Capítulo 4

Considerando que le dolían todos los músculos del cuerpo, Lexie esperaba dormir como un tronco.

Pero a las doce seguía dando vueltas en la cama. En lugar de contar ovejas, estaba contando besos, los besos de Cash.

Le pareció escuchar un ruido al otro lado de la puerta, pero como no se repitió, pensó que lo habría imaginado. Mientras miraba las sombras en el techo, se preguntaba cómo había terminado en los brazos de Cash McKay.

Le había dicho que tenía miedo de las alturas y, sin embargo, había conseguido escalar casi dos metros.

Y sabía cómo había ocurrido. Cash la había besado. Pero no habían sido besos normales. Lexie nunca se había visto disparada a las alturas solo por un beso.

Cash era adorable, pero esa no era razón para deshacerse entre sus brazos como una colegiala.

Y ella se había enamorado nada más verlo, pero tampoco esa era motivación suficiente. Él era un hombre encantador, muy cariñoso con su hijo y amable con todo el mundo. Naturalmente, se había enamorado de él. De la misma forma que amaba los bollos de chocolate.

Pero eso no significaba que se volviera completamente loca cuando veía uno. Era horrible. Incluso se habría desnudado allí mismo si él se lo hubiera pedido. Incluso habría hecho el amor con él. En medio del campo. Con todo aquel aire puro sofocándola.

Quizá el aire de Idaho tenía alguna droga, pensó. Una droga invisible y muy potente. Una droga adictiva que afectaba al cerebro. Había muchas excusas para haberse comportado como una retrasada mental. El problema era encontrar una que fuera creíble…

En ese momento, volvió a escuchar el ruido. Como si alguien estuviera rascando la puerta.

Exasperada, se levantó y caminó descalza por el suelo de madera para poner la oreja. Allí estaba el ruido de nuevo. Lexie abrió la puerta un poco y una nariz mojada se frotó contra sus piernas. Un segundo después, un perro rubio saltaba alegremente sobre su cama.

Cuando encendió la luz, descubrió que era una hembra de raza golden retrievery preñada.

– ¿De dónde sales tú? ¿Y quién te ha dicho que puedes dormir en mi cama? -sonrió Lexie. La perrita empezó a mover la cola a cien por hora-. Si ni siquiera nos conocemos. Mira, yo no duermo con hombres desconocidos y mucho menos con perros que no me han presentado -siguió diciendo, mientras acariciaba al animal-. Me pregunto por qué me has elegido precisamente a mí… ah, ya lo entiendo. Somos las únicas chicas en esta casa. Bueno, puedo dejarte un trocito de cama, pero no te enfades si me doy la vuelta de golpe. Además, ¿y si te buscan y no te encuentran?

En ese momento, escuchó unos pasos y otra nariz asomó en su habitación.

– Perdona, Lexie… ah, ahí estás Martha. Llevo media hora buscándote.

– ¿Es tuya?

– Sí -contestó Sammy, saltando sobre la cama-. Cash me la regaló porque iba a tener cachorros y no la quería nadie. Y le dijo a Keegan que sería una buena oportunidad de que yo viera una mamá que quiere a sus niños. No todas las madres abandonan a sus hijos, ¿sabes?

– Lo sé -murmuró Lexie, con un nudo en la garganta-. ¿Siempre te acuestas tan tarde?

– Me metí en la cama a las ocho y media. Es demasiado pronto para un chico tan mayor como yo, pero Cash dice que tengo que hacerlo y que así es la vida -explicó el niño con toda naturalidad.

Lexie sentía una afinidad tremenda con aquel crío, una especie de sexto sentido que la unía al pequeño huérfano.

– ¿No podías dormir?

– No es eso -contestó Sammy, sin dejar de acariciar a Martha-. Es que no me gusta dormir.

– ¿Por qué? ¿Te preocupa algo?

– Pues sí -murmuró el niño, apartando la mirada-. No me gusta dormir porque a veces me pasa una cosa. Y no lo puedo evitar. Así que estoy despierto todo lo posible.

Lexie entendió inmediatamente y su corazón se llenó de simpatía.

– De pequeña, yo me hacía pipí en la cama a veces -le dijo-. Pero no se lo cuentes a nadie, ¿vale? Me daba mucha vergüenza. Solo me pasó durante un año, después de perder a mis padres. Pensé que mis padres adoptivos iban a devolverme por eso, pero a ellos no les importaba. Y, entonces, el problema desapareció.

– ¿Eso es verdad o te lo estás inventando?

– Es verdad.

Sammy acarició el vientre de la perrita durante unos segundos, pensativo.

– Cash me llevó al médico. No de esos que te ponen inyecciones, sino de los que hablas con ellos. Dijo que yo estaba triste porque mi madre no me quería, pero no es verdad.

– ¿No?

– Me da igual que no me quiera. Y Cash dice que no le importa. Las sábanas se lavan y ya está. Pero a mí no me gusta -explicó el niño-. Ya no me pasa tanto, pero de todas formas… no le digas a Cash que estoy levantado tan tarde, ¿vale?

– ¿Tengo pinta de soplona?

– No tienes pinta de soplona, pero eres una chica.

– ¿Eso es un insulto o un cumplido?

Sammy no parecía inclinado a contestar esa pregunta.

– Has durado un día entero. Pensé que no ibas a aguantar.

Lexie tampoco lo había creído. Pero después de acompañar al niño y la perrita a su habitación, volvió a quedarse mirando el techo, más agitada que nunca. Ella no solía tratar con niños… y mucho menos con niños que capturasen su corazón.

Pero lo que sentía por Sammy no era ni la mitad de peligroso que lo que sentía por Cash. No había nada malo en que le gustasen los dos McKay, pero no estaba acostumbrada a acercarse tanto a nadie. Era simpática con todo el mundo, pero siempre protegía su corazón. Aunque, en aquel caso, no debía tener miedo. Ella no tenía sitio en la vida de los McKay, de modo que no eran una amenaza. Mientras no se enamorase de ellos.


Habían pasado siete días y Cash no podía apartar los ojos de ella.

Había algo en Lexie. Algo que lo desarmaba y lo confundía. Algo que lo preocupaba. Y no era el único.

Lexie y Sammy se reían como dos compinches mientras desayunaban. El niño la trataba como si fuera una amiga, lo cual era estupendo, se decía Cash a sí mismo.

Pero no debía acercarse demasiado a alguien que pronto desaparecería de su vida. Y él tampoco. Pensar que Lexie podría elegir una vida en las montañas en lugar de su vida en Chicago era inimaginable.

No iba a ocurrir.

– Te estás poniendo muy gorda, Martha -dijo Cash, cuando vio que Sammy le daba un trozo de pan a la perrita por debajo de la mesa-. ¿Cuándo vas a tener esos cachorros?

– Yo creo que lo más importante es dónde va a tenerlos -intervino Lexie.

Ella estaba sonriendo y, durante un segundo, eso era lo único que Cash podía ver.

No la había tocado desde el día de la escalada, pero el deseo seguía allí. Y el recuerdo de los besos.

Como se había destrozado dos pares de zapatos italianos en los últimos días, Lexie llevaba unas zapatillas de deporte de Sammy, que hacían un gracioso contraste con el jersey rojo y los pantalones de seda azul. Y su pelo se volvía más salvaje cada día. Podía imaginarla despertando a su lado con aquellos rizos sobre la almohada. Y esa boca suave. Y esa sonrisa, solo para él.

De repente, Cash se dio cuenta de que Sammy lo miraba con expresión de curiosidad. Y Keegan también. Aparentemente, había dejado una conversación a medias.

– ¿Tú sabes dónde va a tener a los cachorros? -preguntó, confuso.

– No estoy segura del todo, pero Martha parece muy apegada a mi habitación. Puede que sea porque soy la única mujer que hay aquí o porque quiere tener a sus cachorros en una habitación tranquila y alejada de las demás.

Cash frunció el ceño.

– Deberías habérmelo dicho antes. Lo siento, Lexie. No quería que la perra te molestase.

– No me molesta, me encanta -sonrió ella-. Pero cualquier día de estos me despierto en una cama llena de cachorros.

Cuando terminaron de desayunar, Sammy se levantó y Cash lo siguió a su habitación. En general, el niño preparaba todas sus cosas, pero Cash solía comprobar que se ataba bien los cordones de las zapatillas y cosas así.

– Una semana más de colegio y, después, podré ayudarte todo el día, ¿verdad, Cash?

– Claro -sonrió él-. ¿Hoy tienes algún examen?

– Nada importante. Uno de matemáticas.

– Esta chupado, ¿no? Oye, Sammy, veo que te gusta mucho Lexie.

– Sí, es muy graciosa -rió el niño-. Está intentando chantajearme.

– ¿Cómo?

– Cada día me ofrece dinero para que ponga la tele y le diga cómo va el índice Dow jon.

– Dow Jones -corrigió Cash.

– Eso. Hoy me ha ofrecido quince dólares, pero creo que mañana conseguiré que llegue a veinte.

– ¿Estás sacando dinero a mis clientes?

– No voy a aceptar el dinero, Cash -protestó acaloradamente el niño-. Es que me hace mucha gracia. ¿Has visto cómo le quedan mis zapatillas?

– Sí.

– Le gustan mucho.

– Ya -murmuró Cash. Estaba empezando a preocuparse por la relación que Sammy había establecido con Lexie-. Hablas de ella como si le tuvieras cariño.

– Es que me gusta mucho. ¿A ti no? Es muy guapa y me río mucho con ella.

– Claro que me gusta -dijo Cash. Más de lo que esperaba; más de lo que quería-. Pero solo va a estar aquí unas semanas.

– Lo sé. Pero es que es tan torpe. Ni siquiera sabe cuál es el norte y cuál el sur. Creo que nos necesita, Cash. Es huérfana, como yo. Pero ella no tiene a nadie que la cuide.

Cuando Sammy se fue al colegio, Cash se encontró paseando por su oficina. La intuición del niño lo había afectado, porque él había sentido lo mismo, que Lexie no tenía a nadie. Una familia adoptiva, una vida social y profesional interesante, pero nadie especial. Y lo había besado como si no hubiera habido muchos besos en su vida.

Pero estaba pensando demasiado en ella. Como si le importase de verdad, cuando lo único que tenía que hacer era darse cuenta de que Lexie Woolf no tenía sitio en sus vidas.

No había nada malo en la vida que le había dado a Sammy; una vida natural, sana y hermosa. Y tampoco había nada malo en su vida, pero, de repente, Cash sentía que le faltaba algo. Algo como…

Ella.

Y lo ayudaría mucho si todo el mundo dejara de hablar de Lexie. Cuando decidió ponerse a trabajar, se reunió con Keegan para hacer la lista de la compra y, de repente, su cocinero decidió comprar bollos de chocolate y papel higiénico de color rosa porque pensaba que a Lexie le gustaría. Entonces Bubba llamó a la puerta. Quería saber por qué la única mujer que había en la casa no había querido darse un masaje.

Y después, llegó la conversación con George, el encargado de la limpieza. George era una especie de ogro con todo el mundo, excepto con Sammy.

– Solo te estoy diciendo que hay que limpiar los cristales -estaba diciéndole Cash-. No veríamos un oso en la puerta de casa con esas manchas.

– Vale -ladró George, a la defensiva-. No te lo discuto. Pero puedo hacerlo yo mismo, no tienes que contratar a nadie.

– Son demasiadas ventanas, George -suspiró Cash-. Si tú no quieres contratar a nadie, lo haré yo.

– De eso nada. Si hay que limpiarlas, yo las limpiaré.

– George, te recuerdo que soy el jefe.

– Me da igual. Yo haré las ventanas y no hay más que hablar. Y hablando de la chica…

– ¿Qué chica?

George levantó los ojos al cielo.

– Que yo sepa, aquí solo hay una chica. Quería decirte que me cae bien.

Después de eso, George encendió la aspiradora. No se le daba muy bien limpiar el polvo, pero con la aspiradora era un genio.

Cash salió de allí disparado. Era la hora de empezar con los ejercicios y quizá el aire fresco lo relajaría un poco. El refugio estaba lleno de clientes, con un nuevo grupo de ejecutivos de Cleveland, pero la espina que llevaba clavada en el corazón apareció ante su vista en cuanto salió de la casa.

Y era como ser golpeado por un rayo. Era pura, cruda y deliciosa testosterona cada vez que la miraba.

Naturalmente, ella se había cambiado de ropa. Llevaba vaqueros, un jersey azul marino y una pulserita con cristales azules que brillaban bajo el sol. Lexie se estaba riendo de algo que uno de los hombres le había dicho, con esa risa suya, auténtica y profunda. Casi podía oler su perfume. Sabía que era imposible, porque estaban a más de quince metros, pero daba igual. Los pechos pequeños, las caderas delgadas, los gestos femeninos…

Cash se acercó al grupo, maldiciendo en silencio. Eran las nueve de la mañana y tenía trabajo que hacer; un trabajo que le gustaba, en una mañana brumosa con un olor a naturaleza que era como para morirse e ir al cielo. Y allí estaba él, duro como una piedra. Por un perfume que no podía oler.

Algo en aquella mujer lo estaba volviendo loco. Era espantoso.

– ¿Todo el mundo preparado para el primer ejercicio? Os prometo que lo vais a pasar bien.

– ¿Bien? ¿Quieres decir que tendremos que comer bichos, sudar y morirnos de agotamiento? -preguntó Lexie.

– Mejor que eso -contestó Cash, dándole un golpe en la cabeza. Se lo merecía-. No me gusta decir esto, listilla, pero este ejercicio es tan bueno que incluso va a gustarte a ti.

– A mí me gustan todos -aseguró ella-. Pero es que nunca estoy segura de si voy a sobrevivir.

El grupo soltó una carcajada y Cash rió también.

– Vale, quiero que os dividáis en parejas. John, tú con Gary. Mel y Steve, Tim y Skully. Lexie, tú conmigo.

– Creí que no te gustaba como pareja.

Cash lo había intentando, pero la verdad era que aquella maldita mujer no parecía capaz de andar sin tropezarse con las ramas. Y nadie salía herido de la montaña Silver. Nadie. Él nunca preparaba ejercicios peligrosos. Sus clientes debían volver a casa con energías renovadas y felices, no llenos de cardenales.

Por eso tenía que ir con Lexie.

– ¿Qué vamos a hacer esta mañana? -preguntó Gary, uno de los corredores de bolsa de Cleveland.

Cash sacó un montón de pañuelos de la mochila y empezó a distribuirlos.

– Uno de cada pareja tiene que vendarse los ojos. Pero no penséis que vais a «meteros mano». Este es un desafío mental, no físico.

Cash había dicho aquello muchas veces y siempre conseguía una carcajada. Aquella vez también. Todos rieron, excepto él. En cuanto se imaginó a sí mismo poniéndole la venda a Lexie, sufrió una erección inmediata… y no había nada mental en ella.

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