Capítulo 11

Él estaba sentado en la mecedora del porche delantero cuando su madre salió ataviada con el vestido de los domingos para decirle que se marchaba a la iglesia.

– Vaya, ¡qué bonitas! -exclamó, al ver las flores que él tenía en el regazo.

– Sí. Las cortó Caitlyn.

– ¿Ella sola?

– Sí.

– Que Dios la bendiga. ¿Dónde está? -preguntó Betty tras examinar el patio vacío-. No la he oído entrar en la casa.

La mecedora crujió cuando C.J. se inclinó hacia delante. Miró fijamente las flores y musitó:

– No sé. Está por ahí, en alguna parte.

– ¿Sola?

– Sí -respondió él. La mecedora volvió a crujir cuando se reclinó de nuevo sobre el respaldo para enfrentarse con la mirada de desaprobación de su madre.

– ¿A ti te parece que eso es buena idea?

C.J. se encogió de hombros y mientras miraba las flores, frunció el ceño. Se estaban marchitando. Tomó una mustia margarita y notó que un fuerte peso le hundía un poco más el corazón.

– Probablemente no. Sin embargo, ella no desea que yo la acompañe. Está sufriendo mucho. Por Mary Kelly -añadió, tras respirar profundamente.

– ¿Es ésa la mujer que fue asesinada? -preguntó su madre. C.J. asintió-. Bueno, yo diría que a pesar de lo que ella te haya dicho, necesita que alguien la reconforte.

– No fue lo que me dijo, sino el modo en el que se comportó.

Se sorprendió mucho cuando su madre se echó a reír.

– Hijo, me temo que tú no sabes mucho de mujeres.

– Venga ya, mamá -replicó C.J. No le había gustado aquel comentario de su madre-. Sé perfectamente cuándo no se me quiere ni se me necesita.

– ¿Tú crees?

– Sí, lo creo -replicó, harto de ser el blanco de las mofas de su madre-. Es la mujer más fuerte, independiente y cabezota que…

– Para, para. Ésas son muchas características para que una mujer pueda serlas todas. Además, no son necesariamente malas.

– Tampoco diría que son buenas.

– ¿Significa eso que querrías que esa mujer fuera débil, dependiente y sin personalidad alguna?

– ¿Después de haber crecido en el seno de esta familia? -repuso él-. Mamá, no he conocido nunca a una sola mujer que encajara con esa descripción. No -añadió, tras una pequeña pausa-. No es eso lo que deseo. Por supuesto que no. Sólo quisiera…

Se detuvo lleno de frustración porque no sabía cómo decirlo. De hecho, ni siquiera sabía si quería decirlo, al menos en voz alta. «Ser querido, necesitado… Ser al menos para una persona alguien muy importante, un superhéroe, un caballero con reluciente armadura… la luz de los ojos de una mujer en particular».

– Lo que tú quieres ser es su héroe -dijo su madre, terminando la frase por él.

– Mamá, no haces más que decir lo mismo -observó él, exasperado-, pero no es eso lo que quiero decir. Me contentaría sólo con ser su amigo, si ella me lo permitiera. Lo único que deseo hacer es ayudarla a superar todo esto. Por supuesto, me encantaría solucionar todo lo ocurrido, hacer que todo volviera a ser como era entonces. Sé que no voy a poder hacerlo, pero al menos me gustaría… me gustaría estar a su lado para ayudarla. ¿Me comprendes?

– Calvin -dijo su madre. Se incorporó y se acercó a él-. ¿Qué diablos crees que significa ser un héroe para una mujer? -añadió, tras colocarle suavemente la mano en la nuca.

C.J. levantó la mirada y frunció él ceño. Su madre le sonrió y tras darse la vuelta, se dispuso a bajar los escalones. Él estaba a punto de protestar porque ella lo hubiera dejado con aquella frase cuando Betty se dio la vuelta. La protesta que C.J. estaba a punto de formular se le heló en los labios. Nunca antes había visto el gesto que se había dibujado en el rostro de su madre.

– Hijo, tu padre no dejó de ser mi héroe ni un solo día de su vida. ¿Necesitaba yo que me cuidara? Por supuesto que no. Cuando lo conocí, yo era una mujer fuerte e independiente, con un título universitario y un buen trabajo en la docencia. ¿Lo necesitaba? No más que los rayos del sol o el aire para respirar. Tu padre era muy trabajador. Estaba fuera mucho tiempo conduciendo camiones y Dios sabe que menos mal que yo soy una mujer fuerte e independiente porque si no, no sé cómo habría podido criar a siete hijos con él estando fuera la mayor parte del tiempo. Sin embargo, él me amaba a mí y a sus hijos y si me permites que te lo diga, nunca pensó que era demasiado hombre como para preparar una comida, cambiar un pañal o lavar la ropa. Por supuesto, tenía sus defectos. No era perfecto, pero eso jamás me importó. Soy capaz de perdonarle cualquier cosa a un hombre, si cuando me mira, le brillan los ojos.

Con eso, Betty terminó de bajar los escalones y sin mirar atrás, se dirigió al lugar en el que estaban aparcados los coches. C.J. permaneció sentado donde estaba, con los brazos apoyados sobre las rodillas y un ramo de flores ajadas entre las manos, observando cómo se alejaba el coche. Después de un rato, respiró profundamente y se frotó algo que se le estaba deslizando por las mejillas. Se convenció a sí mismo de que era un bichito. Sí, eso era. Tenía que serlo.


«Cobardica», se dijo Caitlyn. La voz que resonaba en el interior de su cabeza lo hacía al mismo ritmo con el que sus pasos avanzaban por el sendero de grava. «Cobardica, cobardica. Tienes miedo de la oscuridad».

No le daba miedo la oscuridad, o al menos, nunca se lo había dado antes, ni siquiera de niña, cuando jugaba con sus primos en el granero de su tía Lucy en oscuras noches sin luna. «Esto no es diferente», se dijo. «No debería serlo, aunque sea de día y sienta el calor del sol en la cara. No debería serlo, pero lo es».

En aquella oscuridad no había niños escondidos y dispuestos a saltar sobre ella para asustarla, sino hombres despiadados y armados que no habían dudado en disparar sobre una mujer inocente. En aquella oscuridad, no había ventanas iluminadas que la ayudaran a regresar a casa. En aquella oscuridad estaba completamente sola.

«No tienes que estarlo».

La voz que le había susurrado aquellas palabras era sugerente, insidiosa. La apartó sin piedad. No podía permitirse pensar de aquel modo ni siquiera por un instante.

Se preguntó si habría soñado la noche anterior con Vasily por alguna razón en concreto. Porque C.J. la hubiera besado, porque le hubiera gustado tanto estar entre sus brazos, porque resultara tan tentador ceder y dejar que otra persona cuidara de ella, que se ocupara de Vasily. Sin embargo, no podía hacerlo. Aquélla era su batalla, su guerra y no quería que otra persona pudiera resultar herida por pelear en su nombre. Podía aprender a vivir con su ceguera, pero no con aquello.

Una vez más, volvió a ver los rostros pálidos de los que amaba yaciendo en charcos de roja sangre, ojos muertos mirando hacia el cielo. Sus padres, la tía Lucy el tío Mike… La sorprendió darse cuenta de que uno de los rostros era el de C.J. ¿En qué había estado pensando al huir de él de aquella manera?

«Querías que viniera detrás de ti», le dijo la voz traidora que le hablaba desde dentro de la cabeza. «Esperabas que lo hiciera».

De repente, empezó a pensar que no debería estar allí sola. Se sentía tan indefensa como uno de los patitos de una galería de tiro. ¿Y si los hombres de Vasily estaban allí en aquellos momentos? ¿Y si la habían estado observando y sólo estaban esperando su oportunidad para atraparla?

Si la mataban, Jake no tendría a nadie a quien utilizar como cebo para atrapar a Vasily. Él se saldría con la suya. No pagaría por haber matado a Mary Kelly.

«No debería estar aquí. Tengo que regresar».

¿Regresar adonde? Hacía mucho tiempo que había perdido la cuenta de los pasos. En aquel momento, se dio cuenta de que ya no estaba caminando por el sendero de grava, sino sobre esponjosas hojas caídas. Estaba en el bosque. Nunca había tratado de orientarse en el bosque. Era demasiado grande, demasiado confuso. Todos los troncos de los árboles eran muy similares.

El miedo se apoderó de ella de repente. Un sudor frío le cubrió la piel y le provocó un escalofrío. El vello se le erizó en los brazos y en la nuca. El corazón le resonaba tan fuertemente en los oídos que tardó unos instantes en darse cuenta de que los gemidos que escuchaba eran suyos.

Oyó un leve susurro entre las ramas de los árboles y sintió cerca de ella un golpe seco. Sin poder contenerse, salió huyendo, tropezándose entre las raíces de los árboles y protegiéndose el rostro con los brazos. Una rama se le enganchó en la ropa y le rasgó la piel. Caitlyn se enfrentó a ella como si fuera un animal salvaje que la estuviera atacando con inteligencia e intencionalidad. Tratando de zafarse, se dio la vuelta, pero sólo consiguió sentirse más confusa y aterrorizada. Más perdida. Aquello era mucho peor que estar perdida en la oscuridad. Estaba inmersa en un vacío en el que sólo habitaban los miedos producidos por su propia imaginación.

Estuvo vagando por los bosques durante mucho tiempo, no supo cuánto. Probablemente sólo fueron unos minutos, tal vez incluso segundos, pero a ella le parecieron horas. Todo terminó de repente cuando el pie se le metió en un agujero y el dolor se apoderó de ella. Entonces, empezó a rodar por una pendiente hasta que se detuvo en seco.

Permaneció unos minutos tumbada donde había caído. Se sentía en paz. El miedo, las pesadillas, parecían haberse evaporado tan rápidamente como se habían apoderado de ella. Se cubrió el rostro con las manos y empezó a reír en silencio, en parte de alivio, pero principalmente, de vergüenza y pena. El pánico se había apoderado de ella por completo. No le había ocurrido en toda su vida. Se sentía como una estúpida.

Escuchó atentamente y pudo oír el tintineo musical del agua corriendo. Extendió una mano y notó cómo el frío líquido se le deslizaba entre los dedos. En aquel momento, se dio cuenta de que tenía los vaqueros empapados. Estaba en el arroyo.

«Al menos ya sé donde estoy». Había estado allí con C.J. en varias ocasiones. Creía poder encontrar el camino de vuelta al sendero desde allí.

No obstante, cuando trató de ponerse de pie, el dolor del que se había olvidado volvió a adueñársele de la pierna. Lanzó un gemido. La cabeza empezó a darle vueltas y tuvo que sentarse con más rapidez de la que se había levantado. Entonces, recordó que había metido el pie en un agujero. No le parecía que se lo hubiera roto. Probablemente sería sólo un esguince. Si era capaz de levantarse, tal vez podría ir avanzando poco a poco a pata coja.

De repente, comprendió la realidad de su sitúación. Se reclinó sobre el suelo y una vez más, levantó las manos para taparse el rostro. ¡Odiaba tanto sentirse indefensa! Sin embargo, no podía cambiar el hecho de que así era. Le gustara o no, iba a tener que permanecer allí sentada hasta que alguien fuera a rescatarla.


– Muy bien, Bubba, muchacho -dijo C.J., tras acariciar el cuello del perro-, vamos a encontrarla. ¿Dónde está Caitlyn? Vamos, grandullón. Vamos a encontrarla. Encuentra a Caitlyn.

Lo sorprendió escuchar lo tranquila que había sonado su voz, porque en su interior se sentía muy preocupado. Mucho más que eso. Estaba muerto de miedo. Jake le había asegurado que Vasily no tenía ni idea de dónde se encontraba Caitlyn y no había notado la presencia de ningún desconocido acechando la casa, pero ninguno de los dos pensamientos logró tranquilizarlo. Tenía la sensación de que no volvería a descansar hasta que Ari Vasily estuviera muerto o entre rejas.

Bubba le dio un lametazo en la muñeca y echó a correr hacia el bosque. C.J. suspiró y echó a correr detrás del perro. Cuando llegó al bosque, perdió de vista al animal, aunque oía cómo rebuscaba entre las hojas a pocos metros de él.

– Eh, Bubba, ¿adonde vas, muchacho? -dijo-. ¡Caitlyn! -añadió, con una cierta sensación de rubor-. ¿Estás ahí?

Ella no respondió, pero en medio de aquel completo silencio, escuchó cómo Bubba gimoteaba cerca del arroyo. Se dirigió hacia aquella misma dirección, diciéndose que el corazón le latía con tanta fuerza por el hecho de haber estado corriendo, aunque sabía que no era así.

De repente la vio, principalmente porque el rabo de Bubba marcaba su localización como si fuera una bengala. Estaba allí, al lado del arroyo, con una pierna debajo de ella y la otra en el agua. Hacía mucho tiempo que había dejado de pensar en ella en relación con los cuentos de hadas, pero en aquel momento, no pudo evitarlo. Ella lo hacía pensar en cosas que ni siquiera era consciente de que sabía, como ninfas, elfos y espíritus de la naturaleza, que según las leyendas, habían poblado la Tierra mucho antes que el hombre.

– Hola -dijo ella, haciendo que la visión se desvaneciera.

Cuando C.J. vio los arañazos que le cubrían el rostro, la ira que sintió hacia ella por su locura se desvaneció como el polen en el viento. Tras lanzar un gruñido de alivio, se sentó justo por encima de donde ella estaba. Lo sorprendió descubrir que no podía confiar en sus piernas.

Bubba le dio un último lametazo al rostro de Caitlyn antes de lanzarse al arroyo para ver si podía encontrar allí algo interesante. La mano de Caitlyn trató de retener al animal y entonces, un gesto de incertidumbre le cubrió el rostro.

– ¿C.J.? -susurró, con la voz teñida de miedo-. Eres tú, ¿verdad?

– Sí -respondió él, con cierta amargura-. Por suerte para ti, soy yo. ¿Cómo diablos has bajado hasta aquí?

– Me caí. Debió de ser un verdadero espectáculo. Es una pena que te lo perdieras…

Sin pensar en lo que estaba a punto de hacer, C.J. se acercó al arroyo y tras introducir los dedos en el agua, le limpió a Caitlyn la mejilla muy suavemente. Ella tembló un poco al sentir el pulgar de él extendiéndole agua fresca por la mejilla como si fuera un bálsamo.

– Te has herido -dijo él.

– Oh… Sí, creo que sí -replicó Caitlyn. Se tocó la mejilla y apartó al mismo tiempo la mano de él. Su voz sonaba ronca y sin aliento-. Creo que también me he torcido un tobillo. Metí el pie en un agujero… Por eso me caí. No creo que tenga importancia alguna, pero no puedo apoyarme sobre él. Traté de subir a gatas por la ladera porque pensé que podría llegar a casa si…

– Caitlyn… ¿Qué voy a hacer contigo?

– Bueno, estaba esperando que me llevaras a casa.

– No me digas que vas a dejar que te ayude… -dijo él, sin una pizca de humor en la voz.

– Creo que no me queda elección, ¿no te parece?

C.J. lanzó un suspiro de exasperación y agarró la pierna que Caitlyn tenía extendida.

– ¿Es este el tobillo que te has lastimado? -preguntó.

Ella asintió y en silencio, se preparó para lo que estaba a punto de producirse. No emitió sonido alguno cuando él se colocó el tobillo en el regazo y muy suavemente, le apartó la tela húmeda. A continuación, le quitó el zapato y el calcetín y le tomó el pie desnudo entre las manos.

Al hacerlo, a C.J. le extrañó que nunca se hubiera dado cuenta de lo vulnerables y tiernos que eran los pies de una mujer. De hecho, no recordaba haberse fijado nunca en los pies femeninos. El pie de Caitlyn estaba fresco y era tan suave como el de un bebé. Era una sensación increíblemente íntima y debía de ser aquella intimidad lo que la hacía parecer tan erótica.

– Sí, te lo has torcido -dijo él, con voz ahogada, mientras se quitaba el pie del regazo y lo colocaba sobre una piedra cubierta de musgo-. No es nada grave. Seguramente el agua fresca del arroyo ha evitado que se te hinchara demasiado. Dime una cosa -añadió, tras meter el calcetín en el zapato. A continuación, se sentó a su lado-. ¿Por qué lo odias tanto? Me refiero a lo de pedir ayuda. Diablos, ni siquiera pedirla, sino simplemente aceptarla cuando se te ofrece.

– No lo sé -dijo ella. Había girado el rostro para que no estuviera frente al de él-. Supongo que simplemente es mi modo de ser.

– Ésa no me parece respuesta -replicó él, tratando de contener la exasperación-. Lo que te estaba pidiendo en realidad es que me dijeras cuál es tu modo de ser.

La contempló en silencio y se sintió derrotado. Entonces, mientras le observaba el cuello, notó que ella tenía el vello de punta. Aquello resultó una verdadera revelación para él. «Tiene miedo. Mucho más de lo que tengo yo», pensó.

Le colocó la mano en la espalda, entre los omóplatos y empezó a moverla con un relajante ritmo. Caitlyn guardó silencio, pero después de un momento, bajó la cabeza. C.J. cerró los ojos lleno de gratitud porque ella hubiera aceptado aquel pequeño gesto y empezó a subir la mano suavemente hasta el cuello de la sudadera y más allá. Bajo las puntas mojadas de su cabello, tenía la piel suave y fresca. Él pensó lo frágil y delicado que era aquel cuello entre sus dedos. El deseo se despertó dentro de él.

– ¿Qué te parece?

– El Paraíso.

C.J. sintió una minúscula sensación de triunfo. Le colocó la otra mano en el hombro y se incorporó ligeramente. A continuación, comenzó a darle un suave masaje sobre las clavículas, justo donde la tensión más le atenazaba los músculos. Notó el suave aroma a fresas que le emanaba del cabello y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no enterrar el rostro en él.

Caitlyn dijo algo que él no pudo oír, por lo que se inclinó un poco más sobre ella.

– ¿Cómo dices?

– He dicho que las sensaciones son increíbles -murmuró-. Nunca me había dado cuenta de… Creo que nadie me ha dado un masaje así antes.

– ¿De verdad? -replicó él, sin poder reprimir una sonrisa-. Me alegro de ser el primero.

Caitlyn también se echó a reír. Entonces, se produjo un silencio casi imposible, mientras la mente de C.J. empezaba a viajar por senderos remotos.

«Ojalá… Ojalá, hubieras sido tú el primero», pensó Caitlyn.

Su primero no había sido una elección muy acertada. De hecho, ni siquiera había sido su elección. Todo había ocurrido después del baile de graduación del instituto, en el asiento trasero del coche de sus padres. Él había bebido demasiado y ella… Bueno, tal vez ella no había bebido lo suficiente. Recordó que se había sentido asustada y abrumada, demasiado consciente de que él era dos veces mayor que ella y de que no había esperanza de que pudiera impedirle hacer lo que tan decidido estaba a realizar. Recordó haberle suplicado, aunque tal vez sólo lo había hecho en su cabeza. En cualquier caso, él ni había oído ni escuchado. Caitlyn recordaba el dolor y lo que era peor aún, la indefensión y la humillación.

No se lo había contado nunca a sus padres a pesar de que ellos siempre se habían preguntado por qué no había querido volver a salir con aquel chico. Él no había dejado de insistir nunca hasta que llegó el día en el que ella se marchó a la universidad. Sin embargo, desde aquella noche no había podido volver a mirarlo a la cara sin sentir repulsión y había tenido mucho cuidado de no volver a quedarse a solas con él.

Los que siguieron a continuación tampoco habían sido mucho mejores, aunque al menos ella sí los había elegido. No obstante, siempre se había asegurado de mantener sus emociones bajo un estricto control. Con aquello se había contentado y se había sentido siempre satisfecha… hasta aquel momento.

«Ojalá…». Colocó las manos encima de las de C.J. y detuvo su seductor movimiento.

– Creo que ésa es precisamente la razón por la que odio necesitar ayuda.

– ¿Cuál? -preguntó él. Su aliento le revolvió ligeramente el cabello de encima de la oreja, lo que provocó que se echara a temblar y que los pezones se le pusieran erectos.

– No quiero necesitar a nadie. No puedo… Tengo miedo…

– ¿De qué tienes miedo? -quiso saber él. Ignorando la presión de las manos de Caitlyn, las suyas volvieron a movérsele suavemente por encima de los hombros.

– Supongo… -susurró. La voz se le hizo un nudo en la garganta-. Supongo que un psicólogo diría que tengo miedo a perder el control. A ser débil.

– Necesitar a otra persona no hace que una persona sea débil, sino sólo más humana. De hecho, yo diría que todo el mundo necesita a alguien…

Una carcajada desesperada se apoderó de Caitlyn. Empezó a tararear las palabras de una canción.

– Eveybody needs somebody sometime…

C.J. levantó un poco más la mano y comenzó a acariciarle la garganta y la barbilla. La última nota de la canción se ahogó entre los labios de Caitlyn cuando él la besó. El aliento que no había tenido tiempo de exhalar le hinchó el pecho. Los senos se le irguieron y el vientre le empezó a temblar.

Las yemas de los dedos de C.J. le acariciaban la tensa curva de la garganta. Sus labios no se apartaron, sino que siguieron acariciando suavemente los de Caitlyn. Tan inmersa estaba ella en las sensaciones, que se olvidó de que necesitaba aire, de que no podía ver. La luz, dorada y deliciosa, la envolvió por completo.

– Supongo -susurró ella, buscándolo en aquella luz-, que has hecho eso para hacerme callar…

C.J. no respondió con palabras. Caitlyn sintió su calidez y notó que la boca volvía a acercarse. Él separó los labios y los de ella siguieron su ejemplo en cuanto sintió su contacto.

– Pero yo no…

– Calla.

Volvió a besarla e incrementó la presión con una exquisita lentitud mientras le colocaba la mano debajo de la barbilla para que ella la levantara. El hecho de que le introdujera la lengua en la boca pareció sólo una progresión natural de aquella presión… Una consumación y no una intrusión.

El cuerpo de Caitlyn comenzó a calentarse. La piel le ardía con mil minúsculos puntos de calor. Se sentía tan débil como una recién nacida, tanto que estuvo a punto de sollozar cuando sintió la calidez del cuerpo de C.J. Los brazos de él la rodearon. Jamás se había sentido tan débil, tan indefensa… Sin embargo, no deseaba que aquella sensación terminara nunca.

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