El grito de Caitlyn, como el de un animal herido, le rompió el corazón. La ternura que sentía hacia ella era tal que era capaz de suavizar los bordes de su pasión. Las manos se mostraron suaves y seguras. La urgencia y la sorpresa se esfumaron.
– Hay otras maneras de ver -murmuró, con una sonrisa en los labios-. Puedo tocarte, verte con mis manos…
Al principio, los senos le habían parecido pequeños y virginales, perfectos, como los esculpidos en marfil de una escultura clásica. Sin embargo, le llenaban las manos con inesperada voluptuosidad y profunda delicia. Por el contrario, los músculos de su torso eran fuertes y elásticos.
Ella también lo estaba «viendo» a él. C.J. sentía que las manos de Caitlyn le recorrían los costados, la espalda… Por donde lo tocaban, dejaban un rastro febril y le aceleraban la respiración. Estaba perdiendo poco a poco la habilidad para concentrarse en delicadezas. El tigre que habitaba en él se estaba despertando y necesitaba toda la concentración de la que disponía para mantenerlo a raya. Tenía que controlarlo. Tenía que hacerlo. Si no lo conseguía, si ella le decía que no, tal vez no podría escucharla.
– Caitlyn… Caty ¿estás segura? -le preguntó, mientras volvía a deslizar los dedos por la cinturilla de los vaqueros.
– Sí, estoy segura -susurró ella. También le había enganchado los dedos en los vaqueros-. ¿Y tú?
– Sólo hay una cosa -musitó, tras besarla una vez más.
– ¿Sí?
No supo cómo consiguió pronunciar aquellas palabras. Le resultó muy difícil. Sufría por ella de un modo en el que jamás había sufrido antes.
– No te he traído aquí para esto…
Así era. Sabía que lo que acababa de decirle a Caitlyn era cierto. Si lo que hubiera tenido en mente hubiera sido la seducción, al menos se habría asegurado de estar preparado. En aquel momento, no sabía si sentirse aliviado o avergonzado por estar tan poco preparado.
– Lo que quiero decir es que no sé si tengo algo. Ha pasado algún tiempo desde…
– ¿Estás seguro de que no…? -susurró ella, tras un momento.
– No, tengo que mirar. Será sólo un momento…
Se levantó de la cama y se dirigió a la cómoda. Abrió el cajón superior y mientras rebuscaba a ciegas entre la ropa interior, sintió las manos de Caitlyn sobre la espalda, acariciándosela.
– Tal vez no quieras hacer eso… aún -dijo, riendo.
La boca de ella estaba demasiado ocupada explorándole el torso, besando, mordisqueando, saboreando, pero murmuró algo que C.J. no pudo entender y sacudió firmemente la cabeza. Él se preguntó si lo que habría querido decir era que tenía plena confianza en él o que simplemente no le importaba que tuviera preservativos o no, algo que no encajaba con su carácter. Caitlyn no era el tipo de mujer que corría riesgos alocadamente. Sin embargo, había notado que sí era muy testaruda. Cuando decidía hacer algo, lo hacía fuera cual fuera el coste.
– Tengo uno -musitó él, muy aliviado.
«Me pregunto qué habría hecho yo si no lo hubiera tenido», se preguntó ella, llena de agradecimiento. Le rodeó el cuello con los brazos y mientras C.J. la besaba, notó que él le abría el botón superior del pantalón. La tela dejó paso a las caricias de las manos de él. Donde la tocaba, la piel echaba chispas, como si estuviera ardiendo. Como pudo, se bajó los vaqueros, pero antes de que pudiera quitárselos, C.J. la agarró por el trasero y la pegó a su cuerpo. Caitlyn dejó escapar un murmullo de sorpresa y de profundo gozo. Echó la cabeza hacía atrás y él comenzó a besarle la garganta que ella le ofrecía. Mientras C.J. se arqueaba encima de ella, la levantó hacia él. Caitlyn separó las piernas y lo rodeó con ellas tal y como había hecho antes.
Las manos de C.J. no dejaban de moldear la sensible piel del trasero y de la parte posterior de los muslos. La firme columna que se le adivinaba por debajo de los vaqueros se le apretaba contra la más tierna parte de su cuerpo. El deseo se le había despertado en el vientre y le vibraba entre las piernas.
Cuando él la depositó sobre la cama, estaba sollozando, abrumada por sensaciones que no había experimentado nunca. El miedo desapareció al notar que él se tumbaba a su lado. Se aferró a él y dejó que comenzara a acariciarla. Poco a poco, separó los muslos y se preparó para recibir su peso, lo que deseaba desesperadamente. Se sorprendió al notar sólo el cosquilleo que le producía el cabello de C.J. sobre la piel. Brevemente, éste le acarició el vientre y los muslos. A continuación, notó la boca. Las sensaciones de placer la atravesaron como una lanza de acero.
Emitió un grito de sorpresa. El cuerpo se le arqueó, se convulsionó, pero él la contuvo. Le había agarrado con fuerza los muslos, pero la boca era increíblemente exquisita y delicada. El cuerpo se le tensó y todo en su interior pareció derrumbarse como un castillo de naipes. El pecho se le desgarró con un sollozo y trató de aferrarse al cuerpo de C.J. en la oscuridad.
– Por favor, por favor -susurró, aferrándose a él desesperadamente.
Cuando se sobrepuso, se tumbó encima de él. El cuerpo aún le palpitaba y temblaba. Una mezcla de placer y dolor le vibraba por todas partes. Respiró profundamente y la furia se apoderó de ella. Trató de incorporarse entre el círculo de los brazos de C.J. y lo golpeó en el pecho con los puños apretados.
– ¿Por qué has…? Yo quería… Tú…
– Tranquila, tranquila… -susurró él.
– Yo quería…
– Tú querías controlarlo todo, ¿no es cierto? -dijo él. Entones, le colocó la mano sobre la nuca e hizo que ella se inclinara para poder besarla muy profundamente.
– Yo también lo deseaba -susurró él-. Y ahora lo estás. Soy todo tuyo, nena. Haz conmigo lo que…
Ella le impidió que siguiera hablando con la boca, riendo. C.J. pensó en lo mucho que había ansiado aquel instante, el hecho de poder reírse con ella en brazos.
Caitlyn levantó la cabeza y lanzó un gruñido de felicidad. Después, muy lentamente, dejó caer su peso para deslizarse sobre él con una perezosa caricia.
C.J. se mantuvo completamente inmóvil, a excepción de las manos. Con ellas, no dejaba de acariciarle repetidamente espalda y trasero. Sin embargo, ella se lo impidió y fue dejándole un rastro de besos ardientes sobre la piel. C.J. lanzó un gruñido, temiéndose lo que iba a acontecer a continuación.
Caitlyn debió de haberse dado cuenta porque, después de dejarle las huellas de sus besos sobre el abdomen, se volvió a colocar a horcajadas encima de él y lo acogió sobre su húmeda feminidad. Él volvió a lanzar otro gruñido de placer.
– Nena…-susurró.
– Yo también te deseo dentro de mí -musitó ella-, pero no sé… no sé si puedo así. Hace tanto tiempo…
Al final, no fue ni el control de ella ni el de él, sino de la unión mutua. No resultó fácil, ni indolora, dado que ella estaba muy tensa y él muy duro. También había pasado mucho tiempo para él.
Mientras reían, C.J. la colocó sobre él y dobló las rodillas para convertir su cuerpo en una pequeña cuna para el de Caitlyn. Entonces, comenzó a acariciarla por todas partes.
Tenía la mente llena de imágenes de Caitlyn, pero ninguna de ellas superaba las sensaciones tan reales que estaba experimentando. Todo era real. Su feminidad cálida y vibrante acogiéndolo, su fuerte y esbelto cuerpo, sus labios tiernos y suaves… No era princesa ni fierecilla, secuestradora ni santa. Sólo era una mujer, una mujer poderosa, vulnerable y humana. Y era suya.
Aquel pensamiento empezó a arderle en el pensamiento y salió volando hacia el cielo como una estrella fugaz. Se olvidó de todo a excepción de lo mucho que la amaba y del milagro que suponía que ella estuviera allí, con él en su cama, cálida y real y que hubiera acudido a él por deseo propio.
Presa del gozo, abrió el corazón, la mente, el cuerpo y el alma y le devolvió aquel regalo del único modo que conocía.
Mientras conducía su camión por las Montañas Azules de camino al norte, C.J. Starr era un hombre feliz. Lo tenía todo. Buen tiempo, un motor fuerte y poderoso, un tráiler cargado de manzanas de Carolina del Norte y la mujer que amaba, la mujer más hermosa que había visto nunca, esperándolo en Georgia. Muy pronto, aprobaría su examen, encontraría una pequeña y acogedora ciudad en la que ejercer su profesión de abogado, se compraría una enorme casa con una hermosa escalera y muchos dormitorios y se casaría con Caitlyn para poder llenar muy pronto todas aquellas habitaciones de niños.
Cuando pensaba en niños, no podía evitar recordar la única sombra que se cernía sobre su felicidad. El rostro pálido y delgado de una niña, su cabello negro y sus ojos oscuros, unos ojos hambrientos y asustados como los de un refugiado. Tal vez el primero de aquellos niños podría ser adoptado.
«Sí, cuando todo esto termine, cuando Vasily esté en la cárcel y Caitlyn a salvo, encontraremos a Emma y nos la llevaremos a vivir con nosotros».
El otro nubarrón que empañaba su cielo azul no era tan fácil de definir ni de disipar. Tenía que ver con el modo en el que las cosas habían terminado con Caitlyn la noche anterior.
Había querido que ella se quedara a su lado. Le habría encantado pasar la noche durmiendo con el cuerpo de ella acurrucado al lado del suyo y poder despertarse a la mañana siguiente para ver su rostro sonriente por encima de una taza de humeante café. Sin embargo, ella había insistido en que C.J. la llevara de vuelta a casa de Betty.
Antes de que ella entrara en la casa, la había besado una vez más bajo la luz del patio. Cuando estaba a punto de decirle que la amaba, ella se lo había impedido colocándole las yemas de los dedos contra los labios. Aquellos ojos plateados lo habían mirado durante un intenso instante a los suyos, casi como si pudieran ver. A continuación, se había puesto de puntillas para besarlo y con un tono de voz muy extraño, le dijo:
– Muchas gracias por esta noche.
«Como si no esperara volver a tener otra», pensó C.J.
Aquel pensamiento le paralizó el corazón y le debilitó las rodillas, por lo que abandonó la autopista en la siguiente parada de descanso. Seguramente estaba haciendo una montaña de un grano de arena. Lo más probable sería que sólo necesitara descansar un poco.
Se sentó en el restaurante para cenar. La televisión estaba sintonizando el canal de noticias de la CNN. Habían estado hablando de la guerra en Oriente Próximo y del último huracán en Cuba cuando empezaron a mostrar unas imágenes, que al principio, no pudo creer. Cuando fue consciente de que eran reales, estuvo a punto de atragantarse con el trozo de filete de pollo que acababa de meterse en la boca.
Era Caitlyn. Allí estaba, hablando con un periodista. Durante un instante, C.J. esperó que se tratara de imágenes de archivo, pero no. El cabello rubio no lograba ocultar la cicatriz ya curada que tenía sobre la frente.
La cámara se apartó de ella y C.J. vio que estaba sentada sobre un sofá que parecía el tipo de mueble que solía aparecer en los estudios de televisión. A su lado, estaba Charly. Enfrente de ellas había alguien más que él conocía. Eve Waskowitz, la realizadora de documentales de televisión. La esposa del agente especial del FBI Jake Redfield.
Caitlyn estaba hablando. Por fin, C.J. apartó los ojos de la imagen y se centró en los subtítulos.
…Nueve en punto de mañana por la mañana.
Entrevistadora: ¿Va usted a revelar el paradero de Emma Vasily?
Caitlyn Brown: Mi postura sobre ese aspecto no ha cambiado. He dicho que no sé dónde está y sigo sin saberlo. No pienso revelar el nombre de mis contactos, por lo tanto…
Entrevistadora: ¿Está usted preparada para regresar a la cárcel?
Caitlyn Brown: Supongo que eso dependerá de lo que el juez decida.
Entrevistadora: Señorita Brown, ¿qué la hizo entregarse? Si no tiene intención de obedecer al juez Calhoun…
Caitlyn Brown: Jamás he tenido la intención de pasarme el resto de mis días como una fugitiva. Sólo necesitaba un tiempo para recuperarme de haber sido disparada, de la muerte de Mary Kelly… y de haber perdido la vista. No sabía si iba a quedarme ciega…
Entrevistadora: Según tengo entendido, ha recuperado la vista.
Caitlyn Brown: Así es. Todavía no completamente, dado que sólo veo formas y no distingo los colores. Veo más o menos lo que se ve cuando no hay mucha luz, pero va mejorando constantemente. Los médicos me dijeron que existía la posibilidad de que regresara a medida que fuera bajando la hinchazón y parece que tenían razón.
Entrevistadora: Debe de estar usted muy contenta.
Caitlyn Brown: Bueno, aliviada creo que sería una palabra mucho más adecuada. ¿Cómo voy a estar contenta cuando Mary Kelly está muerta? Ella sí que no se va a poner mejor nunca…
De repente, el rostro de Caitlyn desapareció de la pantalla. Un titular decía:
“Pueden escuchar el resto de la entrevista exclusiva de Eve Redfield esta noche en…”
C.J. no vio nada más. Casi sin darse cuenta, se puso de pie, dejó un poco de dinero sobre la mesa y salió al exterior. Más tarde, recordaba haber apoyado la cabeza sobre la fría chapa de la cabina de su camión esperando que el suelo dejara de temblar bajo sus pies. «Esto no puede estar ocurriendo otra vez. No puede ser…».
Estaba a punto de subirse al camión cuando su instinto se lo impidió. No estaba en condiciones de conducir. Respiró profundamente para tranquilizarse y a continuación, rodeó el tráiler para comprobar las luces y los frenos, obligándose a concentrarse en aquella inspección de seguridad. Poco a poco, la mente se le fue aclarando y la sensación de conmoción y de traición se fueron alejando de él. Entonces, se dio cuenta de que no estaba enfadado con Caitlyn. De hecho, ni siquiera estaba sorprendido.
«Gracias por esta noche». Tenía que habérselo imaginado.
Se sentía tan desilusionado… Desilusionado por el hecho de que ella no hubiera querido compartir con él la buena nueva de la recuperación de la vista. Aquello le dolía mucho más de lo que quería admitir. También lo desilusionaba el hecho de que no hubiera confiado en él lo suficiente como para decirle lo que estaba a punto de hacer.
«¿Y por qué iba a hacerlo? ¿Acaso no fuiste tú el que la entregó a la policía cuando confió en ti por última vez? ¿Acaso no habrías tratado de detenerla también esta vez?».
Sin embargo, el sentimiento que más lo embargaba era el de miedo. Sabía exactamente lo que Caitlyn estaba tratando de hacer al anunciar al mundo su intención de entregarse e incluso dando el lugar y la hora exacta. Se estaba colocando como cebo, poniéndose como un cordero en el claro de un bosque para atraer al tigre. Seguramente funcionaría y el tigre, Vasily acabaría cayendo en la trampa. Sin embargo, lo triste era que el cordero moría la mayoría de las veces.
«A las nueve en punto de mañana por la mañana».
A esa hora, la mujer que amaba iba a ponerse a tiro de un asesino. Él estaba a más de novecientos kilómetros de poder impedírselo. Novecientos kilómetros. Su única esperanza de llegar allí a tiempo era conducir sin parar durante diez horas y rezar por que el tiempo fuera bueno y no hubiera atascos.
Sacó su teléfono móvil y marcó el número de Charly. Le saltó el buzón de voz, pero no dejó ningún mensaje. Como no tenía el número de Jake Redfield, llamó a información y consiguió el de la centralita del FBI en Atlanta. Después de que lo pasaran de una extensión a otra en un par de ocasiones, alguien le dijo que el agente Redfield estaba en una misión. Cuando le preguntaron si había alguien más que pudiera ayudarlo, C.J. dio las gracias y colgó.
Cuando se subió al camión, tenía la mente clara y tranquila. Unos minutos después, estaba de nuevo en la autopista, aunque, en aquella ocasión, se dirigía hacia el sur.
Los dioses del tiempo debían de estar en su contra. Un frente frío se había topado con las montañas y había decidido dejar su carga de lluvia y granizo allí mismo. Por consiguiente, el tráfico era muy lento y además, había restricciones de velocidad. Cuando por fin dejó la autopista al llegar a Anderson, C.J. estaba tan nervioso que podría haberse devorado las uñas.
El estómago le dio un vuelo al recordar las imágenes del día en el que dispararon a Mary Kelly y a Caitlyn al salir del juzgado al que él se dirigía en aquellos momentos. «No va a dispararle otra vez. Ella es la única que sabe dónde está Emma. No va a dispararle… No lo hará…». No dejaba de repetir aquellas palabras, casi como si fueran una oración.
Estaba a punto de llegar al aparcamiento que había directamente detrás del juzgado. «Voy a llegar a tiempo», pensó, tras mirar el reloj. Desgraciadamente, en aquel mismo instante, el semáforo se puso en ámbar.
«Maldita sea». Piso con fuerza el freno y detuvo el camión con un profundo chirrido. Mientras esperaba, empezó a tamborilear los dedos contra el volante. Un sudor frío le caía sobre el pecho. A través de la ventanilla abierta de la cabina, oyó cómo el campanario que había al otro lado del juzgado empezaba a dar la hora.
«Vamos, vamos, maldita sea… Ponte verde».
En aquel momento las vio. Caitlyn y Charly. Allí estaban, cruzando la calle a poco más de una manzana de donde él se encontraba. Caitlyn llevaba puesto un traje sastre que Charly le debía de haber prestado, pero habría reconocido su cabello y su modo de andar en cualquier parte.
El corazón estaba a punto de salírsele por la boca. Asió con fuerza el volante, casi como si pudiera arrancarlo de cuajo.
«¡Espera, Caitlyn!¡Espera!», gritó mentalmente, aunque sabía que sería inútil.
Tan centrado estaba en las dos mujeres que no se dio cuenta de que un sedán blanco con cristales ahumados se dirigía lentamente hacia ellas desde la dirección opuesta. No se percató de su presencia hasta que se detuvo, se abrió una puerta y descendió un hombre. Atónito, C.J. se dio cuenta de que el hombre llevaba puesto un pasamontañas.
Todo ocurrió muy rápidamente. El hombre no dudó. Se dirigió directamente a las dos mujeres, agarró a Caitlyn por detrás y al mismo tiempo, pegó una salvaje patada a Charly en la parte posterior de las piernas. Mientras ésta última se desmoronaba sobre la acera, el hombre empezó a arrastrar a Caitlyn hacia el vehículo.
C.J. no tardó en reaccionar. Pisó a fondo el acelerador. No sabía exactamente lo que iba a hacer, pero Caitlyn estaba en peligro. Como un héroe, se dispuso a rescatarla con la única arma que tenía.
No sabía si el semáforo se había puesto en verde o no. El poderoso motor diesel rugió y atravesó la intersección. A través de la ira que lo envolvía, C.J. vio que el hombre del pasamontañas se volvía para mirarlo completamente atónito. También observó cómo Caitlyn observaba la escena muy pálida. En menos de un segundo, el camión arrolló al sedán blanco.
Durante un instante, C.J. se mantuvo inmóvil, observando la destrucción que había causado a través de la ventanilla. La verdad era que se sentía bastante atónito por lo que había hecho, aunque el conductor del sedán no parecía estar herido. Lo vio saliendo del coche como pudo.
Lo que no vio fue a Caitlyn ni al hombre del pasamontañas, al menos hasta que la puerta se abrió de repente y ella apareció en la cabina de un empujón. A sus espaldas, estaba el hombre del pasamontañas… con algo en la mano. Por segunda vez en su vida, C.J. se encontró frente a frente con el cañón de una pistola.