Capítulo 8

, BRETT notaba cómo Francesca temblaba bajo sus manos. La había asustado y se odiaba por ello. Ella era preciosa, dulce y frágil, y si no conseguía restablecer su confianza en él, no se lo perdonaría nunca.

Le besó el cuello, suavemente, cerrando los ojos para sentir mejor el seductor aroma de su perfume, recordando cómo lo había probado con él aquella noche. Para bien o para mal, ella lo deseaba, y ahora lo único en lo que podía concentrarse era en asegurarse de que lo hacía mejor. Perfecto.

– ¿Francesca? -murmuró contra su piel -. ¿Me das otra oportunidad?

– Admite que eres un idiota -dijo ella.

– Soy un idiota -y succionó suavemente la piel de su cuello.

La voz de Francesca se hizo menos audible.

– Y que no tenías razón.

– Eso me pasa muy a menudo -respiró contra su sien y ella tembló.

– Y… y… estoy nerviosa -dijo Francesca, apoyando su espalda contra él.

Brett la abrazó, medio aliviado, medio contrariado.

– Entonces, ¿por qué no darnos las buenas noches?

– ¡No!.

– Lo siento, lo siento… sólo quería pincharte un poco.

– ¿De verdad?

– De verdad.

Brett le masajeó suavemente los hombros, sintiendo la rigidez de sus músculos.

– Relájate. Piensa en esta noche como…

– ¿Cómo qué? -los músculos de Francesca seguían tensos -. ¿Un rito de transición? ¿Un rito iniciático?

– Sí -respondió él con una sonrisa-. Para entrar en el club con más miembros del mundo.

Ella no se rió.

Brett continuó masajeándole los hombros. Si ella estaba dispuesta a pasar por aquello, él iba a hacer que mereciera la pena. Sería especial para ella.

– Hablando de clubes -le dijo bajito al lado de la oreja-, ¿te acuerdas de cuando querías unirte a nuestro club sólo para chicos?

Ella frunció los labios.

– Mis hermanos no me dejaron. Te hubieran roto las piernas si hubieran sabido que me dejaste entrar en aquella caseta que construísteis en nuestro jardín.

Brett se preguntó por un momento el castigo que le inflingirían si supiesen lo que estaba haciendo en ese momento, después apartó el pensamiento de su mente.

– Eso es -dijo él -. Te llevé allí y te mostré el lugar.

Francesca apoyó su cuerpo contra el de Brett.

– En mitad de la noche.

– Seguro que no eran más de las nueve, pero vale. Francesca meneó la cabeza y el pelo le acarició la barbilla.

– Tú dijiste que tenía que estar totalmente oscuro.

Brett echó una mirada en dirección a la lamparita del salón. En un segundo fue hasta ella, la apagó y volvió junto a Francesca.

– Ahora me acuerdo de que habías estado dándome la lata todo el día. Por eso te dije que había que esperar a que se hiciera de noche.

En la oscuridad de su casa, Brett notó que la respiración de Francesca se aceleraba. Entonces se arrodilló a sus pies.

– ¿Qué haces?

– ¿No te acuerdas? -dijo él, levantándole un pie -. Para que no nos pillaran tenías que quitarte los zapatos.

Ella no protestó. Después de quitarle los dos zapatos, él se levantó, y llevó las manos hasta la espalda de Francesca hasta que sintió el frío de la cremallera contra sus dedos ardientes y empezó a bajarla.

Francesca dio un saltito.

– ¿Qué…?

– Alguien puede oír el «fru-fru» de tu vestido – dijo él, convirtiendo una escapada infantil en otro tipo de juego completamente distinto-. Será mejor quitártelo.

El «zzzziiiip» de la cremallera resonó claramente en la oscuridad. El pulso de Brett empezó a acelerarse, y tragó saliva cuando el vestido cayó al suelo. Se inclinó para besarle el cuello una vez más.

Ella gimió.

– ¡Shhhh! -dijo él, subiendo hacia su oreja-. Tenemos que ser muy, muy silenciosos.

Le tomó las manos y entrelazó sus dedos con los de ella, acercando sus cuerpos para que Francesca se acostumbrase al calor y a la dureza del de él.

– ¿Y qué pasa con tu ropa? -susurró ella con voz tensa.

Él ignoró la pregunta y levantó su cuerpo ligero en brazos.

– La hierba está húmeda en el camino hacia el club, y como a ti te dan miedo los caracoles…

– ¡No me dan miedo los caracoles! -Y como te dan miedo las ranas… -Tampoco me dan miedo las ranas. Sonriendo, él se giró hacia el pasillo.

– Como eres una joven preciosa y amable, me permitirás que te lleve en brazos hasta el club.

Una vez dentro del dormitorio, Brett cerró la puerta tras ellos con un «clic». La oscuridad era casi mayor que en el salón. Dejó a Francesca en el suelo, manteniéndola contra su cuerpo.

– ¿Qué te parece el sitio?

– Me acuerdo de que allí no había nada más que un cabo de vela sobre el sucio suelo -estaba hablando del club de su infancia.

– Es que yo ya había escondido las revistas de chicas.

La voz de Francesca sonó realmente sorprendida.

– ¡No!

– Bueno, creo que teníamos unas cuantas páginas arrancadas de un catálogo de ropa interior femenina – dijo él, encogiéndose de hombros.

Ella se rió.

– No es verdad.

– Nunca lo sabrás -la verdad no importaba, lo que importaba era que Francesca estaba relajada y riéndose.

– Eras muy amable conmigo -dijo ella con un suspiro.

Con un dedo, él recorrió el brazo femenino hasta el hombro desnudo.

– Es verdad. ¡Si hasta te desvelé los detalles de nuestras ceremonias secretas!

Su dedo siguió recorriendo la línea de su clavícula y notó como ella temblaba.

– Incluso me iniciaste -dijo ella.

Su dedo bajó y dibujó la curva de sus generosos pechos.

– También es verdad.

Después ella se puso seria y calló, y él volvió a tomarla en sus brazos y la llevó hasta la cama. Apartó el edredón de plumas y colocó a Francesca sobre las sábanas para luego tumbarse a su lado.

– Ese rito de iniciación implicaba sangre -dijo ella.

– Sólo un poquito -recordaba como la había pinchado en el dedo anular con un alfiler-. Y no te hice daño.

– No -replicó Francesca-. Tú nunca me has hecho daño.

Él esperaba no hacérselo tampoco ahora.

– Voy a encender la luz.

Ella le agarró del brazo.

– Dijiste que tenía que estar oscuro.

– Pero ya estamos seguros dentro, Francesca.

Él quería verle la cara para poder medir sus reacciones y planear su siguiente movimiento. No quería volver a asustarla, sólo quería darle placer.

La lamparita de la mesita de noche se encendió y Brett, que había dado la espalda a Francesca para encenderla, se volvió hacia ella y la miró… y casi se cayó de la cama.

– Cariño…-se le escapó.

El contraste contra las sábanas blancas le daba a la piel de Francesca un tono acaramelado, y había muchísima piel a la vista, toda excepto la cubierta por el sujetador sin tirantes y unas diminutas braguitas blancas.

El deseo invadía el torrente sanguíneo de Brett haciendo que su corazón se acelerase más y más. Francesca era toda para él.

Con el pulso a cien, Brett se tumbó de espaldas mirando al techo.

– ¿Brett?

– ¿Cuál es la raíz cuadrada de ciento sesenta y siete? ¿ y de seiscientos setenta y tres? -tal vez el usar su cerebro ralentizase el ritmo de su cuerpo.

– ¿Qué? No sé si lo he sabido alguna vez -la voz de Francesca sonaba confundida.

Brett no estaba seguro de poder pasar así la noche. No cuando la mujer a la que se suponía que tenía que dejar un recuerdo amable y dulce le estaba haciendo excitarse tanto y tan rápido que toda su sangre estaba huyendo del cerebro para concentrarse en su entrepierna.

– ¿Estoy… bien?

Él gimió ante la nota de duda en su voz.

– Francesca, estás tan bien que puedo olvidarme de que no tienes experiencia en esto.

Francesca sonrió.

– Vamos a olvidarnos de eso y centrémonos en la parte de que estoy muy bien.

Ella alargó los dedos y jugueteó con los botones de su camisa.

– Yo también creo que hay partes de ti que están muy bien.

No se atrevía a tocarla en ese momento, así que

Brett cerró los puños mientras ella le desabotonaba la camisa y la apartaba para dejar el pecho al descubierto. Francesca casi perdió el aliento al mirar su pecho desnudo y al sentirlo bajo sus manos.

Brett notó cómo su corazón y su erección le empujaban hacia ella.

– Cariño -dijo, acomodándose a su lado.

Sus labios se encontraron y ella los separó para él mientras lo abrazaba por el cuello. El calor de la boca de Francesca sólo era comparable al de la sangre de Brett.

Continuaron besándose profundamente, con hambre el uno del otro, y Brett empezó a recorrer la sedosa piel de su brazo con los dedos. Ella tembló cuando llegó a la curva superior de su sujetador, pero después, él se detuvo en el profundo valle entre sus pechos y lentamente introdujo dos dedos en él.

Ella gimió en su boca.

La piel suave y cálida de Francesca atrapaba sus dedos como lo hacía su boca a la lengua de él. Francesca volvió a gemir y giró las caderas hacia él.

El sonido de su pasión, el dulce sabor de su boca y el calor de su piel acabaron con todos los buenos propósitos de Brett. Utilizando los dedos como ganchos, le bajó las copas del sujetador para revelar completamente sus pechos.

Brett dejó de besarla para mirar su obra; sus generosos pechos coronados por unos pezones rosados y pequeños como el ramillete que aún llevaba en la muñeca. La mano decorada con las flores voló hacia sus pechos.

– No -dijo él rápidamente, atrapando la mano en el aire -. Déjame mirar. Eres tan bonita, Francesca.

Con devoción y reverencia siguió el círculo de uno de sus pezones con el dedo.

– ¿Brett? -aquel nombre temblaba en sus labios.

– Sí -respondió él.

Y sabiendo que ella quería lo mismo que él necesitaba, se inclinó para chupar la cálida piel de sus pechos. El cuerpo de Francesca se arqueó, acercándose más aún a su boca, y cuando succionó ligeramente el pezón, el olor a rosas se mezcló con el olor de Francesca.

Él tembló cuando ella acarició su pelo y fríos pétalos de rosa acariciaron su cuello.

El deseo se acumulaba en su ingle y le producía un ligero pero insistente dolor en la zona lumbar. Pasó una pierna sobre la de Francesca y notó cómo sus manos le quitaban la camisa del todo mientras él se acercaba al otro pezón. Lo mordió suavemente, no pudo evitarlo, y volvió a temblar cuando la oyó gemir llena de deseo.

– Brett…

Ella también estaba excitada y hambrienta, y sus manos recorrían insistentemente la espalda de Brett. Él levantó la cabeza.

– Pronto, cariño, pronto.

Con manos temblorosas le quitó las braguitas y le besó los pechos de nuevo mientras le acariciaba la tripa y los muslos, deseando cada vez más llegar al clímax. Con cada beso, con cada caricia, él notó cómo la languidez tomaba su cuerpo. Las piernas de ella se habían relajado y se habían separado un poco y él no dudó en el momento de acariciarla allí también. Suavemente pero con seguridad, hizo una ligera presión entre sus pliegues.

Estaba caliente. Caliente y lista para él. Francesca se giraba reaccionando a sus caricias y acercándose más a él. Brett se retiró un momento, para hacerla esperar, para que se volviera loca, para que lo deseara del mismo modo que él la deseaba a ella.

– ¿Qué es esto? -preguntó ella.

Él volvió a entrar dentro de ella con el dedo, más profundamente esta vez, dulce y cálidamente encerrado como antes lo habían encerrado sus pechos.

– Esto es pasión -dijo él-. ¿Estás lista?

Brett ya sabía la respuesta. Estaba húmeda e hinchada y ahora sus piernas estaban abiertas para él. Ella le acarició los pezones con el pulgar y él se sobresaltó.

Con un movimiento rápido se apartó de ella, se quitó los pantalones y los calzoncillos, y lanzó lejos zapatos y calcetines para volver cuanto antes a su lado. Con toda la delicadeza que pudo, dirigió su boca hacia uno de los pechos y volvió a tocarla entre las piernas. Las caderas de Francesca buscaban sus manos y sus caricias.

– Francesca -murmuró él.

Alargó la mano a ciegas para sacar un condón de! cajón de la mesilla. Ella se levantó sobre los codos para mirarlo.

Brett ardía. Los músculos de sus piernas estaban tensos cuando se arrodilló entre las piernas de ella. Él las apartó, intentando ser dulce, intentando mantener el control, pero la oscuridad de sus ojos era puro deseo. La pasión lo invadía, y la pasión le indicaba que tenía que mantener sus muslos abiertos con las manos para ver cómo entraba dentro de ella.

Entró lentamente dentro de ella.

Notó algo haciendo resistencia, escuchó su respiración rápida, pero después la miró a los ojos y vio un deseo sexual igual al suyo.

– Quiero poseerte, Francesca -dijo él, y perdió la noción de su cuerpo en la oscuridad cuando empujó hacia su interior.

Ella gritó. Pero después su cuerpo se arqueó y el brillo de las lágrimas no pudo enfriar la pasión ardiente de sus ojos.

– ¿Estás bien? -preguntó él, apretando los dientes para controlarse.

– Estás dentro de mí -dijo ella, y había una sombra de duda en su voz mientras una lágrima se deslizaba por su mejilla.

– Y tú estás dentro de mí -respondió él, inclinándose para lamer la lágrima, dándole confianza, sin saber muy bien lo que significaba, pero seguro de que era verdad.

Después sintió cómo sus músculos internos lo buscaban y tuvo que moverse, obligándose a controlarse y a ir despacio. Más y más, penetró en su interior, vigilándola mientras se apretaba más y más a él hasta que una leve presión de su dedo y una larga penetración les mostraron a los dos cómo transformar a Francesca en una mujer.

Francesca estaba acurrucada contra el cuerpo de Brett, intentando recuperar el aliento e ignorar el pánico que empezaba a sentir. ¡Aquello no iba bien!

Hacía unos minutos que había hecho el amor con el hombre con el que siempre había soñado. Se supone que se tenía que sentir satisfecha, saciada, contenta y femenina, y así había sido durante unos instantes. Pero ahora la vergüenza y la duda la invadían, no en vano estaba totalmente desnuda excepto por el sujetador retorcido que aún le estrangulaba la caja torácica.

Había algo más, algo en su interior en lo que no quería pensar y que tendría que soportar.

– Francesca -Brett se inclinó sobre un codo y la miró-, ¿estás bien?

Estaría mucho mejor si pudiera pensar en una forma inteligente de huir hasta su casa sin tener que mirar a Brett a los ojos. Preferiblemente, vestida.

Las mariposas volvieron a revolotear en su estómago. En las revistas femeninas había millones de artículos sobre la mañana después, pero no sobre «el momento» después. Especialmente sobre el momento después con un hombre al que anhelabas y que te aterraba a la vez.

– ¿Francesca? -dijo él de nuevo, con voz preocupada.

Ella tragó saliva.

– Estoy bien -dijo, esperando que su voz sonara alegre y despreocupada.

Una de sus grandes manos le acarició el hombro.

– No tan bien.

La cara de Francesca enrojeció y el pánico y la ansiedad la invadieron de nuevo. Sí, había ocurrido algo irrevocable, y deseaba con desesperación ir a su casa y ocultar sus nuevos sentimientos a todo el mundo.

Ella midió la distancia de la cama a la puerta a ojo. ¿Cómo se suponía que iba a poder salir dignamente de allí? El vestido estaba en el salón, así que tendría que salir de la habitación de Brett desnuda excepto por el sujetador. Su mirada se centró en la lamparita de la mesilla. Por lo menos, si la apagaba, la oscuridad sería de gran ayuda.

Ella se alejó unos milímetros de la cálida curva de su cuerpo, lo que hizo que el sujetador se enrollara aún más.

Brett le colocó una mano sobre el brazo.

– ¿Dónde vas?

Ella se quedó helada bajo el tacto abrasador de sus manos. «Donde pueda pensar, donde no puedas tocarme».

– Pensaba apagar la lámpara -dijo tragando saliva.

– Déjame a mí.

La esperanza de que se levantara de la cama y ella pudiera quitarse el sujetador sin que se notara, nació y murió en el mismo instante. Él se inclinó sobre su cuerpo y con un clic la luz de la habitación cambió, pero no se hizo la oscuridad. La luz de la luna entraba a raudales por la ventana de la habitación.

Genial, porque esa luz plateada se reflejaría sobre su cuerpo desnudo si intentaba huir.

Siguió buscando un plan mientras su respiración se aceleraba. ¡Si tan sólo pudiera quitarse aquel maldito sujetador! Ya puestos, parecía mejor opción el salir de la habitación desnuda del todo que con un trozo de tela enredada alrededor de su cuerpo. Entonces llegó la inspiración.

– ¿Podrías… podrías traerme un vaso de agua?

– Claro.

Francesca contuvo la respiración. Cuando Brett entrara en el baño contiguo, ella podría correr al salón hacia su vestido.

En vez de eso, Brett salió en dirección al salón.

– ¿Dónde vas? -preguntó ella precipitadamente. Él se detuvo a los pies de la cama, desnudo y sin darse cuenta de nada.

– A por agua -dijo -. Y a por vasos, que están en la cocina. ¿Quieres algo más?

Francesca negó con la cabeza porque no podía ni hablar. La luz de la luna iluminaba los ángulos del cuerpo de Brett, desde sus fuertes hombros hasta las marcas de sus caderas que tanto la gustaban. Ella siguió moviendo la cabeza.

En el momento en que él salió de la habitación, se sentó de un salto sobre la cama y empezó a atacar al sujetador. Al menos podría quitarse de encima ese problema.

Intentó girar la prenda sobre su cuerpo para alcanzar los corchetes, pero el condenado sujetador parecía haberse pegado a su caja torácica. Francesca empezó a sudar, lo cual empeoró las cosas porque hizo que la tela se pegara más a su cuerpo. Cuando empezaba a desear ser la mujer de goma para poder atacar la cosa aquella con los dientes, oyó la voz de Brett.

– ¿Necesitas ayuda?

Ella se quedó petrificada, aunque era muy consciente del terrible aspecto que debía tener, medio cubierta por las sábanas y con el pecho deformado por un trozo de tela que se negaba a soltarse. '

Era demasiado para ella.

La espera antes de la velada, la tensión sexual, la «lección» que Brett le había dado, la experiencia que había compartido con ella… era demasiado. Las lágrimas afloraron a sus ojos y para aumentar la tragedia, tuvo que llevarse las manos a la cara para contener la riada.

Brett exclamó un juramento y antes de que una lágrima hubiera llegado a su barbilla, ella ya estaba entre sus brazos.

– Cariño -dijo él, y el calor de su cuerpo resultaba reconfortante contra su mejilla-, no llores.

Ella hipó.

– No estoy llorando -dijo, con la cara enterrada en su cuerpo-. Es tu hombro que está mojado. Él le acarició el pelo con las manos. -Tienes razón, es culpa mía.

– Sí -rodeada por sus brazos nada parecía tan terrible-. Tenías que haberme quitado el sujetador.

Él no se rió.

– Tienes razón -dijo él y un momento después se sentía mucho más aliviada-. ¿Mejor así?

Ella asintió, frotando la cara contra su piel para secar las últimas lágrimas.

Él siguió acariciándole el pelo con una mano mientras la otra recorría su espalda.

Francesca se relajó, dejándose fundir por el calor de su cuerpo. Una vez solucionada la embarazosa situación del sujetador, huir a casa no le parecía una necesidad tan apremiante. Aunque aún estaba nerviosa y confusa, podía ignorar estos sentimientos mientras Brett la acariciara.

Ella dejó escapar un largo suspiro y Brett le levantó la cara poniéndole una mano bajo la barbilla para besarle las húmedas pestañas y la nariz.

– ¿Mejor?

¡Un déjá vid Ya había estado en esa situación antes, o probablemente lo hubiera soñado. Desnuda entre los brazos de Brett, su cálida sonrisa tras haber pasado la noche juntos… pero el sueño no era comparable ante la realidad.

Y entonces todo comenzó a temblar a su alrededor, como en un terremoto. Ella intentó agarrarse fuerte y evitar que el mundo se le viniera encima.

«No». Ella le sonrió como respuesta porque no podía permitirse más lágrimas. Brett le había dado la noche que ella le había pedido. «No estoy diciéndote que sea para siempre»: esas habían sido sus palabras.

Pero en sus cómodos y cálidos brazos, ella no podía ignorar la verdad que le había estado rondado por el pensamiento toda la noche. La verdad que no tenía nada que ver con sujetadores enrollados o vergüenza de que la viera desnuda. La verdad desnuda era que lo amaba, que estaba enamorada de él. Y que quería estar con Brett para siempre.

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