Capítulo 10

Caitlyn escuchó el chapoteo en el agua y unos roncos sonidos, seguidos por unas salpicaduras algo menores y el ladrido de un perro. La ira que la había estado envolviendo hasta entonces se resquebrajó como la cascara de un huevo. La furia se le escapó por aquel resquicio y la dejó vacía… fría…

– ¡C.J.!-gritó.

Le pareció que había chillado, pero lo único que escuchó fue un gemido ronco. Volvió a intentarlo una y otra vez mientras andaba a tientas en dirección a los sonidos que escuchaba, con las manos extendidas como el monstruo de Frankenstein.

El suelo pareció ceder bajo sus pies. El agua se le metió en los zapatos y fue subiendo a cada paso que daba hasta llegarle a la rodilla. El terror que le inundó el corazón era mucho más frío.

– ¡C.J.! -gritó-. Dios mío, C.J., ya voy. ¿Dónde estás? ¡Respóndeme, maldito seas! C.J…

Los sonidos que escuchaba se transformaron de repente en maldiciones.

– ¡Quédate ahí! No…

Cuando estaba a punto de dar un paso, Caitlyn se vio empujada por el agua. Desgraciadamente, un pie se le había quedado atascado en el fango, por lo que terminó hundiéndose en las frías aguas. La boca se le llenó de agua y entre toses y escupitajos, trató de volver a ponerse de pie. Sintió que algo se le subía por la cara y empezó a dar manotazos, imaginándose que sería una criatura salvaje. Sin darse cuenta, estaba golpeando también las manos que trataban de ayudarla.

– ¡Quieta! -le gritó C.J.-. Estás a salvo, maldita sea. Te tengo. Ya te tengo.

Caitlyn lanzó un grito de alivio y se lanzó contra él, sollozando.

– ¡Oh, Dios…! C.J… ¡Oh, Dios!

Sintió que él la estrechaba contra su cuerpo, por lo que contuvo el aliento. Durante unos segundos, estuvieron así, como bailarines en medio de un complicado paso.

– Quieta…

Estaba tan cerca de ella que Caitlyn podía sentir los labios de él contra la sien. El corazón le saltó en el pecho como si fuera un conejo asustado. Notó que él la abrazaba con más fuerza y durante un instante, creyó que él estaba a punto de besarla. Un segundo después, comprendió que él sólo la estaba colocando de modo que pudiera llevarla con más seguridad a aguas menos profundas.

Enseguida, salieron del estanque, chorreando agua y algas, abrazados el uno al otro mientras trataban de subir por la resbaladiza pendiente. Poco despues, Caitlyn comprendió por fin que volvían a estar en tierra firme.

Estaba temblando tan violentamente que casi no podía hablar. Se agarró con fuerza a él y le colocó una mano sobre el pecho, como si quisiera asegurarse de que aún latía un corazón allí abajo.

– Oh, C.J… No me puedo creer que haya sido capaz de hacer eso. Estoy tan…

– Sí, bueno, créeme si te digo que yo tampoco me lo puedo creer -musitó él, amargamente-. Vamos. Estás congelada. Vamos a…

– Lo digo de corazón. No me puedo creer que haya hecho eso, C.J. Lo siento.

– Olvídalo. Vamos a casa antes de que caigas enferma de neum…

Impulsivamente, ella deslizó las manos hacia arriba hasta cubrirle la boca con dedos temblorosos.

– No, por favor… Lo siento mucho, muchísimo. No suelo hacer cosas como ésa, de verdad. No sé lo que se apoderó de mí. Odio la violencia. Toda mi vida he estado luchando contra la violencia. Pensar que podría… que yo…

La siguiente palabra que iba a pronunciar quedó ahogada por unos fríos y duros labios.

C.J. no se había imaginado que fuera a besarla. Un minuto antes, había estado allí, temblando y apretando los dientes, pidiéndole a Dios que se callara y un segundo después, tenía los frescos y resbaladizos labios de Caitlyn bajo los suyos. Su forma y tacto estaban camino de dejarle una huella permanente en los sentidos.

Aquello lo sorprendió tanto que dejó de hacer lo que estaba haciendo y levantó la cabeza. Ella se apartó también de él y casi sin aliento, dijo:

– ¿Por qué has hecho eso?

– Estaba tratando de que te callaras -se oyó responder C.J., con una voz que casi no reconoció.

– Oh…

Durante un largo instante, ninguno de los dos dijo nada. Los únicos sonidos que se escuchaban procedían de Bubba, que estaba esperando pacientemente en un lugar cercano. C.J. se dio cuenta de que estaba temblando de pies a cabeza, pero no de frío. De hecho, parecía que lo que le fluía por las venas era lava líquida. Decidió que los temblores debían de ser por el esfuerzo que estaba haciendo para no besarla. Aún la tenía entre sus brazos y notó que ella estaba temblando casi tanto como él. Se aclaró la garganta.

– ¿Qué? -preguntó ella.

– Nada. No he dicho nada.

– ¿Para qué querías que me callara entonces?

Ya no se acordaba. Sin poder evitarlo, se echó a reír.

– ¿Qué es lo que pasa ahora? -quiso saber ella, algo más irritada.

– Nada. No pasa nada. Escúchate a ti misma -le dijo-. Te están castañeteando los dientes. Tengo que llevarte a casa antes de que te mueras de frío. Además, para que lo sepas, ha oscurecido. Tal vez eso a ti no te importe, pero creo que sería importante que, al menos uno de nosotros pudiera ver por dónde vamos.

Caitlyn se apartó secamente de él. C.J. tuvo que agarrarla con fuerza por la cintura para evitar que zafara de él.

– No hay problema -replicó ella, con voz gélida-. Bubba nos puede guiar a casa, ¿no es verdad, Bubba? ¿Dónde estás, muchacho? -añadió. Inmediatamente, el perro, que también estaba empapado, empezó a frotársele contra las piernas-. Oh, aquí estás. Sí, eres un buen perro. Vamos a casa, Bubba. Buen chico…

El perro echó a caminar y ella hizo lo mismo. A C.J. no le quedó otra opción que imitarlos.

– Estaba bromeando -murmuró, tras rodearle los hombros con un brazo-. Maldita sea, veo lo suficiente como para llegar hasta la casa.

– En ese caso, seguramente también estabas bromeando en lo de caer enferma de resfriado. ¿Acaso no sabes que los resfriados no se producen por estar mojado sino por los gérmenes?

– ¿De verdad, doctora Brown?

– Así es. Y no seas sarcástico.

– Bueno. No voy a discutir con una mujer que me ha arrojado a un estanque.

– ¡Oh, Dios, C.J! Lo siento tanto… No sé…

– No empieces otra vez con eso. Sólo quiero saber una cosa. ¿Cómo lo hiciste? Es decir, ¿donde aprendió alguien que parece…? -se interrumpió. Las imágenes de princesa de cuento de hadas volvieron a adueñársele del pensamiento-. ¿Dónde aprendiste a moverte así?

– Oh, no tiene ningún mérito. He dado clases de defensa personal. En mi trabajo, es poco más o menos una necesidad, dado que tratamos con personas muy violentas. Y como a mí no me gustan las pistolas…

– Pues me habías engañado -replicó él, recordando cómo lo había apuntado ella precisamente con una.

– Oh, C.J., créeme…

– ¡Pero si me apuntaste con una! ¡Me secuestraste! Me apuntaste con una pistola cargada. ¿Te has parado a pensar cómo se siente una persona cuando la apuntan con una pistola? ¡Te aseguro que hubiera preferido que no me ocurriera algo así!

– Tienes todo el derecho del mundo a estar enfadado conmigo -suspiró ella, mientras caminaban-. Jamás te habría disparado, ¿sabes? Sólo he ido armada en esa ocasión y fue por Vasily porque sabía lo peligroso que era. Ahora, me arrepiento de ello y desearía no haberlo hecho, pero… Lo único que puedo decir es que, en aquel momento, me pareció lo mejor.

– En eso sí que te entiendo -replicó él-. No hago más que repetirme lo mismo cuando pienso en que os entregué a la policía. En su momento, me pareció lo mejor. Parece que los dos nos equivocamos.

Caitlyn no respondió. Siguieron caminando en silencio, ya los dos solos. Como las luces de la casa ya se adivinaban en la distancia, Bubba parecía haber decidido que ya había cumplido con su misión.

Los escalofríos aún convulsionaban el cuerpo de Caitlyn de vez en cuando. Tal vez fuera por la oscuridad, que la convertía en una presencia sin rostro, pero C.J. ya no pensaba en lo hermosa que era, sino en lo humana que resultaba.

En algún momento del camino, ella le había deslizado el brazo alrededor de la cintura y en aquel momento, llevaba los dedos enganchados en las trabillas del pantalón. C.J. pensó en lo agradablemente que encajaba contra su cuerpo y justo en aquel momento, comprendió lo mucho que la deseaba. Fue una sensación tan intensa que le pareció que llevaba haciéndolo mucho tiempo.

¿Cuándo había ocurrido? No podía haber sido en el primer momento en el que la vio, dado que entonces, le había parecido una frágil muchachita. Poco después, había empezado a apuntarlo con una pistola y lo había secuestrado, lo que no era exactamente algo que excitara la libido de un hombre. Sin embargo… la había encontrado muy excitante. De un modo muy extraño, ella lo había fascinado por completo. Recordaba perfectamente el modo en el que había sentido el cuerpo de Caitlyn debajo del suyo cuando le arrebató la pistola, tal esbelto, tan bien musculado… Después de todo, era humano.

A continuación, habían venido las semanas de dudas sobre lo correcto de su decisión de entregarlas, semanas en las que no pudo olvidar su voz ni las miradas de reproche que aquellos ojos mágicos le habían dedicado. Entonces, se había producido el tiroteo y el hospital. No le gustaba pensar en el hospital, sobre todo en las primeras horas, en la que la había visto tumbada sobre una cama, magullada, vendada y ciega. El dolor que había sentido era aún demasiado vívido.

¿Cuándo había ocurrido? ¿Cuando la llevó a su antiguo dormitorio o en la cocina de su madre, cuando ella le tocó el pecho desnudo? Sin embargo, la lujuria que entonces le encendió el pecho ya le había resultado familiar.

Suponía, que en realidad, no importaba cuándo hubiera ocurrido. El hecho era que la deseaba. Deseaba tenerla en su cama, entre sus brazos. Quería sentir su cuerpo desnudo, cálido y tembloroso, enredado con el suyo del modo en el que lo hacen dos cuerpos de amantes. Las fibras de su ser lo habían sabido desde hacía mucho tiempo y en aquel momento, también lo reconoció su cerebro. Lo único que no sabía era lo que iba a hacer al respecto.


Aquella noche, por primera vez desde el tiroteo, Caitlyn soñó con Ari Vasily, o mejor dicho, soñó que la perseguían hombres sin rostro. El sonido de los disparos restallaba a su alrededor y las personas a las que más amaba en el mundo caían a su alrededor en medio de charcos de sangre.

Se despertó empapada en sudor y el corazón latiéndole tan deprisa, que por un momento, se temió que C.J. tuviera razón y que después de todo, hubiera terminado por contraer una terrible gripe como castigo por haberlo tirado al estanque. Su debilidad la asustaba. Acababa de salir del hospital y su habitual buena salud se había visto tan afectada que estuvo a punto de llamar a Jess.

Sin embargo, mientras trataba de reunir el valor suficiente para levantarse de la cama, el pulso se le fue tranquilizando. Respiró profundamente y se concentró en relajar cada parte de su cuerpo, aunque no pudo volver a conciliar el sueño. Cada vez que cerraba los ojos, veía los charcos de sangre… Sangre viscosa y exageradamente roja.

Se levantó de la cama y se envolvió en la colcha. A tientas, se dirigió hacia la mecedora y tras abrir la ventana, se acurrucó sobre ella hasta que oyó cómo los pájaros anunciaban la llegada del alba.

No quería contarle a C.J. lo que había soñado. No se lo diría. Sólo era un sueño y ella no era una niña. No necesitaba que nadie la ayudara a olvidar sus pesadillas. No lo necesitaba a él. Sin embargo, el contacto de sus brazos, caldeándole el húmedo y tembloroso cuerpo como un buen fuego, el tacto de su boca… Aquellos recuerdos eran como una enojosa pieza de música que se le había metido en la cabeza y que por mucho que ella se esforzara por olvidarlos, reaparecían cuando menos lo esperaba.

Era domingo. Regresaban de su paseo el uno junto al otro, pero sin tocarse. Caitlyn se había sentido muy asustada la primera vez que lo hicieron y no había hecho más que extender la mano para tocarle el brazo y encontrar el valor que le faltaba. No obstante, poco a poco había dejado de sentirse como si estuviera a punto de caerse por un precipicio y había aprendido a hacerlo sola. También estaba empezando a caminar con la cabeza levantada, con el sol en el rostro y la brisa en el cabello.

Normalmente, aquello la habría hecho sonreír, pero aquella mañana, se sentía muy tensa. Se decía una y otra vez que no le hablaría del sueño, que no necesitaba que él la reconfortara ni que la abrazara.

Estaban acercándose al patio. Caitlyn lo sabía porque notaba la sombra de los árboles que daban refugio a la casa y porque los perros habían echado a correr, dejándolos solos.

– Quiero recoger algunas flores para llevarlas a la casa -anunció ella, de repente. Dio unos pasos en dirección hacia la cerca cuando notó el contacto del cuerpo de C.J. El corazón le dio un vuelco en el pecho.

«No puedo dejar que me toque. No puedo dejar que vuelva a tocarme… No puedo».

– Espera -murmuró él. Su voz resonó muy cerca del oído de Caitlyn. Sintió que los brazos de él se extendían a lo largo de la cara exterior de los de ella-. Muy bien. Ahora, gira a la izquierda, a las diez en punto. Un par de pasos más…Ya lo tienes. ¿Lo notas?

Caitlyn asintió. Estaba tocando los tallos de las plantas que crecían en el enrejado. Trató de concentrarse y de ver con las manos. Una extraña excitación se apoderó de ella, poniéndole la piel de gallina.

C.J. lanzó un ronco sonido, pero ella lo silenció con una fuerte inclinación de cabeza.

– No, no me lo digas. Déjame a mí…

Tomó una flor y tras medirla con su antebrazo, la cortó. Repitió la operación con un par de flores más. Enseguida, agarró otra más y notó que era una margarita. ¡Sí! La cortó con la mano derecha y la añadió a la colección que tenía en la izquierda. Siguió cortando flores hasta que ya no pudo encontrar más.

– Déjame que te las lleve yo…

Ella negó con la cabeza. El tacto cálido del cuerpo de C.J. le rozó la espalda, el hombro, el brazo. Su aroma, ya tan familiar, se mezcló con el de las flores. Sabía que si se daba la vuelta, él estaría justo allí. La imagen de su rostro se le dibujó con toda claridad en el pensamiento.

«Hoyuelos… Sí. Recuerdo que tiene hoyuelos».

– Es muy bonito -comentó él-. ¿Crees que ya tienes suficientes?

Por alguna razón, Caitlyn no pudo responder.

Sintió que los labios se le separaban y se le volvían a cerrar.

– ¿Estás lista para regresar a casa? -le preguntó él, tras agarrarla firmemente por el codo.

Caitlyn asintió, pero no pudo moverse. Un temblor la sacudió de la cabeza a los pies.

– Anoche soñé con Vasily.

Había hablado de repente, sin saber por qué se lo había confesado. Sintió que él contenía el aliento y que le rodeaba los hombros con los brazos. Ella se apartó de aquella promesa de consuelo y comenzó a andar de nuevo. Sintió que él avanzaba a su lado, sin decir nada y sin volver a tocarla. Caitlyn trató de engañarlo con una suave carcajada.

– Es la primera vez, ¿te lo puedes creer? La primera vez desde el tiroteo.

– No me parece que sea nada malo. No creo que sea muy agradable soñar con él.

Se habían acercado a los árboles. Caitlyn sintió el contacto de algo duro contra la cadera. Extendió la mano y se agarró a la cuerda de la que pendía el viejo neumático como si fuera un salvavidas en vez de un columpio infantil. Desde allí, sabía perfectamente cómo volver a la casa. Estaba exactamente a veinte pasos del porche.

C.J. la observaba atentamente, aunque ya no veía hadas o fantasmas al mirarla. Tampoco lo suave o firme que sería su piel, que se asomaba a hurtadillas por debajo de la sudadera. Había algo que la estaba hundiendo. Una tristeza tan palpable que casi se podía ver, como si tuviera una pesada red por encima. Esperaba que ella le dijera de qué se trataba. Confiaba en que lo haría si tenía la paciencia suficiente.

– Yo no he… Ni siquiera he pensado en él -susurró Caitlyn, al cabo de unos instantes-. Ni en él ni en el tiroteo. Aunque hayamos hablado de lo que pasó, no he pensado en ello. Lo he sentido aquí -añadió, soltando la cuerda para tocarse el pecho.

– Es comprensible -dijo C.J. Quiso acercarse a ella, pero se lo pensó mejor-. Supongo que has tenido otra cosa en la que pensar.

– ¿Sí? ¿En qué otra cosa podría pensar? -replicó Caitlyn. Entonces, lanzó una exclamación de desprecio y empezó a alejarse de él-. No hago más que pensar en mí. Nada más. En que estoy ciega. No hago más que pensar si volveré a ver. Maldita sea… -añadió. Se detuvo y levantó los brazos al tiempo que lanzaba un grito que era prácticamente un sollozo-. ¿Dónde están?

C.J. no prestó atención a la pregunta, que para él no tenía ningún sentido.

– Venga ya, Caitlyn. ¿Por qué no ibas a pensar en eso? Es un golpe muy duro para cualquier persona.

– ¿Sí? -le espetó ella-. Estoy ciega. Vaya cosa. Al menos estoy viva. ¿Y Mary Kelly? ¿Dónde está ella? Muerta -añadió. Se apartó de C.J. y siguió murmurando-: ¿Dónde están los malditos escalones? He contado. Deberían estar aquí. Maldita sea, ¿dónde…?

– Estás algo desviada -dijo él, aliviado. Al menos aquello era algo de lo que podía ocuparse-. Te has escorado unos tres metros. Si te giras… digamos a las dos en punto…

Caitlyn se dio la vuelta, pero no se dirigió hacia la casa, sino hacia él. Se encaró con C.J. y con el rostro lleno de pena, le espetó:

– Mary Kelly está muerta. Su sangre cubrió mi cuerpo. Yo no… Yo nunca…

Una terrible mueca se le dibujó en el rostro. Con un grito de angustia, se dio la vuelta y se alejó de él, huyendo a ciegas por el patio. Las flores quedaron esparcidas a los pies de C.J.

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