¿Y qué si es el chico más caliente de la escuela? Lo que cuenta es cómo te trata.
«‹Demasiado caliente para manejarlo?»
MOLLY SOMERVILLE para Chik
Kevin recordó de pronto que había estado demasiado ocupado con su whisky escocés como para activar el sistema de seguridad de la casa. Un despiste afortunado. Así iba a tener algo de distracción.
La casa estaba fría y oscura. Kevin sacó los pies descalzos del sofá con la intención de levantarse y tropezó con la mesilla del café. Soltó una retahíla de tacos mientras se frotaba la barbilla y saltó hacia la puerta. ¿Quién iba a pensar que pelearse con un ladrón acabaría siendo para él ser el mejor momento de la semana? Kevin deseó que aquel mal nacido estuviera armado.
Esquivó un bulto macizo que supuso que debía ser una butaca y pisó algo pequeño y puntiagudo, probablemente una de las piezas de Lego que había visto esparcidas por el suelo. Era una casa grande y lujosa que, construida en lo más profundo de los bosques de Wisconsin, estaba prácticamente rodeada de árboles salvo por su parte posterior, que daba a las aguas gélidas del lago Michigan.
– Maldita oscuridad -refunfuñó mientras avanzaba guiándose por el sonido de los rasguños, y justo cuando alcanzó la puerta, oyó el chasquido le la cerradura y la puerta empezó a abrirse.
Kevin sintió aquella subida de adrenalina que tanto le encantaba, y, con un ágil movimiento, empujó la puerta contra la pared y asió a la persona que había al otro lado.
El tipo tenía que ser un peso mosca, porque salió volando.
Y también un afeminado, a juzgar por el tono del grito que soltó cuando cayó en el suelo.
Por desgracia, llevaba un perro. Un perro grande.
A Kevin se le había erizado el pelo del cogote cuando oyó el espeluznante rugido de un perro de defensa. Antes de que le diera tiempo a protegerse, el animal ya le había mordido el tobillo.
Kevin desplegó los reflejos que le estaban convirtiendo en una leyenda, y, mientras intentaba liberarse del mordisco que le atenazaba los huesos del tobillo, se lanzó hacia el interruptor. La luz inundó el recibidor y Kevin se dio cuenta de dos cosas.
No le estaba atacando ningún rottweiler. Y no era un hombre el que soltaba esos chillidos de pánico.
– Oh, mierda…
En el suelo de pizarra, a sus pies, yacía una mujer pequeña y chillona con el pelo del color de la camiseta de los San Francisco 49ers. Y, aferrado a su tobillo, agujereando sus vaqueros preferidos, había un pequeño y gris…
La palabra se le fue de la cabeza.
Las cosas que llevaba la mujer cuando la había empujado estaban esparcidas por doquier. Mientras intentaba deshacerse del perro, vio montones de libros, material de dibujo, dos cajas de galletas de mantequilla y un par de zapatillas con una cabeza de conejo grande y rosa en la punta.
Finalmente logró liberarse del perro gruñón. La mujer se incorporó dificultosamente y adoptó lo que parecía ser una pose de artes marciales. Kevin abrió la boca para explicarse, pero antes de poder pronunciar palabra ella le había dado una patada en la parte posterior de la rodilla. Lo siguiente que pensó Kevin es que estaba despedido.
– Vaya… A los Giants les costó tres cuartos de hora para hacer eso.
Cuando había caído al suelo, ella llevaba puesto un abrigo, pero a él lo único que lo protegía, de ese suelo de pizarra era una fina tela vaquera. Kevin retrocedió y rodó de espaldas. De un salto, el perro se le plantó encima del pecho y empezó a ladrarle echándole su aliento perruno en la cara mientras las puntas del pañuelito que llevaba atado al cuello no dejaban de darle en la nariz.
– ¡Has intentado matarme! -chilló la mujer con la expresión de ferocidad que le conferían los reflejos rojos de su pelo.
– No ha sido adrede.
Kevin sabía que la había visto antes, por no lograba recordar por nada del mundo quién era.
– ¿Puedes llamar a tu «pit-bull»?
La cara de pánico de ella había dejado paso a la furia, y apretó los dientes como el perro.
– Ven aquí, Roo.
El bicho gruñó y se desenganchó del pecho de Kevin. Finalmente cayó en la cuenta.
«Oh, mierda…», pensó.
– Eres… la hermana de Phoebe. ¿Te has hecho daño…? -dijo buscando un nombre-. ¿Señorita Somerville?
Como era él el que yacía en el suelo con un golpe en la cadera y heridas de mordiscos en el tobillo, consideró que se trataba más bien de una pregunta de cortesía.
– ¡Es la segunda vez en dos días! -exclamó ella.
– No sé de qué me…
– ¡La segunda vez! ¿Estás pirado, estúpido tejón? ¿Es ése tu problema? ¿O es que eres idiota?
– Pues eso, yo… ¿Me has llamado «tejón»?
Molly pestañeó.
– Cojón. Te he llamado cojón.
– Ah, eso está mejor.
Por desgracia, su poco convincente intento de bromear no la hizo sonreír.
El «pit-bull» se retiró junto a su dueña. Kevin se incorporó en el suelo de pizarra y se frotó el tobillo, mientras intentaba recordar todo lo que podía acerca de la hermana de su jefa, pero sólo logró recordar que era una intelectualoide. La había visto unas cuantas veces en las oficinas de los Stars con la cabeza metida en algún libro, aunque sin duda no llevaba el pelo de ese color. Se hacía difícil de creer que Phoebe y ella fueran parientes, porque ésta estaba lejos de ser un bombón. Aunque tampoco estaba mal. Era bastante del montón: era plana allí donde Phoebe tenía unas buenas curvas, y bajita mientras que Phoebe era alta. Al contrario que la de su hermana, la boca de ésta no parecía diseñada para susurrar obscenidades bajo las sábanas. Al contrario: la boca de la hermana pequeña de Phoebe sugería que se pasaba todo el día exigiendo silencio en alguna biblioteca.
No necesitaba el testimonio de todos aquellos libros esparcidos para saber que era el tipo de mujer que menos le gustaba: inteligente y demasiado seria. Y probablemente sería además de las que hablan: un tanto más en su contra. En pro de la justicia, sin embargo, tenía que darle una nota muy alta al poderío de sus ojos. Eran de un color poco común, un tono entre el azul y el gris, con un atractivo sesgo, igual que sus cejas, que casi se tocaban mientras le echaba la bronca. Maldita sea. ¡La hermana de Phoebe! Y él que creía que esa semana ya no podía ir peor.
– ¿Te has hecho daño? -le preguntó.
El azul-gris de su iris adquirió el color exacto de una tarde de verano en Illinois antes de activarse la sirena de tornados. Ya había logrado enojar a todos los miembros de la familia propietaria de los Stars, excepto tal vez a, los niños. Debía de tener un don.
Más le valía intentar arreglar la situación, y como el encanto era su traje de gala, le lanzó una sonrisa y dijo:
– No quería asustarte. Pensaba que eras un ladrón.
– ¿Qué estás haciendo aquí?
Incluso antes de oír sus gritos, Kevin se dio cuenta de que lo del encanto no funcionaba. Y no perdía de vista la postura de kung fu de la mujer.
– Dan me sugirió que subiera aquí unos días, para aclararme las ideas… -Kevin hizo una pausa-. Cosa que a mí no me hace ninguna falta.
Molly pulsó un interruptor y dos rústicos candelabros de hierro de pared se encendieron e iluminaron los rincones oscuros.
La casa estaba hecha de troncos, pero tenía seis dormitorios y un techo de vigas de madera que daba cabida a dos plantas, de modo que no se parecía en nada a una cabaña de la frontera. Las ventanas eran tan grandes que daba la sensación de que el bosque formaba parte del interior, y en la enorme chimenea de piedra que dominaba un extremo de la sala se podría haber asado un bisonte. Todos los muebles eran grandes, sobrecargados y cómodos, diseñados para soportar los abusos de una gran familia. A un lado, una ancha escalera conducía a la segunda planta, que disponía de un pequeño desván en un extremo.
Kevin se inclinó para recoger las cosas que habían quedado desperdigadas por el suelo. Examinó las zapatillas.
– ¿No te pones nerviosa cuando las llevas durante la temporada de caza?
Ella intentó arrebatárselas.
– Dámelas.
– Tampoco pensaba ponérmelas. Sería difícil que los chicos siguieran respetándome después de eso.
Ella no sonrió en absoluto cuando él le devolvió las zapatillas.
– Hay una casa de huéspedes no muy lejos de aquí -dijo Molly-. Seguro que podrán darte habitación para esta noche.
– Es demasiado tarde para que me eches. Además, a mí me han invitado.
– Es mi casa. Quedas desinvitado.
Molly colocó su abrigo en uno de los sofás y se dirigió a la cocina. El «pit-bull» dobló el labio y mantuvo la cola bien levantada, como quien hace esto obsceno con el dedo. Cuando al perro le quedó claro que Kevin había captado el mensaje, salió trotando tras su dueña.
Kevin les siguió. La cocina era espaciosa y cómoda; los armarios eran Craftsman y se disfrutaba de una visión panorámica del lago Michigan desde todas las ventanas. Molly dejó sus paquetes en una mesa de centro pentagonal rodeada de seis taburetes.
Esa mujer tenía ojo para la moda, eso había que admitirlo. Llevaba unos pantalones ajustados de color gris marengo y un jersey ancho de un tono gris metálico que a Kevin le hizo pensar en una armadura. Con esos cabellos cortos llameantes, podría ser Juana de Arco justo después de prender la cerilla. La ropa parecía de marca, aunque no nueva, lo que era raro, porque recordaba haber oído que había heredado la fortuna de Bert Somerville. Aunque Kevin era rico, se había ganado el dinero una vez formada ya su personalidad. Según su experiencia, la gente que ha crecido entre riquezas no comprende lo que es el esfuerzo, y no había conocido a muchos que le cayesen bien. Esa niña rica y esnob no sería una excepción.
– Esto… ¿señorita Somerville? Antes de que me eches… Sin duda no has avisado a los Calebow de que subías aquí; de lo contrario, te habrían comentado que el lugar ya estaba ocupado.
– Tengo derechos. Se entiende -dijo Molly arrojando las galletas a un cajón y cerrándolo de golpe. Luego estudió a Kevin: estaba tenso, nerviosísimo-. No te acuerdas de mi nombre, ¿verdad?
– Claro que me acuerdo -replicó mientras buscaba en su memoria sin obtener ningún resultado.
– Nos han presentado al menos tres veces.
– Algo totalmente innecesario, porque tengo muy buena memoria para los nombres.
– No para el mío. Lo has olvidado.
– Por supuesto que no.
Ella le miró fijamente durante un largo rato; él, sin embargo, estaba acostumbrado a actuar bajo presión, y no tuvo ningún problema en esperar a que fuera ella quien lo dijera.
– Es Daphne -le dijo.
– ¿Y por qué me dices algo que ya sé? ¿Eres así de paranoica con todo el mundo, Daphne?
Molly apretó los labios y murmuró algo entre dientes. Kevin habría jurado que había vuelto a oír la palabra «tejón».
¡Kevin Tucker ni siquiera sabía cómo se llamaba! «Que me sirva de lección», pensó Molly mientras admiraba su peligroso atractivo.
Entonces vio que tenía que encontrar la manera de protegerse de él. Vale, estaba más bueno que el pan. Como muchos otros hombres. De acuerdo, no muchos tenían esa particular combinación de pelo rubio oscuro y ojos verdes brillantes. Y muy pocos tenían un cuerpazo como aquél, atlético y escultural, nada desproporcionado. Aun así, no era tan estúpida como para encapricharse con un hombre que no era más que un bonito cuerpo, una linda cara y un interruptor para el encanto.
Bueno, lo cierto era que sí: a juzgar por su pasado encaprichamiento por él, había sido tan estúpida. Pero al menos había sido consciente de que estaba siendo estúpida.
Lo que sin duda no haría era presentarse como una groupie aduladora. ¡Iba a verla en toda su insolencia! Conjuró a la Goldie Hawn de Un mar de líos en busca de inspiración.
– Vas a tener que marcharte, Ken. Ay, perdona, quería decir Kevin. Porque es Kevin, ¿verdad?
Puede que esta vez hubiera ido demasiado lejos, porque la comisura de sus labios se torció hacia arriba.
– Nos han presentado al menos tres veces. Pensaba que lo recordarías.
– Es que hay tantos futbolistas, y todos os parecéis tanto.
Kevin arqueó una de sus cejas.
Molly ya había marcado el terreno, y era tarde, así que podía permitirse ser generosa, aunque sólo con condescendencia.
– Puedes quedarte esta noche, pero yo he venido aquí a trabajar, así que tendrás que irte mañana por la mañana.
Un vistazo por la ventana de atrás le permitió ver el Ferrari aparcado junto al garaje: ahora entendía por qué no lo había visto cuando había aparcado delante.
Él se sentó deliberadamente en un taburete, como si quisiera indicar que no iba a ir a ninguna parte.
– ¿A qué tipo de trabajo te dedicas? -dijo en un tono desdeñoso que a Molly le hizo pensar que él no creía que pudiese ser nada demasiado arduo.
– Je suis auteur.
– ¿Escritora?
– Ich bin Schriftstellerin -añadió en alemán.
– ¿Has abandonado tu idioma vernáculo por algún motivo?
– He pensado que tal vez te sentirías más cómodo con alguna lengua extranjera-dijo ondeando vagamente su mano-. Por algo que he leído…
Kevin podía ser superficial, pero no era estúpido, y Molly pensó que tal vez se había pasado de la raya. Por desgracia, estaba en racha.
– Estoy casi segura de que Roo se habrá recuperado del problemilla que tuvo con la rabia, pero tal vez será mejor que te pongas alguna inyección, por si acaso.
– Todavía estás cabreada por eso del ladrón, ¿verdad?
– Lo siento, no te oigo bien. Tal vez la caída me ha dejado algo conmocionada.
– Ya te he pedido perdón.
– Es verdad -dijo apartando un montón de lápices que los niños habían dejado en el pasaplatos.
– Me parece que subiré a acostarme -dijo Kevin. Se levantó y se dirigió hacia la puerta, pero antes de cruzarla se detuvo a echarle un último vistazo a esos pelos horribles y añadió-: Dime la verdad. ¿Ha sido por algún tipo de apuesta?
– Buenas noches, Kirk.
Cuando Molly entró en su dormitorio, se dio cuenta de que respiraba aceleradamente. Sólo un fino tabique la separaba de la habitación de invitados donde debía estar durmiendo Kevin. Un cosquilleo le recorrió la piel y sintió el impulso casi incontrolable de cortarse el pelo, aunque tampoco quedaba demasiado que cortar. Tal vez debería volver a teñírselo de su color natural al día siguiente, pero no podía darle a Kevin ese gusto.
Había llegado a la cabaña para esconderse, no para dormir junto a la boca del lobo, así que cogió sus cosas y, con Roo pegado continuamente a sus talones, bajó corriendo, atravesó el salón, se metió en la habitación grande que compartían las tres niñas y cerró la puerta por dentro.
Se apoyó en el marco de la puerta e intentó calmarse contemplando el techo inclinado de la habitación y las confortables buhardillas diseñadas para soñar despierto. Dos de las paredes contenían un mural del Bosque del Ruiseñor que ella había pintado con toda la familia por en medio. Allí estaría bien, y por la mañana él ya se habría ido.
Dormir, sin embargo, era imposible. ¿Por qué no había avisado a Phoebe de que iba a subir a la casa, como hacía siempre? Porque no quería oír más discursitos sobre su pelo ni tampoco advertencias de posibles «incidentes».
Molly dio vueltas y más vueltas, miró el reloj, y finalmente encendió la luz para hacer algunos esbozos de las ilustraciones para su próximo libro. No le salía nada. Habitualmente, el ruido del viento invernal golpeando la maciza casa de troncos la calmaba, pero aquella noche el viento la impulsaba a desnudarse y bailar, dejar atrás a la niña buena y estudiosa, y liberar su lado salvaje.
Apartó las mantas y saltó de la cama. La habitación estaba helada, pero ella se sentía acalorada y enfervorizada. Deseó estar en su casa. Roo levantó un párpado soñoliento, y luego volvió a cerrarlo mientras ella se dirigía al banco acolchado de la ventana más cercana.
Plumas de escarcha decoraban los cristales, y la nieve se arremolinaba entre los árboles en delgados copos danzarines. Molly intentó concentrarse en la belleza de la noche, pero no dejaba de ver a Kevin Tucker. Sentía cosquillas en todo el cuerpo y un hormigueo en los pechos. ¡Era tan degradante! Ella era una mujer inteligente, incluso brillante, pero pese a querer negarlo, estaba obsesionada como una animadora hambrienta de sexo.
Tal vez se trataba de una forma perversa de crecimiento personal. Al menos se obsesionaba por el sexo y no por la Gran Historia de Amor que jamás tendría.
Decidió que era más seguro obsesionarse por la Gran Historia de Amor. ¡Dan le había salvado la vida a Phoebe! Era la cosa más romántica que Molly podía imaginar, aunque suponía que también le había creado expectativas muy poco realistas.
Abandonó lo de la Gran Historia de Amor y volvió a obsesionarse con el sexo. ¿Hablaría Kevin en inglés mientras lo hacía, o habría memorizado algunas frases extranjeras útiles? Con un gruñido, hundió la cabeza en la almohada.
Tras sólo unas pocas horas de sueño se despertó: el amanecer era frío y gris. Cuando miró hacia fuera, vio que el Ferrari de Kevin había desaparecido. «¡Bien!» Sacó a Roo y luego se duchó. Mientras se secaba, se obligó a sí misma a tararear una cancioncilla de Winnie the Pooh, pero cuando empezó a ponerse sus gastados pantalones grises y el jersey de Dolce & Gabbana que se había comprado antes de donar su dinero, la ficción de fingir que era feliz ya se había desvanecido.
Pero ¿qué rayos le pasaba? Su vida era maravillosa. Gozaba de buena salud. Tenía amigos, una familia estupenda y un perro que la entretenía. Aunque estaba casi siempre sin blanca, no le importaba porque su loft valía hasta el último centavo que pagaba por él. Le encantaba su trabajo. Su vida era perfecta. E incluso más que perfecta ahora que Kevin se había marchado.
Enojada por su estado anímico, deslizó sus pies en las zapatillas rosas que le habían regalado las gemelas por su cumpleaños y bajó hacia la cocina, con las cabezas de conejo bamboleando sobre los dedos de sus pies. Un desayuno rápido y luego se pondría a trabajar.
La noche anterior había llegado demasiado tarde como para ir a comprar provisiones, así que sacó una bolsa de pan de molde de Dan del armario. Justo cuando introducía una rebanada en la tostadora, Roo empezó a ladrar. La puerta trasera se abrió y entró Kevin, cargado de bolsas de plástico repletas de comida. Molly sintió que el bobo de su corazón se aceleraba un poco.
Roo gruñó, pero Kevin no le hizo ningún caso.
– Buenos días, Daphne.
La instintiva explosión de placer de Molly dejó paso al fastidio. ¡Slytherin!
Kevin dejó las bolsas en la mesa central y dijo:
– Nos estábamos quedando sin provisiones.
– ¿Y qué importancia tiene eso? Tú te ibas, ¿no te acuerdas? Vous partez. Andate vía -repuso Molly. Las palabras en francés e italiano las pronunció con exageración y se gratificó al ver que le había molestado.
– Irse no es una buena idea -dijo mientras retorcía con fuerza el tapón de la leche-. No quiero tener más líos con Dan, así que tendrás que ser tú quien se vaya.
Eso era exactamente lo que debería hacer, pero no le gustó la actitud de Kevin, así que dejó que hablara la arpía que llevaba dentro:
– Eso ni lo sueñes. Puede que al ser deportista no puedas entenderlo, pero necesito paz y tranquilidad, porque yo tengo que pensar mientras trabajo.
Sin duda Kevin captó el insulto, aunque prefirió hacerle oídos sordos.
– Yo me quedo aquí -insistió.
– Pues yo también -respondió ella con la misma tozudez.
Molly se dio cuenta de que él habría querido echarla, pero que no podía hacerlo porque ella era la hermana de su jefa. Kevin se tomó su tiempo para llenarse el vaso; luego apoyó las caderas en el fregadero y dispuso:
– La casa es grande. La compartiremos.
Molly estaba a punto decir que lo olvidase, que se marcharía de todos modos, pero algo la detuvo. Tal vez compartir la casa no era una idea tan descabellada: quizá la forma más rápida de superar su fijación sería ver al slytherin que se escondía debajo del hombre. No había sido Kevin como ser humano lo que la había atraído, porque no tenía ni idea de cómo era realmente. Se trataba más bien de una imagen ilusoria de Kevin: cuerpo maravilloso, ojos hermosos, valeroso líder de hombres.
Lo observó mientras apuraba el vaso de leche. Un eructo. Eso sería lo último. Nada le desagradaba más que un hombre que eructase… O que se rascase la entrepierna… O que fuese grosero en la mesa. ¿Y qué decir de esos perdedores que intentan impresionar a las mujeres sacando un fajo de billetes atrapado en uno de esos chillones sujetabilletes?
Tal vez llevase una cadena de oro. Molly sintió un escalofrío. Eso sería definitivo. O quizás era un chiflado por las armas. O decía: «Machote.» O no llegaba a la altura de Dan Calebow de cientos de maneras distintas.
Sí, sin duda, había un millón de trampas esperando a Kevin Tucker, el señor Mis-ojos-verdes-como-la-hierba-sintética-me-hacen-irresistiblemente-sexy. Un eructo… Una mano a la entrepierna… Incluso el más leve destello de oro alrededor de su fantástico cuello.
Molly se dio cuenta de que estaba sonriendo.
– De acuerdo. Puedes quedarte -dijo finalmente.
– Gracias, Daphne.
Kevin apuró su vaso, pero no eructó.
Ella entrecerró los ojos y se dijo a sí misma que mientras él siguiera llamándola Daphne ya estaba medio salvada.
Molly cogió su ordenador portátil y lo subió al desván. Lo colocó en el escritorio junto a su cuaderno de dibujo. Podía trabajar en Daphne se cae de bruces o en el artículo «Darse el lote: ¿hasta dónde se puede llegar?».
Muy lejos.
Definitivamente no era el mejor momento para escribir un artículo sobre sexo, ni siquiera en su variante adolescente.
Molly oyó de fondo la retransmisión de un partido e imaginó que Kevin se había traído unos vídeos para poder hacer sus deberes. Se preguntó si alguna vez abriría un libro o si iría a ver una película de arte y ensayo o si haría algo que no tuviera que ver con el fútbol.
Tenía que volver a concentrarse en su trabajo. Acarició a Roo con un pie y, a través de la ventana, contempló los furiosos copos de nieve rodando sobre las aguas grises y lúgubres del lago Michigan. Tal vez Daphne podría volver a su casita bien entrada la noche y encontrarlo todo muy oscuro. Y cuando entrase dentro, Benny podía asaltarla y…
Tenía que dejar de escribir historias tan autobiográficas.
Entendido… Abrió de golpe su cuaderno de dibujo. Daphne podía decidir ponerse una máscara de Halloween y asustar a… No, eso ya lo había hecho en Daphne planta un huerto de calabazas.
Era sin duda el momento de llamar a una amiga. Molly cogió el teléfono que tenía al lado y marcó el número de Janine Stevens, una de sus mejores colegas escritoras. Aunque Janine escribía para el mercado de los jóvenes adultos, ambas compartían la misma filosofía sobre los libros y con frecuencia quedaban para compartir ideas.
– ¡Gracias a Dios que me llamas! -gritó Janine-. Llevo toda la mañana intentando ponerme en contacto contigo.
– ¿Qué pasa?
– ¡Es terrible! Esta mañana ha salido una mujer gorda de NHAH en las noticias locales jurando y perjurando que los libros infantiles y juveniles son una herramienta de reclutamiento para el estilo de vida homosexual.
– ¿Es que no tienen nada mejor que hacer en la vida?
– ¡Molly, tenía en sus manos un ejemplar de Te echo mucho de menos y decía que era un ejemplo del tipo de basura que atrae a los niños hacia la perversión!
– Oh, Janine… ¡eso es horrible!
Te echo mucho de menos era la historia de una niña de trece años que intentaba comprender por qué razón los demás acosaban a su hermano mayor, un chico con tendencias artísticas al que sus compañeros calificaban de gay. Era un libro muy bien escrito, sensible y sincero.
Janine se sonó la nariz.
– Mi editora ha llamado esta mañana. ¡Me ha dicho que han decidido esperar a que se calmen las aguas y que van a posponer un año la publicación de mi próximo libro!
– ¡Si ya hace casi un año que lo acabaste! -exclamó Molly.
– No les importa. No me lo puedo creer. Ahora que finalmente despegaban mis ventas, voy a perder mi gran oportunidad de hacerme un nombre.
Molly consoló a su amiga lo mejor que pudo. Después de colgar el teléfono, pensó que NHAH era para la sociedad una amenaza mucho mayor de lo que pudiera serlo jamás ningún libro.
Oyó pasos en la planta baja y se dio cuenta de que ya no se oía el fútbol. Lo único bueno de su conversación con Janine era que la había distraído de pensar en Kevin.
Una voz masculina profunda la llamó.
– ¡Oye, Daphne! ¿Sabes si hay algún aeródromo cerca de aquí?
– ¿Un aeródromo? Sí, hay uno en Sturgeon Bay. Está hacia… -De repente se le encendió la bombilla-. ¡Un aeródromo!
Molly saltó de la silla y corrió hacia la baranda.
– ¡No pensarás saltar en caída libre otra vez! -exclamó. Kevin inclinó la cabeza hacia arriba para mirarla. Incluso con las manos en los bolsillos parecía tan alto y deslumbrante como un dios del Sol.
«¡Eructa, por favor!»
– ¿Por qué iba a saltar en caída libre? -dijo tímidamente-. Dan me pidió que no lo hiciera.
– Como si eso fuera a detenerte.
Benny hacía girar los pedales de su bicicleta de montaña cada vez más rápido. No le importaba la lluvia que caía sobre el camino que llevaba al Bosque del Ruiseñor y no vio el enorme charco que tenía delante.
Aunque sabía que le convenía mantenerse tan alejada de él como le fuera posible, Molly bajó corriendo las escaleras y le suplicó:
– No lo hagas. Ha habido ráfagas de nieve toda la noche. Y hace demasiado viento.
– Me estás tentando…
– ¡Intento explicarte que es peligroso!
– ¿Y no es eso lo que hace que merezca la pena?
– Ningún avión va a querer despegar en un día como éste -dijo Molly, aunque pensó que los famosos como Kevin pueden conseguir que la gente haga prácticamente cualquier cosa.
– No creo que tuviese demasiados problemas para encontrar un piloto. En caso de que pensara saltar en caída libre.
– Llamaré a Dan -amenazó ella-. Seguro que le interesará saber la poca seriedad con que te tomas su suspensión.
– Ahora me estás asustando. Seguro que eras una de esas mocosas que se chivaban al profesor cuando los niños se portaban mal.
– No fui al colegio con niños hasta los quince años, así que perdí esa oportunidad.
– Es verdad. Eres una niña rica, ¿no?
– Rica y consentida -mintió Molly-. ¿Y qué me dices de ti?
Tal vez si le distraía con un poco de conversación se olvidaría de saltar en caída libre.
– Clase media, y consentido seguro que no.
Kevin todavía parecía inquieto, así que Molly se esforzó en pensar en algo de que hablar; entonces advirtió sobre la mesilla del café dos libros que antes no estaban allí. Los miró con más detenimiento y vio que uno era el nuevo de Scott Turow, y el otro, un volumen bastante erudito sobre el Cosmos que ella había empezado a leer, pero que había acabado cambiando por algo más ligero.
– ¿Tú lees? -preguntó de pronto Molly.
Kevin hizo una mueca mientras se repanchigaba en el sofá desmontable.
– Sólo cuando no encuentro a nadie que lea para mí.
– Muy gracioso.
Molly se acomodó en el extremo opuesto del sofá, descontenta de haber descubierto que, en contra de lo que creía, le gustaban los libros. Roo se acercó a Molly, dispuesto a protegerla en caso de que a Kevin se le pasase por la cabeza volver a hacerle una llave.
«Ni se te ocurra.»
– Muy bien, confieso que no eres tan… intelectualmente incapacitado como aparentas.
– Deja que anote eso en mi diario -repuso él.
Molly había tendido su trampa con bastante eficacia.
– En ese caso, ¿por qué no dejas de hacer estupideces?
– ¿Como por ejemplo?
– Como saltar en caída libre. Esquiar desde un helicóptero. Y luego esa carrera de motocross que hiciste tras el stage de pretemporada.
– Pareces saber mucho acerca de mí.
– Sólo porque formas parte del negocio familiar, no te creas que es nada personal. Además, todo Chicago sabe lo que has estado haciendo.
– La prensa siempre hace una montaña de nada.
– No es exactamente nada -dijo Molly sacándose las zapatillas de cabeza de conejo, y se sentó encima de sus pies-. No lo entiendo. Siempre has sido el modelo a seguir para los deportistas profesionales. No conduces borracho ni pegas a las mujeres. Llegas puntual a los entrenamientos y te quedas lo que haga falta. Ni escándalos de juego, ni te gusta figurar, ni dices demasiadas tonterías. Y de repente te desmadras.
– Yo no me he desmadrado.
– ¿Y cómo le llamas a eso, si no?
Kevin ladeó la cabeza.
– Te han enviado aquí para espiarme, ¿verdad?
Molly se rió, aun a riesgo de que eso comprometiera su papel de arpía rica.
– Soy la última persona en la que confiarían para un trabajo de equipo. Soy un poco loca -confesó y, trazando una X sobre su corazón, añadió-: Vamos, Kevin, lo juro, no diré nada. Dime qué te pasa.
– Me gusta divertirme un poco, y no pienso pedir disculpas por eso.
Molly quería más, así que prosiguió con su misión de exploración.
– ¿Y tus amiguitas no se preocupan por ti?
– Si lo que te interesa es mi vida amorosa, sólo tienes que preguntar. Así podré experimentar el placer de decirte que te metas en tus asuntos.
– ¿Y por qué iba yo a estar interesada en tu vida amorosa?
– Eso dímelo tú.
Ella le miró recatadamente y precisó:
– Sólo me gustaría saber dónde encuentras a tus mujeres… ¿En catálogos internacionales? ¿O tal vez en la red? Sé que hay grupos especializados en ayudar a los hombres americanos solitarios a encontrar mujeres extranjeras, he visto las fotos. «Rusa preciosa de veintiún años. Toca el piano clásico desnuda, escribe novelas eróticas en su tiempo libre, quiere compartir su encanto con un tonto yanqui.»
Por desgracia, Kevin en lugar de ofenderse, se echó a reír.
– También salgo con mujeres americanas.
– Estoy convencida de que no son muchas.
– ¿No te han dicho nunca que eres demasiado cotilla?
– Soy escritora. Es lo que tiene la profesión.
Tal vez era su imaginación, pero él no parecía tan inquieto como cuando se había sentado, así que decidió seguir indagando.
– Háblame de tu familia.
– No hay mucho que decir. Soy un H.P.
«¿ Harto de premios?»
– ¿Hombre patético?
Kevin hizo una mueca y, tras apoyar las piernas en el borde de la mesilla del café, explicó:
– Hijo de un predicador. Cuarta generación, según como lo cuentes.
– Ah, sí, recuerdo haberlo leído. Cuarta generación, ¿eh?
– Mi padre era un ministro metodista, hijo de un ministro metodista, que era el nieto de uno de los antiguos jinetes metodistas que llevaron el Evangelio al salvaje Oeste.
– De ahí debe de venir tu sangre aventurera. Del bisabuelo jinete.
– Seguro que no viene de mi padre. Era una gran persona, pero no se puede decir que le gustase el riesgo. Era más bien un intelectualoide. Como tú -dijo sonriendo-. Sólo que más educado.
Ella hizo oídos sordos y preguntó:
– ¿Falleció?
– Sí, hace unos seis años. Tenía cincuenta y un años cuando nací yo.
– ¿Y tu madre?
– La perdí hace año y medio. También era mayor. Una gran lectora, directora de la sociedad de historia, especializada en genealogía. Los veranos eran el momento culminante de la vida de mis padres.
– ¿Hacían pesca submarina en las Bahamas?
– Más bien no -contestó Kevin riendo-. Íbamos todos a un campamento de la iglesia metodista en el norte de Michigan. Ha pertenecido a mi familia desde hace generaciones.
– ¿Tu familia era propietaria de un campamento?
– Enterito, con cabañas y un gran tabernáculo antiguo de madera para los servicios eclesiásticos. Tuve que acompañarles todos los veranos hasta que cumplí los quince; luego me rebelé.
– Seguro que debían de preguntarse cómo te habían criado.
Kevin cerró los ojos y admitió:
– Todos los días. ¿Y qué me dices de ti?
– Soy huérfana. -Molly pronunció la palabra sin mostrar tristeza, tal como siempre lo hacía cuando alguien le preguntaba, pero se sintió incómoda.
– Creía que Bert sólo se había casado con coristas de Las Vegas -dijo Kevin apartando la mirada de los cabellos carmesíes de Molly y centrándola en sus modestos pechos con una expresión tal en los ojos que a Molly le quedó claro que él no creía que pudiera haber lentejuelas en sus genes.
– Mi madre estaba en el coro de The Sands. Fue la tercera esposa de Bert, y murió cuando yo tenía dos años, mientras volaba hacia Aspen para celebrar el divorcio.
– ¿Phoebe y tú no tuvisteis la misma madre?
– No, la madre de Phoebe fue su primera esposa. Estaba en el coro de The Flamingo.
– No llegué a conocer a Bert Somerville, pero por lo que he oído no debía ser fácil convivir con él.
– Por suerte, me envió a un internado a los cinco años. Antes de eso, recuerdo a una retahíla de niñeras muy atractivas.
– Qué interesante.
Kevin bajó los pies de la mesilla del café y cogió las gafas de sol Revo con montura plateada que había dejado allí. Molly las miró con envidia. Doscientos setenta dólares en Marshall Field's.
Daphne se puso sobre la nariz las gafas de sol que le habían caído a Benny del bolsillo y se inclinó para contemplar su reflejo en el estanque. Parfait! (Daphne consideraba que el francés era el mejor idioma para admirar su aspecto físico.)
– ¡Eh! -gritó Benny a su espalda.
¡Plop! Las gafas de sol le resbalaron por la nariz y cayeron al estanque.
Kevin se levantó del sofá y Molly sintió que su energía llenaba toda la habitación.
– ¿Adónde vas? -le preguntó.
– Saldré fuera un rato. Necesito un poco de aire fresco.
– ¿Fuera, adónde?
Kevin desplegó las varillas de sus gafas de sol con un movimiento deliberado.
– Ha sido agradable charlar contigo, pero creo que ya he tenido bastantes preguntas de la dirección por ahora.
– Ya te he dicho que no pertenezco a la dirección -insistió Molly.
– Tienes una participación financiera en los Stars. En mi diccionario eso significa dirección.
– De acuerdo. Pues la dirección quiere saber adónde vas.
– A esquiar. ¿Tienes algún problema con eso?
Ella no, pero estaba convencida de que Dan sí lo tendría.
– Sólo hay una pista de esquí alpino por aquí cerca, y el descenso es de sólo treinta y seis metros. Es un reto insuficiente para ti.
– Maldita sea -masculló Kevin.
Molly se esforzó por disimular que la situación la divertía.
– Entonces haré esquí de fondo-dijo Kevin-. Me han dicho que hay algunas pistas de primera categoría por aquí.
– No hay nieve suficiente -repuso Molly.
– ¡Pues iré a buscar ese aeródromo! -dijo dirigiéndose al armario de los abrigos.
– ¡No! Iremos… Iremos de excursión.
– ¿De excursión? -A juzgar por la cara que puso Kevin, se diría que le acababan de proponer ir a observar pájaros.
Molly pensó rápidamente.
– El camino que recorre los peñascos es muy traicionero. Es tan peligroso que lo cierran cuando hace viento o hay algún leve indicio de nieve, pero conozco una forma de acceder a él. Es estrecho y siempre está helado, y si das un solo paso en falso, te precipitarás a una muerte segura.
– Te lo estás inventando.
– No tengo tanta imaginación.
– Eres escritora.
– De libros infantiles. Totalmente no violentos. Ahora, si quieres quedarte aquí de pie charlando toda la mañana, es cosa tuya. Pero a mí me gustaría un poco de aventura. Finalmente había conseguido captar su interés.
– Entonces en marcha -añadió Molly.
Se lo pasaron bien en la excursión, aunque Molly no logró localizar el camino traicionero que le había prometido a Kevin. Tal vez porque se lo había inventado. Aun así, en los peñascos que cruzaron hacía mucho frío y el viento soplaba con fuerza, por lo que Kevin no se quejó demasiado. Incluso le tendió la mano a Molly en un tramo helado, pero ella no fue tan temeraria: se limitó a lanzarle una mirada fachendosa y le dijo que tendría que arreglárselas solo porque ella no estaba dispuesta a ayudarle a subir cada vez que viese un poco de hielo y se le metiera el miedo en el cuerpo.
Él se rió y se encaramó a un montón de rocas resbaladizas. Al verle contemplando las aguas grises del invierno, con la cabeza echada atrás y sus cabellos rubios flotando al viento, Molly se quedó sin aliento.
Durante el resto de la caminata, ella se olvidó de ser odiosa y se divirtieron mucho. Cuando regresaron a la casa, los dientes le castañeteaban por el frío, pero todas sus partes femeninas ardían.
Kevin se quitó el abrigo y se frotó las manos.
– Si no te importa, me meteré en tu bañera.
Ella hubiera preferido que se metiese en su cuerpo, pero se limitó a decir:
– Tú mismo. Yo tengo que volver al trabajo.
Tras subir a toda prisa al desván, Molly recordó lo que Phoebe le había dicho una vez.
«Cuando te has criado como nosotras, Molly, el sexo intrascendente es como un foso de serpientes. Nosotras necesitamos un amor que nos llegue al alma, y puedo asegurarte que eso no se encuentra saltando de cama en cama.»
Aunque Molly jamás había saltado de cama en cama, sabía que Phoebe tenía razón. Pero ¿qué se suponía que tenía que hacer una mujer de veintisiete años con un cuerpo sano y sin un amor que le llegase al alma? Si al menos Kevin se hubiese comportado como alguien superficial y estúpido durante la excursión… Pero no había hablado de fútbol ni una sola vez. Se habían pasado la mañana hablando de libros, de la vida en Chicago, y de su pasión mutua por la película This Is Spinal Tap.
No podía concentrarse en Daphne, así que abrió su ordenador portátil para trabajar en «Darse el lote: ¿hasta dónde se puede llegar?». El tema la deprimió aún más.
Durante su tercer año en la universidad se había hartado de esperar la Gran Historia de Amor, por lo que había decidido olvidarse de un amor profundo y se había dedicado al cuidado profundo de un chico con el que llevaba saliendo un mes. Pero perder la virginidad había sido una equivocación. La aventura la había dejado deprimida, y había visto que Phoebe tenía razón. Ella no estaba hecha para el sexo intrascendente.
Pocos años más tarde, se había convencido a sí misma de que finalmente había conocido a un hombre que le importaba lo bastante como para volverlo a intentar. Era un hombre inteligente y cariñoso, pero la dolorosa tristeza que la invadió después de esa aventura tardó meses en desaparecer.
Había tenido una serie de novios desde entonces, pero ningún amante, y había hecho todo lo posible por sublimar sus impulsos sexuales esforzándose en el trabajo y entregándose a buenas amistades. Tal vez la castidad estuviera pasada de moda, pero el sexo era un auténtico atolladero emocional para una mujer que no había conocido el amor hasta los quince años. Así que, ¿por qué seguía pensando en él, especialmente teniendo a Kevin Tucker en casa?
Porque era simplemente humana, y el quarterback de los Stars era un deleitable pedazo de caramelo, un afrodisíaco andante, un hombre con todas las letras. Molly gimió, miró el teclado del ordenador y se obligó a concentrarse.
A las cinco oyó que Kevin se marchaba. A las siete, «Darse el lote: ¿hasta dónde se puede llegar?» ya estaba casi terminado. Por desgracia, el tema la había tensado y excitado considerablemente. Llamó a Janine, pero su amiga no estaba en casa, así que bajó las escaleras y se miró en el pequeño espejo de la cocina. Era demasiado tarde para que las tiendas estuvieran abiertas; de lo contrario podría haber salido corriendo a por un tinte de pelo. Tal vez se lo cortaría y listo. Ese corte al rape no había quedado tan mal hacía unos años.
Se mentía a sí misma. Había quedado horrible.
En lugar de las tijeras, cogió un sobre de comida instantánea y se lo comió en el mostrador de la cocina. Después extrajo los dulces que había en el fondo de un cartón de helado Rocky Road. Finalmente, cogió el cuaderno de dibujo y se sentó ante el fuego para dibujar. Pero no había dormido bien, y al poco rato empezaron a pesarle los párpados. La llegada de Kevin poco después de medianoche la hizo levantarse de golpe.
– Hola, Daphne.
Ella se frotó los ojos.
– Hola, Karl.
Kevin colgó su abrigo en el respaldo de una silla. Apestaba a perfume.
– Habría que airearlo -comentó él.
– Eso digo yo.
Los celos se la comían. Mientras Molly babeaba pensando en el cuerpo de Kevin y se obsesionaba por sus fracasos amorosos, había pasado por alto un hecho importante: Kevin no había mostrado el más mínimo interés por ella.
– Debes de haber estado ocupado-dijo-. Huele a más de una marca. Todas ellas nacionales, ¿o has encontrado a alguna au pair en alguna parte?
– No he tenido esa suerte. Por desgracia eran todas mujeres americanas, y todas hablaban demasiado -dijo dejándole claro con la mirada que ella también hablaba demasiado.
– Y seguro que muchas de las palabras tenían más de una sílaba, así que probablemente te dolerá la cabeza.
No podía seguir por ahí. Kevin no era tan tonto como ella hubiera querido, y si no se andaba con cuidado, él iba a descubrir por qué se interesaba tanto por su vida privada.
Kevin parecía más irritado que enfadado.
– Resulta que me gusta relajarme cuando tengo una cita. No me gusta debatir sobre política mundial, ni discutir sobre el calentamiento global, ni que me obliguen a escuchar a gente con una higiene personal imprevisible recitando mala poesía.
– Vaya, pues ésas son mis cosas favoritas.
Kevin sacudió la cabeza, luego se levantó y se estiró, alargando su formidable cuerpo vértebra a vértebra. Ya estaba aburrido de ella. Probablemente porque ella no le había entretenido recitándole sus estadísticas profesionales.
– Será mejor que me acueste -dijo Kevin-. Me iré mañana por la mañana a primera hora, así que si no nos vemos, gracias por tu hospitalidad.
Molly forzó un bostezo.
– Ciao, bambino.
Sabía que él tenía que volver a los entrenamientos, pero eso no alivió su disgusto.
Kevin sonrió.
– Buenas noches, Daphne.
Ella se lo quedó mirando mientras subía las escaleras: los vaqueros se ajustaban a sus hermosas piernas, moldeaban sus caderas estrechas, y la camiseta dejaba entrever todos sus músculos.
¡Dios, si estaba babeando! ¡Y eso que había pertenecido a la sociedad universitaria Phi Beta Kappa!
Molly se sintió dolorida y desasosegada, irreprimiblemente insatisfecha con toda su vida.
– ¡Maldita sea!
Tiró el cuaderno de dibujo al suelo, se puso en pie de un salto y salió disparada hacia el baño para mirarse el pelo. ¡Se lo raparía!
¡No! No quería estar calva, y esta vez no se iba a permitir comportarse como una loca.
Caminó decidida hacia el estante de los vídeos y extrajo el remake de Tú a Londres y yo a California. A la niña que llevaba dentro le encantaba ver cómo las gemelas lograban reunir a sus padres, y a la niña que llevaba fuera le encantaba la sonrisa de Dennis Quaid.
Kevin tenía la misma sonrisa torcida.
Con resolución, sacó la cinta de la retransmisión del partido de fútbol del vídeo, introdujo Tú a Londres y yo a California y se sentó a mirarla.
A las dos de la madrugada, Hallie y Annie habían reunido a sus padres, pero Molly se sentía todavía más inquieta que antes. Empezó a hacer zapping saltando a toda velocidad de películas antiguas a múltiples anuncios, y sólo se detuvo al oír la sintonía familiar de la vieja serie Encaje, S.L.
«Encaje está al caso, sí… Encaje resolverá el caso, sí…» Dos hermosas mujeres atravesaban corriendo la pantalla, las atractivas detectives Sable Drake y Ginger Hill.
Encaje, S.L. había sido una de las series favoritas de Molly cuando era niña. Había querido ser Sable, la inteligente morena interpretada por la actriz Mallory McCoy. Ginger era la pelirroja sexy experta en kárate. Encaje, S.L. no fue en su momento más que una serie de segunda fila, pero a Molly eso no le importaba. Simplemente disfrutaba viendo a dos mujeres ganando a los malos, para variar.
Los créditos del inicio mostraban primero a Mallory McCoy, y luego a Lilly Sherman, que interpretaba a Ginger Hill. Molly se incorporó un poco al recordar un fragmento de la conversación que había oído una vez en las oficinas de los Stars sobre si Lilly Sherman tenía algún tipo de relación con Kevin. No quería que nadie supiera que estaba interesada, así que no hizo preguntas. Estudió a la actriz más detenidamente.
Llevaba uno de sus característicos pantalones ajustados, un top que le dejaba los hombros completamente al descubierto y tacones altos. Los cabellos, rojos y rizados, le colgaban sobre los hombros, y sus ojos pestañeaban seductoramente a la cámara. Incluso con aquel peinado pasado de moda y esos enormes aros de oro que llevaba como pendientes, era un bombón.
Actualmente, Sherman debía de rondar ya los cuarenta y pico; sin duda era un poco mayor para ser una de las mujeres de Kevin, de modo que ¿qué relación tenían? En una fotografía de la actriz que había visto hacía sólo unos pocos años se veía que había ganado unos kilos desde la serie de televisión. Sin embargo, seguía siendo una mujer hermosa, así que era posible que hubieran tenido una aventura.
Molly presionó el botón de cambio del mando a distancia y apareció un anuncio de cosméticos. Tal vez fuera eso lo que necesitaba. Un maquillaje total.
Apagó la tele y subió a su habitación. Algo le hacía pensar que un maquillaje no solucionaría sus problemas.
Tras una ducha caliente, se puso uno de los camisones de lino irlandés que se había comprado cuando aún era rica. Todavía la hacía sentir como la heroína de una novela de Georgette Heyer. Se llevó el cuaderno a la cama para poder seguir pensando en Daphne, pero la oleada de creatividad que había experimentado aquella tarde se había desvanecido.
Roo roncaba suavemente a los pies de la cama. Molly se dijo a sí misma que le estaba entrando sueño. Pero no.
Tal vez podía acabar de pulir su artículo, pero mientras se dirigía al desván para coger el portátil, echó un vistazo al baño de invitados. Tenía dos puertas: aquella en la que estaba ella y, al otro lado, la que llevaba directamente al dormitorio donde dormía Kevin. La puerta estaba abierta de par en par.
Sus piernas inquietas y nerviosas la llevaron hasta las baldosas del baño.
Vio el neceser Louis Vuitton sobre el lavabo. No se imaginaba a Kevin comprándolo por su cuenta: debía de ser un regalo de una de sus bellezas internacionales. Se acercó más y vio un cepillo de dientes rojo con las cerdas blancas. Había vuelto a tapar el tubo de Aquafresh.
Pasó la punta del dedo por el tapón del desodorante y luego alcanzó una botella de cristal deslustrado de aftershave del caro. Desenroscó el tapón y acercó la nariz. ¿Olía como Kevin? Él no era de esos hombres que se ahogan en colonia, y no se había acercado a él lo suficiente como para saberlo con seguridad, pero algo familiar en el aroma le hizo cerrar los ojos y aspirar más profundamente. Se estremeció; volvió a dejar la botella donde estaba y luego se fijó en el neceser.
Tirado junto a un bote de ibuprofeno y un tubo de Neosporin estaba el anillo de la Super Bowl de Kevin. Sabía que lo había ganado en los primeros tiempos de su carrera, como suplente de Cal Bonner. Le sorprendió ver un anillo de campeón tirado tan descuidadamente en el fondo del neceser, aunque por lo que sabía de Kevin era de suponer que no quisiera ponerse un anillo que había ganado por los méritos de otro.
Empezó a alejarse, pero se detuvo en seco cuando vio en el neceser algo que le había pasado inadvertido.
Un condón.
No era nada del otro mundo. Era natural que Kevin llevara condones consigo. Probablemente tendría todo un cajón lleno. Lo cogió y lo estudió. Parecía ser un condón de lo más normal. Entonces, ¿por qué estaba allí observándolo?
¡Era una locura! Llevaba todo el día comportándose como una obsesa. Si no se recomponía, acabaría cocinando un conejo como la loca Glenn Close en Atracción fatal.
Molly se estremeció. «Lo siento, Daphne.»
Una miradita. Nada más. Sólo le echaría una miradita mientras dormía y se marcharía.
Se acercó a la puerta del dormitorio y la abrió lentamente.