Lexie empezó a mover los pies, inquieta. Quizá Cash pensaba que ponerle una venda a alguien era un ejercicio mental, pero para eso de las vendas tenía un potencial erótico muy peligroso.
– Habréis oído la palabra «delegar» un millón de veces en vuestros trabajos. Y todos sabéis que no es fácil confiar en alguien. Sin embargo, eso es exactamente lo que quiero que hagáis. Quiero que caminéis durante media hora por el bosque con los ojos cerrados. De esa forma, podréis utilizar sentidos que no se utilizan normalmente, como el tacto, el oído y el olfato. Y, además, aprenderéis a confiar en otra persona. Nos encontraremos aquí en media hora, ¿de acuerdo?
Lexie lo entendía, como entendía el resto de los ejercicios. No eran solo para que una panda de ejecutivos agresivos disfrutaran de la naturaleza sino una forma de hacer que vieran la vida de otra manera.
Y, la verdad, estaba funcionando. Lexie no había vuelto a tener ataques de ansiedad en toda la semana. Estaba empezando a disfrutar de la comida e incluso a veces pasaban más de quince minutos sin que se preocupara del índice Dow Jones. Aquello tenía que ser un progreso.
Pero estar vendada, junto a un hombre que la atraía como Cash, no le parecía tan buena idea.
Él la relajaba tanto como un semental al lado de una yegua en celo.
Cuando las voces de los demás se perdieron entre los árboles, Cash le puso la venda y Lexie sintió un escalofrío.
– ¿Está muy apretada? -preguntó él. Lexie negó con la cabeza-. No te preocupes, no va a pasarte nada. Solo vamos a dar un paseo. Respira y disfruta -sugirió, pasándole un brazo por los hombros. Ella le pasó el suyo por la cintura, encantada. Como había dicho Cash, estaba disfrutando con todos sus sentidos-. Ahora quiero que te sientes. Estamos sobre una roca plana, al lado de un riachuelo. Siéntate y escucha.
– Vale -murmuró Lexie. Por supuesto, cuando iba a sentarse estuvo a punto de caer de cabeza, pero Cash lo impidió. Por fin, se sentó sobre algo duro y plano, y él se sentó a su lado.
Y aunque Lexie había pensado que el ejercicio iba razonablemente bien, de repente, todo se fue al infierno.
No veía nada. Pero había dejado de oler los pinos, el musgo y el barro. Lo que olía era una noche oscura, una pesadilla. Ella tenía tres años y estaba escondida en un armario, asustada. Había alguien en su casa. No sabía quién era. Solo sabía que se había metido en el armario porque pasaba algo horrible. Su madre lloraba en alguna parte y oía la voz de su padre, suplicando. Y luego, una explosión.
– ¿Puedes oír el agua, Lexie? Hay una ardilla muy cerca de nosotros. Sé que no puedes verla, pero si te concentras podrás escuchar el ruido que hace. Está comiendo una nuez y…
Lexie escuchaba la voz de Cash, pero… Un hombre con uniforme de policía abría la puerta del armario y la tomaba en sus brazos. Pero Lexie supo que algo horrible les había ocurrido a sus padres. Lo supo. Y solo podía experimentar en su corazón un sentimiento de pérdida, de soledad… Ya no tenía tres años, tenía veintiocho. Aquello había ocurrido mucho tiempo atrás, pero la venda en los ojos había despertado los recuerdos. El miedo, la pérdida, la angustia…
– ¿Qué te pasa, Lexie? -escuchó la voz de Cash. La expresión de ella debió asustarlo-. ¿Qué ocurre? No pasa nada, Lexie, no pasa nada…
Cash le quitó la venda inmediatamente.
Los síntomas eran familiares. Su corazón latía acelerado, tenía las manos sudorosas y no podía respirar, no podía pensar…
Estaba sufriendo un ataque de ansiedad.
– Estoy bien -consiguió decir.
– No hables. Cálmate.
– Vete. Estoy bien.
– No voy a irme a ningún lado. Relájate. Cálmate o tendré que sentarme encima de ti.
En cualquier otro momento, Lexie se habría reído. No solo la estaba gritando, sino que la había colocado sobre sus rodillas y le daba golpecitos en la espalda, como si fuera una niña. Pero Cash estaba tan agitado como ella. Los latidos de su corazón atronaban como los suyos.
Lexie respiró profundamente y la bola de terror que parecía tener en el estómago empezó a desaparecer poco a poco.
Frente a ella, una garganta cristalina, rodeada de musgo. Una ardilla corriendo de un lado a otro. Lo veía todo, pero solo podía sentir su mejilla contra el pecho del hombre, el calor de su cuerpo, la barbilla de él sobre su cabeza y… aquella parte tan interesante de su cuerpo, y tan dura, creciendo justo bajo sus piernas.
– No me había pasado en mucho tiempo -pudo decir al fin.
– Cuéntame.
– Mis padres eran ricos. Desgraciadamente, tan ricos como para despertar la atención de los ladrones. Yo tenía tres años, casi cuatro, cuando dos hombres entraron a robar en nuestra casa y mataron a mis padres. Yo me escondí en un armario y los policías me encontraron horas después.
– Es terrible, Lexie.
– Sí. No es algo que se pueda olvidar. Pero la verdad es que he sido muy afortunada. No tenía parientes, pero los Woolf me adoptaron y me trataron desde el primer día como si fuera su hija. Los quiero mucho y ellos a mí.
– ¿Y por qué has recordado todo eso cuando te he puesto la venda?
– No estoy segura. Lo cierto es que, a pesar de que mi familia adoptiva es maravillosa, yo siempre me sentí como una extraña. Todos son tan altos, tan rubios, tan esculturales… Ellos siempre estaban haciendo ejercicio, mientras yo hundía la nariz en los libros. Por eso gané tanto dinero. Desde que era pequeña he intentado hacer algo en lo que fuera realmente buena. Y ganar dinero es mi identidad, me dio confianza. Por primera vez desde que perdí a mis padres, empecé a sentirme segura. Pero eso terminó hace un año.
– ¿Qué terminó? ¿Perdiste dinero?
– No, no. Nunca he dejado de ganar dinero. Pero hace un año empecé a tener estos ataques de ansiedad. Y no podía dormir -explicó ella-. Hasta ahora, ganar dinero me había hecho sentir segura, pero ya no. Por eso vine aquí. Mi familia insistió en que lo hiciera. Yo no creía en ello, pero pensé que debía probar. Y está funcionando, Cash.
– ¿Casi me muero del susto, porque pensaba que estabas sufriendo un infarto y tú me dices que está funcionando?
Lexie no quería que se preocupase por ella. Aquella historia era problema suyo, pero él parecía tan enfadado que no pudo replicar. Lo único que no se le ocurrió, ni por un segundo, fue besarlo.
Pero, sin saber por qué, acarició su mejilla y, de repente, la boca del hombre estaba a un centímetro de la suya.
Y, un segundo después, se estaban besando. Los labios de él sabían dulces y cálidos. Él la besaba con fuerza, jugando con su lengua, bailando con ella.
En ese momento, una gota de agua decidió caer sobre su frente.
La sorpresa hizo que Lexie abriera los ojos. Vio el arroyo, la ardilla, los árboles, la montaña, pero todo eso no era más que un decorado para Cash. Él era lo único que importaba. Su pelo revuelto, los ojos cerrados… y entonces, tuvo que volver a cerrar los suyos porque Cash siguió besándola. Unos minutos antes, su corazón latía acelerado, pero por una razón muy diferente. En aquel momento era un sonido emocionante, como lo era el calor que sentía entre las piernas. Y el deseo, crudo, fuerte, vibrante, increíblemente enloquecedor.
Lo deseaba.
A los veintiocho años, Lexie había experimentado antes el efecto de las hormonas, pero aquello no parecía tener nada que ver con las hormonas. Más bien con los volcanes.
Le daban igual las consecuencias. No quería que parase. Quería pertenecerle a Cash. Quería estar con él.
Una mano grande y masculina empezó a desabrochar los botones de su camisa. Lexie llevaba sujetador. Con relleno.
Cash sonrió mientras lo desabrochaba. Lexie debería haberle dicho que no se molestase. Bajo aquel relleno, prácticamente no había más que dos bultitos.
Pero él encontró aquellos dos bultitos. Y, en lugar de parecer decepcionado, actuaba como si una mujer con pechos diminutos fuera lo único que hubiera buscado en toda su vida.
Otra gota de agua cayó sobre su frente, pero le daba igual. Pronto, el grupo buscaría a su líder. Pronto sería la hora de comer. Pronto Sammy volvería del colegio. Y pronto, uno de los dos tendría que levantar la mano y decir que estaban locos.
Pero no quería ser ella quien lo hiciera.
Nunca se había sentido segura desde que perdió a sus padres. Estar solo no era lo peor que podía pasarle a un ser humano, pero a veces Lexie se sentía como una niña buscando en la oscuridad a alguien que fuera como ella. Y no pensaba que Cash pudiera ser esa persona… pero en aquel momento, en aquel preciso momento, se sentía unida a él como solo se había sentido unida a alguien en sus sueños.
– Lexie…
– ¿Qué?
– Está lloviendo a mares.
– ¿Y? -preguntó ella, acariciando su mejilla. Fuera locura o no, sentía que Cash y ella estaban descubriendo algo que poca gente había descubierto. Se sentía inmersa en las emociones que él provocaba, como si estuviera al borde de algo enorme, un precipicio mágico, un cambio que afectaría toda su vida.
– Lexie… -Cash tenía los ojos cerrados-. Hay truenos.
– ¿Crees que deberíamos marcharnos?
– ¿Preferirías hacer el amor sobre esta roca, con una tormenta de rayos y centellas?
Lexie tuvo que sonreír. La lluvia los estaba empapando a los dos. Sin embargo, él volvió a besarla una vez más, un beso largo y lento, y húmedo. Muy húmedo.
– McKay…
– ¿Sí?
– Está diluviando.
– Eso es lo que llevo media hora intentando decirte.
– Es que estoy empapada.
– Lo sé.
– McKay, no me refiero a esa clase de humedad. ¿Podrías dejar de pensar en el sexo y pensar en algo más constructivo? ¿Como rescatarme a mí y al resto del grupo?
– ¿Yo pensando en sexo?
– Por supuesto -sonrió ella, abrochándose la camisa y levantándose como la señorita que era-. Y la próxima vez que empieces algo, por favor, que sea bajo cubierto.
Riendo, Cash tiró de su mano para buscar al resto del grupo.
Lexie no sabía qué había ocurrido entre ellos, pero ningún otro hombre la había hecho sentir de esa forma.
Cash había dejado claro que Sammy era su prioridad en la vida y eso significaba que no había sitio para una mujer. Y menos para una mujer de Chicago que pronto volvería a sus asuntos.
Había bromeado porque sabía que era lo que tenía que hacer. No quería que Cash pensara algo tan absurdo como que estaba enamorándose de él.
El día se volvió cada vez más desagradable. Lexie salió de la ducha y se dirigió a la sala de masajes, con una toalla firmemente sujeta sobre sus pechos. La lluvia golpeaba con fuerza los cristales y el cielo estaba negro como la noche.
Unos minutos antes, darse un masaje le había parecido buena idea. Después del episodio del ataque y los besos sobre la roca, Cash había insistido en que todo el grupo fuera de excursión para disfrutar de los olores y sonidos de la tormenta.
Y ella no había perdido un paso. Pero en aquel momento estaba exhausta, helada, magullada e irritadísima.
Había pensado que darse un masaje era la solución, pero cuando puso la mano en el picaporte, recordó la vergüenza que le daba que la vieran desnuda. Otras mujeres se sentían cómodas con su cuerpo, pero para Lexie enseñar un muslo era un atrevimiento.
Por supuesto, había expuesto más que eso delante de Cash aquella mañana. Y recordarlo hizo que empujara la puerta, nerviosa.
En la sala de masajes hacía calor. Olía a jabón y aceite de niños. Nada parecía amenazador… excepto el gigante que apareció entonces con una toalla en la mano.
– Supongo que eres Lexie. Yo soy Bubba, encantado de conocerte.
– Bubba -repitió ella, aunque ya sabía su nombre.
– En realidad, me llamo Murphy, pero nadie lo sabe. Parece que hoy todo el mundo quiere un masaje. Debe ser el día.
– Yo no sé si…
– No tengas miedo. Soy gay. Y no tienes que descubrir nada que no quieras descubrir -sonrió el hombre-. Vamos, túmbate en la camilla y dime dónde te duele.
Gay, pensó Lexie. Qué bien.
– Pues… es que nunca me he dado un masaje.
– Llevas más de una semana haciendo excursiones, aguantando la comida de Keegan y el mal humor de George, ¿no? Pues te mereces un masaje. Te sentirás mucho mejor, te lo prometo.
– De acuerdo -sonrió ella, tumbándose en la camilla y casi tirando el carrito de los aceites en el proceso.
Su torpeza no pareció molestar a Bubba que, con unas manos tan grandes como palas, empezó a masajear su espalda.
– Estás como un tronco, nena.
– Muchas gracias.
– No te preocupes, yo lo arreglaré -sonrió el hombre.
En ese momento, una corriente de aire le dijo que alguien había abierto la puerta.
– ¿Qué tal, Lexie? -escuchó una voz familiar.
Sammy. Un humano con el que poder hablar.
– Estupendamente.
– Menuda tormenta, ¿eh? -rió el niño-. Bubba también me da masajes a mí a veces.
– ¿En serio?
– Sí. ¿Te duele la espalda?
– Un poco.
– La mayoría de la gente que viene por aquí tiene problemas de espalda -dijo el niño muy serio-. Por eso Cash hizo esta sala de masajes. Tanto paseo por el campo te deja hecho polvo, cuando no estás acostumbrado. Además, tú eres una chica.
– ¿Quieres que te pegue una paliza, jovencito? -rió Lexie-. No he visto a Martha en todo el día. ¿Cómo está?
– Preñada -suspiró el niño-. No sé cuándo va a decidirse a tener los cachorros. Bueno, tengo que irme -dijo Sammy entonces-. Voy a ver el Dow jon ese…
– Dow Jones -corrigió Lexie-. ¡Sammy, un momento!
El niño cerró la puerta tras él, riendo. Lexie había cerrado los ojos cuando la puerta volvió a abrirse por segunda vez.
– Hola, Bubba, ¿cómo están Trixie y los niños?
Cuando Lexie escuchó la voz de Cash, intentó cubrirse la espalda desnuda con la toalla, pero Bubba no se lo permitió.
«¿Trixie y los niños?», pensó entonces.
– Estupendamente -contestó el hombre.
– ¿No eras gay?
Bubba empujó su cabeza hacia abajo sin miramientos.
– No. Te lo dije para que no te pusieras nerviosa. Y deja de hablar. Estás tensa como un palo. Relájate.
¿Relajarse? ¿Cómo iba a relajarse con Cash mirándola?
Seguía teniendo el pelo un poco mojado y la miraba con… energía. Una energía vital, viril y muy sexy.
¿Nadie había oído hablar de la privacidad en aquel sitio? ¿De la paz, de la intimidad?
– Solo quería comprobar que estabas bien.
Lexie no sabía si se refería al ataque de ansiedad o a sus besos, pero daba igual.
– Sí y no.
– Voy a tener que darle un buen masaje -dijo Bubba-. No la fuerces mucho mañana. Es un poco floja.
– ¿Floja? -repitió ella, irritada-. Soy más dura que un peñasco.
– Sammy acaba de venir y me ha dicho al oído que la cuide. Parece su guardaespaldas -rió el masajista.
– Voy a charlar un rato con él -murmuró Cash, pasando un dedo por los hombros de Lexie. No había sido un roce sensual, ni atrevido. Pero a ella se le puso la carne de gallina-. Lexie, cuando Sammy esté en la cama, me gustaría hablar contigo.
– Claro -murmuró ella, con un nudo en la garganta. ¿Qué podría querer decirle que no le hubiera dicho por la mañana?