Capítulo ocho

Una chica lista nunca acepta montar en el coche de un extraño, aunque esté buenísimo.

«La dura vida del autoestopista»

Artículo para la revista Chik


Molly se arrastró con Roo al asiento trasero del veloz todoterreno que Kevin conducía en lugar de su Ferrari. Apoyó la cabeza en la almohada que había traído consigo e intentó dormirse, pero era imposible. Mientras aceleraban por el este del desastre urbanístico de Gary y tomaban luego la I-94 hacia Michigan City, Molly no dejaba de lamentarse por no haber abierto el correo. Lo único que habría tenido que hacer era presentarse en la oficina del abogado. Entonces no habría sido abducida por un quarterback malhumorado.

Su negativa a hablarle empezaba a parecer infantil. Además, su dolor de cabeza había mejorado, y quería saber hacia dónde se dirigían. Acarició a Roo.

– ¿Tienes algún destino en la cabeza, o se trata de un secuestro improvisado?

Kevin hizo oídos sordos.

Estuvieron durante otra hora en silencio, hasta que pararon a repostar cerca de Benton Harbor. Mientras Kevin llenaba el depósito, un fan le vio y le pidió un autógrafo.

Molly le puso la correa a Roo y lo llevó a la hierba; luego entró al baño. Mientras se lavaba las manos, se vislumbró a sí misma en el espejo. Kevin tenía razón: su aspecto era horrible. Se había lavado el pelo, pero se había limitado a pasarse los dedos a modo de peine. Su piel estaba cenicienta y tenía los ojos hundidos.

Empezó a buscar un lápiz de labios en su bolso, pero no tardó en decidir que representaba demasiado esfuerzo. Pensó en telefonear a alguna de sus amigas para que viniera a buscarla, pero la amenaza implícita de Kevin de hablar con Phoebe y Dan sobre su estado físico la hizo dudar. No podía soportar causarles más preocupaciones de las que ya tenían. Mejor seguir con Kevin, de momento.

Él no estaba en el coche cuando ella volvió. Consideró volverse a colocar en el asiento de atrás, pero pensó que Kevin probablemente no hablaría con ella a menos que la tuviera ante sus narices, así que dejó a Roo atrás y se sentó delante. Kevin salió de la estación de servicio con una bolsa y una taza de café de plástico. Una vez dentro del coche, colocó el café en el posavasos, sacó una botella de zumo de naranja de la bolsa y se la dio a Molly.

– Habría preferido café -dijo ella.

– Lástima.

Le gustó el tacto de la botella fría en las manos, y se dio cuenta de que tenía sed, pero cuando intentó abrirla descubrió que estaba demasiado débil. Los ojos se le llenaron inesperadamente de lágrimas.

Kevin tomó la botella sin comentarios, desenroscó el tapón y se la devolvió.

Mientras se alejaban de la gasolinera, Molly ahogó la tensión de su garganta.

– Al menos los chicos musculosos servís para algo.

– No dejes de avisarme si necesitas aplastar alguna lata de cerveza.

Molly se maravilló al oírse reír. El zumo de naranja bajó deslizándose en un hilo frío y dulce por su garganta.

Kevin salió a la interestatal. A su izquierda se extendían dunas de arena. Molly no podía ver el agua, pero sabía que habría barcos en el lago, probablemente buques de mercancías de camino a Chicago o Ludington.

– ¿Te importaría decirme adónde vamos?

– Al noroeste de Michigan. A un agujero llamado Wind Lake.

– Adiós a mis fantasías de un crucero por el Caribe.

– Es el campamento del que te hablé.

– ¿El lugar donde me dijiste que pasabas los veranos cuando eras niño?

– Sí. Mi tía lo heredó de mi padre, pero murió hace pocos meses y he tenido la mala fortuna de acabar quedándomelo. Quiero venderlo, pero antes debo comprobar en qué estado se encuentra.

– No puedo ir a un campamento. Tendrás que dar media vuelta y llevarme a casa.

– No estaremos allí mucho tiempo, créeme. Dos días como máximo.

– No importa. Yo ya no voy de campamentos. Tuve que ir todos los veranos cuando era niña, y me prometí a mí misma que no regresaría jamás.

– ¿Qué tenían de tan malo tus campamentos?

– Todas aquellas actividades organizadas. Deportes. -Molly se sonó la nariz-. No había tiempo para leer, ni para estar sola con tus pensamientos.

– No eres demasiado deportista, ¿eh?

Un verano había salido a hurtadillas de su cabaña en mitad de la noche y había sacado todas las pelotas del cobertizo de material: pelotas de voleibol, de fútbol europeo, de tenis, de béisbol. Le había costado media docena de viajes llevarlas todas al lago y tirarlas al agua. Los consejeros nunca habían descubierto al culpable. Ciertamente, nadie había sospechado de la tranquila e intelectual Molly Somerville, que había sido nombrada la Más Colaboradora a pesar de pintarse el flequillo de verde.

– Soy mejor deportista que Phoebe -dijo.

Kevin se estremeció.

– Los chicos todavía comentan la última vez que tu hermana jugó al béisbol en un picnic de los Stars.

Molly no había estado allí, pero se lo podía imaginar.

Kevin pasó al carril izquierdo y dijo, con sorna:

– No creo que pasar unas pocas semanas cada verano en algún campamento para niños ricos pueda hacerle a nadie demasiado daño.

– Supongo que tienes razón.

Excepto que Molly no pasó allí sólo unas pocas semanas. Había ido todo el verano, todos los veranos, desde que tenía seis años.

Cuando tenía once, hubo una epidemia de sarampión y enviaron de vuelta a casa a todos los chicos del campamento. Su padre se había puesto furioso. No encontró a nadie que se pudiera hacer cargo de ella, así que se había visto obligado a llevársela con él a Las Vegas, donde la había instalado en una suite independiente de la suya junto con una canguro, una de las chicas encargadas de dar cambio, aunque Molly había insistido una y otra vez en que ya era mayor y no necesitaba una canguro. Durante el día, la chica miraba culebrones, y por la noche se iba al otro lado del pasillo para acostarse con Bert.

Fueron las dos mejores semanas de la infancia de Molly. Leyó las obras completas de Mary Stewart, pedía pastel de queso con cerezas al servicio de habitaciones cada vez que le apetecía y entabló amistad con las camareras hispanas. Algunas veces le decía a su canguro que bajaba a la piscina, aunque, en vez de eso, se paseaba por los alrededores del casino hasta que encontraba a una familia con muchos hijos. Se quedaba lo más cerca posible de ellos y fingía formar parte de la familia.

Normalmente, cada vez que recordaba sus intentos infantiles de crearse una familia se ponía a reír, pero ahora sintió el hormigueo de las lágrimas y tuvo que tragar saliva.

– ¿Sabías que hay un límite de velocidad? -le preguntó a Kevin con ironía.

– ¿Te pongo nerviosa?

– Eres tú quien deberías estarlo. Yo ya estoy acostumbrada: han sido muchos años yendo en el coche de Dan.

Además, tampoco le importaba demasiado. Se sorprendió al darse cuenta de que no tenía ningún interés por el futuro. Ni siquiera podía reunir la energía para preocuparse por su economía, ni tampoco por la insistencia de las llamadas de la editora de Chik.

Kevin levantó un poco el pie del acelerador.

– Sólo para que lo sepas, el campamento está en medio de la nada, las casitas son tan viejas que probablemente ya deben de estar en ruinas, y el lugar es más aburrido que la música de ascensor porque nunca va nadie más joven de setenta años -dijo inclinando la cabeza hacia la bolsa de comida que había comprado en la estación de servicio-. Si ya has acabado con el zumo de naranja, hay algunas galletas y queso para untar ahí dentro.

– De rechupete, pero creo que pasaré.

– Diría que has pasado de muchas comidas últimamente.

– Gracias por darte cuenta. Supongo que si pierdo otros veinticinco kilos, estaré tan delgada como alguna de tus chéres amies.

– Casi que te concentres en esa crisis nerviosa que sufres. Al menos así estarás calladita.

Molly sonrió. Si algo podía decir a favor de Kevin era que no la trataba con guantes de seda como Phoebe y Dan. Era agradable ser tratada como una adulta.

– Paso, aunque puede que me eche una siesta.

– Pues hazlo.

Pero no durmió: cerró los ojos e intentó obligarse a pensar en su próximo libro, aunque su mente se negaba a adentrarse ni un solo paso en los confortables caminos apartados del Bosque del Ruiseñor.

Tras salir de la interestatal, Kevin paró junto a la carretera en una tienda con estanco incorporado y volvió cargado con una bolsa de papel marrón que dejó en el regazo de Molly.

– Desayuno de Michigan. ¿Te ves capaz de hacer algunos bocadillos?

– Tal vez si me concentro…

Dentro de la bolsa, Molly encontró una cantidad generosa de pescado blanco ahumado, un buen pedazo de queso cheddar fuerte y una hogaza de pan de centeno integral, junto a un cuchillo de plástico y algunas servilletas de papel. Reunió la energía suficiente para preparar un par de rebanadas para él y, para ella, otra más pequeña, que, tras unos pocos mordiscos, acabó devorando Roo.

Se dirigieron al este hacia el centro del estado. Molly, aunque aún con los ojos medio cerrados, distinguió huertos florecientes y bonitas granjas con sus silos. Luego, cuando las últimas luces de la tarde empezaron a apagarse, se dirigieron al norte hacia la I-75, que se extendía hasta Sault Ste. Marie.

No hablaron demasiado. Kevin escuchaba los CD que había traído consigo. Le gustaba el jazz de todo tipo, descubrió Molly, desde el bebop de los cuarenta hasta las fusiones. Por desgracia, también le gustaba el rap, y después de quince minutos intentando hacer oídos sordos a la visión machista de Tupac sobre las mujeres, Molly pulsó el botón de eyección, agarró el disco y lo tiró por la ventanilla del coche.

Descubrió que a Kevin se le enrojecían las orejas cuando gritaba.

Ya anochecía cuando llegaron a la zona norte del estado. Justo después del bonito pueblo de Grayling, cambiaron la autopista por una carretera de dos carriles que parecía no llevar a ninguna parte. Al poco rato estaban atravesando densos bosques.

– El noreste de Michigan quedó prácticamente deforestado por la industria maderera durante el siglo XIX -explicó Kevin-. Lo que ves ahora son segundas y terceras plantaciones. Hay partes bastante salvajes. Los pueblos de la zona son pequeños y están aislados.

– ¿Falta mucho?

– Sólo poco más de una hora, pero el lugar está en ruinas, así que no quiero llegar allí cuando haya anochecido. Se supone que hay un motel no muy lejos de aquí, pero no te esperes el Ritz.

Como no podía imaginar que Kevin le temiera a la oscuridad, sospechó que le había contestado con evasivas, y decidió acurrucarse aún más en su asiento. Las luces de algún coche ocasional iluminaban sus rasgos masculinos, proyectando peligrosas sombras tras esos pómulos de modelo de ropa interior. Molly sintió un escalofrío, por lo que cerró los ojos e imaginó que estaba sola.

No volvió a abrirlos hasta que Kevin paró el coche frente a un motel de carretera de aluminio blanco y falso ladrillo de ocho habitaciones. Cuando Kevin salió del coche para registrarse, Molly pensó en ir tras él para asegurarse de que tenía claro que ella quería una habitación independiente, pero la detuvo el sentido común.

Efectivamente, Kevin salió de la oficina con dos llaves. Su habitación, según observó, estaba en el extremo opuesto de la de Kevin.


Se despertó a primera hora de la mañana: estaban aporreando su puerta y Roo no dejaba de ladrar.

– Slytherins -gruñó-. Esto se está convirtiendo en una mala costumbre.

– Nos vamos dentro de media hora -gritó Kevin desde fuera-. Despabila.

– Vale, vale -murmuró contra la almohada.

Se arrastró hacia la destartalada ducha e incluso logró pasarse un peine por el pelo. Aplicarse el lápiz de labios, sin embargo, ya era demasiado para ella. Se sentía como si tuviera una resaca colosal.

Cuando finalmente salió de la habitación, Kevin se paseaba nervioso junto al coche. La luz ácida de la mañana lo iluminaba y evidenciaba una mueca de malhumor y una expresión poco amistosa. Mientras Roo aprovechaba los arbustos, Kevin tomó la maleta de Molly y la dejó en la parte posterior del coche.

Esa mañana había decorado sus músculos con una camiseta verde mar de los Stars y un pantalón corto de color gris claro. Era ropa corriente, pero la llevaba con la confianza de quienes han nacido guapos.

Molly rebuscó en su bolso las gafas de sol y le miró con resentimiento.

– ¿Nunca la desconectas?

– ¿Desconectar el qué?

– Tu fealdad habitual -murmuró ella.

– Tal vez debería dejarte en alguna granja para chistosos en vez de llevarte a Wind Lake.

– Como quieras. ¿Es demasiado pedir, un café? -dijo poniéndose las gafas, aunque no ayudaron mucho a apagar el brillo cegador de su irritante hermosura.

– Está en el coche, pero has tardado tanto en arreglarte que probablemente ya esté frío.

Casi quemaba, y mientras volvían a la carretera, Molly se lo tomó con un sorbo largo y lento.

– Lo mejor que he podido encontrar para desayunar ha sido fruta y donuts. Están en esa bolsa -dijo con una voz tan malhumorada como su aspecto. Molly no tenía hambre, y se concentró en el paisaje.

Podrían haber estado en lo más remoto de Yukon en vez de en el estado donde se producían los Chevrolet, los Sugar Pops y la música soul. Desde un puente que cruzaba el río Au Sable, Molly vio acantilados rocosos en una orilla y densos bosques interminables en la otra. Un águila pescadora planeaba sobre las aguas. Todo parecía agreste y remoto.

De vez en cuando dejaban atrás alguna granja, pero aquélla era sin duda una región boscosa. Los arces y los robles competían con los pinos, los abedules y los cedros. Aquí y allá, pajitas doradas de luz solar penetraban en la bóveda que formaban los árboles. Reinaba una calma maravillosa y Molly intentó sentirse serena, pero había perdido la práctica.

Kevin blasfemó y dio un volantazo para evitar a una ardilla. Era evidente que el hecho de acercarse a su destino no había mejorado su humor. Molly vio un letrero metálico que indicaba la desviación hacia Wind Lake, pero él pasó de largo.

– Es el pueblo -gruñó-. El campamento está al otro lado del lago.

Condujeron durante unos kilómetros más hasta que tuvieron a la vista un letrero decorativo verde y blanco con un adorno de estilo Chippendale y un borde dorado.


CASAS DE CAMPO WIND LAKE

Casa de huéspedes a media pensión

Fundado en 1894


Kevin frunció el ceño.

– Este letrero parece nuevo. Y nadie me había dicho nada de una casa de huéspedes a media pensión. Mi tía debió de utilizar la casa vieja para alojar a huéspedes.

– ¿Y eso es malo?

– Es un lugar húmedo y oscuro como el infierno. No me puedo creer que alguien pueda querer pasar unos días allí.

Kevin tomó una pista de gravilla que serpenteaba entre los árboles y, tras recorrer poco más de medio kilómetro, tuvieron a la vista el campamento.

Kevin paró el coche y Molly se quedó sin aliento. Esperaba encontrar cabañas rústicas prácticamente en ruinas, pero ese lugar era un pueblecito de cuento.

En el centro había un sombreado espacio rectangular, rodeado por pequeñas casitas pintadas en colores que parecían salidos de una caja de bombones: menta con mandarina y caramelo, moca con un toque de limón y arándano, melocotón con mora y azúcar moreno. De los diminutos alerones colgaban encajes de madera, y unas cercas de fantasía rodeaban los estrechos porches de entrada. A un extremo del espacio comunitario rectangular había una encantadora glorieta con vistas.

Una inspección más detenida demostraba que las flores de los parterres del espacio comunitario habían crecido demasiado, y que el camino circular que lo rodeaba necesitaba gravilla fresca. Todo tenía un cierto aire de dejadez, pero una dejadez reciente. La mayor parte de las casitas estaban cerradas a cal y canto, aunque había algunas abiertas. De una de ellas salió una pareja mayor, y cerca de la glorieta Molly divisó a un hombre que andaba apoyado en un bastón.

– ¡Esta gente no debería estar aquí! Mandé anular todas las reservas para el verano.

– No les debió llegar el aviso -dijo Molly, que al mirar a su alrededor tuvo una extraña sensación de familiaridad. Como no había estado nunca en un lugar como aquél, no se lo podía explicar.

Al otro lado del camino que salía del centro del espacio comunitario había una pequeña zona de picnic con una playa en forma de media luna justo detrás y, más allá, una franja de agua azul grisácea que se extendía ante el telón de fondo de una orilla arbolada. Varias canoas y algunos botes de remos estaban volcados cerca de un embarcadero deteriorado.

No le sorprendió que la playa estuviera desierta. Aunque era una mañana soleada de principios de junio, ése era un lago de los bosques del norte, y el agua todavía estaría demasiado helada incluso para los nadadores más curtidos.

– ¡Fíjate en la total ausencia de nadie por debajo de los setenta años! -exclamó Kevin mientras pisaba el acelerador.

– Es pronto. Hay muchos colegios que todavía no han cerrado.

– Tendrá el mismo aspecto a finales de julio. Bienvenida a mi infancia.

Kevin giró y se alejó del espacio comunitario por un camino más estrecho que corría paralelo al lago. Molly vio más casitas, todas ellas construidas con el mismo estilo gótico Carpenter, y una hermosa casa de dos pisos de estilo reina Ana presidía el conjunto.

Aquél no podía ser el lugar oscuro y lúgubre que había descrito Kevin. La casa estaba pintada en un tono chocolate claro, y el entramado del porche, así como los adornos de las ventanas y las cercas, en tonos salmón, maíz y musgo. Un torreón redondo se levantaba a la izquierda de la casa, y el amplio porche la reseguía por ambos lados. Junto a la doble puerta principal, cuyos cristales esmerilados tenían grabado un dibujo de parras y flores, había un par de macetas de barro con petunias en flor. Varios helechos adornaban con sus hojas unos maceteros de mimbre marrón, y del respaldo de los anticuados balancines de madera que había en el porche colgaban cojines a cuadros que combinaban con los colores de la cerca. Molly tuvo nuevamente la sensación de sumergirse en el pasado.

– ¡No me lo puedo creer! -dijo Kevin saltando del coche-. Este lugar era una ruina la última vez que lo vi.

– Pues ahora no es ninguna ruina. Es bonito.

Molly se asustó con el portazo que dio Kevin al salir y también se bajó del coche. Roo corrió derecho a los arbustos. Kevin se quedó observando la casa, con los brazos en jarra.

– ¿Cuándo demonios convirtió mi tía esto en una casa de huéspedes?

Justo entonces se abrió la puerta principal y apareció una mujer con aspecto de rondar los sesenta y largos. Debía de haber sido rubia, pero ahora tenía el cabello más bien gris, y lo llevaba recogido con una horquilla, aunque algunos mechones se habían soltado aquí y allá. Era alta y huesuda, con la boca grande, los pómulos prominentes y unos refulgentes ojos azules. Un delantal azul espolvoreado de harina le protegía los anchos pantalones caquis y la blusa blanca de manga corta que llevaba.

– ¡Kevin! -La mujer bajó corriendo las escaleras y le dio un vigoroso abrazo-. ¡Qué majo eres! ¡Ya sabía que vendrías!

A Molly le pareció que Kevin le devolvía el abrazo por cumplir.

La mujer se la miró de arriba abajo y dijo:

– Me llamo Charlotte Long. Mi marido y yo veníamos aquí todos los veranos. Él murió hace ocho años, pero yo sigo alojándome en Los panes y los peces. A Kevin siempre se le perdían los balones entre mis rosales.

– La señora Long era una buena amiga de mis padres y de mi tía -dijo Kevin.

– Cielo santo, cuánto echo de menos a Judith. Nos conocimos cuando mi familia vino aquí por primera vez. -Sus afilados ojos azules se volvieron hacia Molly-. ¿Y ella quién es?

Molly alargó su mano.

– Molly Somerville.

– Pues vaya… -Frunció los labios y se volvió hacia Kevin-. No se puede leer una revista sin que hablen de ese matrimonio tuyo. ¿No es un poco pronto para andar por ahí con otra? Estoy segura de que el reverendo Tucker se disgustaría si viera que no te esfuerzas más por arreglar las cosas con tu esposa.

– Es que Molly es mi… -La palabra pareció quedarse atragantada en su garganta. Molly le entendía muy bien, pero no iba a ser ella quien lo dijera.

– Molly es mi… esposa -logró decir finalmente.

Molly se encontró nuevamente bajo el escrutinio de aquellos ojazos azules.

– Eso ya está mejor, pues. Pero ¿por qué te haces llamar Somerville? Tucker es un buen nombre, un orgullo. El reverendo Tucker, el padre de Kevin, era uno de los mejores hombres que he conocido.

– Estoy segura de ello. -A Molly no le gustaba disgustar a la gente-. Somerville es también mi nombre profesional. Escribo libros infantiles.

Su desaprobación se esfumó.

– Siempre he querido escribir un libro infantil. Debe de ser muy bonito, ¿no? ¿Sabes una cosa? Cuando la madre de Kevin aún vivía, siempre había temido que su hijo se casara con una de esas supermodelos que andan por ahí tomando drogas y manteniendo relaciones sexuales con todo el mundo.

Kevin se atragantó.

– Y tú, perrito, aléjate de las lobeliáceas de Judith.

Charlotte le dio una palmadita en el muslo y Roo abandonó las flores al trote. Charlotte se agachó y le acarició la barbilla.

– Será mejor que no lo perdáis de vista. Por aquí rondan los coyotes.

La expresión de Kevin se volvió calculadora.

– ¿Grandes? -preguntó Kevin.

Molly le miró con reproche.

– Roo nunca se aleja de casa.

– Lástima -dijo él.

– ¡Bueno, me voy! Hay una lista de huéspedes y fechas en el ordenador de Judith. Los Pearson deberían llegar en cualquier momento. Son ornitólogos.

Kevin palideció bajo el bronceado.

– ¿Huéspedes? ¿A qué se…?

– Le he pedido a Amy que airease para vosotros la antigua habitación de Judith, la que utilizaban tus padres. Los demás dormitorios están alquilados.

– ¿Amy? Pero ¿qué…?

– Amy y Troy Anderson, él es el chico para todo. Acaban de casarse, aunque ella sólo tiene diecinueve años y él veinte. No sé por qué se habrán dado tanta prisa. -Charlotte se echó las manos a la espalda para desabrocharse el delantal-. Se supone que Amy se encarga de la limpieza, pero están tan encandilados el uno con el otro que no hacen nada bien. Tendrás que vigilarles -añadió, mientras le daba el delantal a Molly-. Es una suerte que estés aquí, Molly. Nunca he sido demasiado buena cocinera, y los huéspedes se han quejado.

Molly se quedó mirando el delantal. Kevin salió disparado mientras la anciana empezaba a alejarse.

– ¡Un momento! El campamento está cerrado. Todas las reservas fueron anuladas.

Charlotte le miró con reproche.

– ¿Cómo pudiste ni siquiera pensar en hacer una cosa así, Kevin? Alguna de esta gente lleva ya más de cuarenta años viniendo aquí. Y Judith se gastó hasta el último centavo que tenía arreglando las casitas y convirtiendo esta casa en una casa de huéspedes a media pensión. ¿Tienes idea de lo que cuesta anunciarse en la revista Victoria? Y en el pueblo, ese chico de los Collins le cobró casi mil dólares por crear una página Web.

– ¿Una página Web?

– Si no estás familiarizado con Internet, te recomiendo que le dediques un ratito. Es una cosa maravillosa. Excepto por tanto porno.

– ¡Estoy familiarizado con Internet! -exclamó Kevin-. Y ahora, dígame por qué sigue viniendo gente si yo hice cerrar este lugar.

– ¿Por qué? Pues porque se lo dije yo. Judith lo habría querido así. Estuve intentando explicártelo. ¿Sabes que me costó casi toda una semana contactar con todo el mundo?

– ¿Les estuvo llamando?

– También utilicé el correo electrónico -dijo orgullosa-. No tardé mucho en cogerle el truco -añadió, dándole unas palmaditas en el brazo-. No te pongas nervioso, Kevin. Tu esposa y tú lo haréis de primera. Con servir un desayuno abundante y sabroso, la mayoría de la gente ya será feliz. Los menús y recetas están en la libreta azul de Judith, en la cocina. Ah, y haz que Troy le eche un vistazo al inodoro de Pastos verdes. Gotea.

La anciana se marchó camino abajo.

Kevin parecía enfermo.

– Dime que es una pesadilla -musitó.

Cuando la señora Long desapareció, Molly vio que un Honda Accord del último modelo entraba en el camino y se dirigía a la casa de huéspedes.

– Pues, a decir verdad, creo que estás muy despierto.

Kevin siguió la dirección de la mirada de Molly y blasfemó cuando el coche se detuvo ante la casa de huéspedes. Molly estaba demasiado cansada para seguir en pie, así que se dejó caer en el peldaño superior a disfrutar del espectáculo.

Roo dio un ladrido de bienvenida a la pareja que subía por la vereda.

– Somos los Pearson -dijo una mujer delgada, de cara redonda y aspecto de rondar los sesenta-. Yo me llamo Betty, y él es mi marido, John.

Kevin parecía haber recibido un tiro en la frente, así que Molly contestó por él.

– Molly Somerville. Y él es Kevin, el nuevo propietario.

– Ah, sí, ya he oído hablar de usted. Juega al béisbol, ¿verdad?

Kevin se dejó caer junto a la farola de gas.

– Al baloncesto -dijo Molly-. Pero es demasiado bajo para la NBA y se le están cerrando todas las puertas.

– A mi marido y a mí no nos interesan demasiado los deportes. Nos dolió mucho lo de Judith. Una mujer encantadora. Buena conocedora de la población local de aves. Venimos tras el rastro de la curruca de Kirtland.

John Pearson, que superaba a su esposa en más de noventa kilos, meneó su barbilla cabruna.

– Esperamos que no tengan pensado hacer demasiados cambios en la comida. Los opíparos desayunos de Judith eran famosos. Y su pastel de chocolate y cerezas… -Hizo una pausa; Molly casi esperaba que se besara la punta de los dedos-. ¿El té de la tarde se sigue sirviendo a las cinco?

Molly esperó a que Kevin respondiera, pero parecía haber perdido la facultad de hablar. Molly ladeó la cabeza hacia ellos.

– Tengo la sensación de que hoy el té se servirá más tarde.

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