Capítulo 5

ASOMBRADO, en la cocina de Pop, Brett había quedado tan maltrecho por el beso de Francesca como por el puñetazo de Cario. Hubiera podido reírse ante el cuadro que presentaban los tres en ese momento si no le doliera tanto la cara. Cario como un toro enrabietado y Francesca con los ojos saliéndose de las órbitas. Por su parte, Brett se veía como el malo de la película.

Francesca fue la primera en reaccionar.

– ¡Cario! – se llevó las manos a las caderas y sus ojos oscuros casi echaban llamaradas mientras miraba a su hermano-. ¡Cómo te atreves!

Él intentó responder, pero su atrevimiento no llegaba a tanto como intentar protestar cuando Francesca agarró a Brett por un brazo y lo sacó por la puerta de la cocina.

– ¡Oye! ¡Espera! -intentó detenerla Brett, pero ella le lanzó una mirada muy decidida y lo agarró con más fuerza aún del brazo.

En unos segundos estaban en la cocina de Francesca, delante de una mesita. Lo obligó a sentarse y antes de que pudiera darse cuenta le colocó con decisión una bolsa de guisantes congelados contra la cara.

– ¡ Ay! – Brett no pudo reprimir el quejido.

Toda la entereza de Francesca desapareció en ese momento. Se dejó caer en la silla que estaba a su lado y le dijo:

– Lo siento. Estoy tan enfadada con Cario que lo estaba pagando contigo. -

– Escucha, Francesca. Soy yo quien debe disculparse.

– ¡No!

– Sí. Es natural que tus hermanos quieran protegerte – no le dijo que a él también le pasaba a veces-. No debería haberte puesto en una situación tan… hum… incómoda.

Sus mejillas enrojecieron en un instante. -Espera un momento…

– Sólo intento decirte que no debes estar enfadada con Cario, y que espero que aceptes mis disculpas por… bueno… por comprometerte en casa de tu padre.

– ¡Para! – los ojos de Francesca echaban fuego de nuevo y parecían despedir suficiente calor como para cocinar aquellos guisantes congelados en un instante-. ¿Me estás diciendo que lamentas haberme besado?

– Bueno, sí.

Ella golpeó la mesa con las manos. -Esto sí que es el colmo -frunció los labios disgustada-. Ni siquiera pueden pillarme en condiciones.

– ¡Pillarte en condiciones! ¿Francesca? Ella lo ignoró y se levantó de la silla.

– A otras chicas las pillan besándose cuando tienen catorce años. A mí me pasa a los veinticuatro y vienes tú y lo echas todo a perder.

¿Lo había echado a perder? Brett se cambió la bolsa de guisantes a la frente para ver si podía aclarar su confusión. Nada, no funcionaba.

– ¿Echarlo a perder?

Ella iba andando de un lado a otro, y al llegar al fregadero se dio la vuelta, respiró hondo y a él se le quedó la mirada pegada a la suave piel de su escote. Ella lo miró

– ¿Qué pasa?

Él dejó los guisantes sobre la mesa.

– Cuando nos pillaron, ¿qué es lo que hice mal?

– Aparte de lo del puñetazo -ella cruzó los brazos, lo que hizo que su pecho se levantara aún más-. Pensé que te sentirías avergonzado, tal vez asombrado, pero no que te disculparías.

Al darse cuenta de que no entendía nada de lo que le estaba diciendo, ella se encogió de hombros y exhaló un largo suspiro de decepción.

– Brett, por primera vez en mi vida estaba haciendo algo propio de una mujer y además algo… salvaje… y acabas de quitarle toda la emoción.

Él había perdido la cuenta de las veces que lo había sorprendido ese día: el vestido escotado, cada vez que su pecho se hinchaba al tomar aire, el beso y ahora ese asunto de la «emoción».

– Francesca, ¿qué voy a hacer contigo? -dijo, meneando la cabeza.

Ella frunció los labios buscando una respuesta.

– Me gustaba lo que me estabas haciendo antes – su cara se tiñó de carmesí-, quiero decir, antes de que llegara Cario.

Demonios, era una mujer vestida para volver loco a un hombre, y además estaba el recuerdo del beso más delicioso de su vida. Era una propuesta irresistible. Sus emociones debieron reflejarse en su cara y Francesca supo adivinarlas. Con un dedo recorrió la línea de su mandíbula.

– Déjame besarte aquí.

Él la atrajo dulcemente a su regazo.

Dulce y pequeña, se acomodó con facilidad contra su pecho y rodeó su cuello con los brazos. Después lo miró y le sonrió.

– ¿Así que crees que puedes mejorarlo? -dijo él, después de carraspear ligeramente.

La sonrisa de Francesca pasó de ser femenina a picara.

– Estoy segura de ello.

El corazón de Brett golpeaba fuertemente su pecho, sus pulmones luchaban para obtener oxígeno y Francesca era su salvación. Entonces ella inició con su boca la operación de salvamento; primero, recorrió suavemente la zona afectada de su cara, pero no era el tipo de cura que él esperaba. Después repitió ese movimiento con la punta de la lengua, y los muslos y la entrepierna de Brett se tensaron cuando ella se balanceó sobre su regazo.

Como ya había hecho antes, Brett la dejó controlar el beso, no porque quisiera que ella tomara la iniciativa, sino porque tenía miedo de asustarla si la llevaba él. Ella seguía experimentando con la lengua, recorriendo su boca, haciéndole cosquillas en las comisuras, mordiéndole el labio inferior. Brett dejó escapar un leve gemido e intentó abrir la boca y besarla, pero ella rehuyó un beso más profundo y empezó a darle besitos en la mandíbula, subiendo hacia su oreja.

– Gracias, Brett -susurró, enviando oleadas de calor a su piel.

¿Le estaba dando las gracias por darle placer? Él la tenía agarrada por la fina cintura y no se permitía explorar más allá.

– Francesca…

– Shh -le acalló ella mientras ponía dos dedos sobre su boca-. No digas nada, no pienses nada. Necesito experimentar.

Él volvió a gemir. Como un gatito que clavara sus uñas, ella quería ver hasta dónde podía llegar, cuánto placer podía obtener. Quería experimentar y quería hacerlo con él. ¿Con quién si no?

«No pienses nada». Aquellas palabras resonaban en la mente de Brett, que no pudo evitar chupar uno de los dedos que Francesca había colocado sobre su boca.

Ella contuvo un quejido y él notó que su cuerpo se ponía rígido y sus ojos se cerraban cuando pasaba la lengua sobre la sensible piel entre sus dedos. Sus mejillas enrojecieron más aún cuando él le succionó el dedo contra su paladar.

Soltó uno de los brazos que le sujetaban la cintura y sacó el dedo de su boca. Francesca abrió los ojos y él no dejó de mirarla mientras le dirigía el dedo húmedo a su propia piel, dibujando una línea brillante en su frágil cuello. Sus pupilas se dilataron y Brett casi podía escuchar su propia respiración mientras se esforzaba por no acelerarse.

– Brett -susurró ella, sin que una sombra de duda resonase en su voz.

Él le tocó el pelo con la mano.

– Francesca.

– Bésame más, Brett -el dulce sonido del deseo.

Él sonrió.

– Todavía no he empezado a besarte.

El gesto de Francesca se hizo más impaciente.

– Lo que sea. Quiero más.

Ella lo hacía reír.

– ¡Eso suena a orden! -Porque lo es.

Él se rió de nuevo. Su princesita chicazo.

– Tus deseos son órdenes para mí.

Le apartó el pelo de la cara y la besó en la nariz, en las mejillas y después empezó a explorar el camino hacia la oreja. Ella le clavó las uñas en el brazo mientras le succionaba el lóbulo de la oreja, y ese pequeño dolor se reflejó en otro más placentero entre sus piernas. Intentó colocarse mejor en la silla y ella se movió un poco también, hasta que su erección se situó justo entre los muslos de ella.

Él gimió y ella abrió los ojos de golpe.

– ¿Peso mucho?

Brett no quería que ella se moviera de allí, así que comenzó a recorrer la línea de sus hombros con un dedo para distraerla.

– En absoluto -dijo él, y su dedo se encontró con un fino tirante, que retiró inmediatamente. Por encima de la tela, los pechos llenos de Francesca subían y bajaban con mayor rapidez.

– Bésame, Brett -pidió ella.

Con una mano en cada uno de los hombros desnudos, la besó y su boca se abrió inmediatamente para él. Cuando entró, el calor de su piel y su fragancia aumentaron su excitación.

Ella gimió cuando él retiró su boca y volvió a hacerlo cuando la besó una y otra vez en el cuello. Francesca tiraba impacientemente de su polo para que volviera, pero su piel sabía demasiado bien como para dejarla, así que siguió besando su cuello y sus hombros hasta que ella le sacó el polo de los vaqueros y tiró de él hacia arriba.

Su piel lo quemaba allá donde la tocara y sólo se retiró de sus labios el momento que ella tardó en quitarle del todo el polo. Ella lo besó entonces, pero esta vez le acarició el pecho con las manos, tímida y provocadoramente.

Brett notó su sangre arder y su erección crecer más aún, y mientras las manos de Francesca recorrían su piel, así que buscó la cremallera trasera del vestido y la bajó rápidamente, al compás de su respiración.

Las manos dejaron la cremallera y volvieron al cuello para besarla profundamente, y con un movimiento rápido le bajó el vestido hasta la cintura. La cálida piel de sus senos se encontró con la de su pecho.

– ¡Brett…!

Él apenas oyó la suave exclamación de Francesca. Sus pechos eran redondos y grandes y sus pezones se apretaban contra él como una dulce tortura. Él se apartó un poco y se miraron.

– ¡ Brett…!

En los ojos profundos de Francesca, sus pupilas crecían al ritmo de su deseo. Él se retiró, deseoso de sostener la plenitud de sus pechos en sus manos, de probar el sabor de sus pezones. Ella lo miró sin un atisbo de desconfianza.

Desconfianza.

¿No se suponía que tenía que protegerla de aquellas cosas?

Cerrando los ojos y apretando los dientes, Brett se obligó a colocarle el corpiño del vestido. Se obligó también a subirle la cremallera del provocador vestido y a retirarla de su regazo con un último y suave beso sobre los labios. Después se prometió a sí mismo que nunca volvería a tocarla de ese modo.

Francesca se encontró colocada en una silla al lado de Brett, aún casi sin aliento y con la piel hipersensibilizada en los lugares donde la había tocado él. Su vestido estaba otra vez abrochado y en orden, y lo miraba asombrada mientras él buscaba su polo por el suelo. Cuando se lo puso, ella no pudo evitar un leve suspiro.

Tal vez Brett la hubiera oído, pero no lo demostró, ocupado como estaba en pasarse las manos por la cara y en peinarse con los dedos el pelo sedoso que Francesca había tocado hacía poco tiempo.

– Francesca -empezó él, frotándose de nuevo el rostro y tomando aire.

Ella miraba su pecho subir y bajar y se acordaba de lo duro y cálido que le había parecido cuando lo había tocado. Suspiró de nuevo.

– Francesca -repitió-. No me lo estás poniendo nada fácil.

Bueno, no le resultaba fácil superar la excitación, sobre todo cuando no había sido ella quien había decidido acabar.

Brett tomó una gran bocanada de aire.

– Voy a decir esto y después saldré de aquí. Francesca, siento mucho…

– ¡No! -ella le lanzó una mirada asesina-. No se te ocurra decir eso.

– ¡Francesca!

– ¡No! -repitió, sacudiendo la cabeza para dar más énfasis a sus palabras -

O me pondré a cantar.

Si él intentaba volver a disculparse, su ego quedaría reducido al tamaño de una uva pasa, y eso no era lo que necesitaba en ese momento. Sobre todo cuando aún estaba recuperándose de la pasión que ni siquiera sabía que llevaba dentro de su cuerpo.

Se levantó de un salto y dijo:

– Voy a preparar un poco de café.

Entonces fue él quien suspiró:

– Si no vas a dejarme hablar, lo mejor será que me vaya.

– ¿Por qué no iba a dejarte hablar?

– Hum… ¿seguro que no vas a ponerte a cantar ni nada parecido? -dijo él con los ojos entrecerrados.

– Te prometo que no cantaré, pero me reservo el derecho a empezar a bailar si me apetece -respondió ella, con una cara muy seria.

Él se rió, y por primera vez desde que dejaron de besarse, ella lo vio relajado.

Bien. Lo último que quería en ese momento, aparte de una disculpa, era que él estuviera tenso con ella. Quería saltar y bailar de alegría. Brett la había besado y la había tocado, y se había excitado igual que ella. Para una mujer que había dudado de su atractivo y que había soñado con atraer a ese hombre desde los doce años, ese era motivo de una gran alegría.

Mientras preparaba el café, Francesca se dio cuenta de que tal vez Brett no estuviera tan emocionado como ella. La última mujer a que había tenido en sus brazos había sido probablemente el amor de su vida, Patricia. Realmente, Francesca no podía compararse con ella.

Pero si lo dejaba escapar ahora, tal vez no volviera a tener otra oportunidad con él. No había que ser un experto para darse cuenta de que si él había empezado a verla como a una mujer, ya no podía dejarlo escapar.

Poco después, con dos enormes tazas azules de por medio, Francesca sonreía ampliamente a Brett. Tomó un sorbo de su café con leche y lo miró por encima del borde de la taza. Era el momento de hablar como adultos, de conocerse. Trabajo, libros, películas… incluso equipos de fútbol.

– Sobre lo que acaba de pasar… -empezó él. Francesca casi se atragantó con el café. -¿Qué?

– Tenemos que hablar sobre ello, Francesca. -Oh, por favor -su rostro enrojeció -, dejémonos de recriminaciones.

Un gesto de dolor se marcó en la expresión de Brett.

– No sé si puede ser.

– Mira, Brett, lo que ha pasado, ha pasado. Ha estado bien -en la preciosa boca de Francesca se dibujó una sonrisa-. Vamos a olvidarlo, ¿vale?

No era lo que estaba pensando precisamente. Lo siguiente que diría él sería que tenían que asegurarse de que no volviera a pasar.

El se inclinó hacia ella.

– Escucha, yo estoy en un momento distinto de mi vida, y… -se detuvo, dudando.

Aterrador… entonces era cuando venía la parte de «no volverá a pasar», y probablemente la acompañara con un montón de detalles acerca de la maravillosa Patricia. El corazón de Francesca se encogió pensando que no sería capaz de soportar aquellas palabras. Se levantó de un salto.

– Hablando de otros momentos de la vida. Espera a ver lo que tengo.

El no se opuso a la interrupción y ella corrió al salón, a por un álbum de fotos. Había hecho uno para cada uno de sus hermanos y otro para sí misma las pasadas navidades con las viejas fotos de la familia, olvidadas durante veinte años.

Francesca puso el álbum sobre la mesa.

– Creo que hay más fotos tuyas en los álbumes de los chicos, pero estoy segura de que aquí también hay alguna.

Con la espalda apoyada contra la pared, Brett fue pasando las páginas. Al ser la más pequeña de cinco hermanos, había pocas fotos de ella de bebé.

– Pop dice que todos éramos iguales en pañales – dijo ella, pero Brett se rió un poco cuando llegó la foto de un bebé tumbado enseñando el trasero.

Su risa se acalló cuando llegó a una imagen de la madre de Francesca, Dina. En silencio, siguió el perfil de la foto con su dedo y después carraspeó.

– Me acuerdo de ella. De tu madre.

Desde donde estaba, Francesca no veía bien a Brett, pero intuía su sonrisa.

– Hacía unas galletas con trocitos de chocolate deliciosas y los mejores espaguetis que he probado nunca y… -ahí se detuvo.

Francesca intentó deshacer el nudo que se le había formado en la garganta. Sus hermanos y Pop casi nunca hablaban de su madre delante de ella y ella creía que era para que no echara de menos lo que nunca tuvo.

– ¿Y? -dijo ella-. ¿Espaguetis, galletas y qué más?

– Y tu padre tenía razón. Ella era preciosa. Igual que tú.

Afortunadamente, tenía la espalda apoyada contra la pared o se hubiera derretido a los pies de Brett. Tragó saliva.

– Gracias -susurró.

Él hizo como que no la había oído y siguió pasando las páginas de su infancia. Aparecía en muchas de las fotos de grupo: alrededor del árbol de Navidad, disfrazado en carnaval o con el resto de uno de los muchos equipos de béisbol a los que Pop había entrenado.

Señaló una foto en la que Francesca aparecía poco agraciada.

– No has cambiado mucho. Ella emitió un quejido.

– Sí, claro. Esa soy yo, con una tirita en cada rodilla y un diente roto.

– Joe te lo rompió de un codazo.

– ¿Cómo te puedes acordar de eso? Brett sacudió la cabeza.

– Porque nunca en mi vida he oído a nadie gritar tan fuerte. Estaba muerto de miedo. Tus hermanos se pusieron a buscar el diente entre la hierba, pero yo no podía ni moverme.

Ella se acordaba como si hubiera sido el día anterior. Tenía cinco años, y mientras todo el mundo a su alrededor buscaba el diente, Brett le había limpiado la sangre y las lágrimas.

– Me tuviste agarrada de la mano toda la tarde.

– ¡Y mientras con la otra mano me tapaba el oído! -dijo él, haciendo una mueca.

No quería que lo considerara un héroe, aunque lo hubiera sido para ella cuando era pequeña, pero en algún momento entre los cuatro años y los doce, esa adoración de héroe había pasado a ser amor infantil.

– ¡Hey! ¡Mira esta!

Francesca miró por encima de su hombro.

– ¡Oh, no! Mi foto del colegio de sexto -aparato dental, un corte de pelo raro, una camiseta ancha de Cario y una expresión de pájaro enjaulado-. Pop siempre intentaba que me pusiera un vestido para hacerme las fotos, pero era imposible.

– Espera un momento -dijo Brett mientras sacaba su cartera del bolsillo trasero de su pantalón-. Mira lo que tengo.

Después de rebuscar un rato entre tarjetas, tickets y papeles varios, exclamó:

– ¡Aja!

Algo cayó sobre la mesa: era la misma foto que la del álbum, excepto que en esta habían escrito: Para mi mejor amigo. Besos, Francesca. Los puntos de las «íes» se habían transformado en corazoncitos.

Él la miró con cara triunfante.

– Me la regalaste cuando me fui a la universidad. Francesca se sentó en una silla al lado de la de Brett, medio avergonzada, medio complacida de que hubiera guardado su foto después de tantos años.

– Mis más sinceras disculpas.

Él frunció el ceño mientras intentaba volver a guardar todos los papeles en su cartera.

– Creía que no íbamos a disculparnos…

El montoncito se le escapó de las manos y se esparció por toda la mesa. Tickets, vales de gasolina, tarjetas de visita… Una foto de estudio de la rubia Patricia aterrizó a escasos milímetros de la foto preadolescente de Francesca. Su corazón se paró de inmediato.

– Creía que había sacado esto de aquí -dijo él rápidamente, alargando la mano para agarrar la foto.

Francesca llegó antes que él. Tomó la foto en la mano e inspeccionó el suave pelo rubio, la sonrisa blanquísima, el cuello de encaje de su vestido, la perfecta manicura.

– Era encantadora.

– Sí -dijo Brett suavemente. Francesca tragó saliva.

– Ella era todo lo que yo quería ser, pero no sabía cómo conseguirlo.

– No sabía que la conocieras. Francesca sacudió la cabeza.

– No la conocía realmente, pero fui a la final de béisbol de tu instituto con Pop y mis hermanos. Fue entonces cuando eligieron a la reina del instituto y yo estaba en la edad de quedar impresionada por una cosa así.

– Ah. Nunca hubiera pensado que quisieras serlo. Ella no lo miró.

– Te equivocas. No había nada que deseara más que ser elegida reina, o princesa.

– Bueno, está claro que eras la reina de los Milano.

Ella le lanzó una mirada de disgusto.

– No, yo quería ser reina de verdad. Reina del instituto, con una corona, un ramillete de flores y por una vez, montar en limusina con…

– ¿Con un príncipe?

Sí, eso no hubiera estado mal. Ella asintió. Pero no con cualquier príncipe, claro. A ella le hubiera gustado el príncipe Brett.

– Qué tontería, ¿eh?

El se encogió de hombros.

– No, sólo sorprendente.

Ella se encogió de hombros también.

– Bueno, lo que no es sorprendente es que no pasara nada de eso. Ni corona, ni limusina ni siquiera una propuesta para ir al baile de fin de curso.

Ella le pasó la foto de Patricia y, como despistado, en lugar de volver a guardarla en su cartera, se la metió en el bolsillo descuidadamente.

– No me puedo creer que no fueras al baile de fin de curso.

– Nadie me lo pidió. Para ayudarlos a reparar el coche, sí, pero para ir a un baile… a un sitio al que hubiera que llevar un vestido… -ella sacudió la cabeza- seguro que a ninguno de los chicos a los que conocía se les pasó por la cabeza.

Brett sonrió, alargando la mano para acariciarla suavemente la falda del vestido.

– Ellos se lo perdieron. Ella escondió la cabeza.

– Yo soy más de vaqueros -murmuró.

Se produjo un silencio, y después Brett habló:

– Tal vez -dijo, pellizcándola en la barbilla-, pero a mí me gustas tal y como eres.

Al principio se quedó sorprendida, pero después el temperamento de Francesca no aguantó más. ¿Qué tipo de caricia era esa? Ella miró hacia arriba, a la expresión de ligera superioridad que lucía en su rostro. Si hubiera tenido doce años, le hubiera dado un puñetazo igual que Cario por aquel estúpido gesto. Entonces procesó lo que él había dicho: «me gustas tal y como eres».

Su ira aumentó. Quería gritar, quería llorar, quería pegarle. Porque «gustarle» no era el tipo de sentimiento que quería despertar en él, especialmente de ese modo tan condescendiente. Sí, el hombre que más cerca del éxtasis la había llevado la dejaba en ese instante un terrible sabor de boca.

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