Amanda.
– Me dijo que abortaría si no me casaba con ella – siguió él-. Y hace un momento, ahí fuera…
Amanda sabía lo que iba a decir. En la época del sexo seguro, ellos se habían comportado como dos adolescentes irresponsables. Había sido una locura, pero no por las razones que él creía.
– No te preocupes. El matrimonio no entra en mis planes. Tienes mi promesa de que, pase lo que pase, no volverás a saber nada de mí.
¿No era así como tenía que ser?, se decía Amanda. ¿No había sido ese el plan? Intentaba meterse la blusa dentro de los vaqueros, pero le temblaban las manos. Esperaba que él reaccionara: que le dijera que tenían que hablar, que se ofreciera a llevarla a casa. Pero, en lugar de hacerlo, Daniel la miraba como si fuera una extraña.
Amanda salió del dormitorio y bajó las escaleras corriendo.
Sadie la estaba esperando en el salón, con los brazos cruzados sobre el pecho y una expresión de triunfo. Amanda sacó el móvil de su bolso y llamó a una empresa de taxis.
– Puedes esperarlo fuera – dijo la joven, con intención de humillarla. Pero Amanda se dio cuenta de que le temblaba la voz. Si ella fuera Sadie, también se sentiría asustada. Su madre nunca la había querido. Ella había sido simplemente un arma para conseguir su objetivo, fácil de abandonar por una cuenta bancaria más abultada. Y, de repente, aparecía una mujer igual que su madre para robarle lo único que le quedaba.
La niña necesitaba el amor de su padre para ella sola y Amanda lo comprendía. Además, ella no había hecho planes de futuro con Daniel. Solo era un interludio romántico. Sin ataduras. ¿O no era así?
En la puerta, se volvió hacia Sadie.
– Vuelve al colegio, Sadie. Le debes eso por lo menos.
– ¿Para que tú puedas clavarle tus garras en cuanto me haya marchado? ¿Estás loca? No pienso apartarme de él.
– Al menos termina el curso – insistió ella-. Después, te llevará a un colegio en Londres.
– Sí, claro.
– Pregúntaselo. Quiere que vivas con él – dijo Amanda. Una sombra de duda cruzó el rostro de Sadie-. No seas tonta. Yo no soy ninguna amenaza. ¿De verdad crees que tu padre querrá volver a verme?
– Júrame que te alejarás de él – dijo Sadie entonces. Decir esas palabras era mucho más difícil de lo que Amanda hubiera creído. En su interior conservaba la fantasía de que Daniel descubriría la verdad e iría a buscarla-. ¡Júralo!
– Si lo hago, ¿volverás al colegio? – preguntó. Sadie asintió con la cabeza-. Entonces, lo juro.
Con esas palabras, le hacía un favor a las dos. Sadie se quedaba tranquila y ella dejaba el mundo de la fantasía y del polvo de hadas atrás. Muy atrás. En el mundo de la imaginación. Para siempre.
Lo único que lo hacía soportable, lo único que la hacía caminar hasta la carretera donde el taxi la recogería, lo único que la mantenía en pie, era saber que él la quería. Lo había dicho y Amanda sabía que era verdad.
Que él no la creyera aunque le jurase mil veces que también lo amaba, solo era culpa suya.