FRANCESCA intentaba que no se le notara en la cara el regalo que había recibido.
Cada día que estaba con Brett después del día de la barbacoa era un regalo para ella. Tal vez tuviera que pagar por ello cuando le rompiera el corazón, pero por ahora no iba a pensarlo.
Se movió un poco sobre el colchón de Brett para acomodarse mejor contra su hombro. Cuando él llegó de trabajar se la había encontrado en la entrada del aparcamiento haciendo una reparación, y le había dicho que tenía que mostrarle algo de su casa. Ella lo había seguido para acabar haciendo el amor apasionadamente.
Francesca aún tenía las deportivas y la camiseta puesta, y el sujetador desabrochado bajo ella. Pasándole la mano sobre el pecho desnudo le dijo.
– ¿Qué querías enseñarme?
Él estaba a punto de quedarse dormido.
– ¿Qué?
– En el aparcamiento me dijiste que tenías que mostrarme algo aquí – le recordó ella.
Él abrió los ojos del todo.
– Francesca, cariño -dijo, moviendo la cabeza de un lado a otro contra la almohada-, eres una monada. -¿Qué?
– Te dije eso porque… -se echó a reír- creía que sabías por qué.
Francesca empezaba a no entender nada.
– Lo único que sé es que estoy aquí medio desnuda y tú estás riéndote de mí.
Él intentó ponerse serio, pero no lo consiguió del todo y volvió a sonreír.
– Te he traído aquí para enseñarte… mis herramientas.
Empezaba a anochecer.
– ¿Herramientas?
Él intentaba contenerse, pero las carcajadas afloraban de nuevo a sus brillantes ojos azules.
– Sí, ya sabes… mis herramientas…
Las mejillas de Francesca estaban empezando a enrojecer.
– Creo que lo voy pillando -dijo, alejándose de Brett-. Debo parecerte muy inocente.
Otras mujeres hubieran entendido la broma inmediatamente. Él se acercó.
– Eres «muy» bonita -dijo, acariciándole la mejilla-, e inocente.
Ella apenas notó su caricia. Se miró de arriba abajo inspeccionando su ropa. Su camiseta era enorme, casi le llegaba a las rodillas, pero tenía un agujero a la altura del ombligo, y luego estaban las deportivas… Otras mujeres hubieran ido con un hombre a la cama subidas en brillantes sandalias que hubieran podido desabrocharse sin complicaciones. Ella, con las prisas, se había quitado los pantalones cortos y las braguitas sin desatarse las deportivas.
Se sintió a disgusto ante su propia falta de cuidado, que le cayó encima como un jarro de agua fría. Ella tiritó y se apartó de Brett. Sólo quería irse a casa cuando antes.
Pero la mano de él la detuvo agarrándola por el hombro.
– ¿Dónde vas?
– Yo…
Brett la retuvo contra él. – ¿Qué ocurre?
– Creo que me voy a ir a casa. Brett le apartó el pelo de la cara. – ¿He dicho algo que te haya ofendido? Ella negó con la cabeza.
– Sí. No te gustó que me riera de ti.
– Soy inocente – susurró Francesca.
Él la puso sobre su cuerpo y la retuvo así.
– Eres inocente, y eso me encanta.
Ella se encogió de hombros.
– Francesca, es verdad.
Pero ¿qué pensaba él de las deportivas que aún llevaba puestas? ¿Qué pensaba del agujero de su camiseta?, ¿y acerca de que, en un gesto no muy femenino, casi le gana al uno contra uno?
Esa inseguridad no era extraña para ella. Aunque Brett y ella habían pasado juntos cada noche desde entonces, ella no se lo había dicho a nadie, ni a sus hermanos ni a Elise, como si fuese algo sin importancia. Ella se decía a sí misma que era para que nadie pudiera interferir entre los dos. Pero eran mentiras.
Ella no había dicho nada porque no sabía qué tipo de relación tenía con él. Ella lo amaba y se había entregado a él porque le había parecido que merecía la pena. Pero ahora ya no estaba tan segura de ello.
– Francesca -él la sacudió entre sus brazos, girándole la cabeza para obligarla a mirarlo -. Háblame.
– Tal vez no deberíamos vernos más -las palabras le salieron sin más.
Brett parpadeó. Se sentó y la miró un momento en silencio.
– ¿Por qué? -dijo finalmente.
Ella se encogió de hombros, intentando no pensar en lo arrebatador que le resultaba sentir el batir de su corazón contra el suyo.
– No lo sé. Voy a estar muy ocupada estos días con el ensayo de la boda, el ensayo de la cena y la boda de verdad.
Francesca vio que él había levantado una ceja.
– No sé si te acordarás de que soy dama de honor.
En un abrir y cerrar de ojos sus posiciones cambiaron.
– No lo he olvidado -dijo Brett, casi enfadado-. Exactamente ¿qué parte de ser dama de honor hace que no tengas tiempo para mí?
Francesca casi no podía respirar. Le deseaba demasiado, le deseaba para siempre. Tragó saliva.
– Tengo cosas que hacer -«como proteger mi corazón. Mejor tarde que nunca», pensó ella.
– ¿Por qué no podemos hacerlas juntos? -preguntó él -. Yo también estoy invitado a la boda.
Francesca no sabía qué responder. ¿Estaba sugiriendo que fueran juntos a la boda? ¿Cómo una pareja?¿Delante de Pop y de todo el mundo?
– Bueno, hum…
– ¿Y el ensayo de la cena? ¿No es habitual que los participantes acudan con una pareja?
– ¿Quieres decir, cómo un novio o como una pareja?
– Exacto -dijo él -. Justo como una pareja.
«Como una pareja. Delante de Pop y de todo el mundo».
Ella se acercó para besar a Brett. Ni llevando su tiara se hubiera sentido más como una princesa. Su princesa.
• Brett entró en la capilla donde Elise y David se casarían tres días más tarde y echó un vistazo al interior, donde el ensayo ya había comenzado. David y sus acompañantes, uno de los cuales era Cario, ya estaban esperando junto con el sacerdote, pero no había ni rastro de Elise ni de sus damas de honor.
El sacerdote hizo un gesto al pianista, que comenzó a tocar algo suave y sentido. Del fondo de la capilla salió una chica muy guapa andando con pasitos cortos y llevando en la mano un manojo de cintas de colores. Él no debía ser el único espectador masculino porque, un poco más lejos, una mujer le explicaba a un hombre que el manojo de cintas imitaba al ramillete. Otra chica empezó a andar hacia el altar, después otra y por último Francesca,
Brett se inclinó hacia delante en el banco de madera. Francesca, cosa inhabitual, llevaba un vestido corto y tacones, ofreciendo una vista poco habitual de sus largas piernas. Su corazón se lanzó al ataque contra su pecho.
Él la siguió con la mirada. Ella se había arreglado bastante; sus pestañas parecían más sedosas y sus labios eran del mismo tono rosado del vestido.
Un grito primitivo y cavernícola surgió en su interior. Brett quiso llevársela de allí, de la vista de todo el mundo. Quería quitarle el vestido y descubrir su piel, besar sus labios rosados y prender fuego a su sangre con el tacto y el sabor de Francesca.
Inclinando la cabeza, ella miró al ramo y sonrió.
Al instante, el torrente sanguíneo de Brett se detuvo. Había algo en Francesca con ese ramo, de cintas blancas y virginales, que le detuvo el corazón. Casi mareado, intentó recuperar el aliento.
¿Por qué ese ramo le aterrorizaba? ¿Por qué, de repente, tenía miedo de Francesca?
El resto del ensayo pasó en un suspiro. Brett, apoyado contra el respaldo del banco, se miraba las palmas de las manos, luego los nudillos, luego las palmas. No quería ver a Francesca. No podía.
Al final del ensayo, las damas de la novia y los acompañantes del novio empezaron a salir por la parte de atrás de la capilla. Brett se dirigió hacia ellos. Sabía que tenía que hablar con Francesca.
Ella estaba hablando y riendo con Cario.
– Prepara tu cartera para el sábado, hermanito – dijo ella.
Estaban hablando de la apuesta. Condenada apuesta. Aquel era el origen de todos sus problemas. Francesca buscando un hombre. Francesca en su cama. Francesca andando hacia el altar con un ramo blanco, representando aquello que había jurado proteger.
Cario meneaba la cabeza; evidentemente no estaba de muy buen humor.
– Abandona, Franny. Por más que reces es imposible.
Ella empezó a enfadarse ante la falta de confianza de su hermano, y lo mismo le pasó a Brett, que llegó hasta ellos en un momento.
Demonios, Cario. Tú eres el que debe rendirse. Lo mejor será que canceléis la deuda aquí mismo. Yo te prestaré los cien dólares.
Dos pares de ojos italianos lo miraron alucinados. La ira de Brett desapareció en un momento.
Francesca abrió la boca, la cerró y volvió a abrirla.
– ¿Sabías lo de la apuesta? ¿Cómo te has enterado?
Brett decidió que el silencio era la mejor respuesta.
Cario, con los ojos entrecerrados, intentaba recordar.
– Tú entraste en la cocina justo cuando estábamos hablando de esto.
Consciente de la mirada de Francesca, Brett intentó encogerse de hombros y no darle importancia.
– Bueno, sí.
Hubo un instante de silencio y después Francesca miró a su hermano.
– Cario, vete.
– No creo que -dijo él, arrugando el entrecejo.
– Cario, vete -repitió ella.
Con una última mirada hacia atrás, Cario se marchó.
Ella se volvió hacia Brett; tenía las mejillas encendidas.
– ¿Nos oíste ese día?
Era imposible negarlo.
– Sí
Ella se llevó los dedos a las sienes. Se había pintado las uñas de nuevo y esta vez lo había hecho mejor. Brett casi las prefería como antes.
– Tú no… No has hecho todo esto por… por la apuesta, ¿no?
Él tomó aire.
– Ni siquiera podía creerme que hubieras crecido lo suficiente como para salir con chicos. Ella dio un paso hacia atrás.
– ¡Fue por la apuesta!
– Podías haberte metido en un lío -dijo, defendiendo su razonamiento-, si empiezas a buscar a un hombre para ganar una apuesta.
– ¿Brett al rescate otra vez? Él calló.
– ¿O tal vez te di pena?
– No -dijo, negando con la cabeza-. Nunca me diste lástima.
La expresión de Francesca se endureció y se enfrió de un modo que él no había visto anteriormente.
– ¿Cómo lo llamarías entonces? ¿Qué sientes hacia mí?
Él apretó aún más los puños dentro de los bolsillos.
– Francesca…
– Quiero saberlo -aún llevaba en las manos el falso ramo cuando se cruzó de brazos -. Dímelo o déjame adivinar. Al principio creíste que tenías que rescatarme, así que me pediste una cita. Después… -se detuvo- después yo te pedí que hiciéramos el amor. Prácticamente te obligué.
– Yo te deseaba, Francesca -dijo él en voz queda.
– En tu cama -añadió ella.
Hubo un largo silencio y después Francesca tomó una larga bocanada de aire.
– Así pues, ¿cómo llamarías a lo que sientes por mí ahora? -preguntó ella-. ¿Deseo?
Él era consciente del tono de amargura de su voz, y eso le indignó. Porque desde el principio, durante toda su vida, él sólo había querido protegerla del mismo daño que ahora se reflejaba en su cara.
– ¿Eh, Brett? -repitió ella-. ¿Deseo?, ¿o lo llamamos simple lujuria?
Atacado, respondió.
– ¿Qué esperabas, Francesca?
Ella parpadeó.
– Pensaba que a lo mejor era amor -dijo ella suavemente-. Lo mismo que yo siento por ti.
El pensó que se le venía el mundo encima.
– ¿Qué? -dijo, intentando ignorar la rabia que lo invadía-. ¿De qué estás hablando?
Ella se mordió el labio inferior.
El intentó calmarse.
– Francesca -dijo con voz más suave -, estás confundida. Lo que nosotros tenemos, por muy bueno que sea, es sexo, no amor.
– ¿Así que es sólo físico? – dijo ella tragando saliva-. ¿Eso es lo que piensas?
– Estoy seguro de ello -él alargó la mano para tocarla, pero ella se echó hacia atrás -. ¿No te he cuidado siempre? ¿No te he enseñado cosas útiles?
La cara de Francesca parecía la de una estatua.
– Déjame que te enseñe algo más. No te enamores fácilmente. El amor duele, Francesca. No lo busques.
Brett apretó los dientes deseando no haber tenido que decir eso, deseando que ella no hubiera cambiado lo que había entre ellos.
– Hemos acabado -dijo ella secamente. Brett intentó pasarle una mano por el pelo. -Francesca.
– No quiero tu lástima ni tu protección.
– No tiene porqué acabarse así. Estamos bien juntos -dijo él, sacudiendo la cabeza.
– Pero no nos amamos.
Él sacudió la cabeza de nuevo.
– Adiós, Brett -ella inclinó la cabeza a modo de despedida y se alejó de él con paso firme.
Fue hacia el grupo de gente donde estaba Cario, y agarrándolo del brazo lo llevó aparte. Brett notó una punzada de culpabilidad al ver que ella se agarraba con fuerza a Cario.
En una mesa de una cafetería, Francesca, sentaba frente a su hermano, se calentaba las manos con una taza de descafeinado.
– Estoy sufriendo una crisis amorosa -dijo ella-, y me traes a un sitio así -era mejor quejarse que llorar.
Cario levantó las cejas.
– ¿Crees que un café con leche te vendrá mejor?
Francesca suspiró.
– Supongo que no -colocó el codo sobre la mesa y apoyó la barbilla sobre el puño -. ¿Crees que he hecho lo correcto?
Le había contado todo a su hermano. Bueno, no todo, pero lo suficiente como para que se hiciera una idea.
Él se encogió de hombros. Aparte de unos pocos gruñidos, había dicho más bien poco.
– ¿Eso es todo lo que tienes que decir? No te das cuenta de que te lo estoy poniendo en bandeja para un «te lo dije».
Cario sonrió con desgana.
– Sí pensara que eso nos iba a hacer sentir mejor, lo diría.
– No acostumbro a dejar las cosas a medias, Cario, ya lo sabes. Es cierto que le he dicho a Brett que no, pero si crees que hay una oportunidad, algo que pudiera decir que…
Cario estaba negando con la cabeza.
– Olvídalo, Francesca.
– ¿Qué lo olvide? -repitió ella-. Se supone que tienes que ayudarme.
No le estaba contando sus problemas para escuchar esa respuesta. Mientras iban hasta la cafetería, ella había pensado que tal vez se hubiera precipitado. Cario tenía que ayudarla a meditar un plan.
Él acabó con el café de su taza y volvió a encogerse de hombros.
Ella lo miró de repente con un nuevo interés. Acababa de darse cuenta de que había perdido peso y de que tenía ojeras.
– Has estado actuando de forma extraña durante estos últimos meses. ¿Qué te pasa?
– Nada.
Ella se irguió en su asiento.
– ¡No me vengas con esas! ¿Tienes problemas en el trabajo?
– No, Franny, no tienes que preocuparte.
Cario empezaba a preocuparla. Se había arriesgado al contarle a Cario su relación con Brett, en parte por aquel puñetazo que él le había dado hacía unas semanas. Pero necesitaba hablar con alguien y en ese momento no podía contar con Elise.
Miró a su hermano y suspiró.
– Tal vez tenía que haber hablado con Elise.
Algo turbó la mirada de Cario.
Un extraño pensamiento entró en la mente de Francesca. No podía ser.
Pero Cario había empezado a estar extraño en el momento en que empezaron los preparativos de la boda de Elise No podía ser. Conocía a Elise y a David desde niños. Él no…
– Cario – dijo, tomando a su hermano de las manos-, eres uno de los mejores amigos de David.
– Afirmativo -respondió, en tono frío y policial.
– Ellos son muy felices -continuó Francesca
– Son perfectos el uno para el otro.
– Afirmativo -dijo él, de nuevo, sin que su expresión cambiara en absoluto
Francesca empezaba a sentir algo de desesperación. Quería creer que algo así no podía pasar.
– La quieres -dijo Francesca, forzando las palabras a salir de su boca-. Quieres a Elise.
Nada cambió en la cara de Cario.
– Con toda la fuerza de mi corazón.
– ¡Oh, Cario! Cario la miró.
– Pero tiene que quedar entre nosotros, ¿lo entiendes, Franny? No quiero cargar a David o a Elise con esto.
Ella asintió. Cario amaba a Elise. Elise amaba a David. No, no, no.
– ¿Por qué? ¿Por qué me dices esto ahora? Cario levantó las cejas.
– Para ver si puedes encontrarle algún sentido. Ella había huido de Brett medio enfadada, medio herida. Había elegido a Cario para que le hablara con un poco de sentido común o al menos para que la ayudara a entender la desconfianza de Brett en el amor. Cario la ayudaría a planear algo porque… porque estaba enamorada y quería que la amaran.
Cario amaba a Elise, Elise amaba a David, Francesca amaba a Brett y Brett no quería enamorarse.
– Pensé que todo serían flores y champán, sábanas de raso y anillos.
– Lo sé -dijo Cario.
¡Pero eso era lo que ella había deseado siempre! Era su sueño por el cual había salido de sus vaqueros y sus deportivas. Tenía que estar en algún lado.
Francesca suspiró.
– El amor es mucho más complicado que rosas y paseos en limusina, ¿no? Te puede romper el corazón.
– Eso es lo que Brett acaba de descubrir -dijo Cario.
Y ella pensaba que los hombres querían seguir siendo solteros porque no querían recoger su ropa sucia. Qué tonta había sido. Aceptando su derrota, Francesca se hundió aún más en su silla.