Capítulo doce

– ¡Pastel de azúcar! -Benny se chupó los dedos-. ¡Me encanta el pastel de azúcar!

Daphne dice hola

Daphne dice hola

Daphne dice hola


A juzgar por la cara que puso Kevin, se diría que Molly le acababa de dar un puñetazo.

– ¿Cómo lo has sabido? ¡Nadie lo sabe! -Me lo he imaginado.

– No te creo. Ella te lo ha dicho. ¡Maldita sea!

– Ella no me ha dicho nada. Pero sólo conozco a otra persona cuyos ojos tengan ese mismo tono de verde, y esa persona eres tú.

– ¿Lo has sabido sólo viéndonos los ojos?

– Ha habido un par de detalles más.

El anhelo que había visto en el rostro de Lilly cuando apareció Kevin era demasiado intenso para una tía. Y Lilly le había dado alguna pista.

– Me ha contado lo joven que era cuando se fue de casa y los problemas que había tenido. Yo sabía que tus padres eran mayores. Ha sido una intuición.

– Una intuición jodidamente acertada.

– Soy escritora. O al menos lo era. Solemos ser bastante intuitivos.

Kevin dejó caer el martillo.

– Me marcho de aquí.

Y ella se marcharía con él. No le había abandonado la tarde anterior y no le abandonaría ahora.

– Vayamos a saltar del acantilado -espetó Molly.

Kevin se quedó quieto, mirándola.

– ¿Quieres que vayamos a saltar del acantilado?

«¡No, no quiero ir a saltar del acantilado! ¿Me tomas por idiota?»

– ¿Por qué no?

Kevin se quedó mirándola un buen rato.

– De acuerdo, tú ganas.

Justo lo que se temía, aunque ya era tarde para echarse atrás. Si lo intentaba, Kevin la volvería a llamar «conejita». Así la llamaban los niños de los parvularios a los que iba a leer sus cuentos, aunque, viniendo de Kevin, no sonaba tan inocente.

Una hora y media más tarde, Molly estaba tumbada sobre una roca plana junto a la orilla intentando recuperar el aliento. Mientras el calor de las rocas se filtraba a través de su ropa empapada, pensó que saltar de cabeza no había sido la peor parte. Ella era una buena saltadora, e incluso se había divertido. La peor parte había sido arrastrar su cuerpo camino arriba para poder volver a saltar.

Molly oyó a Kevin acercándose por el camino, pero a diferencia de ella, no jadeaba. Molly cerró los ojos. Si los abría, vería lo que ya sabía: que antes del primer salto Kevin se había quitado la ropa hasta quedarse sólo con unos calzones azules de la marina. Era doloroso mirarle: todos aquellos largos músculos ondeados, planos y suaves. Había temido, o deseado, que perdiera los calzones al zambullirse, pero Kevin había logrado mantenerlos en su sitio.

Molly se dejó llevar por la imaginación. Era exactamente el mismo tipo de fantasías que le habían creado problemas tan terribles. Y tal vez era el momento de recordar que Kevin no había sido exactamente el amante más memorable. A decir verdad, había sido una filfa.

Eso no era justo. Kevin había actuado con una doble desventaja: estaba profundamente dormido y no se sentía atraído por ella.

Algunas cosas no habían cambiado. Aunque él parecía haber superado el resentimiento que había sentido hacia ella, no había enviado ninguna señal de que la encontrase sexualmente irresistible… Ni siquiera vagamente atractiva.

El hecho de poder pensar en el sexo la incomodó y al mismo tiempo la animó. Parecía que había brotado el primer azafrán en el oscuro invierno de su alma.

Kevin se dejó caer pesadamente a su lado y se tumbó de espaldas. Molly olió a calor, a lago y a hombre diabólico.

– Basta de saltos mortales, Molly. Lo digo en serio. Has pasado demasiado cerca de las rocas.

– Sólo he dado una vuelta y sabía exactamente dónde estaba el borde.

– Ya me has oído.

– Vaya, si hablas como Dan.

– No quiero ni pensar lo que diría si te viera hacer eso.

Se quedaron allí un rato, quietos, en un silencio que resultaba sorprendentemente agradable. Molly sentía todos sus músculos doloridos, pero relajados.


Daphne estaba tomando el sol sobre una roca cuando Benny subió corriendo por el camino. Estaba llorando.

– ¿Qué te pasa, Benny?

– Nada. ¡Vete!


Molly abrió los ojos de golpe. Hacía ya casi cuatro meses que Daphne y Benny no mantenían una conversación imaginaria en su cabeza. Probablemente una simple casualidad. Se volvió hacia Kevin. Aunque no quería estropear el buen rato que estaban pasando, él necesitaba ayuda para afrontar a Lilly, igual que ella la necesitaba para afrontar la pérdida de Sarah.

Kevin tenía los ojos cerrados. Molly observó que el tono de sus cejas era más oscuro que el de sus cabellos, que estaban empezando a secarse por la zona de las sienes. Molly apoyó la barbilla en una mano.

– ¿Has sabido siempre que Lilly era tu madre biológica?

– Mis padres me lo dijeron cuando tenía seis años -contestó sin abrir los ojos.

– Hicieron bien en no querer guardarlo como un secreto. -Molly esperó, pero Kevin no dijo nada más-. Debía de ser jovencísima. No aparenta más de cuarenta.

– Tiene cincuenta.

– Vaya.

– Es el estilo de Hollywood. Toneladas de cirugía plástica.

– ¿La pudiste ver mucho de pequeño?

– Por la tele.

– Pero ¿no en persona?

Un pájaro carpintero tamborileó cerca de allí y un halcón sobrevoló planeando el lago. Molly se fijó en cómo subía y bajaba el pecho de Kevin.

– Apareció una vez cuando yo tenía dieciséis años. Debía de ser una temporada floja en la Ciudad de Oropel. -Kevin abrió los ojos y se sentó. Molly creyó que se levantaría y se marcharía, pero Kevin se quedó mirando al lago-. Por lo que a mí respecta, sólo he tenido una madre: Maida Tucker. No sé a qué se cree que juega la reina del «bimbo» viniendo aquí, pero yo no voy a jugar con ella.

La palabra «bimbo» removió algunos de los viejos recuerdos de Molly. Solía ser lo que pensaba la gente de Phoebe. Molly recordó lo que le había dicho su hermana hacía ya años. «A veces pienso que "bimbo" es una palabra que se inventaron los hombres para poderse sentir superiores a las mujeres, que están mejor preparadas para la supervivencia que ellos.»

– Lo mejor sería que hablaras con ella -dijo Molly-. Así podrías averiguar qué quiere.

– Me da igual. -Kevin se levantó, cogió sus vaqueros e introdujo las piernas en ellos-. Vaya mierda de semana que está resultando ser.

Tal vez para él, pero no para Molly. Estaba resultando la mejor semana que había tenido desde hacía meses.

Kevin se pasó la mano por sus cabellos empapados y, más tranquilamente, preguntó:

– ¿Todavía quieres ir al pueblo?

– Por supuesto.

– Si vamos ahora, podemos estar de regreso a las cinco. ¿Te encargarás del té por mí?

– Vale, pero ya sabes que tendrás que hablar con ella tarde o temprano.

Molly observó las emociones contenidas que se reflejaban en su rostro.

– Hablaré con ella, pero yo elegiré el momento y el lugar.


Lilly estaba en pie junto al ventanal del desván y vio que Kevin se iba en coche con la heredera del fútbol. Se le hizo un nudo en la garganta al recordar su desprecio. Su pequeñín… El hijo al que había dado a luz cuando ella era apenas poco más que una niña. El hijo al que había entregado a su hermana para que lo criase.

Sabía que había tomado la decisión correcta, la decisión abnegada, y el éxito que había tenido Kevin en la vida así lo demostraba. ¿Qué oportunidades habría tenido como hijo de una chica de diecisiete años, con pocos estudios y hecha un lío, que soñaba con ser una estrella?

Lilly soltó la cortina y se sentó en el borde de la cama. Había conocido al chico el mismo día que había bajado del autobús en Los Ángeles. Era un adolescente acabado de salir de un rancho de Oklahoma que buscaba trabajo como doble en escenas peligrosas. Habían compartido habitación en un hotel cochambroso para ahorrarse dinero. Eran jóvenes y fogosos, y ocultaron el miedo que les inspiraba esa ciudad peligrosa tras el sexo torpe y la palabrería. Él había desaparecido antes de saber que la había dejado embarazada.

Lilly había tenido la suerte de encontrar trabajo sirviendo mesas. Una de las camareras mayores, una mujer llamada Becky, sintió lástima de ella y la dejó dormir en el sofá. Becky era madre soltera, y al final de su larga jornada laboral ya no le quedaba paciencia suficiente para satisfacer las exigencias de una niña de tres años. La visión de la pequeña escondiéndose de los tacos y las bofetadas ocasionales de su madre fue para Lilly una fría dosis de realidad. Dos semanas antes de que naciera Kevin, llamó a Maida y le habló del bebé. Su hermana y John Tucker cogieron el coche y se dirigieron de inmediato hacia Los Ángeles.

Estuvieron con ella antes y después del nacimiento de Kevin, e incluso le propusieron que volviera a Michigan con ellos. Pero ella no podía volver atrás, y al ver cómo se miraban el uno al otro, supo que ellos tampoco querían que lo hiciera.

En el hospital, Lilly tomaba en brazos a su bebé a la mínima ocasión e intentaba susurrarle palabras de amor eterno. Lilly vio cómo crecía el amor en la cara de su hermana cada vez que cogía al bebé, y notó que a John se le suavizaba el gesto con el anhelo. No había duda alguna de su absoluta capacidad para educar a su hijo, y Lilly sintió amor y odio por ello. Cuando les vio alejarse con su bebé en el coche Lilly vivió el peor momento de su vida. Dos semanas más tarde, conoció a Craig.

Lilly sabía que había hecho lo correcto al abandonar a Kevin, pero aun así el precio había sido demasiado alto. Durante treinta y dos años había vivido con un agujero en el corazón que ni su carrera ni su matrimonio pudieron llenar. Incluso aunque hubiera podido tener más hijos, el agujero habría seguido allí. Y ahora quería curarlo.

Cuando tenía diecisiete años, la única forma de luchar por su hijo había sido abandonarlo. Pero ya no tenía diecisiete, y había llegado el momento de descubrir, de una vez por todas, si jamás podría ocupar un lugar en la vida de Kevin. Aceptaría cualquier cosa que él le diera. Una postal de Navidad una vez al año. Una sonrisa. Algo que le dijera que él había dejado de odiarla. El hecho de que no la quería cerca de él había resultado brutalmente obvio cada vez que Lilly había intentado contactar con él desde la muerte de Maida, y aquel día se había vuelto aún más evidente. Aunque tal vez se trataba simplemente de que no se había esforzado lo suficiente.

Pensó en Molly y sintió un escalofrío. Lilly no respetaba a las mujeres que iban a la caza de los hombres famosos. Lo había visto centenares de veces en Hollywood. Chiquillas ricas y aburridas, sin una vida propia, que intentaban definirse a sí mismas echándole el lazo a algún famoso. Molly lo había atrapado con su embarazo y su posición como hermana de Phoebe Calebow.

Lilly se levantó de la cama. Durante los años de infancia de Kevin, ella no había podido protegerle cuando lo necesitaba, pero ahora tenía la oportunidad de repararlo.


Wind Lake era un típico pueblo turístico, con un centro pintoresco y unos alrededores algo descuidados. La calle principal corría paralela al lago y presentaba unos pocos restaurantes y tiendas de regalos, un centro de deportes acuáticos, una boutique de ropa de marca para los turistas, y la taberna Wind Lake.

Kevin aparcó y Molly bajó del coche. Antes de salir del campamento, se había duchado, se había aplicado suavizante en el pelo y un poco de sombra de ojos en los párpados, y se había pintado los labios con la barra M.A.C. Spice. Como sólo tenía zapatillas deportivas, el vestido de playa no era una opción, así que se puso un pantalón corto de color gris claro y un top negro muy corto. Luego se consoló al darse cuenta de que había perdido el peso suficiente como para que los pantalones le cayeran por debajo del ombligo.

Cuando Kevin dio la vuelta por delante del coche, le dio un vistazo rápido al cuerpo de Molly y enseguida lo estudió más de cerca. Molly sintió un incómodo hormigueo y se preguntó si a Kevin le gustaba lo que veía, o si estaba haciendo una comparación desfavorable con sus amiguitas de las Naciones Unidas.

¿Y qué, si la hacía? A Molly le gustaba su cuerpo y su cara. Tal vez no le resultaran memorables a Kevin, pero ella era feliz con lo que tenía. Además, no le importaba lo que pudiera pensar él.

Kevin hizo un gesto hacia la boutique.

– Ahí deben de tener sandalias, si quieres sustituir las que perdiste en el lago.

Las sandalias que vendían en las boutiques se escapaban bastante de su presupuesto.

– Mejor probaré en la tienda de artículos de playa.

– Lo que tienen es muy barato.

Molly se colocó las gafas de sol un poco más arriba de la nariz. A diferencia de las Revo de Kevin, las suyas habían costado nueve dólares en Marshall's.

– Tengo gustos sencillos. Kevin la miró con curiosidad.

– ¿No serás una de esas multimillonarias tacañas, verdad?

Molly pensó un momento y decidió dejar de seguir fingiendo sobre esa cuestión. Ya era hora de que Kevin supiera quién era, con locura incluida.

– En realidad, no soy multimillonaria.

– Todo el mundo sabe que recibiste una herencia.

– Sí, ya… -dijo mordiéndose el labio.

Kevin suspiró.

– ¿Por qué tengo la sensación de que voy a oír algo realmente absurdo?

– Supongo que eso depende de tu perspectiva.

– Sigue, todavía te escucho.

– Estoy arruinada, ¿vale?

– ¿Arruinada?

– No importa. No lo entenderías ni en un millón de años-dijo alejándose de él.

Cuando cruzó la calle en dirección a la tienda de artículos de playa, Kevin la siguió. A Molly le disgustó descubrir en sus ojos una mirada de desaprobación, aunque debería haberse esperado algo así del señor Yo-voy-por-el-camino-correcto, que podía muy bien ser el modelo para los hijos de predicadores ya adultos, aunque él mismo renegase de su condición.

– Despilfarraste todo el dinero a la primera oportunidad que tuviste, ¿verdad? Por eso vives en un piso tan pequeño.

Molly se volvió y, en mitad de la calle, le dijo:

– No, no lo despilfarré. Malgasté un poco el primer año, pero créeme, todavía me quedaba un montón.

Kevin la tomó del brazo y la apartó del tráfico hacia el bordillo.

– Entonces, ¿qué pasó?

– ¿No tienes nada mejor que hacer que importunarme?

– En realidad no. ¿Malas inversiones? ¿Lo pusiste todo en comida vegetariana para cocodrilos?

– Muy gracioso.

– ¿Saturaste el mercado de zapatillas con cabeza de conejito?

– ¿Qué te parece ésta? -dijo parada ante la tienda de artículos de playa-. Me jugué todo lo que tenía en el último partido de los Stars y algún cretino dio un pase a un compañero doblemente marcado.

– Eso ha sido un golpe bajo.

Molly respiró profundamente y se puso las gafas de sol sobre la cabeza.

– En realidad, lo di todo hace unos años. Y no me arrepiento.

Kevin pestañeó, luego se rió.

– ¿Lo diste?

– ¿Tienes problemas de oído?

– No, en serio. Dime la verdad. Ella le miró y entró en la tienda.

– No me lo puedo creer. Sí que lo hiciste -dijo Kevin siguiéndola hasta el interior de la tienda-. ¿Cuánto era?

– Mucho más de lo que llevas tú en la cartera.

– Vamos, a mí puedes decírmelo -dijo sonriendo. Molly se dirigió a una cesta de calzado, pero deseó no haberlo hecho: no había más que sandalias de plástico de colores chillones.

– ¿Más de tres millones?

Molly hizo oídos sordos y alargó las manos para coger las más sencillas, un horroroso par con brillantinas plateadas incrustadas en la empella.

– ¿Menos de tres?

– No te lo diré. Y ahora, vete y no me agobies.

– Si me lo dices, te llevaré a esa boutique y podrás cargar todo lo que quieras en mi tarjeta de crédito.

– Tú ganas.

Molly soltó las sandalias con brillantinas plateadas y se dirigió a la puerta. Kevin se adelantó para abrírsela.

– ¿No quieres que te retuerza un poco el brazo para poder mantener tu orgullo?

– ¿Acaso no has visto lo feas que eran esas sandalias? Además, sé cuánto ganaste la temporada pasada.

– Me alegro de haber firmado aquel acuerdo prematrimonial. Yo que pensaba que estábamos protegiendo tu fortuna y resulta que, en uno de esos irónicos giros que a veces tiene la vida, la que realmente protegíamos era la mía. -Su sonrisa se hizo más amplia-. ¿Quién iba a decirlo?

Kevin se lo estaba pasando bien, demasiado bien, y Molly quería estar a la altura.

– Me apostaría algo a que puedo vaciar tu tarjeta de crédito en menos de media hora.

– ¿Fueron más de tres millones?

– Te lo diré cuando terminemos de comprar -dijo sonriendo a una pareja de ancianos.

– Si mientes, lo devolveré todo.

– ¿No hay por ahí algún espejo donde puedas ir a admirarte?

– Nunca había conocido a ninguna mujer tan impresionada por mi belleza.

– Todas tus mujeres están impresionadas por tu belleza. Sólo que fingen que es por tu personalidad.

– Te juro que alguien tendría que darte una azotaina.

– No eres, diría, lo bastante hombre como para hacerlo.

– Y tú eres, diría, un poco cargante.

Molly sonrió y entró en la boutique. Quince minutos después salió con dos pares de sandalias. Cuando se puso de nuevo las gafas de sol se dio cuenta de que Kevin también llevaba una bolsa de compra.

– ¿Qué te has comprado?

– Necesitas un bañador.

– ¿Me has comprado uno?

– Espero haber adivinado la talla.

– ¿Qué tipo de bañador?

– Vaya, si alguien me regalara algo, yo estaría contento en lugar de mostrar tanto recelo.

– Si es un tanga, lo devuelvo.

– Vamos, ¿crees que te insultaría de esta manera? Kevin y Molly empezaron a andar calle abajo.

– Probablemente el tanga es el único tipo de bañador que sabes que existe. Seguro que es lo que llevan todas tus amigas.

– Si lo que pretendes es conseguir que me distraiga y me olvide, no te va a funcionar.

Pasaron junto a una tienda de dulces llamada Di azúcar. Junto a ella había un diminuto parque público, poco más que unas pocas matas de hortensias y un par de bancos.

– Ha llegado la hora de la verdad, Daphne-dijo Kevin señalando uno de los bancos y sentándose luego a su lado-. Háblame de tu dinero. ¿Tuviste que esperar a cumplir los veintiuno para ponerle las manos encima?

– Sí, pero todavía estaba en la facultad, y Phoebe no me dejó tocar ni un centavo. Me dijo que si quería sacar algo de las cuentas antes de graduarme, tendría que demandarla.

– Chica lista.

– Ella y Dan me dejaban muy poca cuerda, así que en cuanto me gradué y finalmente Phoebe me dio el dinero, hice todo lo que se podría esperar. Me compré un coche, me mudé a un lujoso apartamento, compré toneladas de ropa… La ropa sí que la echo de menos. Pero al cabo de un tiempo, la vida de hija heredera perdió su encanto.

– ¿Y no podías contentarte con buscar un trabajo?

– Lo hice, pero el dinero todavía me pesaba demasiado. No me había ganado ni uno solo de esos centavos. Tal vez si hubiera venido de alguien que no fuera Bert Somerville, no me habría costado tanto aceptarlo, pero me parecía como si él siguiera asomando su asquerosa cabeza en mi vida, y no me gustaba. Finalmente, decidí crear una fundación y di todo el dinero. Y si se lo cuentas a alguien, te juro que te arrepentirás.

– ¿Diste todo tu dinero?

– Hasta el último centavo.

– ¿Cuánto era?

Molly jugueteó con el cordón que sujetaba su pantalón corto.

– No quiero decírtelo. Si ya crees que estoy chiflada…

– No me va a costar nada devolver esas sandalias.

– ¡Quince millones, ¿vale?!

– ¡Diste quince millones de dólares! -exclamó Kevin boquiabierto.

Molly asintió con la cabeza.

Kevin echó la cabeza atrás y se rió.

– ¡Sí que estás loca!

– Probablemente -respondió Molly recordando el salto mortal desde el acantilado-. Pero no me he arrepentido en ningún momento -añadió, aunque en aquel momento no le habría importado recuperar una parte para poder seguir pagando la hipoteca.

– ¿Y no lo echas de menos?

– No. Excepto por la ropa, que creo que ya he mencionado. Y gracias por las sandalias, por cierto. Me encantan.

– De nada. En realidad, me ha gustado tanto tu historia que añadiré un vestido nuevo la próxima vez que bajemos al pueblo.

– ¡Hecho!

– Dios mío, es realmente conmovedor ver a una mujer que se esfuerza tanto por pasarlas canutas. Molly se rió.

– ¡Kevin! ¡Hola!

Molly notó un acento claramente germánico y levantó la mirada para ver a una rubia esbelta que corría hacia ellos con un paquetito blanco en la mano. La mujer llevaba un delantal a rayas azules y blancas sobre un ancho pantalón negro y una camiseta con el escote en forma de V. Era guapa: tenía una bonita melena, los ojos marrones, e iba bien maquillada. Debía de ser un par de años mayor que Molly, más próxima a la edad de Kevin.

– Ah, hola, Christina -contestó Kevin, y mientras se levantaba para saludarla le mostró una sonrisa claramente provocadora.

La mujer le entregó la cajita blanca de cartón y Molly observó un sello azul a un lado que decía DI AZÚCAR.

– Anoche me pareció que te gustaron las galletas de azúcar, ja? Esto es un pequeño regalo de bienvenida a Wind Lake. Nuestra caja de muestra.

– Muchas gracias.

Kevin parecía tan encantado que Molly quiso recordarle que sólo eran caramelos, no un anillo de la Super Bowl.

– Christina, te presento a Molly. Christina es la propietaria de la tienda de dulces de ahí enfrente. La conocí ayer, cuando bajé al pueblo a por una hamburguesa.

Christina era más esbelta de lo que se esperaría de la propietaria de una tienda de dulces. A Molly eso le pareció un crimen antinatural.

– Es un placer conocerte, Molly.

– Lo mismo digo -respondió Molly. Podría haber ignorado la expresión de curiosidad de Christina, pero no era tan buena persona, así que añadió-: Soy la esposa de Kevin.

– Oh. -Su desilusión fue tan evidente como las intenciones que tenía con la caja de dulces.

– Estamos separados -añadió Kevin-. Molly escribe libros para niños.

– Ach so! Siempre he querido escribir libros para niños. Tal vez puedas darme algún consejo algún día.

Molly mantuvo una expresión agradable pero sin comprometerse a nada. Aunque sólo fuera por una vez, le gustaría conocer a alguien que no quisiera escribir libros para niños. La gente daba por hecho que eran fáciles de escribir porque eran cortos. No tenían ni idea de lo que costaba escribir un libro que tuviera éxito, un libro con el que los niños disfrutaran y aprendieran, no simplemente algo que los adultos decidieran que tenía que gustar a los niños.

– Lamento que vayas a vender el campamento, Kevin. Te echaremos de menos. -Christina tuvo que dejar de babear sobre Kevin al ver a una mujer que entraba en su tienda de dulces-. Tengo que irme. Pásate la próxima vez que bajes al pueblo y probarás mi chocolate con cereza.

En cuanto Christina estuvo fuera del alcance del oído, Molly se volvió hacia Kevin.

– ¡No puedes vender el campamento!

– Ya te dije desde el principio que eso era lo que iba a hacer.

Cierto, aunque eso no había significado nada en aquel momento. Ahora no podía soportar la idea de que Kevin se desprendiera de él. El campamento era una parte permanente de su vida, de su familia, y, de un modo extraño que Molly no podía analizar, empezaba a sentirlo como parte de ella.

Kevin malinterpretó su silencio.

– No te preocupes. No tendremos que quedarnos hasta entonces. En cuanto encuentre a alguien que se encargue de todo, nos vamos de aquí.

Durante todo el camino de regreso al campamento, Molly intentó aclararse las ideas. Las únicas raíces que le quedaban a Kevin se encontraban allí. Había perdido a sus padres, no tenía hermanos, y no parecía inclinado a dejar entrar a Lilly en su vida. La casa en la que se había criado pertenecía a la iglesia. No tenía nada que le conectara con su pasado aparte del campamento. No sería correcto abandonarlo.

Pronto tuvieron a la vista el espacio comunitario, y los pensamientos confusos de Molly dejaron paso a una sensación de paz. Charlotte Long barría su porche, un anciano pasó pedaleando sobre un triciclo, y una pareja conversaba en un banco. Molly se embelesó con las casitas de cuento a la sombra de los árboles.

No era extraño que hubiera experimentado aquella sensación de familiaridad en el momento de llegar al campamento. Había atravesado las páginas de sus libros para adentrarse en el Bosque del Ruiseñor.


En vez de seguir el camino que avanzaba junto al lago, donde podría encontrar a alguien, Lilly tomó un sendero que llevaba a los bosques tras el espacio comunitario. Se había cambiado de ropa: llevaba unos pantalones anchos y un top marrón tabaco de cuello cuadrado, pero seguía teniendo calor, y deseó haber estado lo bastante delgada como para poder lucir un pantalón corto. Aquel diminuto pantalón blanco que había formado parte permanentemente de su vestuario en Encaje, S.L. apenas le tapaba el trasero.

Notó que la hierba le acariciaba los tobillos cuando los árboles se abrieron dejando paso a un prado. Los dedos de sus pies sintieron el agradable contacto de la arena en el interior de sus sandalias, y parte de la tensión que había acumulado durante el día empezó a calmarse. Oyó el correr del agua de algún arroyo y se volvió para buscarlo; sin embargo, lo que vio estaba tan fuera de lugar que pestañeó.

Una silla de cromo, de esas de restaurante rápido, con un asiento de vinilo rojo.

Lilly no podía imaginarse qué hacía aquello en medio del prado. Se dirigió hacia allí y vio un arroyo con helechos que crecían entre los juncos y las rocas cubiertas de musgo. La silla se encontraba sobre un canto rodado forrado de líquenes. El asiento de vinilo rojo brillaba bajo la luz del sol; la silla no parecía oxidada, de modo que debían de haberla dejado allí recientemente. Pero ¿por qué? Su equilibrio era precario, y se tambaleó cuando la tocó.

– ¡No la toques!

Lilly se volvió de golpe y su mirada se encontró con un hombre grande como un oso, agachado a la sombra, en un extremo del prado.

Lilly se llevó la mano a la garganta.

Detrás de ella, la silla cayó en el arroyo.

– ¡Maldita sea! -gritó el hombre poniéndose en pie.

Era enorme, tenía los hombros tan anchos como los doce carriles de la autopista de Los Ángeles y una cara tosca y ceñuda que parecía la del malo de una antigua película del Oeste de serie B. «Sé cómo hacer hablar a una mujer como tú.» Lo único que le faltaba era una barba de tres días cubriéndole la mandíbula.

Su pelo era como la pesadilla o el ensueño de un estilista de Hollywood, Lilly no estaba del todo segura. Espeso y canoso en las sienes, y demasiado largo en el cuello, donde parecía que se lo hubiera cortado con el cuchillo que sin duda guardaría en una de sus botas. Si no fuera porque en vez de botas llevaba unas zapatillas deportivas destrozadas, con unos calcetines caídos a la altura de los tobillos. Y tenía los ojos misteriosamente oscuros, y una cara peligrosamente arrugada y muy morena.

Cualquier agente de casting de Hollywood habría babeado al verle.

Todos aquellos pensamientos se acumulaban en la cabeza de Lilly, todos excepto el pensamiento que debería haber habido allí: ¡huir!

El hombre dio un paso hacia ella. Bajo su pantalón corto de color caqui asomaban unas piernas bronceadas y robustas. Llevaba una vieja camisa vaquera azul con las mangas arremangadas que dejaba al descubierto unos antebrazos musculosos espolvoreados de pelo negro.

– ¿Sabes cuánto me ha costado tener esa silla justo donde la quería?

Lilly retrocedió.

– Tal vez tienes demasiado tiempo libre.

– ¿Te crees muy graciosa?

– No, no -respondió sin dejar de retroceder-. Nada graciosa. Por supuesto que no.

– ¿Te divierte haberme estropeado todo un día de trabajo?

– ¿Trabajo?

– ¿Qué haces? -preguntó el hombre frunciendo el ceño.

– ¿Qué hago…?

– ¡Estate quieta, maldita sea, y deja de temblar!

– ¡No estoy temblando!

– ¡Por el amor de Dios, no te voy a hacer nada! Gruñendo entre dientes, el hombre volvió a donde había estado sentado y cogió algo del suelo. Lilly aprovechó su distracción para acercarse más al sendero.

– ¡Te he dicho que no te muevas!

Llevaba algún tipo de libreta en la mano, y ya no parecía amenazador, sino sólo increíblemente maleducado. Ella le miró con toda la arrogancia de una realeza de Hollywood.

– Parece que alguien ha olvidado sus modales.

– Son una pérdida de energía. He venido aquí en busca de intimidad. ¿Acaso pido demasiado?

– En absoluto. Yo ya me voy.

– ¡Allí! -dijo señalando hacia el arroyo con un dedo imperioso.

– ¿Perdón?

– Siéntate allí.

Lilly ya no estaba asustada, sino simplemente molesta.

– No lo creo.

– Has estropeado mi trabajo de toda una tarde. Posar para mí es lo mínimo que puedes hacer para compensarlo. Lo que llevaba en la mano era un cuaderno de dibujo, observó Lilly, no un bloc de notas. Era un artista.

– ¿Y si en vez de eso me marcho?

– ¡Te he dicho que te sientes!

– ¿Nunca le ha dicho nadie que es usted un grosero?

– Me esfuerzo para serlo. Siéntate sobre ese canto rodado, mirando al sol.

– Gracias, pero no tomo el sol. Estropea el cutis.

– Alguna vez me gustaría conocer a alguna mujer hermosa que no fuera vanidosa.

– Gracias por el piropo -dijo Lilly secamente-, pero dejé atrás a la mujer hermosa hace más de diez años, antes de ponerle encima quince kilos.

– No seas infantil.

El hombre extrajo un lápiz del bolsillo de su camisa y se puso a dibujar, sin molestarse en seguir discutiendo con ella, ni siquiera en sentarse sobre la silla plegable que Lilly había visto unos metros más atrás.

– Inclina la barbilla. Vaya por Dios, sí que eres hermosa. Soltó el piropo tan desapasionadamente que no pareció adulador. Lilly resistió el impulso de decirle que debería haberla visto en sus buenos tiempos.

– Tiene razón en lo de la vanidad -dijo, sólo para incordiarle-. Y por ese mismo motivo no puedo estarme más rato aquí tomando el sol.

El lápiz no dejó de volar sobre el cuaderno.

– No me gusta que mis modelos hablen mientras trabajo.

– Yo no soy su modelo.

Justo cuando Lilly ya iba a volverse por última vez, el hombre se metió el lápiz en el bolsillo de la camisa.

– ¿Cómo quieres que me concentre si no te estás callada?

– Preste atención: me da igual si se concentra usted o no. El artista frunció el ceño, y Lilly tuvo la sensación de que estaba maquinando el modo de obligarla a quedarse. Finalmente, cerró su cuaderno de dibujo.

– Pues entonces quedaremos aquí mañana por la mañana. Digamos a las siete. Así el sol no picará demasiado para ti.

La irritación de Lilly se tornó en diversión.

– ¿Y por qué no a las seis y media? El hombre entornó los ojos.

– ¿Me estás vacilando, verdad?

– Grosero y astuto. Una combinación fascinante.

– Te pagaré.

– No podría permitírselo.

– Eso lo dudo mucho.

Lilly sonrió y se dirigió al sendero.

– ¿Sabes quién soy? -gritó el artista.

Ella volvió la vista atrás. La mirada del hombre no podría haber sido más amenazadora.

– ¿Debería saberlo?

– ¡Soy Liam Jenner, maldita sea!

Lilly se quedó sin aliento. Liara Jenner. El Salinger de los pintores norteamericanos. Dios santo… ¿Qué estaba haciendo allí?

Liam Jenner vio que Lilly sabía perfectamente quién era, y se quedó mirándola con una expresión de orgullo en el rostro.

– Quedamos a las siete, pues.

– Ya… -¡Liam Jenner!-. Ya me lo pensaré.

¡Que tipo tan desagradable! Le había hecho un favor al mundo recluyéndose. Pero aun así…

Liam Jenner, uno de los pintores más famosos de América, quería que posara para él. Ojalá pudiera tener veinte años y ser guapa otra vez.

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