– ¿Me tomo una sobredosis de pastillas? -se preguntó Daphne-. ¿O salto desde lo alto de un árbol enorme? ¿Dónde está esa práctica fuga de monóxido de carbono cuando una chica la necesita?

El ataque de nervios de Daphne

(Notas para un manuscrito que jamás va a publicarse)


– Estoy bien -le decía Molly a su hermana cada vez que hablaban.

– ¿Por qué no vienes a casa este fin de semana? Te prometo que no verás ningún ejemplar de People en ningún lado. Los lirios están preciosos, y sé cómo te gusta el mes de mayo.

– Este fin de semana no me va bien. Tal vez el siguiente.

– Eso fue lo que dijiste la última vez que hablamos -le recordó Phoebe.

– Pronto, te lo prometo. Pero es que ahora tengo tantas cosas de que ocuparme.

Eso era cierto. Molly había pintado los armarios, había pegado fotos en álbumes, había borrado archivos y había cepillado a su soñoliento perro. Había hecho de todo excepto trabajar en las revisiones que finalmente se había visto obligada a aceptar porque necesitaba el resto del dinero del anticipo.

Helen quería cambios en algún diálogo en Daphne se cae de bruces, y también tres nuevos dibujos. Dos de ellos mostrarían a Daphne y Melissa algo más separadas, y en el tercero, Benny y sus amigos comerían bocadillos de queso en lugar de perritos calientes. Habían revisado a Daphne con las mentes adultas más lascivas. Helen también le había pedido a Molly que introdujera cambios en el texto de dos libros de Daphne más antiguos que se editarían de nuevo. Pero Molly no había hecho nada de eso, no por principios, aunque deseó que hubiera sido ésta la razón, sino porque no era capaz de concentrarse.

Su amiga Janine, que todavía estaba dolida por la condena que NHAH había hecho de su propio libro, se había enfadado con Molly por no haber mandado a freír espárragos a Birdcage, pero Janine tenía un marido que pagaba la hipoteca cada mes.

– Los niños te echan de menos -dijo Phoebe.

– Les llamaré esta noche, te lo prometo.

Lo hizo, y logró salir bien parada con las gemelas y con Andrew. Pero Hannah le partió el corazón.

– Es por mi culpa, ¿verdad, tía Molly? -susurró-. Por eso no quieres venir más aquí. Es porque la última vez que estuviste aquí yo te dije que estaba triste porque tu bebé había muerto.

– Oh, cariño…

– No sabía que se suponía que no tenía que hablar del bebé. Te prometo que nunca, nunca más volveré a decir nada.

– No hiciste nada malo, cielo. Vendré este fin de semana. Y lo pasaremos en grande.

Pero con ese viaje sólo consiguió sentirse peor. Detestaba ser la responsable de la preocupación que nublaba los ojos de Phoebe, y no podía soportar el tono suave y considerado con que le hablaba Dan, como si temiera que ella fuera a romperse. Estar con los niños era incluso más doloroso. Mientras rodeaban su cintura con sus brazos y le pedían que les acompañara a ver sus últimos proyectos, ella apenas podía respirar.

La familia la estaba desgarrando con su amor. Se marchó en cuanto pudo.

Mayo se convirtió en junio. Molly se sentó una docena de veces a trabajar en los dibujos, pero su pluma, normalmente ágil, se negaba a moverse. Intentó pensar en algo para su artículo para Chik, pero su mente estaba tan vacía como su cuenta bancaria. Podía seguir pagando su hipoteca hasta julio, pero no más.

Los días de junio iban pasando, y a Molly empezaron a escapársele pequeñas cosas. Uno de sus vecinos le dejó junto a la puerta un saco con todas las cartas que había extraído de su atiborrado buzón. La ropa sucia se amontonaba, y el polvo se estaba adueñando por primera vez de su piso. Pilló un resfriado y no se lo acababa de quitar de encima.

Un viernes por la mañana, le dolía tanto la cabeza que llamó a sus clases voluntarias para decir que estaba enferma y se quedó en la cama. Aparte de arrastrarse al exterior el tiempo justo para que Roo hiciera sus necesidades y obligarse ocasionalmente a comer una tostada, se pasó todo el fin de semana durmiendo.

Cuando llegó el lunes, el dolor de cabeza había desaparecido, pero las secuelas del resfriado la habían dejado sin energía, así que volvió a llamar para decir que estaba enferma. Su caja del pan estaba vacía, y se habían acabado los cereales. Encontró algo de fruta en conserva en el armario.

El martes por la mañana, mientras dormitaba en la cama, su sueño se vio interrumpido por el interfono del vestíbulo. Roo se incorporó, atento. Molly se enterró aún más bajo las sábanas, pero justo cuando volvía a dormirse, alguien empezó a golpear la puerta del piso. Se puso una almohada sobre la cabeza, pero no consiguió aislar sus oídos de esa voz profunda, conocida, y claramente audible a pesar de los gañidos de Roo.

– ¡Abre! ¡Sé que estás ahí!

Ese horrible Kevin Tucker.

Molly estornudó y se tapó los oídos con los dedos, pero Roo seguía ladrando y Kevin seguía golpeando. Miserable perro. Desconsiderado y temible futbolista. Toda la gente del edificio iba a quejarse. Echando pestes, se arrastró fuera de la cama.

– ¿Qué quieres? -preguntó con la voz cascada por la falta de uso.

– Quiero que abras la puerta.

– ¿Por qué?

– Porque tengo que hablar contigo.

– Yo no quiero hablar.

Molly cogió un pañuelo y se sonó la nariz.

– Mala suerte. A menos que quieras que toda la gente del bloque se entere de tus asuntos privados, te sugiero que abras.

De mala gana, corrió el pestillo. Al abrir la puerta, deseó haber ido armada.

Kevin estaba en pie en el umbral, deslumbrante y perfecto con su cuerpo sano, sus relucientes cabellos rubios y sus brillantes ojos verdes. Molly sintió aporreada su cabeza. Quería esconderse bajo unas gafas oscuras.

Kevin entró sin hacer caso del caniche gruñón y cerró la puerta.

– Tienes un aspecto horrible -le dijo. Molly arrastró los pies hacia el salón.

– Roo, cállate.

El perro resopló ofendido mientras ella se dejaba caer en el sofá.

– ¿Te ha visto algún médico?

– No necesito a ningún médico. El resfriado ya casi está curado.

– ¿Y qué me dices de un psiquiatra?

Kevin anduvo hasta las ventanas y empezó a abrirlas.

– Ya basta -espetó ella.

Ya tenía bastante con tener que soportar su arrogancia y el destello amenazador de su buen aspecto. No estaba dispuesta además a tolerar el aire fresco.

– ¿Por qué no te vas?

Kevin miró a su alrededor y observó los platos sucios que se amontonaban en el fregadero de la cocina, el albornoz colgando del respaldo del sofá, y las mesas llenas de polvo. Era un huésped no invitado, así que a ella no le importó.

– Ayer te saltaste la cita con el abogado -dijo Kevin.

– ¿Qué cita?

Molly se pasó la mano por sus cabellos andrajosos e hizo una mueca de dolor al encontrar una maraña. Media hora antes había ido al baño para cepillarse los dientes, pero no recordaba la última vez que se había duchado. Y su raído camisón gris olía a caniche.

– ¿La anulación? -Kevin echó un vistazo al montón de correo sin abrir que sobresalía de la bolsa de compra de Crate & Barrel, junto a la puerta, y dijo sarcásticamente-: Supongo que no has recibido la carta.

– Supongo que no. Será mejor que te vayas. Podría ser contagioso.

– Me arriesgaré. -Kevin avanzó hasta las ventanas y miró hacia el aparcamiento-. Bonita vista.

Molly cerró los ojos para echarse un sueñecito.


Kevin no creía haber visto jamás a nadie más patético. Aquella mujer de cara pálida, pelo enmarañado, olor rancio, ojos tristes y que se sorbía los mocos era su esposa. Se hacía difícil de creer que fuera la hija de una corista. Debería haber permitido que su abogado se encargara de todo, pero no dejaba de ver la pura desesperación de los ojos de Molly mientras le suplicaba que le sujetara las piernas y las mantuviera juntas, como si el bebé pudiera mantenerse en su interior con la simple fuerza bruta.

«Sé que me odias, pero…»

Él ya no podía seguir odiándola; no después de ver su infructuosa lucha por mantener a ese bebé. Pero odiaba en cambio cómo se sentía, como si tuviera algún tipo de responsabilidad con ella. La pretemporada empezaba al cabo de menos de dos meses. Necesitaba concentrar toda su energía en prepararse para la siguiente temporada. La miró con resentimiento.

«Tienes que servir de ejemplo, Kevin. Haz lo correcto.»

Se apartó de las ventanas e hizo a un lado a aquel perro inútil y mimado. ¿Por qué alguien con sus millones vivía en un lugar tan pequeño? Por comodidad, tal vez. Probablemente tenia al menos tres casas más, todas ellas en climas cálidos.

Kevin se dejó caer en el extremo opuesto del sofá desmontable donde estaba ella tumbada y la examinó críticamente. Debía de haber perdido unos cinco kilos desde el aborto. Tenía el pelo más largo, casi hasta la mandíbula, y había perdido ese lustre sedoso que tenía el día de su boda. No se había molestado en maquillarse, y esas profundas ojeras bajo aquellos ojos exóticos le daban el aspecto de alguien al que han estado golpeando como a un saco de arena.

– He tenido una interesante conversación con uno de tus vecinos -confesó Kevin.

Molly se frotó los ojos con la muñeca.

– Te prometo que llamaré a tu abogado mañana a primera hora si te largas.

– El hombre me ha reconocido enseguida.

– Cómo no.

Kevin observó que no estaba demasiado cansada para el sarcasmo. Su resentimiento renació.

– Ha estado encantado de cotillear sobre ti. Parece ser que dejaste de vaciar el buzón hace varias semanas.

– Nadie me envía nada interesante.

– Y la única vez que has salido del apartamento desde el jueves por la noche fue para pasear a tu «pit-bull».

– Deja de llamarle así. Me estoy recuperando de un resfriado, eso es todo.

Su nariz roja era evidente, pero de algún modo Kevin no creía que su único problema fuera un resfriado. Se levantó.

– Venga, Molly. Encerrarse de esta forma no es normal. Ella le miró por encima de la muñeca.

– Míralo, el experto en comportamiento normal. Me dijeron que estabas nadando con tiburones cuando Dan te encontró en Australia.

– Tal vez sea depresión.

– Gracias, doctor Tucker. Ahora puedes irte.

– Perdiste a un hijo, Molly.

Kevin había expuesto una realidad, pero era como si le hubiera disparado. Molly se levantó de un brinco del sofá y al ver el aire feroz que adquirió su expresión, Kevin supo lo que quería saber.

– ¡Vete de aquí antes de que llame a la policía! -gritó ella.

Lo único que tenía que hacer Kevin era salir por la puerta. Dios sabía que a esas alturas, con la publicidad que había armado el artículo de People, había acumulado ya bastantes agravios. Y el simple hecho de estar con ella le revolvía las tripas. Si al menos pudiera olvidar la expresión de sus ojos cuando luchaba por salvar al bebé.

– Vístete, vendrás conmigo. -Y justo cuando esas palabras se escapaban de sus labios, Kevin intentó silenciarlas.

Molly parecía asustada por su propia rabia, y Kevin la vio esforzarse por liberarse y volver a ver la luz. Molly logró por fin responder con un gruñido lastimero:

– Has estado fumando demasiada hierba últimamente, ¿no?

Kevin, furioso consigo mismo, subió los cinco escalones que llevaban al dormitorio. El caniche le siguió para asegurarse de que no robaba las joyas. Kevin miró a Molly desde encima de los armarios de la cocina. Dios, no soportaba tener que adoptar esa actitud.

– Puedes elegir entre vestirte o acompañarme tal como vas, con lo que probablemente conseguirás que el Departamento de Salud te ponga en cuarentena -le advirtió Kevin.

Ella siguió tumbada en el sofá.

– Estás desperdiciando tu saliva -repuso ella.

Sería sólo por unos días, se dijo Kevin. Ya le ponía de suficiente mal humor verse obligado a conducir hasta el campamento de Wind Lake. ¿Por qué no acabar de estropearlo del todo llevándosela a ella consigo?


Nunca había tenido la intención de volver allí, pero no podía evitarlo. Durante semanas se había dicho que podía venderse la propiedad sin volver a verla. Pero cuando no pudo responder a ninguna de las preguntas que le había planteado su gestor, supo que tenía que tomar una decisión heroica y ver exactamente lo descuidado que estaba todo aquello.

Al menos se libraría de dos obligaciones nada gratas al mismo tiempo. Liquidaría el campamento y obligaría a Molly a volver a mover el culo. Si eso funcionaba o no ya era cosa de ella, pero al menos él tendría la conciencia tranquila.

Extrajo una maleta del fondo de su armario y abrió los cajones de un tirón. A diferencia de la cocina, aquí todo estaba perfectamente ordenado. Puso pantalones cortos y tops en la maleta, luego añadió algo de ropa interior. Encontró algunos vaqueros junto a las sandalias y un par de zapatillas deportivas. Le llamaron la atención un par de vestidos de playa. Los puso encima de todo. Mejor llevarse demasiado que soportar su mal humor porque no tenía todo lo que quería.

La maleta estaba llena, así que cogió lo que parecía una vieja mochila escolar y miró a su alrededor en busca del baño. Lo descubrió abajo, cerca de la puerta de entrada, y empezó a llenar la mochila con diversos cosméticos y artículos de tocador. Sucumbiendo a lo inevitable, se dirigió a la cocina y cargó comida para perro.

– Supongo que piensas dejarlo todo donde estaba-dijo Molly, en pie junto a la nevera observándolo con sus cansados ojos de niña rica, con el «pit-bull» en brazos.

Nada le habría gustado más que volverlo a poner todo en su sitio, pero Molly tenía un aspecto demasiado patético.

– ¿Quieres ducharte antes, o conducimos con las ventanas abiertas?

– ¿Estás sordo? No soy ningún novato al que puedas ir dándole órdenes.

Kevin apoyó una mano en el borde del fregadero y le dirigió la misma mirada glacial que utilizaba con los novatos.

– Tienes dos opciones. O me acompañas, o te llevo a casa de tu hermana. Algo me dice que no le gustará lo que verá. Al ver su expresión supo que acababa de dar en el clavo.

– Déjame en paz, por favor -musitó ella.

– Les echaré un vistazo a tus libros mientras te duchas.

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