Capítulo nueve

Daphne vivía en la casita más bonita del Bosque del Ruiseñor. Estaba sola en medio de una gran arboleda, lo que significaba que podía tocar la guitarra eléctrica siempre que quisiera porque nadie se quejaba.

Daphne se pierde


Kevin tenía el teléfono móvil pegado a una oreja y el teléfono de la casa de huéspedes pegado a la otra, y se paseaba nervioso por el vestíbulo ladrándole órdenes a su gestor y a otra persona que debía de ser su secretaria o su casera. Detrás de él, una imponente escalinata de nogal subía medio piso y luego seguía hacia arriba formando un ángulo recto. Las barandas estaban llenas de polvo, y la alfombra que recubría los escalones, aunque tenía un bonito estampado, necesitaba con urgencia un aspirador. Una urna llena de plumas de pavo decaídas coronaba una pilastra en el rellano.

Los pasos de Kevin la estaban poniendo nerviosa, así que Molly decidió explorar la casa mientras él hablaba. Con Roo trotando detrás de ella, avanzó lentamente hacia el salón de delante. El sofá capitoné y unas agradables sillas viejas estaban tapizados con bonitas telas de ranúnculos y rosas. Estampas botánicas y escenas pastorales colgaban en marcos dorados de las paredes de color crema, y unas cortinas de encaje flanqueaban las ventanas. Candelabros de latón, una vasija china y algunas cajas de cristal ornamentaban la repisa de la chimenea. Por desgracia, el latón estaba deslustrado, el cristal mate y la vasija llena de polvo. Una alfombra oriental punteada de pelusas contribuía a darle a la estancia el aire de dejadez general.

Lo mismo se podía decir de la sala de música, donde el tradicional papel pintado con dibujos de piñas servía de telón de fondo para las sillas de lectura, con dibujos de rosas, y un clavicordio. Sobre un escritorio esquinero había algunos utensilios de marfil, junto con una anticuada estilográfica y un bote de tinta. Un par de candelabros de plata deslustrada y una jarra de cerveza con forma de persona coronaban la escena.

Una mesa de estilo reina Ana y diez sillas de respaldo alto a juego embellecían el comedor, al otro lado del pasillo. La característica dominante de la sala era una ventana salediza cuadrada que proporcionaba una generosa panorámica del lago y los bosques. Molly sospechó que los altos floreros de cristal del aparador habrían contenido flores frescas cuando tía Judith todavía vivía, pero ahora la repisa de mármol estaba abarrotada de bandejas de servir el desayuno.

Atravesó una puerta de la parte posterior y entró en una trasnochada cocina campestre alicatada con azulejos azules y blancos, y equipada con unos armarios de madera sobre los cuales había una colección de cántaros de porcelana. En el centro, una robusta mesa rústica con una plancha de mármol servía como espacio de trabajo, pero ahora su superficie estaba repleta de cuencos sucios, cáscaras de huevo, mesuras y un tarro abierto con arándanos secos. El moderno horno, de tamaño de restaurante, necesitaba una limpieza, y la puerta del lavaplatos estaba mal cerrada.

Frente a las ventanas había una mesa redonda de roble para cenas informales. Cojines estampados cubrían el asiento de las sillas rústicas, y del techo, justo sobre la mesa, colgaba un candelabro de estaño con algún que otro golpe. Detrás de la casa, el patio bajaba en pendiente hacia el lago, flanqueado por el bosque.

Molly echó una mirada furtiva a una gran despensa bien abastecida que olía a especias para hornear; luego entró en una pequeña habitación contigua, donde, encima de una vieja mesa de taberna, un moderno ordenador indicaba que aquello era el despacho. Estaba cansada de andar, así que se sentó y lo conectó. Veinte minutos más tarde oyó a Kevin.

– ¡Molly! ¿Dónde demonios te habías metido?

Aquella rudeza slytherin no merecía una respuesta, así que hizo oídos sordos y abrió otro archivo.

Para ser un hombre tan grácil, aquella mañana sus pasos eran inhabitualmente pesados, y Molly le oyó llegar mucho antes de que él la localizara.

– ¿Por qué no me has respondido?

Molly recolocó el ratón mientras él se acercaba por detrás, y decidió que había llegado el momento de plantarle cara.

– No respondo a los rugidos.

– ¡Yo no rugía! ¡Yo estaba…!

Como calló de pronto, Molly alzó la mirada para ver qué le había distraído. Detrás de la ventana, una mujer muy joven con un reducido pantalón corto negro y un top ajustado pasó corriendo por el jardín, seguida por un hombre igualmente joven. Ella se volvió y corrió hacia atrás, riendo y burlándose de él. Él le gritó algo y la muchacha asió el dobladillo de su top y tiró de él hacia arriba, mostrándole por unos instantes sus pechos desnudos.

– Uf -dijo Kevin.

Molly sintió calor en la piel.

El joven la tomó por la cintura y la arrastró hacia el bosque para que no les pudieran ver desde el camino, aunque Kevin y Molly podían verles claramente desde donde estaban. El joven se apoyó contra el tronco de un viejo arce. Ella saltó de inmediato encima de él y se abrazó con las piernas a su cintura.

Molly sintió agitarse la lenta pulsación de la sangre inactiva mientras observaba a los jóvenes amantes devorarse el uno al otro. Él asió el trasero de la chica. Ella apretó sus senos contra el pecho del mozo y luego, apoyando los codos en sus hombros, le agarró la cabeza con fuerza, como si no le estuviera besando ya lo bastante a fondo.

Molly oyó que Kevin se movía detrás de ella, y su cuerpo experimentó un perezoso estremecimiento. Sentía su altura asomándose por detrás de ella, percibía su calidez a través de su fino top. ¿Cómo podía oler tan bien alguien que se ganaba la vida sudando?

El joven le dio la vuelta a su amante para que apoyara su espalda contra el árbol. Metió su mano bajo la camiseta y le magreó un pecho.

Molly sintió un hormigueo en sus pechos. Quería dejar de mirar, pero no lo lograba. Aparentemente, Kevin tampoco, porque no se movió y su voz pareció vagamente ronca.

– Diría que acabamos de echarles la vista encima a Amy y Troy Anderson.

La joven se dejó caer en el suelo. Era bajita, pero pasilarga; tenía el pelo rubio ceniza y lo llevaba recogido con una diadema violeta. El pelo de él era más oscuro y muy corto. Era un joven delgado y un poco más alto que la chica.

Las manos de ella se deslizaron entre sus cuerpos. Molly sólo tardó un momento en descubrir qué estaba haciendo.

Desabrocharle los vaqueros.

– Lo van a hacer justo delante de nosotros -dijo Kevin en voz baja.

Su comentario despertó a Molly de su trance. Se apartó de un salto del ordenador y le dio la espalda a la ventana.

– No delante de mí.

Kevin apartó la mirada de la ventana y la posó en Molly. De entrada no dijo nada. Se limitó a observarla. Ella sintió de nuevo esas palpitaciones perezosas en su corriente sanguíneo. Le recordaron que, aunque habían tenido relaciones íntimas, ella no le conocía.

– ¿Se está poniendo demasiado caliente para ti?

Molly estaba sin duda más caliente de lo que hubiera querido estar.

– No me va el voyeurismo.

– Eso sí que me sorprende. Teniendo en cuenta que te gusta atacar a los desprevenidos, habría jurado que estaba entre tus predilecciones.

El tiempo no había ayudado a aliviar la vergüenza que sentía Molly. Abrió la boca para pedir disculpas nuevamente, pero la expresión calculadora que descubrió en la mirada de Kevin la detuvo. Con asombro, se dio cuenta de que Kevin no tenía interés alguno en humillarla. Lo que pretendía era divertirse discutiendo.

Se merecía una de las mejores salidas de Molly, pero su cerebro había estado inactivo durante tanto tiempo que le costó encontrar una respuesta.

– Sólo cuando estoy borracha.

– ¿Estás diciendo que aquella noche estabas borracha?-dijo mirando hacia la ventana y luego de nuevo hacia ella.

– Totalmente piripi. Stolichnaya con hielo. ¿Por qué otro motivo crees que me comporté de aquella manera? Otra mirada por la ventana, ésta un poco más larga.

– No recuerdo que estuvieras borracha.

– Estabas dormido.

– Lo que recuerdo es que me dijiste que eras sonámbula.

Molly soltó un resoplido simulando estar ofendida.

– Bueno, no quería confesarte que tenía problemas con el alcohol.

– Te veo muy recuperada, ¿no? -Sus ojos verdes eran demasiado perspicaces.

– Sólo de pensar en el Stolichnaya me entran náuseas.

La mirada de Kevin rastrilló lenta y pausadamente el cuerpo de Molly.

– ¿Sabes lo que pienso?

– No me interesa -respondió Molly, tragando saliva.

– Creo que te resulté irresistible.

Molly buscó en su mente imaginativa alguna réplica mordaz, pero lo mejor que se le ocurrió fue un penoso…

– Si eso te hace feliz…

Kevin cambió de posición para tener mejor panorámica de la escena que estaban representando fuera.

– Eso tiene que doler -dijo, estremeciéndose.

Molly apenas podía resistir las ganas de mirar.

– Estás enfermo. No mires.

– Es interesante -dijo ladeando ligeramente la cabeza-. Bueno, no conocía yo esa manera de abordar el asunto.

– ¡Basta!

– Ni siquiera creo que sea legal.

Ella no pudo soportarlo más y se volvió rápidamente: los amantes se habían esfumado.

La risita de Kevin tuvo algo de diabólica.

– Si sales corriendo, tal vez aún puedas atraparles antes de que acaben.

– Te crees muy gracioso.

– Bastante divertido.

– Pues esto sí que te va a divertir. Me he sumergido en los archivos del ordenador de tu tía Judith, y parece que la casa de huéspedes está reservada hasta bien entrado septiembre. Y la mayoría de las casitas, también. Es increíble la cantidad de gente que está deseosa de pagar por venir aquí.

– Déjame ver eso -dijo dándole un ligero empujón para llegar al ordenador.

– Que te diviertas. Voy a buscar algún lugar donde hospedarme -dijo Molly.

Kevin ya estaba ocupado explorando la pantalla y no respondió, ni siquiera cuando ella alargó el brazo por delante de él para coger la hoja de papel que había utilizado para anotar los nombres de las casitas desocupadas.

En la pared, junto al escritorio, había un tablero de clavijas. Molly encontró las llaves apropiadas, se las metió en el bolsillo y se dirigió a la cocina. No había comido en todo el día, y por el camino tomó una rebanada del pan de arándanos de Charlotte Long que había sobrado. Al primer bocado comprendió que la señora Long tenía toda la razón del mundo al decir que no era muy buena cocinera, y tiró la rebanada a la basura.

Cuando llegó al vestíbulo, la curiosidad pudo más que el cansancio y subió las escaleras para ver el resto de la casa. Roo trotó a su lado mientras echaba un vistazo a las habitaciones de huéspedes. Cada una estaba decorada de un modo distinto. Había rincones para libros, bonitas vistas desde las ventanas, y los toques de decoración hogareña que la gente esperaba encontrar en una casa de huéspedes de categoría.

Descubrió un nido de pájaros lleno de canicas antiguas sobre una pila de sombrereras de época. Una colección de botellas de farmacéutico junto a una jaula de alambre para pájaros. Trabajos de bordado en marcos ovalados, antiguos letreros de madera, y maravillosos jarrones de gres, que debían de haber contenido flores, repartidos por la casa. También vio camas por hacer, cubos de basura demasiado llenos, y bañeras mugrientas con las toallas usadas a modo de cortinas. Quedaba claro que Amy Anderson prefería retozar entre los árboles con su recién estrenado marido que limpiar.

Al llegar al final del pasillo, abrió la puerta de la única habitación que no había sido alquilada. Lo supo porque estaba ordenada. A juzgar por las fotos de familia apoyadas sobre el tocador, había sido la habitación de Judith Tucker. Ocupaba la esquina de la casa, incluido el torreón. Se imaginó a Kevin durmiendo tras la cabecera tallada. Era tan alto que tendría que acostarse en la cama en diagonal.

Le vino una imagen de su aspecto la noche en que se había metido en la cama con él. La apartó de su mente y bajó las escaleras. Al salir al porche principal percibió el olor de los pinos, de las petunias y del lago. Roo metió el hocico en un macetero.

No había nada que deseara más que hundirse en una de las mecedoras y echarse una siesta, pero como no pensaba compartir con Kevin el dormitorio de la tía Judith, tenía que encontrar un lugar donde quedarse.

– Vamos, Roo. Iremos a visitar las casitas vacías.

Uno de los archivos del ordenador contenía un plano que marcaba la ubicación de cada casita. Cuando se acercó al espacio comunitario, observó pequeños letreros pintados a mano junto a la entrada principal: TROMPETA DE GABRIEL, LECHE Y MIEL, VERDES PASTOS, BUENA NUEVA.

Cuando pasaba junto a Escalera de Jacob un hombre huesudo y elegante salió del bosque. Por su aspecto, tendría unos cincuenta y muchos, notablemente más joven que los demás residentes a los que había visto. Molly le saludó con la cabeza y recibió una brusca sacudida, también con la cabeza, como respuesta.

Molly siguió en dirección contraria, hacia Árbol de la vida, una casa rosa con un seto de ciruelos y espliego. Estaba vacía, igual que Cordero de Dios. Ambas eran encantadoras, pero decidió que quería tener más intimidad que la que permitían las casas, situadas junto al espacio comunitario, así que se dirigió hacia las casas más aisladas que se erguían a lo largo del camino que corría paralelo al lago.

Tuvo una extraña sensación de déjá vu. ¿Por qué le parecía tan familiar aquel lugar? Cuando dejó atrás la casa de huéspedes, Roo hizo unas cabriolas, se paró a olisquear una mata de pamplinas y finalmente descubrió una atractiva mancha de hierba. Al llegar al final del camino, Molly vio, al abrigo de una arboleda, exactamente lo que quería: Lirios del campo.

La diminuta casita había sido pintada recientemente con el más suave de los tonos amarillo crema con el que contrastaban el azul pálido y el rosa tenue, como el del interior de una concha marina, de la cerca. Molly sintió un dolor en el pecho. La casita parecía una guardería.

Subió las escaleras y descubrió que la puerta de red metálica chirriaba, como tenía que ser. Buscó la llave correspondiente en su bolsillo y abrió la cerradura. Luego entró.

La casita estaba decorada con un estilo pobre aunque elegante, muy distinto del estilo en boga. Las paredes, pintadas de blanco, eran viejas y maravillosas. Bajo un guardapolvo encontró un sofá tapizado con un estampado descolorido. Un maltrecho tronco de árbol delante del sofá servia como mesita de café. Junto a una de las paredes había un baúl de pino desgastado y una lámpara de pie de latón. A pesar del olor a humedad, las paredes blancas y las cortinas de encaje hacían que todo pareciera aireado.

Saliendo a la izquierda, estaba la cocina: era minúscula y tenía un horno de gas anticuado y una pequeña mesa plegable con dos sillas rústicas parecidas a las que había visto en la cocina de la casa de huéspedes. El armario de madera pintada del fondo mostraba un genial batiburrillo de piezas de cerámica y de porcelana, y unas jarras pintadas a la esponja. Molly sintió una punzada al ver el juego de platos para niños con dibujos de Perico Conejo, y apartó la mirada.

En el baño, junto a un antiguo lavabo de pie, había una bañera con patas en forma de garras. Una alfombra andrajosa cubría el suelo de tablas de madera irregulares, justo delante de la bañera, y en la parte superior de las paredes, cerca del techo, había estarcida una serie de parras.

Dos dormitorios ocupaban la parte posterior, uno diminuto y el otro lo bastante grande como para alojar una cama de matrimonio y una cajonera pintada. La cama, cubierta con una colcha descolorida, tenía una cabecera curvada de hierro, pintada de amarillo claro y con una cestita de flores como motivo en el centro. Una pequeña lámpara con pantalla de tela descansaba sobre la mesita de noche.

En la parte posterior de la casita, protegido por el bosque, había un porche resguardado. Algunas sillas de sauce se apoyaban contra la pared, y de una esquina colgaba una hamaca. En un solo día, Molly había hecho más que en todas las semanas anteriores juntas, y le bastó ver la hamaca para darse cuenta de lo cansada que estaba.

Se acomodó en la hamaca. El techo de tablas estaba pintado con el mismo amarillo crema que el exterior de la casa, y las molduras aportaban un sutil toque rosado y azul. Qué lugar tan fantástico. Como una guardería.

Molly cerró los ojos. La hamaca la mecía como una cuna. Se quedó dormida casi al instante.


El «klingon» salió a recibir a Kevin a la puerta de la casita con un gruñido y enseñándole los dientes.

– No empieces, no estoy de humor.

Rodeó el perro y se encaminó hacia el dormitorio. Dejó la maleta de Molly, y luego se dirigió a la cocina. No estaba allí. Charlotte Long, sin embargo, la había visto cruzar la puerta de acceso a la cocina… Kevin la encontró en el porche, dormida en la hamaca, y se quedó observándola.

Se la veía pequeña e indefensa. Tenía una mano doblada bajo la barbilla, y un mechón de cabellos castaños oscuros le caía sobre la mejilla. Tenía las pestañas espesas, aunque no lo bastante como para ocultar esas oscuras ojeras; Kevin se sintió culpable por cómo se había portado con ella. De todos modos, algo le decía que ella no reaccionaría muy bien a unos mimos. Aunque tampoco pensaba mimarla. Todavía estaba demasiado resentido.

Pasó su mirada por el cuerpo de ella, y se quedó dudando. Llevaba un pantalón capri de color rojo chillón y una arrugada blusa amarilla sin mangas con uno de esos cuellos chinos. Cuando estaba despierta y su habitual personalidad de listilla en activo, se hacía difícil distinguir su ascendencia corista. Dormida, en cambio, era otra historia. Tenía unos tobillos elegantes, las piernas esbeltas, y las caderas formaban una curva suave y bonita. Bajo la blusa, sus pechos subían y bajaban, y a través del cuello en forma de V, Kevin entrevió algo de encaje negro. Su mano derecha hizo un amago de abrir los botones para ver más.

Kevin se enfadó por tener aquella reacción. En cuanto volviera a Chicago, sería conveniente que llamara a algún antiguo ligue: estaba claro que hacía demasiado tiempo que no practicaba el sexo.

El «klingon» debió de leer sus pensamientos, porque empezó a gruñirle y luego ladró.

Los ladridos de Roo despertaron a Molly. Abrió los ojos y se sobresaltó al ver la sombra de un hombre asomándose sobre ella. Intentó sentarse demasiado deprisa y la hamaca se ladeó.

Kevin la atrapó antes de que cayera y la puso en pie.

– ¿Nunca piensas antes?

Molly se apartó los cabellos de los ojos y parpadeó para despertarse.

– ¿Qué quieres?

– Avísame la próxima vez que vayas a desaparecer-dijo él.

– Ya lo he hecho -repuso bostezando-. Pero estabas demasiado ocupado mirando los pechos de la señora Anderson para prestar atención.

Kevin cogió una de las sillas de sauce de la pared y se sentó.

– Ese par son totalmente inútiles. Al momento en que les das la espalda, ya están montados el uno encima de la otra o viceversa.

– Están recién casados.

– Sí, ya, y nosotros también.

Molly no pudo objetar nada a eso. Se dejó caer en el columpio de metal, pero resultó ser muy incómodo porque le faltaban los cojines.

La expresión de Kevin se volvió calculadora.

– Algo que se puede decir en favor de Amy es que ella al menos apoya a su marido.

– Sí, he visto cómo le apoyaba contra ese árbol…

– Son ellos dos contra el mundo. Trabajando juntos. Ayudándose. Un equipo.

– Si crees que estás siendo sutil, debes saber que no lo eres.

– Necesito ayuda.

– No oigo nada de lo que dices.

– Parece ser que no me podré desembarazar de este lugar durante el verano. Haré que venga alguien para hacerse cargo de todo esto lo antes posible, pero hasta entonces…

– Hasta entonces, nada. -Molly se levantó del columpio-. No pienso hacerlo. Los lujuriosos recién casados pueden ayudarte. ¿Y qué me dices de Charlotte Long?

– Dice que detesta la cocina, y sólo lo estaba haciendo por Judith. Además, un par de huéspedes han venido a buscarme, y ambos desaprueban los esfuerzos de Charlotte. -Kevin se levantó y se puso a caminar con una energía inquieta que zumbaba como un antimosquitos-. Les he ofrecido devolverles el dinero, pero cuando se trata de las vacaciones, la gente no atiende a razones. Quieren que les devuelvan el dinero y, además, todo lo que les habían prometido en la revista Virginia.

– Victoria.

– Eso. La cuestión es que voy a tener que quedarme en este lugar dejado de la mano de Dios durante un poco más de tiempo del que había planificado.

A Molly no le parecía dejado de la mano de Dios. Era delicioso, e intentó sentirse feliz por tener que quedarse más tiempo, pero lo único que sintió fue un vacío.

– Mientras te echabas tu sueñecito reparador, he ido al pueblo para poner un anuncio en las ofertas de trabajo del periódico local. Y resulta que el pueblo es tan minúsculo que el periódico es semanal, y ha salido hoy, ¡o sea que no hay otro hasta dentro de siete días! He hecho correr la voz entre la gente del pueblo, pero no sé si eso será muy eficaz.

– ¿Crees que estaremos aquí una semana?

– No, hablaré con la gente. -Kevin parecía dispuesto a morder alguna cosa-. Pero supongo que existe la posibilidad de que no pueda encontrar a nadie hasta que salga publicado el anuncio. Es una pequeña posibilidad, pero supongo que podría ocurrir.

Molly se sentó en el columpio y dijo:

– Supongo que tendrás que encargarte de la casa de huéspedes hasta entonces.

Kevin entrecerró los ojos.

– Parece que olvidas que hiciste la promesa de darme apoyo.

– ¡No es verdad! -exclamó Molly.

– ¿Le prestaste alguna atención a las promesas de matrimonio que dijiste?

– Intenté no hacerlo -admitió Molly-. No tengo por costumbre prometer cosas que sé que no voy a cumplir.

– Ni yo tampoco, y hasta ahora he mantenido mi palabra.

– ¿Amar, honrar y obedecer? No lo creo.

– No fueron ésas las promesas que nos hicimos.

Kevin se cruzó de brazos y la miró.

Molly intentó adivinar de qué le estaba hablando, pero sus únicos recuerdos de la ceremonia eran los caniches y la forma en que se había asido a la manita pegajosa de Andrew para el sí quiero. La recorrió una sensación de incomodidad.

– Tal vez tú puedas refrescarme la memoria.

– Estoy hablando de los votos que escribió Phoebe para nosotros -dijo Kevin pausadamente-. ¿Estás segura de que ella no te los mencionó?

Sí que los había mencionado, pero Molly se sentía tan infeliz que no había prestado ninguna atención.

– Supongo que no debía de estar escuchando.

– Pues yo sí. E incluso arreglé un par de las frases para hacerlas más realistas. Ahora tal vez no las diré exactamente, puedes llamar a tu hermana para verificarlo, pero el caso es que tú, Molly, prometiste aceptarme a mí, Kevin, como tu marido, al menos por un tiempo. Me prometiste respeto y consideración a partir de aquel día. Observa que no había ninguna mención al amor ni al honor. Prometiste no hablar mal de mí delante de los demás. -Kevin la miró a los ojos y añadió-: Y ayudarme en todo lo que compartiéramos.

Molly se mordió el labio. Era típico de Phoebe haber escrito algo así. Por supuesto, ella lo había hecho para proteger al bebé.

– De acuerdo -dijo Molly sobreponiéndose-, eres un gran futbolista. Puedes contar con la parte del respeto. Y, si no contamos a Phoebe, a Dan y a Roo, nunca les hablo mal de ti a los demás.

– Estoy a punto de llorar de emoción. ¿Y qué hay de la otra parte? ¿La de la ayuda?

– Eso se suponía que era por… Tú ya sabes por qué. -Molly parpadeó y respiró profundamente-. Sin duda alguna, Phoebe no pretendía obligarme a ayudarte a llevar una casa de huéspedes.

– No te olvides de las casitas, y una promesa es una promesa.

– ¡Ayer me secuestraste y ahora quieres convencerme para realizar trabajos forzados!

– Sólo serán un par de días. Una semana, como máximo. ¿O tal vez eso es demasiado pedir para una niña rica?

– El problema es tuyo, no mío.

Kevin la miró fijamente durante un momento, y luego su rostro recuperó aquella mirada fría.

– Sí, supongo que sí -admitió.

Kevin no era de los que piden ayuda fácilmente, y Molly lamentó su mal humor, pero ahora no estaba como para tener a gente a su alrededor. Aun así, debería haber rechazado su petición con algo más de tacto.

– Es que… no he estado en muy buena forma últimamente, y…

– Olvídalo -espetó Kevin-. Ya me las apañaré solo.

Kevin cruzó el porche y salió por la puerta de atrás.

Molly estuvo andando arriba y abajo de la casa durante un rato, sintiéndose molesta consigo misma. Kevin le había llevado la maleta. Molly desabrochó la cremallera, pero volvió a salir al porche a mirar el lago.

Aquellos votos matrimoniales… Ella ya estaba preparada para romper los tradicionales. Incluso las parejas que se quieren de verdad lo pasan mal para mantener esos votos. Pero aquellos otros, los que había escrito Phoebe, eran distintos. Eran unos votos que cualquier persona de palabra debería poder mantener.

Kevin lo había hecho.

– Maldita sea.

Roo alzó la vista.

– No quiero tener a mucha gente a mi alrededor, sólo es eso.

– Pero Molly no se decía toda la verdad. Básicamente, no quería tener a Kevin a su alrededor.

Le echó un vistazo a su reloj, vio que ya eran las cinco, y miró con una mueca a su caniche.

– Me temo que nos tocará hacer fortalecimiento de la personalidad.


Diez huéspedes se habían reunido en el salón de ranúnculos y rosas para el té de la tarde, aunque a Molly le dio la impresión de que la revista Victoria no le daría su sello de aprobado a aquello. Sobre la mesa entarimada de un lado de la sala había una bolsa abierta de galletas Oreo, una lata de uva en conserva, una cafetera, vasos de plástico y una jarra que parecía contener té en polvo. A pesar de la comida, los huéspedes parecían pasarlo bien.

Los ornitólogos Pearson estaban en pie, detrás de dos ancianas sentadas en el sofá capitoné. Al otro lado de la sala, dos parejas de cabellos blancos conversaban. Los nudosos dedos de las mujeres lucían diamantes antiguos y anillos de aniversario más nuevos. Uno de los hombres tenía un bigote de morsa, el otro llevaba un pantalón corto de golf de color verde lima y unos zapatos blancos de charol. Otra pareja era más joven, de cincuenta y pocos, tal vez, prósperos hijos del baby boom que podrían haber salido de un anuncio de Ralph Lauren. Era Kevin, sin embargo, quien dominaba la sala. De pie junto a la chimenea, parecía tanto el dueño de la hacienda que su pantalón corto y su camiseta de los Stars podrían haber sido unos pantalones y una chaqueta de montar.

– … o sea que el presidente de los Estados Unidos está sentado en la línea de cincuenta yardas, los Stars vamos perdiendo por cuatro puntos, sólo quedan siete segundos en el reloj y yo estoy casi seguro de haberme torcido la rodilla.

– Eso debe de ser doloroso -se compadeció la mujer del baby boom.

– Uno no nota el dolor hasta más tarde.

– ¡Ya recuerdo ese partido! -exclamó su marido-. Le hiciste un pase de cincuenta yardas a Tippet y los Stars ganaron de tres.

Kevin asintió con la cabeza, lleno de modestia.

– Tuve suerte, Chet.

Molly puso los ojos en blanco. Nadie llegaba a la cima de la NFL confiando en la suerte. Kevin había llegado donde estaba por ser el mejor. Su representación del buen muchacho de siempre podía parecerles encantadora a los huéspedes, pero ella conocía la verdad.

Aun así, mientras le miraba se dio cuenta de que lo que veía era el autodominio en acción, y, aunque de mala gana, le ofreció su respeto. Nadie sospechaba hasta qué punto detestaba Kevin estar allí. Molly había olvidado que era el hijo de un predicador, y no debería haberlo hecho. Kevin era un hombre que cumplía con sus obligaciones, aunque las detestara. Tal como había hecho al casarse con ella.

– No me lo puedo creer -se alegró la señora Chet-. Cuando elegimos una casa de huéspedes en el remoto noreste de Michigan, nunca habríamos imaginado que nuestro anfitrión sería el famoso Kevin Tucker.

Kevin le regaló una de sus expresiones zalameras. Molly quería decirle a la buena mujer que no se molestara en intentar flirtear con él, puesto que no tenía acento extranjero.

– Me gustaría escuchar cómo te eligieron para la liga -dijo Chet recolocándose el jersey de algodón de la marina que llevaba sobre los hombros de su vistoso polo verde.

– ¿Qué me dices, compartimos una cerveza en el porche más tarde, por la noche? -le propuso Kevin.

– No me importaría unirme a vosotros -se interpuso bigote de morsa mientras pantalón verde lima asentía con la cabeza.

– Pues nos encontramos todos -dijo Kevin amablemente.

John Pearson daba cuenta de las últimas Oreo.

– Ahora que Betty y yo te conocemos en persona, tendremos que hacernos seguidores de los Stars. ¿No… mmm… habrás encontrado alguno de los pasteles de limón y semillas de amapola de Judith en el congelador, por casualidad?

– No tengo ni idea -dijo Kevin-. Y eso me recuerda que debo pedir disculpas por adelantado por el desayuno de mañana. Lo máximo que puedo hacer son tortitas con algunos ingredientes, así que, si deciden marcharse, lo entenderé. La oferta de devolverles el doble de su dinero sigue en pie.

– Ni se nos ocurriría marcharnos de un lugar tan encantador -dijo la señora Chet lanzándole a Kevin una mirada que llevaba escrita la palabra adulterio-. Y no te preocupes por el desayuno. Te echaré una mano encantada.

Molly hizo lo que le tocaba para proteger los Diez Mandamientos y se obligó a cruzar la puerta y entrar en el salón.

– No va a ser necesario. Sé que Kevin quiere que se relajen mientras están aquí, y creo que puedo prometer que la comida será un poco mejor mañana.

Kevin parpadeó, aunque si ella esperaba que cayera a sus pies como muestra de agradecimiento, se olvidó de la idea al oír su presentación.

– Ella es mi hostil esposa, Molly.

– No parece hostil -le dijo la esposa de bigote de morsa a su amiga con un susurro perfectamente audible.

– Eso es porque no la conoce -murmuró Kevin.

– Mi esposa es un poco dura de oído -dijo el señor Bigote, sorprendido como los demás por la presentación de Kevin. Varias de las personas del salón la observaron con curiosidad. No había duda de que la revista People se vendía…

Molly intentó enojarse, aunque era un alivio no tener que fingir que eran una pareja felizmente casada.

John Pearson dio enseguida un paso adelante.

– Su marido tiene mucho sentido del humor. Estamos encantados de que cocine para nosotros, señora Tucker.

– Llámeme Molly, por favor. Y ahora, si me perdonan, voy a inspeccionar las existencias de la despensa. Y ya sé que sus habitaciones no están tan ordenadas como sería de esperar, pero Kevin las limpiará para ustedes antes de la hora de acostarse.

Mientras avanzaba por el pasillo, decidió que el señor Tipo Listo no tenía que tener siempre la última palabra.

Su satisfacción se esfumó en cuanto abrió la puerta de la cocina y vio a los jóvenes amantes practicando el sexo contra la nevera de la tía Judith. Se volvió de inmediato y chocó con el pecho de Kevin, que echó un vistazo por encima de su cabeza.

– Oh, por el amor de Dios…

Los amantes se separaron de golpe. Molly estaba a punto de apartar la mirada, pero Kevin entró en la cocina. Miró a Amy, que, con la diadema colgándole descuidadamente de los cabellos, se estaba abrochando mal los botones.

– Creía que te había dicho que lavaras esos platos -le espetó Kevin.

– Sí, bueno, es que…

– Troy, se supone que tú deberías estar segando la hierba del espacio comunitario -le recordó al chico.

Troy se peleaba con su bragueta.

– Justo ahora me disponía a…

– ¡Sé exactamente a qué te disponías, y créeme, con eso no consigues que la hierba quede segada!

Troy frunció el ceño y murmuró algo entre dientes.

– ¿Decías algo? -ladró Kevin, tal como debía hacer con los novatos del equipo.

La nuez de Troy se movió.

– Aquí… hay demasiado trabajo por lo que nos pagan.

– ¿Y eso cuánto es?

Troy se lo dijo y Kevin lo duplicó al momento. A Troy le brillaron los ojos.

– Genial.

– Pero hay un inconveniente -dijo Kevin pausadamente-. Vais a tener que trabajar realmente por ese dinero. Amy, cielo, ni se te pase por la cabeza marcharte esta noche hasta que las habitaciones de los huéspedes estén limpias como una tacita de plata. Y tú, Troy, tienes una cita con la segadora de césped. ¿Alguna pregunta?

Cuando asintieron respetuosamente, Molly observó dos chupetones a juego en sus cuellos. Algo se removió en la boca de su estómago.

Troy salió por la puerta, y al ver la mirada anhelante de Amy, recordó a Molly la expresión que había en los ojos de Ingrid Bergman al despedirse para siempre de Humphrey Bogart en la pista de aterrizaje de Casablanca.

¿Qué se debía sentir al estar tan enamorado? Volvió a tener el mismo temblor desagradable en el estómago. Sólo cuando los amantes se hubieron marchado se dio cuenta de que eran celos. Ellos tenían algo que ella parecía condenada a no experimentar jamás.

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