Durante toda la cena, Cash no había podido apartar los ojos de la señorita Alexandra Jeannine Woolf. Cuando habló con ella por teléfono, se la imaginó tan grande como su nombre, pero se había equivocado. Lexie no debía pesar más de cincuenta kilos. Pero era una mujer preocupante. Labios como fresas, ojos como chocolate líquido. Su pelo era corto y rizado y tan negro como ala de cuervo, en contraste con su pálida piel.
Cash llevaba una década dando alojamiento a hombres de negocios y podía reconocer las etiquetas de su ropa. La mayoría de sus clientes eran hombres, pero las mujeres que acudían allí eran muy parecidas. Elegantes, sofisticadas… y, por supuesto, ninguna llevaba ropa apropiada para vivir en la montaña. Cash miró alrededor. Media hora antes, los platos estaban llenos y la charla había sido agradable, pero a medida que terminaban de cenar, el silencio caía sobre la mesa. Cash eligió a la persona más tímida para iniciar una conversación, el señor Farraday, un banquero mentado a su izquierda. Después, habló con Stuart Rennbaker, presidente de varios consejos de administración, que comía lasaña como si no pudiera hartarse.
Aún así, parte de su atención estaba centrada en Lexie.
Por tercera vez desde que empezó la cena, ella dejó caer el tenedor. Llevaba un jersey de angora blanca que se ajustaba a sus pechos más de lo que hubiera sido deseable… pero ningún jersey, por caro que fuera, podía hacer que dejara de ser torpe.
En ese momento, ella se estaba riendo de algo que su hijo había dicho y Cash sintió que se le encogía el estómago. No de nervios, él nunca se ponía nervioso, sino de preocupación.
Lexie Woolf llevaba unos pantalones de quinientos dólares, pero en su risa no había nada falso. Era delgada, bajita y sin muchas curvas… precisamente, su tipo favorito de mujer. Y lo peor era que se reía de verdad. De hecho, cuando lo hacía arrugaba toda la cara y mostraba una dentadura perfecta, excepto por un diente un poco roto, que le daba un aspecto adorable. Esa risa podría hacer que le diera vueltas la cabeza, aunque no hubiera tenido también aquellos pechos y los ojos color chocolate y una boca tan sexy… Lexie se reía de corazón. Se reía como si le gustara la vida. Se reía como el tipo de mujer que se deja ir cuando se apaga la luz.
Tenía que controlarse, pensó Cash. Y lo intentó. Siguió charlando con sus invitados, pero no podía dejar de mirarla. En ese momento, Lexie estaba intentando pinchar unos guisantes con el tenedor, pero la mitad cayó al suelo porque estaba muy concentrada hablando con su hijo. Normalmente, sus clientes charlaban con Sammy, pero no le prestaban demasiada atención. Hablaban con él, distraídos. Pero ella, no. A ella le gustaban los niños. Cash maldijo en silencio. Lexie Woolf no solo era un problema. Era un serio problema. Cash era reacio a las mujeres, porque habían sido una plaga en su vida. Sobre todo, las mujeres con cerebro. Pero tenía treinta y cuatro años y sabía suficiente como para reconocer a una que pudiera romperle el corazón.
Su debilidad era Sammy. Y Lexie lo trataba como si fuera el niño más fascinante del mundo. Lo que ella no sabía era que Sammy nunca, jamás, hablaba con mujeres extrañas.
Sammy, a los ocho años, era tan reacio a las mujeres como él mismo.
Cash pudo seguir observándola a placer durante el postre. Y la preocupación aumentó. Sammy parecía encantado con ella.
Cash intentó escuchar lo que decían.
– Pues sí, tengo una fotografía de mi familia… espera un momento -estaba diciendo Lexie. Cuando intentó sacar algo del monedero, su servilleta cayó al suelo. Y después la cucharilla.
Sammy miró la fotografía.
– ¿Estos son tus padres? No te pareces nada.
Cash miró la fotografía y se quedó sorprendido. Normalmente, no había nada sorprendente en los retratos familiares, pero sí en aquel. Todos eran altos y muy rubios, tipo nórdico. Y luego estaba Lexie, pequeñita y morena, con aquellos ojos exóticos…
– Es que, en realidad, soy adoptada. Perdí a mis verdaderos padres cuando tenía tres años.
– ¿Eres adoptada? -repitió el niño. Cash se puso tenso. Lexie no sabía que aquel era un tema delicado.
– Sí.
– ¿Y qué pasó con tus padres? ¿Se murieron?
– Sammy -lo interrumpió Cash-. Ya sé que sientes curiosidad, pero es posible que a la señorita Woolf no le apetezca contarte cosas tan personales. Puedes preguntarle dónde vive, dónde trabaja y cosas así.
– Pero, Cash, yo solo quería saber cómo la adoptaron…
– No pasa nada -dijo Lexie-. Aunque tu padre tiene razón. A algunas personas podría no gustarles contar estas cosas. Pero a mí no me importa. Mis padres murieron durante un robo. Fue horrible, pero entonces los Woolf me adoptaron y me quisieron tanto como mis propios padres.
– Vaya… -murmuró Sammy, metiéndose un enorme pedazo de tarta de chocolate en la boca, pensativo-. No te he preguntado solo por curiosidad. Estaba interesado porque yo también soy casi un huérfano, aunque no del todo. Nunca tuve padre, pero tampoco me ha hecho falta.
– ¿No?
– No. Porque tengo a Cash. Ningún padre podría ser mejor que Cash. Nosotros dos nos ayudamos en todo.
– Eso suena muy bien -sonrió Lexie.
– Sí. Está muy bien. Pero yo no puedo ser huérfano como tú, porque tengo madre. Aunque es un poco igual, porque tú perdiste a tu madre y la mía no me quiere. A veces llama y pregunta por mí, pero le doy igual. Creo que soy un problema para ella y…
Cash se levantó de la silla bruscamente.
– Pues yo sí te quiero, chico. De hecho, no podría llevar este sitio sin ti. ¿Te importa ayudarme en la oficina?
El niño se levantó como por un resorte. Siempre estaban un rato juntos antes de que Sammy se fuera a dormir, y Cash pensó que era el momento de dar por terminada una conversación tan… íntima. En realidad, habría matado a cualquiera que pudiera hacerle daño al crío. Y no se lo pensaría dos veces.
Pasó un rato haciendo los deberes con él, estudió el menú de la semana con Keegan y después, se encargó de la factura de Whitt, que se marchaba aquella noche.
Pero Lexie Woolf seguía en su cabeza. No se sentía especialmente atraído hacia ella. En absoluto. Pero Sammy sí parecía estarlo y él nunca hablaba con una mujer a la que no conocía. El niño estaba en la cama y, como era el primer día, era natural que fuera a comprobar si su cliente se encontraba a gusto. Pero Lexie no estaba en su habitación. Cash bajó al salón, donde los chicos estaban jugando al póker, pero ella tampoco estaba allí. Ni en el gimnasio, ni en el porche.
La encontró en la biblioteca, una de las habitaciones favoritas de sus clientes. Con claraboyas en el techo y gruesas alfombras en el suelo de madera, era un lugar muy acogedor. Normalmente, los clientes se sentaban en los sofás de cuero. Pero Lexie, no.
Lo primero que vio fueron sus pies. Estaban desnudos y eran claramente pies de mujer, con las uñas pintadas de rojo caramelo; un rojo tan sexy que Cash tuvo que sonreír. Desde luego, aquella chica nunca querría saber nada de un tipo con camisa de franela.
Lexie estaba tumbada sobre la alfombra, con una manta bajo la cabeza. El jersey y los caros pantalones que llevaba parecían tan fuera de lugar allí como un jarrón de porcelana en un rodeo.
– ¿Te gusta tumbarte en el suelo? -preguntó Cash.
– Siempre me ha gustado leer en el suelo -sonrió ella-. ¿Me buscabas?
– Solo quería comprobar que estabas a gusto -contestó Cash. Su pulso se había acelerado solo con mirarla. Sus pequeños pechos desaparecían completamente en aquella postura, pero había algo en ella que despertaba sus hormonas. Cash no era ningún adolescente, pero había algo en Lexie Woolf que lo turbaba de una forma increíble.
– Estoy bien. Aunque me alegro de que hayas venido. Estaba preocupada por ti.
– ¿Por mí? -repitió Cash, dejándose caer en un sillón. La idea de que aquella ejecutiva diminuta se preocupase por él lo sorprendía.
– Sí -dijo Lexie, incorporándose un poco-. Elegí este sitio porque todo el mundo habla muy bien de él. Por lo que sé, hasta los ejecutivos más endurecidos salen de aquí sintiéndose como si fueran diez años más jóvenes.
– Una exageración -sonrió Cash-. Pero aquí tendrás experiencias que no puedes tener en una oficina, te lo aseguro.
Lexie asintió.
– He visto el programa y me gusta. Pero me temo que conmigo no va a funcionar. Y no quiero que te sientas culpable.
Cash levantó una ceja.
– ¿Y por qué crees que no va a funcionar contigo? Ni siquiera hemos empezado.
– Yo lo voy a intentar, te lo aseguro. Pero es que nunca he sido capaz de hacer ejercicio… Si fallo, no será culpa tuya, sino mía.
Era una conversación extraña, pero Lexie había despertado su espíritu competitivo. Cash no había fallado con ninguno de sus clientes y no pensaba hacerlo con aquella morenita.
– ¿Por qué no dejas de preocuparte? Iremos despacio y ya veremos cómo va la cosa.
– Muy bien. Pero no creo que sea capaz de escalar la montaña, te lo advierto.
Cash sonrió.
– Hace unos meses leí un artículo sobre ti. Te llamaban algo así como «el duende que todo lo convierte en oro».
– No soporto ese calificativo. Además, el periodista me hizo parecer mucho más fría y rígida de lo que soy en realidad -dijo ella, dejando el libro en el suelo-. Empecé a invertir en bolsa cuando tenía catorce años. Nada importante. El dinero que me regalaban por mi cumpleaños. Pero no sé por qué, mis inversiones siempre se duplicaban hasta que empezaron a llamarme así… -Lexie hizo un gesto con la mano, como si no quisiera seguir hablando de sí misma-. Tienes una casa preciosa. ¿La heredaste de tus padres?
Cash no solía hablar de su vida con los clientes, pero no le importaba hacerlo con ella.
– Era de mis abuelos. Sigue habiendo una mina de plata en las tierras, pero nunca fue muy fructífera.
– ¿Creciste aquí?
– Sí. A mí me hubiera gustado vivir en la ciudad, pero mis padres murieron en un accidente y yo era el único chico. Mi abuela me enseñó lo que es el sentido del deber. La familia era lo primero, según ella. Por eso no he vendido esta casa.
– Entonces, no hay ninguna razón para que sigas aquí, excepto el sentido del deber.
– Eso es. Sammy es hijo de mi hermana pequeña, Hannah. Lo dejó conmigo cuando acababa de nacer porque… bueno, lo de la maternidad no es lo suyo -explicó Cash.
Los ojos de Lexie se llenaron de compasión.
– Está claro que os lleváis muy bien.
– Es mi sobrino, pero lo quiero como si fuera mi hijo. Lo he criado yo, en realidad -dijo él. Después, se quedó unos segundos pensativo-. Este sitio se ha convertido en una casa de hombres. Yo contrataría mujeres, pero no parece haber ninguna que quiera trabajar en medio de la montaña. Y tampoco suelen venir mujeres como clientes. Por eso quería hablar contigo. Sammy no está acostumbrado a tratar con chicas.
– Pues conmigo ha sido un cielo.
– Sí, ya lo he visto. Pero él no confía mucho en las mujeres a causa de su madre y cuando lo vi hablando contigo durante la cena…
– ¿Te preocupaste?
– No es que me preocupase, pero me pareció raro. Solo te estoy pidiendo que tengas cuidado. Sammy se porta como si fuera un tipo duro, pero solo es un niño.
– Me alegro de que me lo digas. Aunque yo jamás le haría daño a un niño -murmuró Lexie, apartando la mirada.
– Perdona. No quería herir tus sentimientos. Keegan dice que a veces soy tan sutil como un martillo pilón.
– No te preocupes. Yo habría hecho lo mismo que tú -dijo ella entonces, mirando su reloj-. Vaya, son casi las doce.
Lexie se levantó y se agachó de repente, Cash suponía que para buscar sus zapatos. Pero cuando se levantó del sillón la había perdido de vista. No tenía ni idea de cómo el libro había salido volando por los aires, ni cómo, de repente, ella lo golpeó en el pecho con la cabeza, haciendo que los dos perdieran el equilibrio.
La sujetó instintivamente y cuando Lexie levantó la cara, estaba muerta de risa.
– Lo siento. ¿Te había dicho que soy muy torpe?
– No te preocupes… -empezó a decir él. Lexie había vuelto a inclinarse para tomar el libro y estuvo a punto de golpearlo con el codo en la entrepierna. Sorprendido, Cash sujetó su brazo y lo apartó unos centímetros-. ¿Por qué no dejas que lo haga yo? No te muevas.
– ¿Te doy miedo?
– Me parece que tienes un potencial increíble como arma letal.
Lexie soltó una carcajada. Pero cuando dejó de reírse, Cash se percató del silencio que había en la habitación, de que estaban solos, de su perfume… Era un aroma suave, exótico, un aroma que no conocía.
Ella lo miraba con la cabeza inclinada a un lado, los labios entreabiertos y aquellos ojos color chocolate fijos en los suyos.
Cash tuvo la idea loca de que ella quería besarlo. O ser besada. Por él.
Aquella sensación lunática fue seguida de otra. Él también deseaba besarla. Quería besarla como no había querido besar nunca a una mujer.
Quería besarla como para decirle que la había estado esperando siempre, que no sabía si iba a encontrarla, que no sabía si existía.
No recordaba haber tenido una sensación así con otra mujer. Naturalmente, se recuperó pronto. Y se movió. Tenía que moverse.
– Puedes encontrar el camino a tu habitación, ¿verdad?
– Aún no he memorizado toda la casa, pero creo que sí.
– Nos veremos por la mañana.
– Encenderé las luces y…
De nuevo, ella se volvió, tan rápido que sus letales codos estuvieron a punto de clavarse en sus costillas.
– Yo lo haré. No te preocupes.
– ¿Te he…?
– No, no me has hecho daño. Es que no quiero que camines a oscuras.
Pero estaba mintiendo. Lexie Woolf podría hacerle mucho daño. Cash no sabría explicarse a sí mismo qué lo había hecho experimentar aquella sensación de ternura un minuto antes, pero él no solía responder de esa forma ante una mujer. Algo en Lexie Woolf era diferente.
Y muy preocupante.