Capítulo once

– ¡Tenemos compañía! -cacareó Celia la Gallina-. ¡Prepararemos bollos, pasteles y tartas de crema!

Daphne lo ensucia todo

Daphne lo ensucia todo

Daphne lo ensucia todo


Molly puso la alarma del reloj despertador que le había dejado Kevin a las cinco y media, y hacia las siete el aroma a pastelitos de arándanos llenaba toda la planta baja de la casa de huéspedes. En el comedor, sobre la mesa lateral, había un montón de platos de porcelana de un amarillo claro con el dibujo de una hoja en el centro. Las servilletas, de color verde oscuro, los vasos de cristal prensado para el agua y una deliciosa mezcla de cubiertos de plata de ley completaban la escena. Una bandeja llena de bollos se cocía en el horno, y sobre el mármol de la mesa de trabajo había una fuente de cerámica marrón llena de finas rebanadas de pan bañadas en una mezcla de huevo batido, vainilla y canela.

Por primera vez en varios meses, Molly estaba famélica, pero no había tenido tiempo para comer. Preparar un desayuno para una casa repleta de huéspedes que lo han pagado era mucho más comprometido que preparar tortas con caras sonrientes para los niños Calebow. Mientras colocaba el libro de recetas de la tía Judith que había dejado junto al preparado francés de huevo para las tostadas donde no pudiera mancharse, intentó acumular resentimiento contra Kevin, que seguía profundamente dormido en el piso de arriba, pero no pudo. Al reconocer al bebé la tarde anterior, le había hecho un regalo.

Ya no sentía la carga de la pérdida como algo que tenía que soportar sola y, al despertar, no había encontrado la almohada empapada de lágrimas. Su depresión no iba a desaparecer por arte de magia, pero Molly estaba preparada para aceptar la posibilidad de volver a ser feliz.

Kevin entró lentamente justo después de que Molly le sirviera a John Pearson su segunda ración de tostada a la francesa. Tenía los ojos legañosos y el aspecto de alguien que sufre una resaca mortal.

– Tu «pit-bull» ha intentado acorralarme en el pasillo.

– No le caes bien.

– Eso me ha parecido.

Molly observó que le faltaba algo, pero tardó unos instantes en descubrir lo que era. Su hostilidad. La rabia que Kevin había estado albergando en su corazón parecía haber desaparecido finalmente.

– Siento haberme dormido-dijo-. Anoche te dije que me echases de la cama a patadas si no estaba aquí cuando tú llegases.

Ni en un millón de años. Nada la llevaría a entrar en el dormitorio de Kevin Tucker, y menos ahora que él ya no la miraba como si fuera su enemiga mortal. Molly señaló con la cabeza las botellas vacías de licor de la basura.

– Debió de ser toda una fiesta, anoche.

– Todos querían que les contara el proceso de selección para la liga, y una cosa llevó a la otra. Si algo se puede decir de su generación es que aguantan la bebida.

– No parece haber afectado el apetito del señor Pearson.

Kevin observó la tostada francesa, que iba adquiriendo un tono dorado sobre la plancha.

– Creía que no sabías cocinar.

– He telefoneado a Martha Stewart. Si alguien quiere beicon o salchichas, tendrás que encargarte tú.

– ¿Es por eso de Babe?

– Y estoy orgullosa. También te tocará servir las mesas -dijo dándole la cafetera y volviéndose hacia su tostada francesa.

Kevin se quedó mirando la cafetera.

– Diez años en la NFL, y al final mira dónde estoy.

A pesar de sus quejas, a Kevin le sorprendió lo rápidamente que pasó la hora siguiente. Sirvió cafés, llevó comida de aquí para allá, dio conversación a los huéspedes y robó algunas de las tortas de Molly para comérselas él mismo. Molly era una gran cocinera, y se le iluminaron los ojos cuando Kevin le dijo que había decidido que podía quedarse el puesto.

Ver aquel brillo en los ojos de Molly le hizo sentirse bien. La confrontación de la noche anterior parecía haber suavizado su depresión, y había recuperado parte de la vitalidad que había visto en ella en Door County. Él, por su parte, se había quedado mirando el techo del dormitorio hasta el amanecer. Ya no podría pensar en el bebé como una abstracción. La noche anterior le había dado un nombre. Sarah.

Kevin pestañeó y tomó la cafetera para servir otra ronda.

Charlotte Long se asomó para ver cómo le iba a Molly y acabó comiéndose dos pastelitos. Los bollos se habían quemado un poco por las puntas, pero la tostada francesa estaba deliciosa, y Molly no oyó ninguna queja. Justo cuando había acabado de comerse su propio desayuno apareció Amy.

– Siento llegar tarde -murmuró-. Anoche no pude salir de aquí hasta pasadas las once.

Molly se fijó en que tenía un chupetón nuevo en el cuello, justo encima de la clavícula. Se avergonzó al sentir otro aguijonazo de celos.

– Hiciste un buen trabajo. La casa ya tiene otro aspecto. ¿Por qué no empiezas por esos platos?

Amy se acercó al fregadero y empezó a cargar el lavaplatos. Un par de pasadores con pequeñas estrellas de mar de color rosa impedían que los cabellos le cayeran a la cara.

Se había perfilado y sombreado los ojos, y aplicado rímel en las pestañas, pero, o bien se había olvidado del pintalabios, o bien Troy se lo había comido a besos.

– Tu marido es muy mono. Yo no veo el fútbol, pero aun así sé quién es. Es tan genial. Troy dice que es el tercer mejor quarterback de la NFL.

– Es el primero. Sólo le falta controlar mejor su talento.

Amy se desperezó: la camiseta se le subió por encima del ombligo y el pantalón corto que llevaba se deslizó ligeramente por sus caderas.

– Me han dicho que también os acabáis de casar. ¿No es fantástico?

– Un sueño hecho realidad-dijo Molly secamente. Era evidente que Amy no leía la revista People.

– Nosotros llevamos casados tres meses y medio.

Más o menos igual que Kevin y Molly. Excepto que Kevin y Molly no tenían ningún problema para mantener las manos apartadas el uno del otro.

Amy siguió cargando el lavaplatos.

– Todo el mundo decía que éramos demasiado jóvenes, yo tengo diecinueve y Troy veinte, pero no podíamos esperar más. Troy y yo somos cristianos. No creemos en el sexo antes del matrimonio.

– ¿Y ahora estáis recuperando el tiempo perdido?

– Es tan fantástico -se rió Amy, burlona, a lo que Molly respondió con una sonrisa.

– Iría mejor si no intentarais recuperarlo durante las horas de trabajo.

– Sí, ya… Pero es tan difícil -dijo Amy mientras enjuagaba un cuenco.

– Es probable que hoy el traficante de esclavos no os quite el ojo de encima, así que ¿por qué no haces los dormitorios en cuanto hayas terminado aquí?

– Sí… -suspiró Amy-. Si ves a Troy ahí afuera, ¿le dirás que le quiero y eso?

– No lo creo.

– Sí, supongo que eso es inmaduro. Mi hermana dice que debería ser más reservada, de lo contrario Troy no me apreciará como es debido.

– No creo que por el momento tengas que preocuparte por eso -dijo Molly, recordando la adoración que reflejaba el rostro juvenil de Troy.

Cuando Molly hubo terminado en la cocina, Kevin había desaparecido; probablemente estaba atendiendo su resaca. Se preparó un té con hielo y luego telefoneó a Phoebe para contarle dónde estaba. La confusión de su hermana no le sorprendió, pero no podía explicarle que Kevin le había hecho chantaje amenazándola con contarle precisamente a ella demasiadas cosas sobre su estado físico y emocional. En lugar de la verdad, le dijo que Kevin necesitaba ayuda y que ella quería salir de la ciudad. Phoebe empezó a cacarear como Celia La Gallina, y Molly colgó el teléfono lo antes que pudo.

Cuando sacó del horno el pastel de cítricos de tía Judith para el té de la tarde, empezó a sentirse cansada, pero no se pudo resistir a arreglar un poco el recibidor. Al disponerse a rellenar un jarrón de vidrio tallado con popurrí, Roo se puso a ladrar. Molly se dirigió a la puerta para echar un vistazo y vio a una mujer que salía de un polvoriento Lexus de color de vino de Borgoña y se volvía para mirar hacia el espacio comunitario. Molly no sabía si Kevin habría consultado el ordenador para ver si iban a llegar nuevos huéspedes. Tenían que organizarse mejor.

Molly admiró la túnica blanca, el pantalón capri de color bronce y las maravillosas sandalias de aquella mujer. Todo cuanto llevaba parecía caro y elegante. La mujer se volvió y Molly la reconoció de inmediato: era Lilly Sherman.

Molly había conocido a muchas celebridades hasta entonces, así que raramente se atemorizaba ante alguien famoso, pero ante Lilly Sherman se sintió apocada. Todo a su alrededor irradiaba glamour. Se trataba de una mujer acostumbrada a los atascos de tráfico, y Molly casi esperó que asomara algún paparazzi entre los pinos.

Las elegantes gafas de sol que llevaba sobre la cabeza sujetaban esos abundantes cabellos de color castaño rojizo que habían sido su sello inconfundible en sus tiempos como Ginger Hill y que todavía conservaban ese toque desarreglado tan atractivo. Su tez era pálida y suave como la porcelana, y su figura, voluptuosa. Molly pensó en todas las chicas afectadas por trastornos de la alimentación que las habían dejado en los huesos. En tiempos no muy lejanos, las mujeres habían aspirado a tener el tipo de Lilly, y probablemente les había ido mejor.

Mientras Lilly subía por el camino hacia la casa, Molly vio que el tono verde de sus ojos era especialmente vibrante, incluso más vistoso que en televisión. Una tenue red de arrugas asomaba en forma de cola de pez por las esquinas de los ojos, pero no aparentaba más de cuarenta y tantos. El enorme diamante de su mano izquierda centelleó cuando se agachó para saludar a Roo. Molly tardó algunos segundos en aceptar que quien le rascaba la barriga a su perro era Lilly Sherman.

– Llegar a este lugar es una pesadilla. -La voz de Lilly seguía teniendo el mismo tono ronco que Molly recordaba de sus días como Ginger Hill, pero con un matiz más provocativo.

– Está un poco aislado.

Lilly se desperezó y, mirando a Molly con la educación neutra que las celebridades adoptan para mantener alejada a la gente, se le acercó. Entonces su atención se agudizó y su mirada se tornó gélida.

– Soy Lilly Sherman. ¿Puedes hacer que alguien me entre las maletas?

Oh, oh… Había reconocido a Molly por el artículo de la revista People. Aquella mujer no era su amiga.

Molly se echó a un lado cuando Lilly subió las escaleras hasta el porche.

– Ahora mismo lo estamos reorganizando todo. ¿Tenía una reserva, tal vez?

– Difícilmente habría hecho todo este camino si no la tuviera. Hablé con la señora Long hace un par de días, y me dijo que tenían una habitación.

– Sí, probablemente la tengamos. Pero no estoy segura de dónde. Soy una gran admiradora suya, por cierto.

– Gracias. -La respuesta fue tan fría que Molly deseó no haber dicho nada.

Lilly miró a Roo, que intentaba impresionarla con su expresión de mofa a lo Bruce Willis.

– Mi gata está en el coche. La señora Long dijo que no habría ningún problema si la traía, pero tu perro parece un poco feroz.

– Pura ostentación. A Roo tal vez no le guste tener a un gato por aquí, pero no le hará nada. Haga las presentaciones si quiere mientras verifico su reserva.

La estrella de Lilly Sherman podía haberse apagado un poco, pero seguía siendo una estrella, y Molly imaginó que se quejaría por tener que esperarse. Sin embargo, no dijo nada.

Mientras entraba, Molly se preguntó si Kevin sabía algo de eso. ¿Habían sido amantes? Lilly parecía demasiado inteligente, por no decir que hablaba un inglés impecable. Aun así…

Molly subió corriendo las escaleras y encontró a Amy inclinada sobre una de las bañeras, con su pantalón corto negro ajustado marcando un culito de categoría mundial.

– Acaba de llegar una huésped, y no sé dónde ponerla. ¿Hay alguien que se marche?

Amy se incorporó y miró a Molly con cara de extrañeza.

– No, pero está el desván. Nadie se ha alojado arriba esta temporada.

– ¿El desván?

– Es bastante bonito.

Molly no podía imaginarse a Lilly Sherman metida en un desván.

Amy se apoyó sobre los talones.

– Esto… Molly, si alguna vez quieres hablar de… ya sabes… de cosas conmigo, puedes…

– ¿Cosas?

– Quiero decir que me he fijado mientras limpiaba la habitación de Kevin que tú no habías dormido allí anoche.

A Molly le pareció irritante sentirse compadecida por alguien cosido a chupetones.

– Hemos discutido, Amy. Nada que tenga que preocuparte.

– Lo siento mucho. Quiero decir… Vaya, que si es algo de sexo o así tal vez podría responder a tus preguntas o, bueno, darte algún consejo.

Molly se había convertido en el objeto de compasión de una imitación de sexóloga televisiva de diecinueve años.

– No será necesario.

Molly subió las escaleras hacia el desván, y descubrió que la habitación era sorprendentemente espaciosa, a pesar de lo inclinado del techo y de las buhardillas. Los muebles de anticuario eran acogedores y el colchón de la cama de matrimonio parecía la mar de cómodo. Se había añadido un ventanal en un extremo para darle más luz. Molly lo abrió para que entrase el aire fresco, luego investigó el diminuto y anticuado baño en el extremo opuesto. Apenas era apropiado, pero al menos era íntimo, y si a Lilly Sherman no le gustaba, podía marcharse.

La sola idea le levantó la moral.

Le pidió a Amy que preparase la habitación y bajó corriendo las escaleras. No había ni rastro de Kevin. Molly volvió al porche principal.

Lilly estaba en pie junto a la baranda, acariciando a una enorme gata anaranjada que sostenía en brazos, mientras Roo protestaba desde detrás de uno de los balancines de madera. Cuando Molly abrió la puerta principal, el pobre animal dio un respingo, miró a Lilly con expresión herida y se escabulló adentro. Molly cambió su cara por una expresión agradable.

– Espero que su gata sea buena con él.

– Han mantenido las distancias -dijo Lilly mientras acariciaba con el pulgar la barbilla de su gata-. Ella es Mermelada, también conocida como Mermy.

Era una gata peluda del tamaño casi de un mapache, con los ojos dorados, unas garras enormes y una cabeza grande.

– Hola, Mermy. Pórtate bien con Roo, ¿vale?

La gata maulló.

– Me temo que la única habitación vacía es el desván. Es bonito, pero al fin y al cabo es un desván, y el baño deja algo que desear. Puede reconsiderar la posibilidad de quedarse o tal vez prefiera alquilar una de las casitas. No están todas ocupadas, todavía.

– Prefiero la casa, y estoy segura de que estaré bien.

Como Lilly llevaba escrito en todo su cuerpo el nombre de los hoteles Four Seasons, Molly no podía imaginar que nada de aquello le pareciera bien. Aun así, los modales son los modales.

– Me llamo Molly Somerville.

– Sí, te he reconocido -dijo fríamente-. Eres la esposa de Kevin.

– Estamos separados. Sólo le estoy ayudando durante unos días.

– Claro -dijo con expresión de no verlo nada claro.

– Le serviré un té con hielo mientras se espera.

Molly lo preparó todo a toda prisa y cuando ya volvía hacia el porche vio a Kevin que cruzaba el comedor hacia la casa. Se había cambiado de ropa: llevaba unos vaqueros gastados, un par de deportivas medio despedazadas y una vieja camiseta negra que había perdido las mangas. El martillo que le sobresalía del bolsillo indicaba que o bien se había recuperado de la resaca, o bien tenía una gran tolerancia al dolor. Recordando los golpes que se había dado a lo largo de aquellos años, sospechó que era lo segundo. Molly se preguntó por qué se disponía a hacer los arreglos necesarios personalmente, si tanto le desagradaba aquel lugar. El aburrimiento, imaginó, o tal vez aquel sentido del deber de hijo de predicador que no dejaba de complicarle la vida.

– ¡Eh, Daphne! ¿Quieres acompañarme al pueblo a comprar algunas provisiones?

Molly sonrió al oír que volvía a llamarla Daphne.

– Tenemos una nueva huésped.

– Genial -dijo sin ningún entusiasmo-. Lo que nos faltaba.

El balancín se golpeó contra la pared y Molly se volvió y vio que Lilly se levantaba. La diva se había esfumado, y en su lugar había una mujer vulnerable de rostro pálido. Molly dejó el vaso de té helado.

– ¿Se encuentra bien?

Lilly asintió con un movimiento casi imperceptible de la cabeza.

Kevin puso un pie en el primer escalón del porche principal y miró hacia arriba.

– Había pensado que podríamos… -Kevin enmudeció.

Habían tenido una aventura. En ese momento Molly estuvo segura. A pesar de la disparidad de edades, Lilly era una mujer hermosa: sus cabellos, aquellos ojos verdes, aquel cuerpo voluptuoso. Había venido a buscar a Kevin porque quería recuperarlo. Y Molly no estaba dispuesta a entregarlo. Aquella idea la sorprendió. ¿No estaría volviendo a hurtadillas su viejo encaprichamiento?

Kevin se quedó inmóvil donde estaba.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

Lilly no se inmutó por sus malos modales. Casi parecía que se lo esperaba.

– Hola, Kevin.

Lilly aleteó con el brazo hacia un lado, como si quisiera tocarlo y no pudiera. Sus ojos se embebieron del rostro de Kevin.

– Estoy aquí de vacaciones. -Su voz gutural sonó asfixiada y muy insegura.

– Olvídate.

Lilly recuperó la compostura.

– Tengo una reserva. Me quedo.

Kevin dio media vuelta y se alejó de la casa.

Lilly se tapó la boca con los dedos y se le corrió la pintura de labios de color perla. Tenía los ojos inundados de lágrimas. Molly sintió lástima. Pero Lilly no estaba dispuesta a tolerar ese trato, así que se volvió y espetó:

– ¡Me quedo!

Molly miró con incertidumbre hacia el espacio comunitario, pero Kevin había desaparecido.

– Como quiera. -Molly tenía que saber si habían sido amantes, pero no podía soltarlo así por las buenas-. Parece que Kevin y usted tienen algo en común.

Lilly se dejó caer en el balancín, y la gata saltó a su regazo.

– Soy su tía.

Al alivio de Molly le siguió casi inmediatamente un extraño sentido protector hacia Kevin.

– Su relación parece dejar algo que desear.

– Él me odia -dijo Lilly, que de repente parecía demasiado frágil para ser una estrella-. Él me odia y yo le quiero más que a nada en este mundo -añadió mientras cogía el vaso de té con hielo como distracción-. Su madre, Maida, era mi hermana mayor.

Al percibir la intensidad de su voz, Molly sintió que un escalofrío le recorría la espalda.

– Kevin me había dicho que sus padres eran muy mayores.

– Sí. Maida se casó con John Tucker el mismo año que nací yo.

– Una gran diferencia de edad.

– Fue como una segunda madre para mí. Vivíamos en el mismo pueblo cuando yo era niña, prácticamente en la puerta de al lado.

Molly tuvo la sensación de que Lilly le estaba contando aquello no porque quisiera que Molly lo supiera, sino simplemente para no desmoronarse. Su curiosidad la llevó a sacar partido de la situación.

– Recuerdo haber leído que era usted muy joven cuando se marchó a Hollywood.

– Maida se trasladó cuando asignaron a John a una iglesia de Grand Rapids. Mi madre y yo no nos llevábamos bien, y las cosas fueron en franca decadencia, así que me escapé y terminé en Hollywood.

Lilly se quedó callada.

Molly tenía que saber más.

– Le fueron muy bien las cosas.

– Costó lo suyo. Yo era una locuela y cometí muchos errores -dijo inclinándose en el balancín-. Algunos irreparables.

– Mi hermana mayor también me crió, aunque no entró en mi vida hasta que yo cumplí los quince años.

– Tal vez me habría ido mejor así, no lo sé. Supongo que las hay que nacemos para armar la gorda.

Molly quería saber por qué Kevin era tan hostil, pero Lilly había apartado la mirada, y justo entonces Amy se asomó al porche. O era demasiado joven o estaba demasiado ensimismada para reconocer a su famosa huésped.

– La habitación está lista.

– La acompañaré arriba. Amy, ¿puedes ir a buscar la maleta de la señora Sherman a su coche?

Cuando Molly llevó a Lilly al desván, esperó que se quejara de un espacio tan humilde, pero Lilly no dijo nada. Desde la ventana, Molly le indicó hacia dónde se encontraba la playa.

– Hay un bonito paseo junto al lago -le explicó-, aunque tal vez ya lo conozca. ¿Había estado antes aquí?

– Nunca me invitaron-dijo Lilly, dejando el bolso sobre la cama.

El molesto hormigueo que sentía Molly en el cogote se intensificó. En cuanto apareció Amy con la maleta, Molly aprovechó para excusarse.

En vez de volver a su casita a echarse un rato, se dirigió a la sala de música. Toqueteó la vieja estilográfica del escritorio, luego el bote de tinta, y finalmente los efectos de escritorio de colores marfil y rosa con el nombre CASA DE HUÉSPEDES WIND LAKE grabado en la parte superior. Finalmente, dejó de fisgonear y se sentó a pensar.

Cuando el pequeño reloj de sobremesa de oro tocó la hora, ya se había decidido a salir en busca de Kevin.

Empezó su búsqueda por la playa, donde encontró a Troy reparando algunas tablas del embarcadero que estaban sueltas. Cuando le preguntó por Kevin, sacudió la cabeza y adoptó la misma expresión lastimera que acababa de utilizar Roo cuando Molly había salido de la casa sin él.

– Ya hace rato que no le veo por aquí. ¿Has visto a Amy?

– Está terminando los dormitorios.

– Queremos intentar acabarlo todo para podernos ir a casa pronto.

«Donde os arrancaréis la ropa el uno al otro y os revolcaréis en la caria.»

– Bien pensado.

Troy pareció tan agradecido como si le hubiese rascado debajo de la barbilla. Molly se dirigió al comedor, luego siguió el sonido de un martillo furioso en la parte posterior de una casita llamada Paraíso. Kevin estaba encima del tejado, agachado, intentando desfogar su frustración clavando ripias nuevas.

Molly introdujo los pulgares en los bolsillos traseros de su pantalón corto e intentó pensar en cómo abordar el asunto.

– ¿Todavía quieres bajar al pueblo?

– Tal vez más tarde -dijo dejando de martillar-. ¿Se ha marchado?

– No.

El martillo aporreó las tablas.

– No puede quedarse -espetó.

– Tenía una reserva. Y yo no soy nadie para echarla.

– ¡Maldita sea, Molly! -¡Toc!-. ¡Quiero que te…! -¡Toc!-. ¡… deshagas de ella! -¡Toc!

Molly se sintió molesta por tanto ¡toc!, pero los sentimientos afectuosos que habían surgido la tarde anterior todavía eran lo bastante intensos como para tratarle amablemente.

– ¿Puedes bajar un momento?

¡Toc!

– ¿Por qué?

– Porque me duele el cuello de tanto mirar arriba y quiero hablar contigo.

– ¡Pues no mires arriba! -¡Toc, toc!-. ¡O no hables!

Molly se sentó sobre un montón de tablas para dejarle claro que no se marcharía. Él intentó hacerse el sueco, pero finalmente soltó un taco y dejó a un lado el martillo.

Molly observó cómo bajaba la escalera. Piernas esbeltas y musculosas. Un culo magnífico. ¿Qué tenían los hombres y sus culos para ser tan tentadores? Kevin se quedó mirándola cuando llegó al suelo, pero su expresión era más de fastidio que de hostilidad.

– ¿Y bien?

– ¿Puedes hablarme de Lilly?

– No me gusta -respondió, entornando los ojos.

– Eso me ha parecido. -A Molly la corroía una sospecha que no podía quitarse de encima-. ¿Acaso se olvidó de enviarte un regalo por Navidad cuando eras niño?

– No quiero que se quede, y punto.

– Pues no parece que vaya a marcharse.

Kevin puso los brazos en jarras; sus codos sobresalían amenazadoramente.

– Es su problema.

– Y también el tuyo, si no quieres que se quede.

Kevin se dirigió de nuevo hacia la escalera.

– ¿Puedes encargarte hoy tú del té?

Molly volvió a sentir ese escalofrío en el cogote. Algo iba muy mal.

– Kevin, espera.

Él se volvió con expresión de impaciencia.

Molly se dijo a sí misma que aquello no era asunto suyo, pero no podía callárselo.

– Lilly me ha dicho que es tu tía.

– Sí, ¿y qué?

– Cuando te ha mirado, he tenido una extraña sensación.

– Desembucha, Molly. Tengo cosas que hacer.

– Estaba emocionada.

– Lo dudo mucho.

– Ella te quiere.

– Ni siquiera me conoce.

– Tengo un extraño presentimiento sobre por qué estás tan alterado. -Molly se mordió el labio y deseó no haber iniciado aquella conversación, pero un instinto poderoso le impidió echarse atrás-. No creo que Lilly sea tu tía, Kevin. Creo que es tu madre.

Загрузка...