Capítulo 4

Caitlyn escuchó el silencio y notó cómo se despertaba la ira. Había habido una vez en la que ella había atesorado el silencio, lo había considerado como un don y en las escasas ocasiones en las que se había encontrado inmersa en él, había gozado con la experiencia como lo había hecho con un cálido baño con aceites aromáticos, una copa de vino y velas. En aquellos momentos, el silencio era su enemigo, una amenaza desconocida acechando en la oscuridad. El silencio hacía que se sintiera sola y aterrada.

Sin embargo, no era la clase de mujer que cedía al miedo. En aquel momento, la única arma de la que parecía disponer para enfrentarse a él era la ira.

– Diga algo, maldita sea -dijo. Se movió con cuidado. A pesar de los analgésicos que le habían dado, un dolor insoportable le atravesaba la cabeza cada vez que se movía.

Escuchó un sonido. Se había aclarado la garganta. A continuación, una voz sureña y cálida como un día de verano. Le había gustado aquella voz desde el primer momento en el que la escuchó. No había esperado volver a oírla.

– Lo siento. Supongo que no sé qué decir.

– Usted lo sabía, ¿verdad? -dijo, algo avergonzada-. Sabía que yo me había quedado ciega. Deben de habérselo dicho.

Se escuchó una tos y el suave sonido de unos pasos sobre el suelo de vinilo. Debía de sentirse incómodo. Tal vez había cambiado de posición sobre la silla. ¿Cómo sabía que estaba sentado? Porque su voz procedía de un punto a nivel de la de ella. Se alegraba de haber podido deducirlo.

– Me dijeron que tenía mucha suerte de estar viva -respondió él-. Me dijeron que esa bala no le voló parte de la cabeza por poco.

La brutalidad de aquellas palabras la sorprendió. Con cierta amargura, le respondió de igual manera.

– Sí, pero lo que pasó fue que sólo me rozó un poco y le dio a Mary Kelly en el corazón. Ella está muerta y yo tengo una inflamación cerebral de poca importancia que, desgraciadamente, me afecta al nervio óptico. Qué suerte.

– Me dijeron que podría ser que la ceguera no fuera permanente. Que su vista volvería a medida que sanen las lesiones o, que si no es así, se podría operar más adelante.

– Eso es lo que dicen…

Caitlyn cerró los ojos y giró la cabeza hacia el lado contrario de donde estaba aquel hombre sentado. Se sentía tan cansada… Si por lo menos él se marchara… Si pudiera relajarse y llorar…

– ¿Recuerda algo sobre el… sobre el tiroteo? -preguntó él.

Caitlyn negó con la cabeza. Mala idea. Trató desesperadamente de controlar las náuseas.

– Usted trató de proteger a Mary Kelly. ¿Lo sabía? -añadió. La emoción que se le reflejaba en la voz era ira. Sin duda. Aquello la dejó perpleja-. Se arrojó delante de ella. Por eso la bala que le impactó a ella en el pecho le dio a usted primero.

– ¿Quién le ha contado eso? -susurró. Tenía tantas ganas de llorar…-. ¿La policía? ¿Qué… qué le dijeron? ¿Qué es lo que saben?

– Usted lo sabía, ¿verdad? Supo que Mary Kelly era el objetivo en el momento en el que escuchó los disparos. Trató de decírmelo… Fue Vasily ¿verdad? Usted me dijo que él la mataría. Me lo dijo y yo no…

Sintió un movimiento. Unas manos la tocaron. Su tacto era suave y fresco.

– Mire, lo siento… Lo siento…

La voz de C.J. fue alejándose. Llegó la tranquilidad y la paz. Con un gemido de gratitud, Caitlyn se sumergió en la inconsciencia del sueño.


Tras armarse de valor, C.J. se enfrentó con las personas que esperaban en el puesto de enfermeras.

– Lo siento -dijo, tratando de no mirarlos a los ojos-. No quería disgustarla. Sólo quería decir… Lo siento -repitió, tras levantar una mano. Sacudió la cabeza-. Lo siento…

De las cuatro personas que había en el mostrador, dos, una atractiva pareja de mediana edad, asintieron en un mudo gesto de comprensión. C.J. se había dirigido a ellos. Eran los padres de Caitlyn. Los otros dos eran Charly su cuñada y abogada, y el agente especial Jake Redfield del FBI, el pariente político de su hermano Jimmy Joe. La primera le dio una palmada en el hombro y el segundo lo observaba con ojos cautelosos y perspicaces.

En aquel momento, salió una enfermera de la habitación en la que se encontraba Caitlyn.

– Estará durmiendo durante un rato -dijo-. Si lo desean, pueden bajar a la cafetería para tomarse un café o algo de comer.

La madre de Caitlyn agarró del brazo a su esposo, como si quisiera sacar fuerzas de aquel contacto y le preguntó a la enfermera:

– ¿Podría sentarme con ella?

– Por supuesto -respondió la enfermera-. Entre.

Mientras observaba cómo Chris Brown se alejaba de él, C.J. pensó que ya sabía a quién se parecía Caitlyn, aunque no en su gracia, en esa apariencia etérea que le daba un aspecto irreal, de cuento de hadas. Aunque era alta y esbelta como su hija, Chris Brown se movía como un potrillo, lo que le daba un aspecto mucho más joven de lo que era. Su rostro era el mismo óvalo perfecto de Caitlyn y su cabello del mismo tono rubio, aunque largo. El color de los ojos era el mismo, un pálido azul grisáceo, aunque sin los reflejos plateados que a C.J. le resultaba imposible olvidar.

Charly miró el reloj.

– Bueno, creo que voy a ir a tomarme esa taza de café. ¿Quiere alguien acompañarme?

El padre de Caitlyn sonrió amablemente y negó con la cabeza. C.J. se aclaró la garganta y dijo:

– Creo que voy a quedarme un rato por aquí.

Nadie le preguntó a Jake Redfield qué planes tenía. Ya se había marchado a hablar con el oficial uniformado que había frente a la puerta de la habitación que ocupaba Caitlyn. Charly se despidió de todos y se dirigió a los ascensores. C.J. se encontró a solas con el hombre cuya única hija había estado a punto de ser asesinada. Dado que lo había criado una madre que le había enseñado a enfrentarse a las consecuencias de sus actos, C.J. se cuadró de hombros y se dirigió a él.

– Señor Brown…

Antes de que pudiera seguir hablando, el padre de Caitlyn lo agarró por el codo.

– Es mejor que nos pongamos cómodos, ¿no le parece? -le dijo, en tono amable.

Lo condujo a la sala de espera. Allí, los dos hombres tomaron asiento. C.J. se inclinó hacia delante y con las manos agarradas con fuerza, volvió a comenzar.

– Señor Brown…

Una vez más fue interrumpido.

– Me gustaría que me llamaras Wood, como hace la mayoría de la gente. Me pusieron Edward Earl, como mi padre, pero la única persona que me llama así es mi hermana Lucy. Sólo mis alumnos me llaman señor Brown -añadió, con una media sonrisa, en los labios.

– ¿Eres profesor?

– Lo fui. Ahora soy subdirector de un colegio.

– Supongo que eso explica por qué me siento como si estuviera en el colegio, en el despacho del director -comentó C.J., con una sonrisa.

La sonrisa de Wood Brown se vio reemplazada por un gesto de desolación, que luego se transformó en compasión. Se inclinó hacia delante, en una postura idéntica a la de C.J.

– Hijo, sé que te sientes responsable por lo que le ha ocurrido a mi hija y a esa mujer, pero no lo eres. Chris, la madre de Caitlyn y yo no te culpamos, como tampoco creo que lo haga Caty. Ella te puso en una situación muy difícil y tú hiciste lo que creías que era lo correcto dadas las circunstancias. Eso es todo.

– Si lo que hice estuvo bien… -susurró C.J., con la mirada puesta en el suelo-, ¿por qué me siento tan mal?

Wood se reclinó sobre el respaldo de la silla con un suspiro y se pasó una mano por el espeso cabello grisáceo.

– No siempre podemos elegir entre lo que está bien y lo que está mal. En algunas ocasiones, se trata de elegir la opción menos mala de todas. Cuando esto ocurre, basta con que uno haga todo lo que puede. Yo tenía una tía abuela que vivió hasta cumplir más de cien años. Ya ha fallecido, que Dios la bendiga. Mi tía Gwen siempre decía, que si uno espera lo suficiente, el tiempo hace que las cosas salgan como tienen que salir. Ella lo llamaba Providencia. Mírame a mí, por ejemplo. Conocí a mi esposa después de romperme las dos piernas en un accidente de camión en Bosnia. En aquel momento, me pareció el fin del mundo, el final de los deportes, de mi carrera, de todas las cosas que me gustaba hacer, pero si no hubiera sido por aquel accidente, no habría conocido a mi esposa. Ni hubiera estado allí cuando ella me necesitó para que le salvara la vida -comentó. C.J. lanzó una exclamación de sorpresa y Wood sonrió-. Es una larga historia, por lo que creo que la dejaremos para otra ocasión. Supongo que aún es demasiado temprano para saber cómo va a resultar todo esto, pero podría ser que tú estuvieras allí justo donde tenías que estar para que Caty te secuestrara. Nunca se sabe… -concluyó, encogiéndose de hombros.

Dado que C.J. no sabía qué responder, decidió guardar silencio. Sin embargo, se le ocurrió que tanto si Wood creía en aquello de la Providencia como si no, era una actitud notable para un hombre cuya única hija estaba en la cama de un hospital herida de bala y tal vez ciega de por vida. Se sintió muy agradecido aunque poco merecedor de aquella actitud, lo que le recordó lo que había querido decirle al padre de Caitlyn desde un principio. Aquella vez se lanzó con rapidez para no darle la oportunidad de que lo interrumpiera una vez más.

– Te agradezco mucho que no me culpes por lo que le ha ocurrido a tu hija, pero eso no cambia el hecho de que no estaría donde está si yo hubiera hecho lo que ella me pidió. No te pido que me perdones por eso, sino que me des la oportunidad de enmendarlo.

– ¿Y cómo piensas hacerlo, hijo?

– Atrapando al tipo que le ha hecho eso -respondió C.J., con la voz atenazada por la ira.

– Creo que sé cuánto deseas hacerlo. Yo también lo pienso, pero de eso debe encargarse la policía y el FBI, ¿no te parece? Seamos realistas, ¿de verdad crees que hay algo que puedas hacer?

– Yo solo no, pero tengo mucha ayuda. Ese hombre que estaba aquí antes es agente del FBI. Se llama Jake Redfield y da la casualidad de que también está casado con la hermana de mi cuñada. Creemos que podemos atrapar al responsable de todo esto. Tenemos un plan, pero implica que… Necesitamos a Caitlyn. Cuando tenga fuerzas suficientes, se lo contaremos todo y si ella está dispuesta…

Wood dejó escapar el aliento y una vez más, se pasó la mano por el cabello. Tenía la tensión reflejada en el rostro. Por primera vez, pareció un hombre enfrentándose a una terrible pérdida.

– Ella diría que sí, por supuesto -dijo-. Caty es así -añadió, bajando los ojos-. Estos últimos meses han sido un infierno, en especial para su madre. En estos momentos, lo único que Chris desea es llevarse a Caty a casa para poder cuidarla. Ha estado contando las horas… ¿Tienes hijos? -le preguntó a C.J. Éste negó con la cabeza-. Entonces, no sé si me vas a comprender. Un hijo siempre es un hijo, aunque ya sea un adulto. De hecho, eso empeora las cosas porque ya no se tiene control sobre lo que hace. Toma sus propias decisiones.

Se dio una palmada en las rodillas y se puso de pie de repente. Miró a C.J. y forzó una sonrisa.

– Bueno, supongo que ya está. En resumen, es decisión de Caty no nuestra. Si ella quiere seguir adelante con tu plan, nosotros no trataremos de detenerla. De hecho, no podríamos, aunque así lo quisiéramos.

C.J. también se puso de pie.

– Gracias, señor -murmuró extendiendo la mano.

Wood se la estrechó breve pero firmemente. A continuación, se dio la vuelta y comenzó a andar muy rápidamente, aunque, después de unos pasos, se dio la vuelta para mirar a C.J.

– Prométeme una cosa -le dijo, apuntándolo con el dedo índice-. Atrapa a ese hombre, ¿me oyes? Asegúrate de encontrar a ese canalla.


Caitlyn flotaba en un sopor que no era sueño, aunque tampoco la conciencia plena. Su mente viajaba a placer, tal y como lo hace en los sueños. Sabía que estaba soñando y la reconfortaba saber que podría despertarse cuando lo deseara.

Tenía la mente repleta de imágenes, de rostros de personas y de lugares, aunque principalmente lo que veía eran personas. Iban pasando una detrás de otra, como si se tratara de diapositivas mostradas a toda velocidad. Su pasado al revés, empezando por la última imagen que recordaba: la del pequeño centro comercial que había frente a los juzgados. Todo estaba invadido por un mar de reporteros y de cámaras. Un brillante cielo azul de septiembre.

A continuación, cuando unos minutos antes habían estado en el interior del tribunal. El rostro del juez, el de Mary Kelly esforzándose por sonreír…

Los días y semanas de antes. Su madre visitándola en la cárcel con ojos asustados. Su padre, tranquilo y animoso, como siempre, aunque limpiándose una lágrima cuando se volvió para marcharse al término de la visita.

Mucho más atrás en el tiempo. Una cálida noche de abril. Un camión azul. Un hombre de suave y espeso cabello rubio, con ojos tan oscuros como el chocolate e igual de seductores, una dulce sonrisa enmarcada por hoyuelos y unas manos fuertes, que le colocó encima de los hombros… Labios que se movían, que pronunciaban palabras tan dolorosas como los golpes de un martillo… «No puedo hacerlo… Lo siento».

El mismo rostro en un rápido montaje de imágenes, en el que volvía a aparecer el rostro de Mary Kelly… Los rostros de todas las mujeres temerosas y maltratadas que había conocido, hasta regresar al primero y más amado, el rostro de su propia madre, tan hermoso, tan joven, tan turbado…

También estaban los rostros de los niños e incluso los de algunos hombres entre las víctimas… Su primo Eric y su preciosa hija Emily en su desesperada huida hacia la seguridad, arrebujados el uno contra el otro para superar el frío invernal de Iowa… ¿Sería posible que aquello hubiera ocurrido las navidades anteriores?

Vio el rostro de Eric en tiempos más felices, junto con el de su hermana Rose Ellen… Los vio como los niños con los que ella había jugado en la granja de la tía Lucy y el tío Mike. También estaban los hijos del tío Rhett, aunque a ellos los veía con menos frecuencia. Eran mucho mayores que ella. Lauren, que adoraba los caballos, tenía once años más y el tímido Ethan, que era médico, siete. Además, vivían tan lejos…

Se vio a sí misma, una nerviosa adolescente, bailando con el tío Rhett, que acababa de ser elegido presidente de Estados Unidos, en medio del brillo y de la excitación del baile inaugural. A Dixie, la primera dama, sonriente y radiante. Se volvió a ver a sí misma de niña, montada en el tractor del tío Mike mientras Eric, que iba sentado al otro lado, se reía a carcajadas.

Se vio aún más pequeña, aterrada y muy emocionada, cuando su padre la llevó a dar una vuelta a la manzana a lomos de su Harley. Después, ella había aprendido a montar en moto y había tenido su Harley durante un tiempo, pero el paseo en moto que recordaba más vivamente era aquél, el primero.

Los rostros de sus padres, sus primeros recuerdos. La casa que tenían en Sioux City. Su dormitorio. Cuadros y más cuadros… Estaciones y colores… Lugares y rostros… Imágenes e imágenes…

En aquellos momentos, nada.

«Ahora estoy ciega. ¿Y si no vuelvo a ver nunca más? ¿Y si es para siempre y lo único que me quedan son los recuerdos?».

Se despertó envuelta en un sudor frío. El corazón le latía a toda velocidad. Muy cerca sonaba el pitido de un monitor. Una mano muy familiar le tocaba la suya y le acariciaba el brazo. El rostro. La voz de su madre resonó como si hablara con una niña muy pequeña.

– Tranquila, tesoro… Tranquila…

– ¿Mamá?

– Los dos estamos aquí, cielo -dijo su padre. Tocó suavemente la mejilla de Caitlyn y ella suspiró. Un momento después, el monitor quedó en silencio.

– ¿Me podéis dar un poco de agua?

Un momento después, sintió que la incorporaban de la cama. Una momentánea sensación de pánico se apoderó de ella. Controló la necesidad de extender la mano, de tratar de mantener alejado la nada que la rodeaba. Notó el tacto suave de la pajita en los labios, por lo que inclinó la cabeza y empezó a beber.

– Gracias -dijo. Se echó hacia atrás y se colocó en una postura más cómoda.

– ¿Cómo te encuentras? ¿Te podemos traer algo? -preguntó la voz de su madre, algo temblorosa. Aquello puso más nerviosa a Caitlyn dado que su madre, como físioterapeuta, estaba acostumbrada a los hospitales y a los enfermos. No se arredraba fácilmente.

– No, estoy bien -respondió, apretándole la mano con fuerza a su madre.

– Cielo, si te encuentras bien -dijo su padre-, hay unas personas aquí a las que les gustaría hablar contigo.

– Ya he hablado con la policía.

– No es la policía, sino… Es el camionero al que tú… Ha…

– ¿Sigue aquí? -preguntó Caitlyn, con voz irritada. No le apetecía tener que aliviar la culpabilidad que él tenía en la conciencia.

– Sí y ha… Ha traído a algunas personas que quiere… Caty -añadió, tras una pequeña pausa-, creo que deberías escuchar lo que tiene que decirte.

Antes de que pudiera responder, se vio distraída por un dolor muy fuerte que sentía en los dedos. Comprendió que era su madre, que se los estaba apretando con demasiada fuerza.

– Mamá… -murmuró.

La presión cesó inmediatamente. Entonces, notó la mejilla de su madre con la suya mientras ella hablaba.

– Creo que debo marcharme. Estaré fuera.

Notó un movimiento y enseguida, notó un vacío a su lado.

– Papá, ¿qué le pasa a mamá?

– Todo esto le ha resultado muy duro -respondió su padre-. Nos lo ha resultado a todos…

– Lo siento, papá… -musitó Caitlyn, entre lágrimas que no pudo contener-. Lo siento…

– Venga… -susurró su padre. El vacío que había al lado de Caitlyn quedó lleno por una calidez y un olor muy familiar.

– No te dije… No podía…

– ¿Decirme qué, tesoro?

– Lo que estaba haciendo. No podía… Sigo sin poder… Es tan importante… ¿Me comprendes? -preguntó, tratando de horadar la oscuridad. Hubiera dado cualquier cosa por poder ver. Cualquier cosa.

– No, no puedo decir que te comprenda -replicó él. Las manos que la habían abrazado la soltaron-. Y tú no ayudas, ¿sabes?

– Lo siento -repitió ella, presa de una terrible tristeza. La mano de su padre le colocó en la mano un puñado de pañuelos de papel-. No puedo correr el riesgo de delatar a los demás. Lo que hacemos es tan importante… La gente a la que ayudamos no tiene a nadie más a quien recurrir. Todo tiene que seguir adelante, aunque yo no pueda…

– Entonces… -dijo su padre. Caitlyn notó que él trataba de comprender- Supongo que es como esa organización llamada Vía Subterránea, de la Guerra Civil, sólo que vosotros ayudáis a las personas a escapar… ¿De qué? ¿De la violencia doméstica? ¿De abusos sexuales?

– De los que abusan de ellos. De los que la ley no puede ni quiere tocar. Algunas veces la ley y la justicia no van de la mano -afirmó-. A pesar de que en algunos casos contamos con el sistema de protección de testigos, no es suficiente para escapar. Algunas veces, la gente tiene que… desaparecer -añadió, con voz sombría.

– Caty lo comprendo. De verdad, pero ¿por qué? -le preguntó su padre. Inmediatamente, volvió a quedar en silencio. Entonces, lanzó una risotada-. Supongo que ya sé la respuesta, pero ¿cómo diablos te metiste en…?

– Por Internet. Durante el primer año de universidad. Yo me sentía sola, presa de la añoranza… Empecé a pensar en lo afortunada que era. Mamá y tú… en el modo en el que os conocísteis… -susurró-. Quería averiguar más, eso es todo. Violencia doméstica, abusadores, acosadores… Todo eso. Así fue como empezó. Lo siento.

– Caty hija, el que lo siente soy yo -musitó su padre, con la voz ahogada por la emoción.

Como no pudo encontrar palabras de consuelo para su progenitor, Caitlyn buscó a tientas su mano y la agarró con fuerza.

Desde el otro lado de la ventana de cristal, C.J. observaba las emociones que se dibujaban en el rostro de Caitlyn. Fue testigo de cómo Wood bajó la cabeza para ocultar la angustia de su rostro a unos ojos que ya no podían verla…

Había estado espiándolos descaradamente. Se le había hecho un nudo en el estómago del que no se podía librar. Sabía que no era responsable de lo ocurrido. Se lo había repetido una y otra vez. Caitlyn había tomado sus decisiones mucho antes de que los dos se conocieran, de que ella decidiera incluirlo en su cruzada sin ni siquiera preguntarle si quería que así fuera. Legalmente no tenía culpa alguna. Seguramente, éticamente tampoco. Lo sabía muy bien y también conocía, que más profundamente, había otra unidad de medida, de la que no sabía el nombre, pero que le decía que cuando hay que ayudar a un ser humano, un hombre no debe pararse a pensar en el coste que ello puede acarrearle a él mismo. Según esta última unidad de medida, había demostrado plenamente sus carencias y le costaba vivir con ese peso.

Además, sabía que no iba a poder olvidarlo hasta que no consiguiera enmendarlo.

En aquellos momentos, mirando a padre e hija juntos, sentía una angustia en el vientre que le hizo comprender que tal vez no habría modo de enmendar aquella situación. Nunca.

El hecho de haber escuchado la conversación no le daba mucho con lo que consolarse. Además, había mucho que ni siquiera había comprendido. Sin embargo, sí había oído lo suficiente como para estar seguro de que el asunto no era algo que ninguna de las dos partes en la conversación quisiera que supiera el FBI. Por eso, cuando vio que su concuñado, el agente especial Jake Redfield y Charly se acercaban, entró en la habitación y dio a conocer su presencia con una tos.

– C.J. -dijo Wood, con aspecto aliviado. Inmediatamente, le indicó que se acercara-. Le estaba diciendo a Caty… Bueno, más bien estaba a punto de decirle… Bueno, ¿por qué no te sientas? Cielo -añadió, dirigiéndose a su hija-. C.J. está aquí. Ya te he dicho que tiene algo de lo que le gustaría hablarte. Están todos aquí -se corrigió, al ver que Charly y Redfield también estaban presentes-. C.J., te dejo a ti las presentaciones.

Wood se echó a un lado, pero no abandonó la habitación. Se retiró a un rincón y lo observó todo como un centinela. Como un guardaespaldas, decidido a vigilar a su hija sin que ella se diera cuenta.

Con tantos pares de ojos en la habitación, C.J. se cuidó mucho de no observar a Caitlyn durante demasiado tiempo. Sin embargo, un vistazo le bastó para ver la expresión cautelosa y algo enojada que se había reflejado en aquellos rasgos delicados de princesa de cuento de hadas. Rápidamente, presentó a Charly y al agente especial Redfield.

Las manos que había apoyadas sobre las sábanas se apretaron hasta convertirse en puños.

– No voy a responder más preguntas -dijo, con voz remota, como si ya no le importara nada.

Sin inmutarse, Jake Redfield arqueó las cejas y miró a Caitlyn como si ella pudiera verlo. Se había colocado a su lado, al otro lado de C.J. Charly estaba los pies de la cama.

– No importa -dijo, muy tranquilamente-. No pienso hacerle ninguna, al menos ahora. Sin embargo, lo que sí que me gustaría es que escuchara lo que tengo que decirle. ¿Cree que puede hacerlo?

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