Capítulo 3

A las 6:29, Lexie sacó la mano de entre las mantas y esperó. Cuando el despertador empezó a sonar a las 6:30, lo aplastó con furia. Estaba acostumbrada al insomnio, acostumbrada a dormir apenas un par de horas. Y también estaba acostumbrada a levantarse a las cuatro de la madrugada. Pero no estaba acostumbrada a soñar con extraños.

Lexie sacó las piernas de la cama, encendió la luz y se tapó los ojos. Le dolía un poco la cabeza y los músculos de su cuello estaban tensos de dar vueltas en la cama. En resumen, debería estar hecha un desastre.

Pero la imagen de Cash McKay hacía que se sintiera fresca y llena de energía. Al pensar en él, olvidó todos sus dolores. O estos se curaron milagrosamente. Estaba deseando levantarse y ver qué le ofrecía aquel nuevo día.

Pero mientras se ponía unos vaqueros, una camisa de color pastel y botas de montaña recién compradas, empezó a ser ella misma de nuevo.

¿Cómo podía estar deseando que empezara el día? Si estuviera en su casa, ya habría hecho un par de llamadas, comprobado el fax y visto la CNN antes de lavarse los dientes. Aquella mañana no sabía cómo iba el índice Dow Jones y solo escuchaba el sonido de los pájaros.

No iba a durar allí cuatro semanas. Ni cuatro días, seguramente.

Y cuando bajó la escalera, allí estaba él. Cash. Y su cachorro. En realidad, en el comedor había varios hombres tomando el desayuno, pero ella solo se fijó en los McKay. El mayor le estaba tomando la lección al pequeño y Lexie solo pudo pensar en lo adorables que eran los dos, con sus vaqueros gastados, las camisas de franela y las botas. Aquella pareja podría llevar un letrero en la frente: Cash e hijo. No se aceptan mujeres.

Eran tan… encantadores. Tan orgullosos. El amor que sentían el uno por el otro era como un escudo que los protegía del mundo. Pero entonces, el más sexy de los dos miró hacia la puerta.

– Buenos días, Lexie -la saludó. Ella saludó a todo el mundo con una sonrisa. A Keegan, a George, a Slim Farraday, el diminuto banquero y a Stuart Rennbaker, un alto ejecutivo de los que suelen sufrir un infarto antes de los cincuenta años. Los dos hombres fueron amables con ella, pero Lexie no podía serlo hasta que tomara una taza de café.

– Lo siento, no hay café.

– ¿Cómo que no hay café?

Keegan señaló la bandeja.

– He preparado una bebida energética para todos. Te despertará como el café, pero sin los efectos negativos. Confía en mí, te va a encantar.

La bebida energética de Keegan sabía a aceite de ricino. Y no tenía cafeína. La mesa del desayuno estaba llena de bandejas, pero en ellas solo había cereales y frutas. Ni huevos, ni bacón, ni tostadas con mantequilla, nada que tuviera colesterol. Diez minutos después, todos salían por la puerta y a Lexie le sonaban las tripas.

No le gustaba la naturaleza, pero incluso una chica de ciudad como ella tenía que disfrutar de aquella hermosa mañana. El lago brillaba como la plata bajo el sol, una ligera bruma bailaba entre los árboles y el aroma a pinos era tan fuerte que parecía un perfume. Las ardillas correteaban por el camino y un ciervo pasó tan cerca que estuvo a punto de chocarse contra un árbol por mirarlo. Y el cielo era de un azul tan bello que Lexie no podía creerlo.

Y lo mejor era observar a Cash. Estaban subiendo una pendiente que casi la dejó sin oxígeno, pero seguía sintiendo la conexión que había nacido entre ellos la noche anterior.

No la había besado… pero había querido hacerlo. Ella no lo había besado, pero también había querido hacerlo. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que sintió algo así por un extraño… especialmente, por un extraño como Cash McKay.

En aquel momento, él estaba colocando al grupo en círculo.

– Muy bien… Lexie, tú eres nueva, pero debes saber que empezamos de la misma forma todas las mañanas. Tenemos que emparejarnos y resolver un problema. Yo me quedo con Stuart y tú, con Slim -explicó Cash. Lexie sonrió. Cualquier cosa que el pequeño Slim pudiera hacer, también podría hacerla ella-. Muy bien. ¿Veis el arroyo más allá de esos pinos? Tenéis media hora para llegar a la otra orilla.

– Un momento, Jerónimo -protestó Lexie-. No hay ningún puente.

– Eso es. Tendréis que usar lo que encontréis en la naturaleza para llegar al otro lado.

Slim y ella se dirigieron al arroyo. El agua era tan cristalina que podían ver el fondo, y de una orilla a otra no podía haber más de tres metros, pero era imposible saltar. Y cruzar a nado estaba fuera de la cuestión.

El señor Farraday se colocó a su lado.

– Cash siempre nos pone frente a problemas que parecen insolubles, pero cada mañana encontramos la manera de resolverlos.

– Y este también lo vamos a resolver -dijo Lexie, segura de sí misma. Había ganado su primer millón antes de cumplir veintidós años, ¿no? Eso era mucho más difícil que cruzar un arroyuelo de nada.

– Sé que podemos hacerlo, pero ¿cómo?

– Pues… -Lexie se subió las mangas de la camisa, emocionada. Los retos siempre le habían gustado. Inexplicablemente, se sentía segura cuando aceptaba algo que parecía imposible-. Tengo una idea. ¿Por qué no buscamos ramas grandes? Las colocaremos sobre el arroyo y pasaremos por encima. ¿Qué te parece?

– Muy bien, compañera -sonrió el hombre.


Cash escuchó un grito y echó a correr, sabiendo muy bien quién lo había emitido.

Después de atravesar los árboles a la carrera, se encontró con Lexie sentada de culo en el arroyo, empapada hasta el cuello.

Había creído que no fallaría con un ejercicio tan fácil. La única forma de cruzarlo era construir un puente con ramas y lo habían hecho. Y Slim Farraday, incluso con su artrosis, había conseguido llegar al otro lado.

Pero la torpe de Lexie estaba en el agua.

– ¡Ayúdame! ¡Me voy a morir de frío! ¡No puedo moverme…!

– No te vas a morir y el agua no está tan fría -la interrumpió Cash, tomándola del brazo. Para ser una rata mojada, una rata diminuta, pesaba una tonelada. Y, cuando ella se agarró a su cuello, estuvieron a punto de caer al agua los dos.

Cash no era capaz de entender por qué sentía aquel deseo de besarla. No debía quedarle una hormona viva bajo aquella temperatura y no estaba pensando en sexo precisamente. El primer ejercicio que ponía a sus clientes estaba destinado a hacer que sintieran confianza en sí mismos y nadie había tenido problemas con ese ejercicio antes. Nadie. Nunca.

– Me estoy helando…

Cash lo sabía. Podía sentir los pezones endurecidos de Lexie clavándose en su camisa.

– Sé que tienes frío, pero estarás de vuelta en la casa en menos de diez minutos. Y después de eso, te emparejaré conmigo -murmuró él, irritado.

– Contigo?

– Sí. Conmigo.

– Ha sido culpa mía, Cash. Ya te dije que a mí esto no se me da bien.

Pero Cash no dejaba que sus clientes fracasasen. El programa estaba creado para que los acotados ejecutivos aprendieran algo sobre sí mismos y se olvidaran de todo, y no pensaba fallar con ella. No, precisamente, con ella.

Una hora más tarde, Cash se había puesto ropa seca y la esperaba paseando por el pasillo. Lexie bajó la escalera con otro par de vaqueros de diseño y una camisa de seda.

– Ya estoy calentita y preparada para la siguiente tortura.

– Estupendo -murmuró él. No le contó cuál era el plan hasta que llegaron a una cabaña en medio del bosque. Cash abrió la puerta y Lexie comprobó que era una especie de gimnasio al aire libre.

– ¿Para qué son todas esas cuerdas y arneses? -preguntó.

– Es un lugar de entrenamiento donde enseño lo básico para aprender a escalar. Aquí puedes hacer hasta treinta ejercicios diferentes. La pared de escalada es para que te acostumbres; incluso puedes usar crampones y piolet…

– ¿Qué? De verdad, yo quiero intentarlo todo, pero escalar…

– Ya sé que te da miedo -la interrumpió él, colocando un casco sobre su cabeza.

– Me da pánico la altura.

– Te entiendo -dijo Cash. Los ojos color chocolate lo miraban con terror-. Por eso quiero que lo hagas, Lexie. Cuando viniste aquí, aceptaste que yo era el jefe, ¿verdad? No te estoy pidiendo que lo hagas para hacerte sufrir, te lo pido por lo que ha pasado esta mañana.

– ¿Lo de caerme en al arroyo?

– Sí. Te puse el ejercicio más fácil y fracasaste. Ahora vamos a intentar justo lo opuesto, el ejercicio más difícil. Y no vas a fallar.

– Cash, estoy sudando y me duele el estómago. La cosa es…

Lexie no terminó la frase. Dejó de hablar cuando Cash empezó a colocarle un arnés. No había nada sugerente en ponerle un casco en la cabeza, pero el arnés era mucho más íntimo. Tenía que ponérselo en las piernas y ajustado en las caderas y la cintura.

Cash lo había hecho con decenas de mujeres, era parte de su trabajo. Lo hacía para asegurarse de que a sus clientes no les pasaba nada. Pero nunca antes había pensado en muslos y culetes. Nunca se había fijado en eso. Nunca se había percatado de que su mano rozaba la pelvis de nadie. Ni se había fijado en cómo tenía que ajustar el arnés en el trasero de una chica, por muy guapa que fuera.

– Escalar es una cuestión de confianza en uno mismo. Hay muchas formas de hacerlo, Lexie. Lo que vamos a hacer se llama «escalada libre» -explicó, aclarándose la garganta. Lexie no respondió. Y, cuando miró hacia abajo, le pareció ver que la bragueta de los vaqueros de Cash se echaba hacia adelante, como si alguien hubiera metido una piedra larga y dura dentro de sus pantalones. Pero era una respuesta fisiológica normal. Un hombre no podía evitar esas cosas-. Voy a estar pegado a ti todo el tiempo. Tienes miedo de caerte, ¿verdad?

– Sí -murmuró Lexie.

– Pues vamos a subir y después vas a dejarte caer para perder el miedo. Pero no va a pasarte nada, te lo prometo. Nunca dejaría que te pasara nada. Cuando caigas, yo estaré aquí, esperándote.

Sin saber cómo, todo lo que decía sonaba como si estuviera hablando de amor, pensó Cash, aturdido.

– No es que no confíe en ti, Cash. Pero es que prefiero comer babosas antes que estar colgada en ninguna parte. Mira, a lo mejor este programa no es para mí. No te lo tomes como algo personal. No es culpa tuya. A mí se me da muy bien el dinero, pero lo del ejercicio físico…

Cash no había querido besarla. Ni siquiera sabía que iba a hacerlo. Quizá se sentía mal porque ella se había caído en el arroyo, o porque había hablado con Sammy la noche anterior o… porque estaba tan mona con aquel casco o quizá porque se había excitado al colocarle el arnés y…

No tenía ni idea de cuál era la razón.

Pero la besó.

Lexie sabía a algo caro y prohibido. Y a deseo. Sus labios… nunca habían rozado algo tan suave. Nunca en su vida.

Cash sabía que todas las mujeres le habían causado problemas, pero en aquel momento no le importaba.

Sentía el deseo de hacer algo completamente estúpido, como enamorarse de Lexie Woolf. Pero aquel deseo lo golpeaba en las tripas y hacía que olvidase el sentido común.

Cash le quitó el casco y enredó los dedos en su pelo, asombrado de haber podido soportar tanto tiempo sin tocarla. La textura de sus rizos, el calor de sus mejillas, el suspiro de ella… no podía seguir analizando sus sentimientos.

Cash tomó su boca de nuevo y la abrazó con fuerza, casi levantándola del suelo, deseando sentir sus pechos y su pelvis pegados a él.

Porque si no era así, no podría sobrevivir otro segundo.

Unas manos pequeñitas se enredaron alrededor de su cuello y Lexie volvió a suspirar; un suspiro atrapado entre besos. En aquel momento a Cash todo le daba igual. El resto de los clientes, el trabajo, su hermana Hannah… no le importaba nada. Cuando por fin se apartó, no sabía muy bien donde estaba… pero no podía ser su refugio en la montaña Silver de Idaho.

Iba a preocuparse mucho por aquel beso. Mucho.

Cuando miró aquellos ojos brillantes y los labios húmedos, se sintió más alto que una cometa y tan caliente como un semental en época de celo.

– Vale -murmuró.

Ella seguía respirando con dificultad.

– ¿Cómo que vale?

Cash no sabía qué decir. Solo se le había ocurrido eso.

– Vale -repitió, con voz ronca-. Vamos a hacer que esto funcione. Escalar es una cuestión de confianza, así que confía en mí. Te juro que no va a pasarte nada. Deja que te lo pruebe.

– Sí, Cash.

Quizá debería haberla besado antes, pensó.

Lexie parecía haber perdido el miedo y no puso más objeciones. Ni siquiera los hombres de la Edad Media conseguían una obediencia tan ciega de sus mujeres.

Solo que Cash estaba tan agitado que tenía suerte de no chocarse con los árboles mientras volvían al refugio.

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