Capítulo 12

Cuando C.J. notó que ella empezaba a perder el control, sus instintos respondieron a aquella rendición con una sensación de triunfo típicamente masculina. Sin embargo, ella empezó a temblar y aquello lo derrotó. Lo que deseaba no era la rendición de Caitlyn. Tampoco deseaba que perdiera nada.

Con tristeza, se dio cuenta de que se había estado mintiendo cuando trató de convencerse de que sólo quería ayudarla, devolverle lo que se le había arrebatado. La vida, la vista, la sensación de seguridad. En realidad, así era, pero había comprendido que lo que realmente deseaba entregarle a Caitlyn era a sí mismo.

Ni siquiera aquello le iba a bastar porque quería también que ella le entregara algo a cambio, que le diera las cosas que precisamente ella, no deseaba entregarle y que lo hiciera de buena gana, sin reservas.

Quería que ella lo deseara. A pesar de lo que le había dicho su madre, ansiaba que Caitlyn lo necesitara. Deseaba que ella compartiera su vida con él. Deseaba que lo amara.

Trató de negarlo. La parte más primitiva de su ser, segura de que en aquellos momentos podría conseguir lo que quisiera, no dejaba de enfrentarse al ser humano inteligente que sabía que no sería victoria alguna aprovecharse de la mujer que temblaba entre sus brazos. Poco a poco, la sangre se le fue helando en las venas y la pasión se convirtió en vergüenza cuando se apartó de ella y le miró el rostro. Como siempre, la belleza en estado puro de aquellos rasgos le quitó el aliento, pero en aquella ocasión, le produjo también dolor.

«¿En qué estabas pensando?», se preguntó con amargura. «¿No era ya bastante difícil que ella te perdonara como para que también quieras que te ame? ¿Después de lo que le hiciste? ¿En qué estabas pensando?».

Con un gran esfuerzo, hizo que ella se incorporara y se apartó de su lado.

– Estás herida. Es mejor que te lleve a casa.

Caitlyn asintió muy tranquilamente. Suponía que estaba en estado de shock. Temblaba y sentía que el frío la atenazaba por dentro. Sus pensamientos eran tan confusos como sus sentimientos y le resultaba imposible poder enfrentarse a ellos. Notó que él le colocaba algo entre las manos. Era el zapato, con el calcetín guardado en su interior. Lo aferró con fuerza contra su pecho mientras él la agarraba por los codos.

– Tranquila -murmuró él, mientras la levantaba-. No apoyes tu peso sobre ese pie… Ahora, colócame las manos sobre los hombros. Te voy a poner sobre la orilla…

El corazón de Caitlyn comenzó a latir con fuerza. Se preguntó si él podría leerle en el rostro el efecto que había producido en ella. Cuando sintió las manos de C.J. alrededor de la cintura, el estómago le dio un vuelco. Él la levantó y la colocó encima del terraplén sin esfuerzo alguno.

De repente, sintió que la ira se apoderaba de ella. Se sentía profundamente humillada, casi tanto como el día en el que le arrebataron su virginidad en el asiento trasero del coche de su padre. Lo que C.J. le había quitado no tenía nombre. Era algo que ni siquiera se había imaginado que pudiera poseer. «Virginidad emocional. ¿Existía aquel concepto?». Agarró con fuerza el zapato y dio unos saltitos para recuperar el equilibrio.

– Si me das algo, puedo andar…

– No seas estúpida -replicó él. Entonces, la tomó en brazos sin muchos miramientos. Inmediatamente, echó a andar a grandes pasos-. No obstante, me ayudaría que no estuvieras tan rígida. Relájate un poco. ¿Crees que podrías rodearme el cuello con los brazos?

– Por supuesto -contestó ella. Con un ademán exagerado, Caitlyn levantó el brazo y se lo colocó por encima de los hombros-. ¿Mejor así?

C.J. lanzó un gruñido y tras colocarse a Caitlyn más cerca del cuerpo, siguió andando. Caitlyn notó como los dos corazones latían con fuerza el uno contra el otro. No sabía cuál de los dos latía con más fuerza. C.J. estaba haciendo todo el trabajo. ¿Cuál era su excusa?

– La casa está muy lejos -dijo-. Vas a conseguir que te dé un ataque al corazón.

– Preferiría que dejaras de preocuparte sobre mi salud -le espetó él-. Hay modos de llevarte mucho más fáciles, ¿sabes? ¿Preferirías que te echara por encima del hombro, como hacen los bomberos?

– No especialmente.

La ira que sentía había empezado a esfumarse, lo que dejaba más al descubierto el dolor que tanto se había esforzado por enterrar. ¿Por qué había tenido que besarla C.J. de aquella manera para luego comportarse como si hubiera hecho algo vergonzoso o peor aún, como si no hubiera hecho nada en absoluto?

– Dime una cosa -dijo por fin, con gran esfuerzo-. ¿Tienes costumbre de besar a las mujeres inesperadamente, cuando a ti te conviene? ¿Cuando te apetece?

– Sólo a las guapas -replicó C.J., sin inmutarse.

Caitlyn se tragó la réplica que había pensado en darle. Seguía presa de los temblores, pero una nueva excitación se había apoderado de ella. Era un placer secreto. «¿Cree que soy guapa?».

Notó que la piel del cuello de C.J. estaba muy caliente y que por debajo, vibraban unos poderosos músculos. Descubrió que, sin darse cuenta, había empezado a acariciársela como si fuera el lomo de un animal.

Ella misma también tenía la piel muy acalorada, aunque sólo donde él la tocaba. Sentía cómo los músculos de C.J. se flexionaban, cómo le vibraban los nervios y cómo le fluía la sangre por las venas. Tuvo que hacer un gran esfuerzo por no sonreír.

La luz la acribilló de repente, como si hubiera pasado de una oscuridad total a mirar cara a cara al sol. Lanzó un grito y escondió el rostro contra el pecho de C.J.

Aquel grito de dolor le partió a él el corazón. La ternura, acompañada de otras emociones que no era capaz de nombrar y que no había sabido que poseía, emergió a través de él y sacudió los cimientos de su alma. Cuando habló, la voz le temblaba profundamente.

– Ya casi hemos llegado. Aguanta, tesoro… -susurró, con los labios pegados al cabello de ella.

Se sentía furioso consigo mismo y a la vez con ella. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? ¿Cómo no se había imaginado que terminaría enamorándose de ella? En aquellos momentos le parecía tan evidente que se preguntó si se habría dado cuenta todo el mundo menos él.


Bubba y Blondie acudieron a saludarlos cuando entraron en el patio. Bubba no hacía más que ladrar, como si les estuviera preguntando por qué habían tardado tanto. Blondie, por su parte, estaba haciendo todo lo posible por lamerle el rostro a Caitlyn.

– Baja, tonta -rugió C.J., aliviado por tener algo en lo que descargar su ira.

Caitlyn estaba temblando entre sus brazos. Sentía tantos deseos de consolarla, de reconfortarla… Como pudo, esquivó al comité de bienvenida canino y empezó a subir los escalones del porche. A continuación y después de hacer malabarismos para no soltarla, consiguió abrir la puerta y entrar en la casa.

– Ya me puedes bajar -dijo ella.

– Enseguida -replicó él. Observó la escalera. Caitlyn tenía razón. Iba a conseguir que le diera un ataque al corazón-. Ya casi estamos.

Casi sin saber cómo, consiguió subir la escalera. Por suerte, la puerta de la que una vez había sido su habitación estaba abierta. La atravesó con un gesto de triunfo. Las piernas y los brazos le pesaban como el plomo, pero consiguió recorrer la distancia que los separaba de la cama y depositar a Caitlyn sobre la colcha rosa con mariposas amarillas. Fue entonces cuando descubrió que ella se estaba riendo.

Se alegraba de que no estuviera llorando y de que no sintiera dolor. No sabía cuál era la causa de tanta hilaridad, pero decidió que no le importaba. Jamás había visto nada que le provocara un regocijo mayor. Se dio cuenta de que jamás la había visto reír, al menos de aquella manera.

– Me alegro de que lo encuentres tan divertido -comentó, cuando pudo recuperar el aliento.

«Ojalá pudiera decírtelo», pensó Caitlyn. «C.J., sé qué voy a volver a ver».

Deseaba más que nada en el mundo poder compartir aquella alegría con él, pero no podía hacerlo todavía. Dado que estaba empezando a recuperar la vista, comprendió que había llegado el momento de tenderle la trampa a Vasily. A pesar de todo, aunque no pudiera contarle la razón de su alegría, quería compartirla con él. Quería que él se tumbara a su lado y que la tomara entre sus brazos, que su gozo se convirtiera en algo completamente diferente, en lo más perfecto y profundo que se podía compartir con una persona. Deseaba que C.J. le hiciera el amor.

– Lo siento -dijo. Se cubrió los ojos con el brazo para que él no pudiera ver cómo respondía a la luz-. No me estaba riendo de ti… Ha debido de ser una reacción inconsciente a todo lo ocurrido. Debes admitir que el hecho de que me marchara presa de una pataleta, que me torciera el tobillo y que me cayera al arroyo es bastante ridículo…

– Ridículo no sería precisamente como yo lo llamaría. A mí más bien me parece que es una estupidez. No quiero ni pensar lo que te podría haber pasado. ¿Qué creías que estabas haciendo?

¿En qué había estado pensando? En aquellos momentos, le resultaba muy difícil recordar la pena que había sentido sólo hacía unas pocas horas. Lanzó un suspiro y se incorporó. Se frotó el rostro con las manos y a continuación, se cubrió los ojos mientras trataba de pensar qué era lo que iba a decir a continuación, qué podía hacer para que él supiera lo mucho que deseaba que se le acercara. No le resultaba fácil ni en la mejor de las circunstancias, dado que se había pasado toda la vida tratando de evitar las atenciones de los hombres y no sabía cómo seducir.

«Si por lo menos pudiera mirarlo, si pudiera ver su rostro…». Nunca se había dado cuenta de lo importantes que eran los ojos como herramienta en el arte de la seducción. Abrumada por emociones que no era capaz de expresar, se limitó a sonreír y a sacudir la cabeza como tácita disculpa.

– ¿Qué les ha pasado a mis flores? -preguntó.

– Creo que están en el porche -respondió él, tras lanzar un bufido que ella no supo interpretar-. Tienen un aspecto bastante triste.

– Bueno, supongo que tendré que recoger más -dijo ella. Cerró los ojos y recordó el contacto del cuerpo de C.J., su olor… De hecho, en aquellos momentos la habitación parecía haberse llenado de su masculino y limpio aroma.

– Sí, supongo que sí. ¿Qué tal tienes el tobillo? -le preguntó, tras sentarse al lado de Caitlyn sobre la cama. Sintió que el corazón le echaba alas.

– Me molesta un poco.

Se agarró con fuerza a la colcha al notar que él le tomaba el tobillo y se lo colocaba sobre el regazo. No se había dado cuenta hasta entonces de lo mucho que deseaba que él la tocara, en otros lugares, por todas partes… No obstante, sabía que aquello no iba a ocurrir, al menos en aquel momento. ¿Ocurriría alguna vez? Sin poder evitarlo, se echó a temblar.

– Te sigue doliendo, ¿verdad? -dijo él, al tiempo que se apartaba el pie de Caitlyn del regazo y se ponía de pie-. Voy a por un poco de hielo.

Caitlyn oyó que los pasos de C.J. atravesaban la habitación y que la puerta se abría… para cerrarse inmediatamente. Ya a solas, se volvió hacia la ventana y respiró profundamente. Entonces, con un profundo temor, abrió los ojos. El aliento se le escapó del cuerpo mediante un largo y tembloroso suspiro. Sí, se había producido. El milagro, un rectángulo de luz con forma de ventana que iluminaba por fin su oscuridad.


C.J. estaba de pie, delante de la puerta abierta del frigorífico, cuando su madre regresó de la iglesia. Tenía una bolsa de cubitos de hielo en la mano y la observaba con amargura mientras trataba de decidir a qué parte de su anatomía iba a aplicársela.

– ¿Estás tratando de refrescar la casa entera? -le preguntó Betty.

C.J. cerró el frigorífico y se dio la vuelta.

– Es para Caitlyn. Se ha torcido el tobillo.

– ¡Oh! ¿Y cómo ocurrió?

– Metió el pie en un agujero que había en el suelo del bosque.

– ¿En el…? No habrás consentido que fuera allí sola, ¿verdad? -replicó su madre, tras dejar el misal sobre la mesa con un golpe seco.

– Mamá, no fue…

– Calvin James, no te excuses conmigo. Estabas sentado en el porche tratando de aplicar un bálsamo a tu orgullo. Eso es lo que estabas haciendo. Sabes muy bien que no debiste dejar que se marchara sola y mucho menos cuando esos hombres aún andan buscándola.

– Lo sé -admitió C.J., con un suspiro-. Creo que ya ha aprendido la lección. No creo que vaya a volver a repetirlo en un futuro próximo.

– Bueno, espero que no. ¿Vas a subirle el hielo antes de que se derrita?

– Esperaba que lo hicieras tú, dado que ya estás aquí. Creo que por el momento, está bastante harta de mí.

– ¿Cómo es eso? ¿Es que os habéis estado peleando?

– No, nada de eso. Sólo es que me parece que la molesto. Se defiende muy bien ella sola y creo que no necesita que yo cuide de ella constantemente.

– Bueno, eso es cierto.

– Por eso, estaba pensando que… -dijo C.J. Dejó la bolsa de hielo sobre la encimera de la cocina y la observó atentamente, tratando de parecer relajado-estaba pensando, que si Jess y tú vais a estar por aquí durante los próximos días, yo podría llamar a Jimmy Joe y preguntarle si tiene un cargamento para mí.

– Creo que deberías hacerlo -replicó su madre, tras recoger la bolsa y el misal.

– No puedo estar sin hacer nada. Tengo facturas que pagar -argumentó, mientras seguía a su madre al pasillo.

– Hijo, tienes razón -afirmó Betty mientras empezaba a subir las escaleras-. Después de todo, tal y como tú dices, Caitlyn es una mujer hecha y derecha que no necesita que la cuiden como si fuera un bebé y tú eres un hombre con responsabilidades. Deberías volver a trabajar. Hazlo, no te preocupes por Caitlyn. Jessie y yo cuidaremos de ella. Estará bien.

– Bien… Entonces, bueno.

C.J. observó cómo su madre desaparecía al llegar a lo alto de la escalera. Se dio la vuelta y regresó a la cocina para mirar durante unos instantes el lugar en el que había estado la bolsa de hielo. Tenía la sensación de haber pasado algo por alto, pero no tenía ni idea de qué podía ser.

Dado que la formica no parecía proporcionarle respuesta alguna, salió al exterior.

«Es lo mejor», se dijo, tratando de hacerse creer que se sentía muy contento con la decisión que había tomado. Después de lo ocurrido aquel día, iba a ser un verdadero infierno estar con Caitlyn y tener que recordarse a cada paso que él no era la clase de hombre que se aprovechaba de una mujer tan vulnerable. Al menos, esperaba que así fuera. Cuando recordó que la había besado en el bosque y el tiempo que había estado deseando hacerlo, lo mucho que deseaba repetirlo y dejarse llevar por lo que, naturalmente, venía a continuación, sintió un escalofrío y notó que el estómago se le ponía boca abajo. No la había llevado allí para eso, ¿verdad?

No.

Lleno de furia, consultó la hora en su reloj y echó a correr. Desgraciadamente, descubrió que las piernas no le respondían y que ya tenía acelerados los latidos del corazón. Tras recorrer unos doscientos metros, se detuvo y se marchó andando a su casa.


– Caitlyn, cielo. Jake quiere saber si estás segura de que puedes hacerlo. ¿Lo estás o es demasiado pronto?

La voz de Eve estaba llena de preocupación.

En el pequeño despacho que había entre la cocina y el comedor, donde Betty Starr guardaba todos sus papeles y en el que estaba el único teléfono de la casa, Caitlyn agarró con fuerza el teléfono y habló con decisión.

– Estoy bien, de verdad. Los dolores de cabeza han mejorado mucho. Me siento muy fuerte.

No era cierto. Nunca se había sentido más frágil. Ella, que siempre había mostrado tanta seguridad en sí misma, ya no podía confiar en sus propios sentimientos ni en su buen juicio. Sentía que el suelo que pisaba no dejaba de temblar.

– La inflamación ya casi ha desaparecido. Tengo un aspecto bastante normal, o por lo menos eso es lo que me dicen. Aún no puedo ver todos los detalles, sino tan sólo luz y siluetas. Después de todo, acaba de pasarme, pero los médicos me dijeron, que una vez que empezara a ver, podría recuperar la vista bastante rápido. Por eso, se me había ocurrido…

– Caitlyn, es una noticia fantástica -dijo Eve, muy contenta-. Debes de estar muy feliz. Me alegro mucho por ti, igual que Jake. Me apuesto algo a que C.J. es el hombre más feliz de Georgia.

Caitlyn apoyó un codo sobre la mesa y se sujetó la cabeza. La casa estaba vacía. Jess estaba trabajando y Betty se había ido a una cena que se celebraba en la iglesia. Tanto silencio la agobiaba y se sentía como si estuviera a punto de lanzarse al lado más profundo de la piscina. Sin embargo, ya era demasiado tarde para echar marcha atrás. Para bien o para mal, había tomado su decisión. Al día siguiente, Eve pondría en movimiento la primera parte del plan del FBI. En dos o tres días, todo habría terminado. Para bien o para mal.

– Él no lo sabe -murmuró-. No se lo he dicho.

– ¿Y por qué no? -repuso Eve, con el tono de voz que se utilizaba para los que han perdido la cabeza-. Ya sabes que se ha tomado muy personalmente lo que te ha ocurrido.

– Eve, precisamente por eso no se lo puedo decir. Cree que es responsable de todo lo que ocurrió, a pesar de que yo le he dicho mil veces que no lo es. Sé que si supiera lo que tengo intención de hacer, haría todo lo posible para impedírmelo.

– Tal vez tenga razón. Sé que a Jake tampoco le hace mucha gracia. Hay otros modos…

– No, no los hay. Conozco a Vasily y tú no. No es ningún imbécil y no va a dejarse engañar por nadie. Tengo que ser yo. Además, el plan está muy bien pensado. No van a dejar que me ocurra nada. No te preocupes.

– No estoy preocupada -replicó Eve, en tono no muy convincente-. Está bien. Pasaré a recogerte mañana para la entrevista. ¿A qué hora?

– A última hora de la mañana. Jess estará en el trabajo y Betty se marcha los lunes a esa hora para llevar comidas a los ancianos, por lo que aquí no habrá nadie para ponerme trabas.

– ¿Y C.J.? ¿Cómo se lo vas a ocultar a él?

– No creo que eso sea ningún problema -respondió Caitlyn, con voz neutral, mientras trataba de ocultar sus sentimientos-. Probablemente ni estará aquí. He oído que le decía a su madre que va a regresar a trabajar. Seguramente a esa hora ya se habrá marchado de viaje, pero si no…

– Si no, avísame y recurriremos al plan B. Muy bien, si no tengo noticias tuyas, te iré a recoger mañana por la mañana.

– Muy bien.

Las dos mujeres se despidieron y colgaron sus respectivos teléfonos. Entonces, Caitlyn permaneció sentada durante un instante mientras los nervios la corroían por dentro. A continuación, se levantó y atravesó la puerta que comunicaba la estancia con la cocina.

La estancia estaba llena de luz. Estaba casi segura de que no había encendido ninguna lámpara. ¿Para qué iba a hacerlo? No podía ver.

Contra la luz de la ventana, se adivinaba la silueta de una persona. Estaba sentada a la mesa, con algo entre las manos. Era un periódico. Caitlyn se quedó helada. «¡Dios mío! C.J…».

Inmediatamente, comprendió que se había equivocado. El olor a hospital, tenue pero inconfundible… El alivio estuvo a punto de doblarle las rodillas.

– Jess, ¿eres tú?

– Sí -respondió. El periódico crujió y la silueta se volvió para mirarla.

– No te he oído entrar -susurró Caitlyn. Se sentía sin aliento, como si hubiera estado corriendo-. ¿Cuánto… cuánto tiempo llevas aquí?

– El suficiente-respondió Jess.

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