Capítulo 12

A la hora de la cena, Cash había soportado todo lo que podía soportar. Había intentado hablar con Lexie después de los ejercicios matutinos, pero no fue posible. Se la había encontrado dirigiéndose al cuarto de masajes con Bubba; después, en la cocina con Keegan; y más tarde, jugando con Martha y Sammy en el jardín. No había estado sola ni un segundo. Cuando vio que ella no bajaba a cenar, se le hizo un nudo en el estómago. Era la primera vez que no cenaba con ellos y Cash se dio cuenta de lo obvio: Lexie no quería estar a solas con él.

Debería haber esperado un poco antes de pedirle que se casara con él. Y debería haberle dicho algo romántico, en lugar de ser tan sincero. Además, era demasiado pronto. Lexie escondía algo que le hacía daño, ese mismo «algo» que la había llevado a la montaña Silver y que causaba los ataques de ansiedad.

Cash estaba bastante seguro de saber lo que era, pero Lexie estaba a punto de marcharse. Y aunque había hecho la pregunta demasiado pronto, sabía que ella lo amaba y, sobre todo, que él la adoraba. No tenía verdadero miedo de no poder resolver lo demás, que era poco importante, mientras el asunto del amor estuviera claro. Solo que Lexie no estaba en el mismo tren que él. Por el momento, ella iba a cien kilómetros por hora… pero en distinta dirección.

Después de la cena, Sammy y Keegan jugaron una partida de cartas y Cash aprovechó para salir a tomar el aire.

Estaba anocheciendo y todo estaba tranquilo. Caminaba como un autómata, poniendo un pie después de otro, con la cara de Lexie en su cabeza. Se decía a sí mismo que aún no había perdido la batalla. Ella tenía que volver a la ciudad, de acuerdo. Pero eso no significaba que todas las puertas estuvieran cerradas.

Había anochecido, pero Cash no quería volver a casa. Aún no. No, hasta que tuviera algún plan. Conocía aquella tierra como la palma de su mano y sabía que no tropezaría aunque la noche fuera negra como boca de lobo. Y siguió caminando.

Estaba intentando no desesperarse, pero no lo conseguía.

Un animalillo, un topo seguramente, se cruzó en su camino entonces y Cash dio un salto para no pisarlo. Pero resbaló en el barro y se golpeó la rodilla contra una piedra.

Y cayó al suelo, de culo.

No era la primera vez que se caía. No había nada raro en caerse en el bosque. Pero cuando intentó levantarse, Cash se dio cuenta de que no podía.

Había anochecido y Lexie, en la biblioteca, estaba recordando su primera conversación con Cash.

Debería haber sabido entonces qué clase de hombre era; un hombre con el que ella podría vivir para siempre. Un hombre con el que compartiría…

– ¿Lexie?

Ella se dio la vuelta. Cuando vio la visera mal colocada y los vaqueros sucios de Sammy estuvo a punto de sonreír. Hasta que vio su expresión.

– ¿Qué pasa, cielo?

– No encuentro a Cash. Me había ido a la habitación a esperarlo, porque pensé que estaba hablando contigo, como siempre. Pero es muy tarde…

– No lo he visto -dijo Lexie, mirando su reloj-. Y es verdad, es un poco tarde.

– Casi las diez. Y, normalmente, me mete en la cama a las ocho y media -dijo Sammy-. No puedo irme a la cama solo, ¿sabes? Pero Cash dice que no puede dormir hasta que me da un abrazo y… no sé dónde está.

– Me parece que hoy vas a acostarte tarde.

– Qué bien, ¿no? -dijo el niño. Pero no parecía nada alegre.

– ¿Le has preguntado a Keegan o a George? O quizá está con el grupo de Omaha. Ya sabes que pasa mucho tiempo con los clientes nuevos para que se vayan acostumbrando.

– No está con ellos. Cash siempre me mete en la cama a las ocho y media, aunque tenga un millón de cosas que hacer. Todos los días. No es que tenga miedo…

– Sammy, no te preocupes -lo interrumpió Lexie, tomando la cara del niño entre las manos-. No le ha pasado nada. Seguro.

– No estoy preocupado.

– ¿Te apetece que veamos la tele hasta que vuelva? Podríamos hacer palomitas.

– Vale.

Mientras Sammy estaba frente al televisor, Lexie fue al teléfono interior y habló con Keegan y George. Los dos se ofrecieron a quedarse con Sammy, pero ninguno parecía preocupado por Cash. Quizá estaba dando un paseo u ocupado haciendo algo, le habían dicho. Era raro que no hubiera metido a Sammy en la cama, pero no tanto como para asustarse, según ellos.

Lexie preparó galletas y leche para el crío, pero Sammy no las tocó.

– Has llamado a Keegan, ¿verdad?

– Sí -contestó ella-. Y a George. Ninguno de ellos está preocupado, Sammy. Todos saben que tu padre está muy ocupado y a veces se le olvida mirar el reloj.

– Cash siempre me dice si va a estar en alguna parte cuando tengo que irme a dormir -insistió el niño.

– Ya entiendo. Pero de verdad creo que no debes preocuparte. Y cuando llegue, le echaremos una bronca.

Por fin, los ojos azules de Sammy se iluminaron.

– ¡Eso! ¡Le echaremos una bronca!

– Se va a enterar.

– ¡Sí! ¡Ya verá!

– Le daremos una paliza por preocuparnos.

– ¡Sí, sí! -exclamó el crío. Pero unos segundos después, cerró los ojos-. Lexie, me parece que me va a dar un ataque, como a ti. No estoy seguro, pero me late muy fuerte el corazón y me sudan las manos. Y quiero devolver. ¿Era así como te sentías cuando estabas en ese armario y tenías miedo?

Lexie le pasó un brazo por los hombros y besó la pecosa mejilla.

– Sí, cariño. Así era exactamente como me sentía.

De repente, Lexie cerró los ojos. Tenía la extraña sensación de que le habían dado una bofetada. Estaba intentando ayudar a Sammy y, sin embargo, el niño había evocado un recuerdo que siempre intentaba ahuyentar.

Sammy no podía soportar la idea de perder a Cash. Como ella, años atrás, había estado aterrorizada de perder a sus padres. Y lo que estaba provocando en Sammy un ataque de ansiedad no era la pérdida, sino el miedo de perder a alguien y la terrible sensación de no poder hacer nada. Lexie conocía aquella sensación demasiado bien.

Nada podía igualar la angustia de perder a sus padres. Nada, ni siquiera el amor, parecía tan importante como no tener que volver a pasar por aquel miedo.

Su amor por Cash era tan fuerte que esos miedos se habían despertado otra vez.

Lexie acarició la cabeza de Sammy, sabiendo que estaba intentando ser valiente y controlar las lágrimas. En su mente, los recuerdos se agolpaban. Nunca había encontrado su sitio, pero no porque no la hubieran querido de pequeña, sino porque ella nunca lo había permitido. Y la secreta razón estaba allí. En el recuerdo de aquel armario. La desesperación, el terror de que la gente a la que más quería en el mundo resultara herida. Y que ella no pudiera hacer nada.

La sensación era insoportable.

– Sammy, te prometo que encontraremos a tu padre. Y que estará perfectamente.

– Tenía miedo de que dijeras que tenía que irme a la cama.

– No, cariño. Si tú estás preocupado, yo también. Y si pasa algo, estaremos juntos. ¿De acuerdo?

– ¿Tú crees que le ha pasado algo? -preguntó Sammy, sin poder contener las lágrimas.

– No voy a mentirte. Creo que le ha ocurrido algo porque si no, habría llamado -contestó sinceramente Lexie-. Pero tú sabes que tu padre es un tipo listo. Aunque le hubiera pasado algo, no creo que sea nada grave.

Sammy lo pensó un momento.

– No recuerdo cuándo se fue mi madre -le confesó-. Yo era demasiado pequeño. Pero a veces me despierto por la noche y me parece recordarla. La veo en mi cabeza, pero no estoy muy seguro. Creo que… si yo hubiera hecho algo de otra manera, quizá ella se habría quedado.

– ¿Sabes una cosa, Sammy? Yo también pensaba lo mismo. Si yo hubiera podido hacer algo, quizá mis padres seguirían vivos.

– Eso es lo que me molesta. Que a lo mejor mi madre se fue porque yo no era bueno.

– No digas bobadas -sonrió Lexie, apretando sus hombros-. Tú eres un niño con el que soñaría cualquier madre. Eres especial. No quiero que te mueras de vergüenza, pero a mí me pareces un chico maravilloso y te quiero mucho. Ojalá fueras mi hijo.

– Venga, Lexie…

– Perdón.

– Cash también se pone así de tonto a veces.

– Te entiendo -murmuró ella, limpiando las lágrimas del niño. Y después, las suyas-. No volveré a decir algo tan horrible.

– Yo también te quiero, Lexie, pero no tenemos que estar diciéndolo todo el rato.

– Muy bien. ¿Puedo decirte una cosa más?

– Si no es una cosa de chicas…

– No. Es sobre Cash. Sé que va a entrar por la puerta en cualquier momento, pero… ¿sabes lo que me has dicho, lo de no poder controlar que tu madre se haya ido?

– Sí.

– Pues es lo que yo siento. Que no pude controlar que mis padres desaparecieran de mi vida. Es una cosa que tenemos los huérfanos y no creo que nadie más que nosotros pueda entenderlo. Pero la cuestión es que Cash no ha llegado todavía y… esa es la razón por la que nosotros estamos más preocupados que los demás. Keegan y los demás no están preocupados en absoluto. ¿Entiendes?

– Sí.

– Nosotros nos asustamos enseguida.

– A, mí me gustaría darle un puñetazo a la pared.

El niño pareció calmarse durante un rato, pero cuando dieron las once, sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas.

Lexie volvió a llamar a Keegan, pero seguía sin saber nada. Según él, estaba demasiado oscuro como para ir a buscarlo y tendrían que esperar hasta el amanecer.

– Vete a dormir, Lexie. Seguro que estará preparando algún ejercicio en el bosque.

A las once y media, Martha empezó a arañar la puerta. Era como si la perrita hubiera ido a llorar con ellos.

– Nadie cree que pase nada, pero ¿sabes una cosa?

– ¿Qué?

– No podemos ir a buscarlo ahora porque está muy oscuro, pero podríamos dormir los dos en el sofá. De ese modo, saldremos a buscar a Cash antes de que amanezca. ¿Qué te parece?

– Bien.

Sammy se quedó dormido unos minutos después. Lexie lo cubrió con una manta y empezó a pasear por la habitación.

Estaba preocupada por Cash… pero no demasiado preocupada. Con lógica o sin lógica, estaba segura de que ella lo sabría si Cash estuviera en un serio aprieto. Lo que realmente la preocupaba era la cuestión del matrimonio.

No podía haberlo dicho de verdad.

Sabía que ella no tenía sitio en su vida.

A las dos de la madrugada, las estrellas eran tan brillantes que el bosque parecía de plata. Poco a poco, la bruma cubrió los árboles y el rocío empezó a empapar las hojas. Antes de amanecer, Lexie escuchó los primeros trinos.

Minutos después, cargados con una mochila, Sammy y ella salían a buscar a Cash.

Algo había cambiado aquella noche para los dos. Quizá habían dejado de culparse a sí mismos por perder a su familia.

Lexie amaba a Cash. Esa era la diferencia. Amarlo y ser amada por él lo cambiaba todo.


Cash no podría decir que era el paseo más divertido de su vida, pero cuando encontró una rama lo suficientemente fuerte como para sujetar su peso, decidió ponerse en marcha. Le dolía mucho la rodilla, pero sabía que no era nada grave. Quizá un esguince o algo parecido.

No habría podido llegar a casa en la oscuridad sin arriesgarse a rompérsela de verdad. Darle un descanso al hueso, manteniendo la pierna hacia arriba había hecho que bajara la hinchazón.

Cuando el sol asomó por el horizonte, Cash tenía hambre, frío y sed. Y lo que más lo preocupaba era Sammy. El niño tenía pánico a ser abandonado.

Y Lexie. Ella también tenía ese miedo.

Solo que su miedo era un miedo de adulto, sus pesadillas, más espantosas. Durante la noche, Cash había tenido mucho tiempo para pensar y había descubierto qué era ese «algo» que tanto la aterrorizaba, lo que hacía que tuviera miedo de amar y ser amada.

Era la pérdida de sus padres. El miedo de perder de nuevo a las personas que quería.

Pero Cash se había hartado de ese miedo.

Iban a hablar largo y tendido cuando volviera a casa. No pensaba dejar que se marchase. Tendría que convencerla como fuera. Lexie iba a casarse con él y con Sammy o tendría que darle una muy buena razón para no hacerlo.

Cuando empezó a bajar una pendiente, su corazón dio un vuelco. Allí estaban, subiendo la cuesta, uno al lado del otro. Cuando lo vieron, salieron corriendo hacia él.

Cash estuvo a punto de salir corriendo también. Pero, en lugar de hacerlo, se apoyó en la rama y puso cara de dolor.

Sammy tenía lágrimas en los ojos cuando se echó en sus brazos. Pero Lexie… Lexie lo miró con aquellos ojos color chocolate llenos definía.

– ¡Maldito seas, McKay! ¡No vuelvas a darnos un susto como este!

– Me hice daño y…

– Ya sabemos que te has hecho daño. Vamos a casa. Sammy, tú agárralo por la izquierda, yo lo haré por la derecha.

No era precisamente buena idea porque los dos eran demasiado pequeños, pero Cash sabía que tenían que ayudarlo. Y aunque hubiera intentado negarse, Lexie no se lo habría permitido.

– Tengo que volver a Chicago durante tres semanas. Y no es solo por mi trabajo. Tenías razón, puedo hacerlo desde donde quiera. Pero tengo muchas cosas que solucionar y me gustaría mantener mi oficina y… ¡no discutas conmigo!

– Vale -murmuró él.

– Tendré que volver a Chicago dé vez en cuando, una vez al mes o algo así. ¡Y no me lo discutas!

– Vale.

– Además, Sammy necesita un poco de sofisticación. De vez en cuando.

– ¿Qué? Eso sí que no -intervino el niño.

– Tienes que ir a conciertos, al teatro, ampliar tu educación -insistió Lexie-. Es obvio que la montaña será nuestra base de operaciones, pero habrá que ir a Chicago de cuando en cuando para no convertirnos en una familia de osos.

– Vale, Lexie -dijo Cash, guiñándole un ojo a Sammy.

– ¡Vale! -asintió el crío.

– Y los dos llevaréis traje el día de la boda.

– ¿Boda? -repitió Sammy, mirando a su padre. Cash asintió.

– Tengo una familia muy grande y les vais a encantar. A ellos les gusta el deporte, el aire libre y todas esas cosas. Y Sammy, tendrás que aguantar que te besen y te achuchen. Así es la vida.

Sammy suspiró pesadamente.

– Vale.

– Y otra cosa…

Lexie tenía alrededor de cincuenta ideas más y los dos las soportaron con paciencia. Cuando estaban a unos metros de la casa, Lexie le pidió a Sammy que fuera corriendo a llamar a Keegan y que volvieran con el jeep. Cash suspiró cuando pudo pararse un rato. Un segundo antes, los pájaros cantaban como maníacos y, de repente, el paisaje parecía haber quedado en silencio. Lo único que Cash podía oír eran los latidos de su corazón y lo único que podía ver eran aquellos ojos de color chocolate, enormes y vulnerables.

– Cuando estemos solos, McKay, ¿sabes lo que voy a hacerte?

– Espero que sea lo que estoy pensando -dijo él.

Lexie sonrió. Un segundo antes de que Cash abriera los brazos para ella.

– No voy a perderte nunca, Cash.

– Lo sé.

– Te quiero -la voz de Lexie era un suspiro-. Te quiero con todo mi corazón.

– Lexie, yo te quiero con toda mi alma. Y prometo darte lo mejor de mí durante toda nuestra vida.

Se separaron al escuchar el ruido del jeep. Aún así, se besaron, un beso que sellaba todas las promesas del futuro que iban a compartir. Y después, sonrieron, se tomaron de la mano y esperaron que Sammy saltara del jeep y se reuniera con ellos.

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