– EN LA CLÍNICA me han dicho que tendrás que esperar hasta el mes de noviembre – la informó Beth, después de que Amanda le diera hasta el último detalle de su reunión con Guy Dymoke.
– ¿Noviembre? – repitió Amanda. Quería tener un hijo y había decidido que esa era la forma de hacerlo, pero, de repente le parecía algo tan frío… ¿Cómo lo harían?, se preguntaba. ¿Le darían una lista para que eligiera las cualidades del donante: ojos azules, hombros anchos, un metro noventa de estatura…?-. Noviembre está bien. No hay prisa.
– ¿Se te están quitando las ganas después de leer todos esos libros sobre el embarazo?
– Claro que no – contestó ella. Había pasado todo el fin de semana pensando en lo que sentiría al ver crecer a su hijo, preguntándose de dónde habría salido el hoyuelo, de dónde el color del pelo. Pensando que nunca podría decirle: «eres igual que tu padre»-. ¿Seguro que no había ningún mensaje más?
– No. ¿Esperabas alguno?
– Sí… no – contestó. Beth la miró, irónica- Bueno, es posible.
Daniel abrió el cajón de su escritorio y el pendiente de jade pareció hacerle un guiño, animándolo para llamar a la agencia Garland. Pero, en lugar de hacerlo, tomó un sobre y escribió el nombre de Mandy. Lo enviaría por correo aquella noche. Era lo más sensato.
– Vale. Hablame de él.
– ¿De quién?
– Del que no te ha llamado.
– No lo conoces – dijo Amanda. Beth sonrió-. Lo conocí el viernes.
– ¿Y?
Con Beth no podía disimular.
– Creo que es perfecto.
– ¿Un hombre perfecto? Amanda, eso no existe.
– Depende de para qué lo quieras – replicó ella. Inmediatamente después, se puso colorada.
– Ah, ya veo. Por eso no te importa esperar hasta noviembre. Has encontrado tu particular banco de esperma…
– ¡Beth! – la interrumpió Amanda, escandalizada.
– ¿Cómo se llama?
– Daniel Redford.
– Bonito nombre – dijo Beth, levantándose para servirse un café-. ¿Quieres uno?
– No, gracias. Estoy a dieta prenatal.
– ¿Desde cuándo?
– Desde que conocí a Daniel Redfórd.
– Deseo a primera vista, ¿no? – Beth no esperó respuesta-. Ya veo que no pierdes el tiempo. ¿Y está de acuerdo ese Daniel Redfórd en ser el padre de tu hijo?
– No se lo he preguntado – contestó Amanda, tocándose distraídamente un pendiente-. A lo mejor me he equivocado – añadió después. Esperaba que Daniel hubiera llamado a la agencia durante el fin de semana. Pero quizá había cambiado de opinión sobre… bueno, sobre lo que iba a decir con respecto a las entradas para el teatro cuando Beth los interrumpió.
Apenas habían hablado mientras se dirigían al hotel Brown y estaba segura de que se lo había pensado mejor. Al fin y al cabo, ella era una cliente.
Amanda había pensado darle su número de móvil, pero no había tenido valor.
– Seguramente está casado y tiene media docena de hijos – dijo Beth.
– Es divorciado y tiene una hija adolescente.
– Divorciado, ¿eh? ¿Por qué no lo llamas? Dile que tienes que hacerle una oferta de trabajo. A lo mejor la acepta.
– Qué graciosa.
– Piénsalo. Seguro que está deseando meterse en la cama contigo. De lo que no estoy segura es de que quiera tener niños. Los niños son muy caros.
– Pero yo no quiero su dinero. No quiero nada de él.
– Además de su ADN, claro – sonrió su amiga-. Cuéntame, ¿quién es ese Daniel Redford?
– Pues… el chófer que me llevó al seminario.
– Oh – murmuró Beth, sorprendida-. ¿Y estuvo flirteando contigo? ¡Ligando con la famosa Amanda Garland, qué cara!
– Sí. Bueno, verás…
– Al menos es valiente – rio Beth.
– La verdad es que creía que Amanda Garland era una vieja bruja…
– ¿Y qué pasó cuando le dijiste que eras tú?
– No se lo dije. Le dije que me llamaba Mandy Fleming.
Beth la miró con los ojos muy abiertos, pero Amanda no quería seguir hablando del asunto y cambió de tema inmediatamente.
Quizá no era buena idea enviar el pendiente por correo, pensaba Daniel. Podría perderse. Quizá, si esperaba unos días más, llamaría ella. En ese momento sonó el intercomunicador.
– ¿Sí?
– Está aquí Lady Gilbert – dijo Karen-. Quiere hablar del Rolls para la boda de su hija.
– Ah, sí. Voy enseguida – contestó Daniel, tirando el sobre vacío a la papelera. Iba a meter el pendiente en el cajón, pero al final decidió guardarlo en el bolsillo de su chaqueta.
Beth no quería dejar el tema. Había contestado todas las preguntas de Amanda sobre la normativa de contratación para niñeras profesionales y después había vuelto al tema de Daniel Redford.
– ¿Cree que eres una de las secretarias? – preguntó. Amanda no se molestó en contestar-. Te vas a meter en un lío.
– Probablemente.
– Es guapísimo, ¿no? – sonrió. Amanda no lo negaba. Simplemente, miraba el teléfono. Cuando sonó, lo tomó ella misma precipitadamente. Era su hermano Max, para invitarla a comer.
– Habíame de él – dijo Beth.
– Tiene unos cuarenta años y unos ojos preciosos. Cuando sonríe, se le cierran un poquito…
– Eso me gusta.
– Y su boca… – Amanda no podía dejar de recordar su aspecto de pirata cuando sonreía-. También tiene unas manos muy bonitas. Grandes y fuertes.
– ¿Quieres que te preste un libro de cocina?
– ¿Qué?
– Tendrás que preparar algo especial – dijo Beth, como si se dirigiera a alguien con las facultades mentales perturbadas-. Y no te olvides de la nata. Ahora viene en aerosol. Muy adecuada si tiene ganas de comerte de postre…
Amanda se permitió a sí misma imaginarse la escena durante unos segundos.
– No. Olvídalo. Tienes razón, me voy a meter en un lío.
– Pero yo no he dicho que no fuera divertido. Si vas a hacer una locura, no veo por qué no vas a disfrutar al mismo tiempo.
– No sería justo para Daniel. Lo estaría usando.
– Sí, pero tú te encargarías de que lo pasara muy bien – Beth podía ser sorprendentemente franca a veces.
– No es eso – dijo Amanda-. Además, esto es muy serio. ¿Te das cuenta de que la natalidad ha descendido en este país hasta niveles alarmantes? Ya ni siquiera llega a dos puntos. No nos van a poder reemplazar. Es un suicidio demográfico.
– Ah, ya entiendo, lo estás haciendo por tu país – dijo Beth, irónica-. Estás loca, no sé si lo sabes. Has heredado más dinero del que podrías gastarte, eres la propietaria de la mejor agencia de secretarias de Londres y cuando no estás acudiendo a un estreno en la ópera, estás de vacaciones en una casa de campo tan grande como un estadio de fútbol…
– Porque no tengo nada que hacer en casa. Me siento vacía y egoísta.
– A mí me encantaría sentirme así.
– ¿Y qué pasará cuando tenga cuarenta años? ¿O cincuenta? Esta es una decisión meditada, Beth – explicó-. Admito que el embarazo de mi cuñada hizo que me replantease mi vida, pero es posible que necesitara un toque de atención.
– Entonces, haz las cosas bien. Cásate y forma una familia.
– No es tan fácil – suspiró Amanda-. O quizá yo soy demasiado exigente. Cuando cumples treinta años te resulta difícil soportar las pequeñas manías de los demás.
– Bueno, pero tendrás la cama caliente por las noches.
Amanda lanzó una carcajada, pero el sonido era hueco.
– Es fácil para ti, Beth. Tú te enamoras con mucha facilidad. Pero a mí nunca me ha pasado. Quizá siempre he estado demasiado ocupada. Un error, ya lo sé, pero es tarde para solucionarlo.
– Nunca es demasiado tarde para enamorarse.
– Solo una romántica incurable pensaría eso.
– Tu hermano parece haber encontrado el secreto.
– Max y Jilly son tan románticos como tú. Todo el mundo sabe que uno de cada tres matrimonios acaba en divorcio y que la mujer se queda sola, cuidando de los hijos. Yo estoy simplemente acortando el procedimiento.
– Estás dejando al hombre fuera por completo, Amanda. Dejando fuera la emoción, el amor. ¿Tienes idea de lo que vas a tener que pasar tú sola con un hijo? – preguntó. Amanda no había querido pensarlo-. Vas a lamentarlo, créeme.
– No creo que vaya a lamentar ser madre. Y estoy decidida a tener un niño rubio, con ojos azules…
– ¿Que se le cierren un poquito cuando se ría? – la interrumpió Beth-. Vale. Pero ya que estás tan decidida, será mejor que tengas algo que recordar para las largas y solitarias noches. No te haría daño llamar a ese Daniel por teléfono.
– ¿Para preguntarle si quiere tener un hijo conmigo? ¿Estás loca?
– No me has estado escuchando, Amanda. Primero, el cebo, después, el anzuelo. Conócelo un poco y después… hablale de tu plan.
– ¿Y si dice que no?
– Bueno, tú has dicho que no sabe quién eres…
– ¿Y?
– Quizá no deberías decírselo.
– Beth, ¿estás sugiriendo lo que creo? – preguntó Amanda, escandalizada-. ¿Estás sugiriendo que… que lo utilice sin decirle nada?
Beth soltó una carcajada.
– Puedes llamarlo un robo a mano armada. Un asalto al banco… de esperma.
– Vete a la porra, Beth.
– Ay, perdona, es que me hace tanta gracia – seguía riendo su descarada amiga.
– Pues no la tiene.
– No, tienes razón. Lo siento – dijo la joven, intentando ponerse seria-. No tiene ninguna gracia. Es una locura. ¿Seguro que no quieres una taza de café? ¿Un coñac? ¿No te apetece tumbarte un poco?
Amanda negó con la cabeza.
– No. Y será mejor que vayas comprando una nevera para la oficina. Tendré que guardar leche y zumo de naranja.
– La cita en la clínica no es hasta el próximo mes. Pero, claro, en ese tiempo… – Beth no terminó la frase. En ese tiempo, Daniel podría llamar-. Sé que voy a lamentar haberte animado y tú también. Probablemente, me despedirás en cuanto la prueba de embarazo dé positiva.
– No pienso hacer eso. Voy a ampliar la agencia y necesito un socio. Alguien que comparta la carga conmigo. Pensé que a ti te gustaría.
– ¿Quieres que sea tu socia? – exclamó Beth, asombrada-. Amanda… no sé qué decir.
– A menos, claro, que sigas cuestionándote mi buen juicio.
– No, no, yo no me cuestiono nada – sonrió Beth, encantada de la vida-. Tú siempre sabes lo que quieres. Estoy segura de que ese Daniel Redford y tú tendréis unos niños guapísimos.
– Vamos a dejar el tema.
– Vale, pero Daniel Redford sería mucho más divertido que una jeringuilla en una clínica – replicó su amiga. Amanda había intentado no pensar en ello, pero le resultaba difícil-. Al menos, no tendrías que tumbarte y pensar en los problemas demográficos del país.
– No, eso seguro que no – murmuró Amanda. Se imaginaba haciendo el amor con Daniel Redford y algo se le calentaba por dentro.
– Por ahora voy a ver si averiguo algo sobre ese hombre.
La romántica Beth acababa de convertirse en la mujer de negocios.
– ¿Averiguar algo sobre Daniel? ¿Para qué? – Bueno, llámame cínica, pero supongo que tú no eres la única mujer en Londres que se ha fijado en esos ojos azules. No tenemos ni idea de qué hace dentro de esos cochazos… Puede que se dedique a seducir señoritas de buena familia. – No, Beth. Me niego.
– Sé sensata. Es como pedir un análisis de sangre.
– ¿Tú obligas a tus novios a hacerse uno?
– Yo no estoy planeando tener un hijo con un hombre al que acabo de conocer.
Amanda sabía que estaba protestando porque no quería saber nada malo de Daniel. Y eso era tan significativo como su pulso acelerado y el calor que sentía cuando pensaba en él.
– Espera un poco. Deja que lo piense.
– De acuerdo – concedió Beth, que no parecía nada convencida-. Y ahora, a trabajar.
– Muy bien. Ya he redactado un contrato para la sociedad.
– ¡No me refería a eso! Estaba hablando de Daniel. No creo que puedas invitarlo a cenar.
– ¿Por qué no?
– Porque tardaría dos segundos en descubrir que no eras una secretaria. Te recuerdo que vives en una mansión, «Mandy Fleming».
– Ah, es verdad. Pero tendré que decirle…
– ¿Por qué? Créeme, muchos hombres no pueden soportar que sea la mujer la que lleve el dinero a casa.
– Él no es tan obtuso.
– Es posible que no. Pero también existe el peligro de que el chófer de cuento eche un vistazo a tu casa, a tus antigüedades, a tus pinturas… y decida que le ha tocado la lotería.
– No lo conoces.
– No. Por eso estoy pensando con la cabeza, no con las hormonas.
– Déjalo, Beth. En serio.
– ¿Dónde está Sadie? – preguntó Daniel.
Bob salió de debajo de un Bentley.
– Se ha ido a comer con dos de los chicos.
– ¿Con qué chicos?
– David y Michael.
– ¿Y Ned Gresham?
– Vamos, jefe. Todo el mundo sabe que es tu hija – sonrió Bob. Daniel esperaba que todo el mundo tuviera eso en cuenta. Sobre todo, Ned Gresham.
Casi le había dado un ataque cuando descubrió que el Casanova del garaje había llevado a Sadie a casa el viernes por la noche.
– ¿No te está dando problemas?
– Es un poco larga de lengua, pero como está intentando escandalizarme no le hago caso – respondió el hombre-. ¿Va a volver al colegio la semana que viene?
– Eso espero.
Bob se levantó y se limpió las manos con un trapo. – ¿Estás seguro de que quieres que me ayude a limpiar los coches?
– Absolutamente.
– Muy bien – dijo su empleado y viejo amigo-. Sadie se estaba quejando esta mañana de que había tenido que venir en autobús a trabajar. ¿Eso eso parte del plan?
– Puedo llevarle en coche al colegio cuando quiera.
– Ya, pero estaba pensando… yo tengo una moto vieja en casa. Una moto pequeña. Sadie me ha dicho que se ha sacado el permiso para conducir motos.
– ¿Ah, sí?
– Sí. Se examinó este verano, por lo visto.
– Vaya, no lo sabía. ¿Le has dicho algo de tu moto?
– Le dije que podía ayudarme a arreglarla uno de estos días – contestó Bob-. Maggie me ha preguntado por ella. Hace mucho que no la ve.
– Le diré a Sadie que vaya a verla un día de estos, pero nada de motos, Bob. No quiero que piense que está de vacaciones – dijo Daniel.
Bob y Maggie se habían portado muy bien cuando Vickie los había abandonado. Daniel no sabía qué hacer hasta que la propia Sadie le había pedido que la enviara al internado Dower con sus amigas. La niña tenía nueve años y, en ese momento, le había parecido la solución a sus problemas.
Daniel entró en su oficina, cabizbajo. Sacó las entradas para el teatro y las dejó sobre la mesa, al lado del pendiente de jade que había encontrado en el Jaguar.
El sentido común le decía que no era el mejor momento para pensar en Mandy Fleming. Sabía que lo sensato sería darle las entradas a Bob y el pendiente a Karen para que lo enviara a la agencia. Pero, ¿qué sabía el sentido común de piernas interminables, del elegante cuerpo de una mujer hermosa?, pensaba mirando el pendiente, ¿qué sabía el sentido común de la pequeña orejita de la que colgaba aquella joya? Apretando la pieza de jade en una mano, tomó el teléfono y marcó el número de la agencia.
– Agencia Garland – contestó una voz.
– Me gustaría dejar un recado para Mandy Fleming.
Al otro lado del hilo hubo una pausa.
– ¿Mandy Fleming?
– Es una de sus secretarias.
– ¿De parte de quién?
– Soy Daniel Redford.
– Señor Redford, me temo que no puedo tomar mensajes personales para nuestras empleadas.
– No es personal – dijo él. Por supuesto lo era, pero no pensaba decírselo-. Llamo de la empresa de alquiler de coches Capitol. La señorita Fleming perdió un pendiente en uno de nuestros coches la semana pasada.
– ¿Ah, sí?
– Sí. Y parece valioso. Si no le importa, dígale que nos llame cuando pueda.
– ¿Por qué no lo trae aquí? Yo misma se lo daré.
– No puedo hacer eso. Es regla de la compañía que los objetos perdidos se entreguen en persona.
– Ah, ya veo. En ese caso, señor Redford, veré lo que puedo hacer.
Amanda paseaba inquieta por el salón de su casa. Le había dicho a Beth que necesitaba un poco de tranquilidad, pero lo que iba a hacer en realidad era llamar a la empresa Capitol. Y no quería que Beth supiera que había dejado caer un pendiente en el coche cuando Daniel no se daba cuenta. Era una treta más sutil que darle su número de teléfono. Una oportunidad que Daniel no podía dejar pasar, a menos que no estuviera interesado.
Amanda tomó el auricular y marcó un número de teléfono.
– Capitol. ¿Dígame?
Amanda tuvo que tragar saliva. Pero no sabía por qué. No había nada de extraño en llamar para preguntar por un pendiente olvidado en un coche.
– Buenos días, soy Mandy Fleming. El otro día perdí un pendiente y creo que ha debido ser en uno de sus coches – dijo. Mentira podrida, claro.
– Muy bien – dijo Karen-. ¿Cuándo lo perdió?
– El viernes pasado. El conductor era Daniel Redford – explicó, solo por el placer de pronunciar su nombre-. ¿Podría preguntarle si ha encontrado un pendiente de jade? Le dejaré mi número de teléfono…
– Espere un momento. Voy a preguntarle.
¿Daniel estaba allí? Los nervios de Amanda se desataron.
– ¿Mandy? – oyó una voz masculina al otro lado del hilo. Amanda se sentía como una quinceañera enamorada del capitán del equipo de rugby del instituto-. ¿Hola?
– ¿Daniel? – pudo decir por fin, con un nudo en la garganta-. Pensé que estarías trabajando – añadió, tuteándolo por primera vez.
– Hoy no – contestó él. Amanda no podía verlo, pero sabía que estaba sonriendo.
– Ah, pues… yo llamaba porque he perdido un pendiente. Creo que se me cayó en el Jaguar el viernes pasado.
– Si es de jade, lo tengo yo. La verdad es que acabo de llamar a la agencia para dejarte un mensaje.
– Ah, qué bien – murmuró Amanda, encantada.
– ¿Quieres que lo lleve a la agencia?
– No, no – contestó ella rápidamente. Lo último que deseaba era que Beth tuviera oportunidad de interrogarlo-. Yo misma iré a buscarlo…
– No – la interrumpió él. Si Mandy iba al garaje, se enteraría de quién era en realidad-. Tengo una idea mejor – dijo, pasándose los dedos por el cuello de la camisa-. Sigo teniendo las entradas para el teatro. Si quieres venir conmigo, te devolveré tu pendiente.
– Es muy amable por tu parte, Daniel, pero ¿no prefieres llevar a tu hija?
– Sadie está castigada – dijo él-. Pero hay un problema. Las entradas son para mañana por la noche.
– ¿Eso es un problema?
– Lo digo porque no he podido avisarte con tiempo. No sé si tienes algún plan.
Con planes o sin ellos, Daniel Redford era demasiado importante como para hacerse la dura.
– ¿Y perderme la oportunidad de ver el mejor musical del año? No, mañana me parece muy bien.
– ¿Puedo ir a buscarte?
A su casa no, desde luego.
– No sé dónde voy a estar – contestó Amanda. Estaba empezando a gustarle el juego-. ¿Por qué no me dejas la entrada en la taquilla y nos vemos en la cafetería del teatro?
– Muy bien. Entonces, a las siete, en la cafetería.
Amanda colgó el teléfono, mordiéndose los labios para no gritar. Él había llamado primero y había dejado un mensaje en la oficina… No sabía por qué era tan importante, pero lo era. Su teléfono empezó a sonar. Era Beth.
– Así que te dejaste un pendiente en su coche, ¿no, «Mandy Fleming?» Qué lista eres…