Capítulo 9

Cuando llegó la hora de la cena, Lexie estaba volviéndose loca. Había pensado que el comportamiento de Cash volvería a la normalidad a lo largo del día, pero se había equivocado. Quizá habría pillado la gripe o… quizá sufría un ataque agudo de demencia. En cualquier caso, había intentado ser amable con él. El pobre no tenía la culpa.

Pero Lexie estaba empezando a perder la paciencia. O aquel hombre se comportaba de forma normal o…

– Lexie, ¿me estás oyendo?

– Claro que sí, cielo -sonrió ella, aunque no era cierto. El niño estaba contándole a todo el mundo lo del accidente en el barco, pero cuando les estaba diciendo lo del reno, Cash había acariciado sus hombros. Así, como si nada.

Era la misma clase de extravagancia que llevaba haciendo todo el día. No había nada raro en que le tocara los hombros. No era un crimen. Pero era su manera de hacerlo, como si fueran amantes, como si no pudiera apartar sus manos de ella.

– Los renos son peligrosos. En serio, Lexie -estaba diciendo el niño-. No lo parece porque son muy graciosos, pero lo son. Pregúntale a Cash. Si una mamá reno cree que te estás acercando a sus cachorros, intenta clavarte los cuernos. ¿A que sí, Cash?

– Te creo, te creo -dijo Lexie-. Y te prometo no volver a acercarme a un reno. O a una rena. ¿Se dice rena?

– ¿O será «renoa»? -sugirió Jed, el piloto de la avioneta, que había ido aquella noche para llevarse a Bob y Winn, dos de los ejecutivos de Cleveland.

– Qué tonto eres, Jed -rió Sammy-. No se dice renoa.

– Menos mal que vas al colegio -dijo el hombre-. Lexie… -ella volvió la cabeza al oír su nombre, pero tampoco registró lo que Jed decía. Y por la misma razón. Al volver de la cocina, Cash se había acercado a su silla y, sin venir a cuento, le había dado un beso en la nuca. Delante de todo el mundo. Delante de Sammy-. Lexie, ¿me has oído?

– Lo siento, perdona.

– Estaba diciendo que pareces otra persona. Solo llevas aquí dos semanas, pero has cambiado por completo. Estoy intentando averiguar cuál es la diferencia…

Quizá Jed no podía, pero ella la conocía perfectamente. Frente a Lexie había un antiguo espejo en el que se miraba de vez en cuando. Y tenía razón. En menos de tres semanas, su aspecto había cambiado por completo.

Aquella noche llevaba un jersey azul con cuello de pico y pantalones del mismo color. Pero también llevaba las zapatillas de Sammy, y Cash le había colocado una camisa de cuadros sobre el jersey al ver que tenía frío.

En poco más de dos semanas, aquel sitio había aniquilado a la antigua Alexandra Jeannine Woolf y la había convertido en una extraña. Lexie tenía tantas cosas que hacer que ni siquiera encontraba tiempo para arreglarse el pelo. Siempre lo había tenido rizado, pero en aquel momento los rizos iban por donde querían. Ni siquiera se ponía maquillaje. Pero el pelo y la falta de maquillaje no era el cambio. Era otra cosa.

La luz.

Aquella luz que parecía tener su rostro.

Tenía más color en las mejillas que si se hubiera puesto colorete. Y Lexie sabía qué causaba aquel color.

Lo más curioso de todo era que nadie parecía encontrarla rara. Nadie parecía notar que tenía un aspecto curioso. Se pusiera lo que se pusiera.

Aquello tenía que terminar.

– Seguramente será falta de sueño -le dijo a Jed-. Anoche tuve que dormir con siete más. Y en el suelo.

Sammy soltó una carcajada.

– ¿Perdón? -dijo Jed, sorprendido.

– Es la verdad. Y no tengo ni idea de dónde o cómo voy a acabar esta noche.

– Me parece que podremos encontrar algún arreglo, cariño.

Lexie miró a Cash. Lo de «cariño» no había pasado desapercibido para nadie.

– Voy a echar un vistazo a los cachorros -dijo, levantándose-. Sammy, ¿quieres venir conmigo?

– Claro.

– ¿Podría hablar contigo más tarde, Cash? -preguntó, como quien no quiere la cosa-. Solo para intercambiar unas palabras.

– Claro que sí -aseguró él, con aquel tono sexy y sugerente.

Después de jugar con Martha y sus cachorros, Sammy se fue a su habitación, aunque Lexie sabía que tardaría casi una hora en quedarse dormido. Mientras, tanto, se preparó para su encuentro con Cash subiéndose las mangas del jersey.

Cuando llamó a la puerta, estaba dispuesta a darle un puñetazo en la nariz, pero no estaba preparada para verlo con una tienda de campaña en las manos. Ni para el guiño de conspiración.

– Sé que estás molesta conmigo, pero dame una oportunidad para arreglarlo, Lexie. Sígueme -dijo él, con toda tranquilidad.

Ella lo siguió, primero porque no estaba dispuesta a discutir con él… delante de los cachorros, ni en el pasillo donde alguien pudiera oírlos. Cash salió del refugio y ella lo siguió, como hipnotizada.

– Sujeta la linterna.

– ¿Para qué?

– Ya sé que hemos tenido algunos problemas para encontrarte alojamiento esta noche, pero se me ha ocurrido que podríamos matar dos pájaros de un tiro. Tendrás un sitio para reposar y, a la vez, vivirás una nueva experiencia.

– Por favor, más deportes no.

– Esto es diferente -aseguró él-. Es una acampada.

– ¿Quieres decir que voy a dormir aquí fuera?

– Eso es lo que suele ser una acampada, cariño. Pero me parece que este deporte te va a gustar. Confía en mí. Estarás cerca de la naturaleza y podrás saborear la magia de la noche.

– Prefiero estar cerca de un radiador.

– Si sujetas la linterna, tardaré un minuto en montar la tienda. Además, he traído un colchón de goma para que estés cómoda y almohadas y mantas…

– McKay -lo interrumpió ella-. ¿Creías que estaba molesta porque no me gusta hacer deporte? Ya te dije que el deporte no es lo mío. Soy más torpe que una rana.

– Pero este deporte te va a gustar, ya lo verás. No tienes que hacer nada. Ya sé que es una pesadez que Martha haya tenido a los cachorros en tu cama, pero mañana mudaremos tus cosas a una de las habitaciones del piso de abajo. Y esta noche…

Cash siguió hablando, pero Lexie no oyó lo que decía, porque se puso a golpear los palos que sujetaban la tienda.

– McKay, no estaba enfadada por el programa, ni por no tener disponible mi habitación. Estoy enfadada por esos «cariño» y «amor» que sueltas cada dos por tres. No sé qué estás haciendo -dijo por fin.

– ¿Qué estoy haciendo? Ahora mismo, abrir la puerta de la tienda para ti, renacuaja. Tú primero.

– ¿Yo… primero?

– No pensarías que iba a dejarte dormir sola, ¿no? -sonrió él-. Sé que te da miedo la oscuridad y no pienso dejar que nada te estropee esta noche -añadió, empujándola hacia dentro. Después, metió el colchón, el saco, las mantas y… pasó él mismo.

Dentro de la tienda estaba oscuro. Tan oscuro que no podía ver su cara, pero podía oírlo inflando el colchón. Tenía que decir algo, pero su lengua parecía pegada al paladar.

Durante todo el día, comunicarse con Cash había sido como comunicarse con un demente. Decía cosas que parecían lógicas, pero no lo eran.

– Mira, Cash… -empezó a decir, con tono pausado.

– Espera un momento. Voy a quitarme las botas -la interrumpió él-. ¿No quieres descalzarte?

– No… ¡McKay! -Lexie cayó al suelo cuando Cash levantó uno de sus pies para quitarle las zapatillas de Sammy.

– Si estuviéramos hablando del mercado de valores, te escucharía. Pero como resulta que estamos hablando de una tienda de campaña, el experto soy yo.

Lexie no se movía, no respiraba, solo intentaba ver la cara de Cash en la oscuridad, mientras cerraba la cremallera de la tienda.

De repente, estaban solos. Y, por fin, Lexie se dio cuenta de lo que estaba pasando.

Cash quería dormir allí. Con ella. En aquella tienda diminuta. Y no tenía nada que ver con un ejercicio de acampada sino con un hombre que no sabía muy bien cómo seducir a una mujer. Llevaba todo el día intentando avisarla, pero ella, con un coeficiente intelectual muy por encima de 100, no se había dado ni cuenta.

Lexie sabía la atracción que sentían el uno por el otro, pero también sabía que Cash no quería mantener relaciones con una mujer para no herir a Sammy.

– Cash… -empezó a decir-. Yo soy una de esas personas a las que hay que dejar las cosas muy claras. ¿Te importaría decirme si esto significa que quieres dormir conmigo?

Lexie vio la sonrisa del hombre en la oscuridad.

– Creí que estaba claro.

– Para mí, no. Ya estoy acostumbrada a que quieras ahogarme, tirarme por un precipicio y cosas así, pero no sé si esto significa… algo más que dormir juntos en el bosque.

Cash suspiró. De una forma muy masculina.

– A mí las palabras no se me dan bien, Alexandra. Pero haré lo posible para aclarártelo. Sé muy bien que a las mujeres les gustan las cosas románticas. Llevo todo el día intentando darte una oportunidad para que me dijeras que no, o para que me dieras un puñetazo en la nariz, si esa era tu elección. Pero tienes que saber que si te he traído a esta tienda no es precisamente para… dormir.

Después de eso, el silencio. Y, en el silencio, Lexie podía oler a musgo, a tierra húmeda. Fuera de la tienda, escuchaba el rumor de las hojas movidas por el viento, como si murmurasen secretos.

Dentro de la tienda, estaba completamente a oscuras, pero cuanto más tiempo pasaba, más se acostumbraban sus ojos a la oscuridad. Empezaba a vislumbrar el perfil de Cash y casi podía ver el brillo de sus ojos. Buscándola. Esperando.

Quizá ella misma había estado esperando ese momento. Deseándolo. Pero hubiera querido que Cash la sedujera, no que le diera opción a retirarse. Quería que la abrumase, no que le pidiera permiso. Pero McKay estaba esperando su respuesta, con paciencia infinita.

Y como él estaba siendo tan irritante, hizo lo único que podía hacer. Echarse en sus brazos.

Cash cayó de espaldas con un gruñido, o un suspiro. O quizá había sido ella.

Lexie no entendía lo que sentía por aquel hombre. Quizá no lo entendería nunca.

Pero sabía que sentía por él un millón de emociones diferentes. Algo en Cash la despertaba a la vida como nadie había conseguido despertarla jamás.

Y, en su corazón, sabía que nunca volvería a sentir aquello por nadie. La vida no terminaría cuando dejase a Cash, pero no sería lo mismo. Tenía que elegir: vivir y saborear aquel momento o habría desaparecido para siempre.

Atacarlo había sido buena idea. La mejor.

Solo con besarlo se encendían sus fantasías más prohibidas. Cash sabía a deseo, a hombre. Siempre la había puesto nerviosa su olor. Las mujeres tenían un sexto sentido con los hombres. Y Cash era un problema; lo había sabido desde el primer día.

Podría romperle el corazón.

Lexie nunca sería la misma si hacían el amor.

Pero entonces Cash la miró, con los ojos azules oscurecidos de pasión. Lexie acarició su pelo. El pelo de Cash, suyo, para ella… al menos, en aquel momento. Y ese momento era lo único que importaba.

Él se dejaba besar. Asombroso, pensó ella. No era tan macho, su Cash. No estaba tan seguro de sí mismo. Parecía tan sólido como una roca, pero cuando rozó su cara con la mano, Lexie sintió que estaba temblando.

En ese momento, supo que él tenía tanto miedo como ella. Y que se encontraba igual de solo. Tenía familia y amigos, pero como ella, no tenía a esa persona especial que hacía desaparecer la negrura de la noche.

Cash no era un huérfano, pero Lexie reconocía un huérfano de corazón. Lo besó entonces sintiendo un placer inesperado, una ternura sobrecogedora. El resto, no importaba.

No había nada ni nadie entre los dos.

Lo besaba sin vergüenza alguna. No era ella la que desabrochaba los botones de su camisa. No era ella quien exploraba con las manos el torso desnudo del hombre, los músculos tensos, la piel ardiente.

Lexie levantó la mano de Cash para ponerla sobre sus pechos, un movimiento muy atrevido ya que ella no tenía grandes pechos, pero le gustaba tanto sentir su mano que se sentía como si los tuviera. Y más cuando Cash, lanzando un gemido ronco, la colocó debajo de él.

Y más aún cuando levantó su jersey de un tirón y empezó a acariciar sus pezones con la lengua, dejando un rastro húmedo sobre su pecho. Unos segundos después, Cash le había quitado toda la ropa.

Lexie sintió frío, un frío que era como una violación, hasta que él se apretó contra su cuerpo. Cash se había quitado la camisa, pero seguía llevando los pantalones.

Seguía besándola, acariciando su pelo, como hipnotizado. Incluso en la oscuridad, podía ver su sonrisa y el brillo de sus ojos, buscando los suyos. La deseaba. Estaba intentando ir despacio, ser paciente. Querva darle placer, quería controlarse y ella lo sabía porque notaba el temblor de sus manos.

Lexie empezó a bajarle los pantalones con dedos temblorosos, mientras él la acariciaba por todas partes. Sus besos eran entonces besos destinados a encenderla. Y el deseo se convertía en una necesidad.

– Date prisa -susurró.

Cash se paró un momento.

– Quizá vamos demasiado deprisa.

– ¿Tú crees? Yo pensé que aún estábamos en primera -bromeó ella, tocándolo por todas partes-. Podríamos hacer una apuesta.

– ¿Qué clase de apuesta?

– A que puedo desabrochar la cremallera de tus vaqueros con los dientes.

– Si estás buscando problemas, acabas de encontrarlos.

Eso esperaba Lexie. Había deseado aquel momento desde la primera vez que lo vio y no pensaba seguir negándoselo a sí misma. No era una ingenua, pero ningún hombre había podido cambiarla. Y sabía que Cash podría.

Sus manos la acariciaban, la tocaban, la volvían loca. En su cabeza, Lexie vio un millón de estrellas, experimentó un millar de colores. La noche se convirtió en una cascada de sensaciones. Él acariciaba sus pechos, sus costados, sus muslos, haciendo que levantara las piernas, deseándolo más cerca. Deseándolo desnudo, dentro de ella.

No podía esperar más.

– No quiero seguir jugando -gimió.

– Aún no hemos empezado.

– Te deseo.

– Yo también. Más de lo que nunca he deseado a una mujer. Solo a ti, Lexie. Nunca he sentido este fuego por nadie.

– Entonces… tómame.

– Nos tomaremos el uno al otro, te lo prometo. Pero quiero darte placer. Deja que lo haga…

Cash empezó a acariciar su cuello, dejando un collar de besos en su garganta. Nunca nadie la había besado con tal reverencia. Nadie nunca había compartido de tal modo su desnudez, su soledad. Lexie no sabía que podía compartir tantas cosas con otro ser humano. Él le hacía regalos, el mareante regalo de la belleza, el exuberante de la lujuria… dando, dando y dando hasta que no pudo soportarlo más.

Lexie levantó las piernas y las enredó alrededor de la cintura del hombre. La mirada de Cash era salvaje mientras entraba en ella, con fuerza. Un grito escapó de sus labios, el sonido tan pagano como la noche. Le hizo daño, pero un daño delicioso. Un beso se volvió un mordisco. Olía a sudor, a sexo.

¿Cuándo se había vuelto tan cálida la noche?

¿Cuándo se había roto la oscuridad con la luz de sus ojos?

– Cash, Cash…

– Lo sé -murmuró él. De nuevo, volvió a arquearse y, de nuevo, se hundió en ella, con un ritmo tan antiguo como el tiempo. Lexie conocía a aquel hombre. Lo había conocido desde siempre. Era la única persona en el mundo que podía atravesar la oscuridad por ella-. Conmigo, Lexie. Conmigo.

Lexie no estaba segura de si era una exigencia o una promesa, pero daba igual. Estaba con él, colgada del mismo precipicio, volando a una altura que solo les pertenecía a los dos. Ella gritó, él gritó también.

Pasó una eternidad. Los temblores se consumieron y poco a poco recuperaron el aliento.

Cuando Cash encontró fuerzas para levantar la cabeza, contempló sus ojos, brillantes de sorpresa y felicidad.

Lexie pensó que le daba igual lo que pasara después de aquello. Sabía que no podía esperar un futuro. Nada había cambiado en sus vidas, pero ella había cambiado. Se sentía más rica, más completa. Amarlo merecía la pena, a pesar del dolor que llegaría después.

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