No podía ceder. Ni allí ni en aquel momento. Tensó los labios y musitó:
– No tienes que hacer esto.
No se produjo respuesta. Sintió que el pecho y el vientre de él se tensaban y que su respiración se profundizaba un poco más mientras subía las escaleras.
– Vas a matarte -dijo ella, tristemente, respirando casi con tanta dificultad como él.
C.J. lanzó una carcajada, que portaba una débil nota de orgullo herido.
– No tienes ni una pizca de fe en mí, ¿verdad?
– No quería insultarte, pero tú no eres ni un atleta ni nada por el estilo. Conduces un camión.
Sin embargo, a lo largo del costado de Caitlyn, se notaba la inconfundible resistencia de unos firmes músculos masculinos. Cerca del trasero, sentía el firme y liso vientre, que no tenía ni la más mínima apariencia del protuberante estómago de los camioneros. Una imagen le inundó la memoria y lo recordó caminando en una estación de servicio abandonada. Efectivamente, sus brazos parecían fuertes, como de acero. ¿Cómo podía haberse olvidado de la facilidad con la que la había sometido para quitarle la pistola?
Notó que llegaban a lo alto de las escaleras sin que él la tirara al suelo o pareciera agotado.
– Me mantengo en forma -musitó él.
Se escuchó el impacto de un pie sobre una puerta. Atravesaron inmediatamente el umbral. A los pocos instantes, Caitlyn sintió la blandura de un colchón debajo del trasero y sin que pudiera evitarlo, el pánico se apoderó de ella. Resultaba extraño que sintiera miedo de que la dejaran sola cuando sólo unos instantes antes había creído que era lo que más deseaba del mundo.
– Calvin -susurró, escuchando un gruñido como respuesta-. He oído que tu madre te llamaba así. Ahora ya sé qué significa la «C». ¿Y la «J»?
– James -respondió él, con un gruñido.
Al menos aquella breve conversación había servido para apartar la atención de C.J. del momentáneo ataque de pánico, que afortunadamente, estaba remitiendo.
«Sólo estoy ciega. No soy ninguna niña, no me encuentro indefensa. Simplemente no puedo ver», se reprendió.
C.J. se alegró de que ella no hubiera visto el gesto de incomodidad que había hecho. El enojo que sentía hacia Caitlyn se había evaporado. No estaba seguro de por qué se había producido y se alegraba de que se hubiera marchado. Se sentía avergonzado de que le importara el nombre que ella eligiera para llamarlo, por lo que la miró y pensó lo menuda y encogida que parecía. Le habría gustado saber qué podría hacer por ella. Se preguntaba si debía marcharse… Deseaba quedarse.
– Preferiría que no me llamaras así -dijo-. Mi madre es la única que me llama Calvin.
– ¿Por qué? ¿Qué tiene de malo? Me encantaba ese cómic… ¿Cómo se llamaba? ¿El del niño y su tigre imaginario?
– Sí, a mí también me gustaba… Solía garabatear pequeños dibujos de la tira cómica en todo. Era como si fuera mi propia firma.
– ¿Entonces?
– No lo sé… Lo que era un nombre fantástico cuando era niño no me lo parecía tanto para un hombre hecho y derecho.
– ¿Y por qué no lo abreviaste simplemente a Cal?
– Lo hice durante un tiempo mientras estaba en el instituto. Creo que fue mi hermano Jimmy Joe el que me dio la idea de lo de C.J. Bueno, me pareció que era bastante…
– ¿Chulo?
– Sí -respondió él, con una carcajada.
Al ver que ella sonreía, C.J. sonrió también. Entonces, se le ocurrió que por primera vez en su vida, estaba en una situación con una mujer en la que sus hoyuelos y su sonrisa no le iban a servir de nada. Antes de que tuviera tiempo de seguir pensando en aquel detalle, se percató de que Caitlyn estaba frotando las manos contra la colcha sobre la que estaba sentada, casi como si estuviera acariciándola, lo que provocó que a C.J. se le secara la boca.
– ¿Has dicho que este dormitorio solía ser tuyo?
– Sí -respondió él-, pero de eso hace ya mucho tiempo. La decoración está al gusto de Sammi June, que es la hija de Jess.
– Me has hablado ya de ella. Me dijiste que no estaba aquí… ¿Está en la universidad?
– Así es. Y yo que creía que estabas dormida cuando te conté todo eso…
Se produjo una pausa en la que C.J. observó que estaba a punto de formarse una sonrisa en los labios de Caitlyn. Entonces, ella preguntó con voz ronca:
– Dime la verdad. ¿Es rosa?
– Sí.
– ¿Con capullos de rosa? -quiso saber ella, con un susurro de horror.
– No. Mariposas. Son pequeñas y de color amarillo.
– Yo tenía tulipanes -musitó, con una sonrisa en los labios que la hizo parecer más joven-. Rosas. De dos tonos diferentes. Chicle y pastel. Y con hojas verdes…
C.J. no supo si fue la sonrisa o el brillo que se le había reflejado en los ojos, pero de repente, sintió que se le hacía un nudo en la garganta y que nariz y ojos empezaban a picarle. Esta reacción, naturalmente, le hizo experimentar el típico deseo masculino de salir huyendo para no quedar en ridículo. Estaba tratando de pensar en lo que hacer cuando, como caída del Cielo, Jess entró en la habitación.
– Te he traído tus cosas -dijo Jess, tras dejar la pequeña bolsa de deportes a los pies de la cama.
– No puede ser mucho -repuso Caitlyn, mientras tanteaba la bolsa con la mano-. Supongo que las ropas que llevaba antes. Me proporcionaron lo básico mientras estaba en la cárcel y mi madre me llevó algunas cosas al hospital, pero…
– Bueno, yo me marcho -musitó C.J. Se dirigió de espaldas a la puerta hasta que se chocó con ella. Se agarró al pomo como si fuera el único remo en un bote que se hundía-. Voy a… Bueno, yo… Estaré en la cocina si me necesitáis.
Mientras se escapaba, oyó que Jess le decía a Caitlyn:
– No te preocupes por nada. Estoy segura de que podremos proporcionarte todo lo que necesites. Puedes tomar prestadas las ropas de Sammi June. A ella no le va a importar. A mí me parece que tenéis más o menos la misma talla.
Parecía que Jess tenía la situación controlada. Lo que C.J. no podía entender era por qué no se sentía más contento por el hecho de que todo estuviera saliendo como había planeado. Tal vez era egoísta por su parte, pero no había planeado lo que ocurriría a continuación y no le gustaba sentirse inútil.
Bajó a la cocina. Allí, vio que su madre estaba frente al fogón, removiendo un guiso de judías blancas. Al verlo, Betty le sonrió.
– Siéntate, hijo.
El estómago de C.J. empezó a gruñir al ver que su madre sacaba un plato del horno, que estaba bien repleto de pollo y puré de patatas. A continuación, añadió una cucharada de judías blancas y un poco de salsa sobre el puré de patatas antes de colocarle el plato sobre la mesa.
– Gracias, mamá. Tiene muy buen aspecto -dijo C.J. Inmediatamente, tomó el tenedor y empezó a comer con buen apetito.
Al cabo de unos instantes, se sirvió un buen vaso de leche y se lo tomó.
– Supongo que tenía más hambre de la que creía -comentó.
Empezó a pensar en Caitlyn, a solas en su habitación. Se preguntó si ella también tendría más hambre de la que había pensado. Se le ocurrió que podría subirle un plato en cuanto hubiera terminado.
Mientras su madre se servía también un vaso de leche, C.J. miró a su alrededor. Como siempre, había un montón de notas pegadas a la puerta del frigorífico con imanes y sobre la puerta de la alacena, seguían las marcas de las medidas de todos los hermanos desde mucho antes de que C.J. naciera. Había visto aquella cocina tantas veces sin preguntarse qué le parecería a un extraño, preocupándose sólo de los sentimientos que le producían en el corazón…
Sin embargo, en aquel momento todo le pareció muy diferente. Sentía una peculiar tristeza porque la mujer que había arriba no podía ver nada de todo aquello. Trató de imaginarse a sí mismo sin poder ver nada. Pensó cómo podría describírselo a alguien que estuviera ciego.
– ¿Estás cansado, hijo? -le preguntó su madre, sacándolo así de sus tristes pensamientos.
– No -respondió él, tras apartar de sí el plato vacío-. Mamá, te agradezco mucho lo que estás haciendo por Caitlyn.
– El Señor sabe que ésta no es la primera vez que he acogido en esta casa a algo o a alguien que vosotros creíais que tenía que ser protegido -respondió Betty agitando la mano para quitarle importancia.
– Sí, pero nunca antes te las has tenido que ver con una persona ciega.
– Tonterías. La abuela Calhoun estaba prácticamente ciega al final.
– La abuela era vieja y no hacía mucho más que estar sentada en su mecedora. Caitlyn es…
– ¿Qué es Caitlyn? -le preguntó su madre, al ver que no terminaba la frase.
– Bueno, de entrada no es vieja -contestó, casi sin saber lo que decir.
– Mira, hijo. Sé quién es esa mujer. He visto las noticias y he leído los periódicos. Sé que es la sobrina del presidente Brown y que es la que te secuestró la pasada primavera.
– Si sabes quién es, ¿cómo es que estás dispuesta a acogerla aquí?
Betty se dio la vuelta y tras dejar su vaso en el fregadero, sacó un plato y cortó una buena porción de pastel de calabaza, que coronó con una cucharada de crema.
– El hecho de que sea pariente de un ex presidente no significa nada para mí -respondió, aún de espaldas-, como tampoco que te secuestrara a punta de pistola -añadió, antes de volverse-. Eso no significa que apruebe lo que hizo. Tú me contaste que lo había hecho porque creía que no tenía otra elección, que temía por la vida de la mujer y de la niña. Ahora, Calvin James, dime la verdad. ¿La crees?
– Sí, mamá. Entonces no la creí, pero ahora sí. Por eso…
– Los periodistas no parecen decidirse a la hora de calificarla como una heroína por negarse a decir al juez dónde está la niña, e incluso llegar a ingresar en la cárcel por protegerla, o una loca que está separando a un padre de su hija. Quiero saber lo que piensas tú.
– Mamá -dijo C.J. mientras se reclinaba en el asiento-, lo que quieres saber es lo que hay en su corazón -añadió, sabiendo que aquello era lo más importante para su madre-. Si es buena persona y si tiene buen corazón.
– ¿Lo tiene?
– Sí, creo que sí.
– Entonces, con eso me basta -afirmó ella, después de dejar el plato con la empanada delante de su hijo. C.J. suspiró aliviado.
– Es muy importante que nadie sepa que se encuentra aquí.
– Eso va a ser un poco difícil, hijo. Ya sabes que aquí no hace más que entrar y salir gente. Tus hermanos, tus sobrinos… Es como una estación de tren -bromeó Betty-. No podemos mantener a una mujer tan hermosa en el desván, como si fuera una de esas novelas de suspense.
– No va a ser durante mucho tiempo -le aseguró C.J.-. Tan sólo será durante unos días, un par de semanas, mientras recupera las fuerzas.
«Y mientras los del FBI estén intentando atrapar a Ari Vasily», pensó.
– Además -añadió-, como Sammi June y J.J. acaban de empezar en la universidad, no van a tener muchos días libres hasta el día de Acción de Gracias. Por otro lado, Mirabella y Jimmy Joe están en Florida con los pequeños. Jake y Eve ya están en el ajo y Charly y Troy…
– ¿Qué quieres decir con eso de que ya están en el ajo, Calvin James? ¿De quién la estamos escondiendo? En las noticias han estado diciendo que fue alguien que tenía algo en contra de las autoridades locales el que efectuó los disparos y que desgraciadamente, esas pobres mujeres se vieron implicadas, pero no es cierto, ¿verdad? -quiso saber Betty. Estaba mirando a su hijo con los ojos entornados, como si sospechara algo-. Jake y tú, y por lo tanto también el FBI, pensáis que ha sido el padre de la niña, ¿no es así? Creéis que hizo que mataran a su esposa y que ahora va a por Caitlyn. Por eso tanto secretismo. ¡Dios Santo…! -concluyó, abanicándose.
– Mamá, ojalá pudiera decirte más -comentó C.J. Se sentía avergonzado por todos los problemas que le estaba ocasionando a su madre-, pero le prometí a Jake…
– Ya nos ocuparemos de todo como venga. No te preocupes, hijo. Lo que me gustaría saber es qué tiene todo esto que ver contigo.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó él, sin comprender.
– Lo que quiero decir es que tú no le ofreces tu casa a alguien tan famoso para que se esconda sin una buena razón.
– Yo había pensado que resulta evidente que…
– Y por buena razón, no me refiero al hecho de que haya alguien tratando de matarla -lo interrumpió su madre-. El FBI es perfectamente capaz de ocultar a la gente en un lugar en el que nadie, ni siquiera un multimillonario, pueda encontrarla. Estoy segura de que lo habrían hecho muy bien sin tu ayuda, pero tú no querías que fuera así, ¿verdad? Tú querías que esa muchacha estuviera donde tú pudieras vigilarla. ¿Qué es lo que tiene esa mujer, Calvin James? ¿Qué significa para ti?
Por experiencia, C.J. sabía que no le iba a servir de nada mentir, pero aquello no significaba que no tratara de andarse por las ramas todo lo que le fuera posible.
– Es muy complicado, mamá.
– Te sientes responsable por ella -afirmó su madre, alcanzando, como siempre, sus propias conclusiones-. Por lo que le ocurrió.
– Bueno, sí -dijo C.J. No le quedó más remedio que reconocerlo-. Todo el mundo no hace más que decirme que no debería ser así, pero se equivocan. Sencillamente, ella me pidió que las ayudara y yo me negué. Las entregué a la policía. No me importa que fuera lo más adecuado en aquel momento. Si yo no lo hubiera hecho, no habría ocurrido nada de lo que ya ha pasado. No habría muerto una mujer y ella no estaría…
– Hijo -observó Betty con suavidad. Se sentó a su lado-. No puedes deshacer el pasado. Por mucho que lo intentes, no puedes.
– Ya lo sé. Precisamente por eso quiero hacer todo lo que pueda para compensarla. Para enmendar lo ocurrido.
– ¿Y cómo vas a hacerlo? No puedes devolverle la vista.
En aquel momento, C.J. se sintió demasiado furioso con su madre como para poder contestar. A pesar de todo, sabía que Betty tenía razón.
– Supongo, que con eso de compensarla, quieres decir hacer algo lo suficientemente importante como para hacerle olvidar el mal que crees que le has hecho -dijo su madre, tras estudiar el rostro de C.J. durante unos instantes-. Lo que deseas es convertirte en su héroe.
– Yo no soy ningún héroe -bufó C.J.
Efectivamente, su yo interior le decía que así era, pero reconocía que le gustaría serlo. Quería ser un superhéroe para poder corregir el mal del mundo, hacer que el tiempo volviera atrás y poder tener otra oportunidad de salvar a la mujer…
– No, no eres ningún superhéroe -afirmó su madre, como si al igual que ocurría en muchas ocasiones, le hubiera leído el pensamiento. Se levantó de la silla, tomó el plato y el vaso vacíos de C.J. y lo apuntó con el dedo índice-. Recuérdalo cuando ese… cuando ese Vasily venga a buscar a esa mujer, ¿me oyes, Calvin James? Tu cuerpo no es capaz de parar las balas.
Caitlyn se despertó para verse sumida en su oscuridad perpetua. Escuchó atentamente y trató de comprender qué era lo que tenía aquella mañana para ser diferente a las demás.
«Todo está tan tranquilo…».
Comprendió también que aquella tranquilidad era muy diferente del silencio. Tal y como había descubierto en el hospital, el silencio podía tener muchos matices. La tranquilidad, por otro lado, significaba paz.
Algo que hospitales y cárceles tenían en común es que no hay tranquilidad. Aquélla era la primera vez en muchas semanas que había tenido oportunidad de pensar de verdad en lo ocurrido y en lo que el futuro pudiera depararle, pensar sin pánico, sin el miedo acechándola… Era maravilloso poder despertarse sin sentirse aterrorizada. Era un misterio para ella, dado que seguía ciega, en peligro y en compañía de desconocidos, tal y como lo había estado el día anterior.
Como le resultaba imposible resolver aquel rompecabezas, lo apartó de la mente y se puso a pensar en el segundo detalle que le faltaba aquella mañana: el dolor. En realidad no había desaparecido del todo, pero al menos el terrible dolor de cabeza que había sido su compañero constante en los días posteriores al tiroteo se había convertido en una leve molestia.
Levantó las manos y empezó a tocarse las vendas, las cejas, la nariz, los pómulos, los labios… Estaba explorando la forma de su propio rostro. Aquello le resultó muy extraño, dado que jamás lo había hecho antes. ¿Seguiría hinchada y cubierta de hematomas? ¿Le habrían afeitado la cabeza? Se tocó la parte superior del cráneo y lanzó un suspiro cuando sintió el cabello entre los dedos.
Nunca había sido presumida, pero habría dado cualquier cosa por poder mirarse en el espejo y ver la imagen de su rostro. Jamás se le había ocurrido pensar lo vulnerable que podría sentirse una persona al no poder saber el aspecto que tenía antes de presentarse al mundo.
Apartó las sábanas y se sentó en el borde de la cama. Entonces, exploró su cuerpo de igual modo que lo había hecho con el rostro. Brazos, hombros, clavículas, senos… ¿Qué llevaba puesto? Oh, sí… Unas braguitas de algodón y una camisola que Jess le había dicho que era de Sammi June. Jess le había dicho que era rosa, color que parecía ser el favorito de su hija, con un pequeño borde de encaje. Al tocarse el cuerpo, notó que había perdido peso. No era de extrañar…
Se puso de pie con mucho cuidado y extendió las manos. A la izquierda, rozó algo. Era la pantalla de una lámpara. Estaba sobre la mesilla de noche, sí. Allí también estaban todos los frascos de plástico con su medicación, que Jess le había colocado allí antes de marcharse. Y un vaso de agua.
A tientas, empezó a recorrer la habitación. Localizó la puerta, una cómoda y otra puerta, que debía de pertenecer a un armario. También había una mecedora y un pequeño escritorio. Y una ventana. Tras examinarla con mucho cuidado, dedujo que era como la que había en la habitación que ella tenía en casa de sus padres, por lo que movió la palanca y trató de abrirla. Se deslizó suavemente e inmediatamente, Caitlyn notó en el rostro una fresca brisa. Lanzó una exclamación de alegría y los ojos se le llenaron de lágrimas. No había esperado volver a experimentar gozo alguno.
Se arrodilló y apoyó los brazos sobre el alféizar. Se preguntó cómo podría saber si era de noche o de día.
Dedujo inmediatamente que era de día por el cántico de los pájaros. Como confirmación, escuchó que se abría una mosquitera y que alguien, Jess, empezaba a hablar con los perros. ¡Deseaba tanto poder estar allí fuera! ¿Podría hacerlo? ¿Por qué no?
«¿Yo sola? ¿Me atreveré? ¡Claro que sí!», se dijo.
Lo que temía más que estar ciega era convertirse en un ser dependiente. Recordó el pánico que había sentido la noche anterior como si fuera un espectro que quisiera turbarla. Cerró los ojos y sintió la fuerza de los brazos de C.J., las sensaciones tan agradables que le habían transmitido, la soledad que sintió cuando él se marchó… Se echó a temblar. «Jamás. Prefiero estar muerta».
Se levantó y metódicamente, siguió explorando el dormitorio. Se encontró de nuevo a los pies de la cama y halló los pantalones que llevaba puestos el día anterior. Con cuidado de no ponérselos al revés, se vistió. A continuación, se sentó sobre la cama y se calzó. Se volvió a levantar muy satisfecha consigo misma.
«Ahora, lo que necesito es el cuarto de baño y algo de comer», pensó. La noche anterior, Jess le había mostrado dónde estaba el cuarto de baño. Allí, tenía su cepillo de dientes, colocado a las dos en punto. También había jabón y una toalla, éstos a las nueve en punto. Sería tan agradable poder asearse…
El estómago lanzó un gruñido. ¡Tenía tanta hambre!
«¡Sí! ¡Estás viva! Buenos días, Caitlyn Brown… Bienvenida al primer día del resto de tu vida».