DESDE su banco, Brett alargaba el cuello para ver mejor a las damas de honor. «Maldición», pensó mientras se masajeaba el cuello dolorido por el esfuerzo.
¿Qué estaba haciendo? ¿A quién pretendía ver? No podía ser a Francesca. Ella ya había decidido y él no tenía nada que objetar. No tenía nada que ver con eso el que no hubiera dormido nada las dos últimas noches, el problema no era el tremendo espacio vacío que ella había dejado en su cama.
Se giró para ver mejor a Cario. Vestido con un frac oscuro, estaba acompañando a una señora mayor a su asiento, en el banco detrás de donde se sentaba Brett. Cuando la mujer se sentó, Cario le apretó el hombro.
– ¿Qué tal estás? -preguntó.
Brett lo miró con desconfianza.
– Bien. Relajado. Descansado -todo mentiras.
Cario levantó una ceja.
– ¿Ah, sí?
– Sí -los Milano no tenían nada que ver con su mal humor.
– Pensaba que estarías… mal.
Sí, pero si se le ocurriese contarle a Cario que su hermana era la causa de ese malestar, Brett podía estar seguro de volver a recibir un cariñoso saludo del puño de Cario.
– Esto bien, Cario.
Su única queja real era la falta de sueño.
Cario volvió a apretarle el hombro y volvió a la parte de atrás de la iglesia.
Brett se masajeó un poco el hombro dolorido por la «caricia» de Cario mientras empezaba el cortejo nupcial. David y sus acompañantes estaban frente al altar, como en el ensayo, y la música empezó a sonar. Salió la primera dama de honor, llevando un vestido blanco.
¿Era habitual que las damas llevasen vestidos blancos? Debía haberlo elegido Elise, porque las dos siguientes damas también iban de blanco. Miró hacia atrás, para comprobar el color del vestido de la cuarta dama.
¡Francesca!
Cuando la vio, sus ojos sintieron como un fogonazo. Llevaba dos días fuera de su vida y ya se le había olvidado lo guapa que era. El vestido blanco sin mangas revelaba la perfección de sus hombros, de las curvas de sus pechos y sus caderas y su delgadez.
Cerró los ojos y una extraña sensación se apoderó de él, pero intentó ignorarla pensando en una cerveza fría y una siesta cuando llegara a casa.
No necesitaba abrir los ojos para saber que ella ya había pasado al lado de su banco. Lo supo cuando notó el olor de su perfume. La sensación se incrementó.
El resto de la ceremonia pasó en un santiamén. Elise y David dijeron lo que tenían que decir y acabaron pronto. Brett se levantó e intentó avanzar con el resto de la gente hacia la salida de la capilla.
Tal vez no se quedara al banquete, pero aun así no estaba seguro de poder dormir. Probablemente no podría, así que se puso en la fila para felicitar a los novios.
Allí estaba la dama de honor número cuatro, y pudo apreciar cómo se habían esmerado en su maquillaje.
– Francesca -le dijo con voz tensa.
– Brett. ¿Qué tal?
No tenía ni idea de lo que podía estar pensando detrás de esos preciosos labios y pestañas. Sin querer, cerró las manos.
– Genial. Muy bien.
Ella sonrió y miró a otra persona. Ya había acabado con él.
Al diablo con todo.
Encontró el bar y pidió un whisky. Mejor así.
Todo siguió como estaba previsto: comida, baile… Brett bebió.
El padrino utilizó el micrófono de la orquesta para hacer un brindis en honor de los novios, y Francesca, como dama de honor, lo imitó. Cuando empezó a hablar, el micrófono se acopló y emitió unos chirridos terribles. Todo el mundo se rió, menearon la cabeza y después se calmaron para escuchar el breve discurso de Francesca.
Brett no podía escucharla. Aún sentía pitidos en los oídos por el ruido del micrófono y aquella sensación cada vez le pesaba más en el pecho. Tal vez fuera la gripe.
Después vino el lanzamiento de la liga para los hombres solteros. Brett se mantuvo al margen y pidió otro whisky.
Elise se preparó para lanzar el ramo y una fila de chicas risueñas y alborotadoras se dispusieron a buscar su oportunidad de ser la siguiente novia. Elise miró al grupo de chicas y vio algo que no le gustó, porque abandonó su puesto y se fue. Unos segundos más tarde, ya estaba de vuelta con Francesca de la mano. Mirando hacia arriba, Francesca se soltó y se colocó entre el resto de chicas, sin mucho interés en atrapar el ramo.
Brett se acercó un poco más sin darse cuenta. Sólo para tener una perspectiva mejor. Entonces Elise lanzó el ramo.
Obviamente, Elise no sería la que pasara genéticamente a sus hijos las habilidades deportivas. El ramo voló muy alto y lejos, cerca de Brett, y ninguna de las chicas, con sus vestidos largos y tacones, tenía ninguna oportunidad de atraparlo. Pero había una que se había criado entre cuatro hermanos y cuyo espíritu competitivo era imposible de contener. Una que se había cambiado de zapatos y llevaba unas zapatillas más cómodas.
Francesca saltó muy cerca de él y Brett intentó retirarse para dejarle espacio, pero tenía la retirada cortada por las mesas y sillas del bar. El ramo aún seguía volando, directo a la pared, pero Francesca se estiró un poco más, con un estilo muy deportivo, y este aterrizó entre sus brazos. Y Francesca aterrizó en los brazos de Brett, que empezó a caer hacia atrás.
En un intento de evitar su propia caída, ella le clavó el codo en las costillas.
– ¡Ay!
Brett aterrizó solo en el suelo de parquet, entre las mesas y las sillas.
Francesca, de pie y con las flores entre las manos, lo miró.
– Vaya -dijo.
No parecía sentirlo ni un poquito y él no quiso pensar que cuando le pisó la mano al marcharse lo había hecho a propósito.
Brett se quedó tumbado en el suelo. Otra vez le dolía el cuello. Le dolía el hombro de la «caricia» de Cario, le dolían las costillas, le dolía la espalda y le dolían los dedos que Francesca le había pisado. Pero nada era comparable al dolor que había sentido al verla marcharse otra vez.
Cario apareció a su lado. Tomó la mano de Brett para ayudarlo a levantarse.
– ¿Estás bien, amigo?
– Me duele todo -dijo Brett con cara muy seria.
– ¿Necesitas un médico?
Brett se frotó el pecho con una mano.
– No creo que eso ayude mucho.
Primero lo había achacado a la falta de sueño, luego se había extrañado por el dolor en el pecho que le había causado Francesca, pero ya lo había entendido todo.
De algún modo su princesita chicazo se había convertido con el tiempo en la reina de su corazón. Sonaba un poco cursi, pero así era.
La amaba. Estaba enamorado de ella.
Tenía miedo de sufrir si se enamoraba, pero eso no era comparable al dolor que sentía no teniéndola a su lado.
– Cario, he sido un idiota -dijo, mirando a su amigo.
El hermano de Francesca sonrió.
– Eso es lo que yo estaba pensando.
Ella había desaparecido. Brett no la encontraba en la pista de baile, ni en la mesa de los novios ni en el baño de las chicas. Mientras la buscaba pasó por la barra y pidió otro whisky para intentar contener el pánico. Necesitaba hablar con ella. En ese mismo instante. Tenía que decirle lo que sentía.
Salió fuera y allí estaba ella.
Estaba intentando atar una ristra de latas vacías al guardabarros del coche de los novios.
– Necesitas ayuda -preguntó él. Ella se sobresaltó y después lo miró. -¡Tú!
No le parecía una buena forma de empezar, pero tomó aliento y sonrió.
– ¿Qué haces?
– Estoy atando unas latas para colocarlas en el guardabarros del coche de Elise y David.
Brett tomó una bocanada de aire.
– Patricia y yo nunca fijamos una fecha para la boda -dijo.
Francesca lo miró asombrada y después se inclinó sobre las latas.
– He estado pensando en ello hoy. En por qué no fijamos una fecha -Brett tomó un trago de whisky -. Y no fue por lo mucho que se tarda en planear una boda.
– No quiero oír nada más -dijo Francesca.
– Pero yo quiero contártelo. Quiero hablar contigo, explicarte que… oh, fue terrible. No podía superar la pérdida. Era una mujer preciosa y vital a la que aún le faltaban muchas cosas por vivir. No había sido esposa, no había sido madre…
Francesca se encogió.
– De verdad, no quiero seguir oyéndolo.
Brett se acercó a ella, agarrando el vaso firmemente.
– Yo me sentía culpable porque no lamentaba que ella no hubiera sido mi esposa, que ella no hubiera tenido a mis hijos.
– ¿Qué me estás queriendo decir? -los ojos de Francesca estaban llenos de lágrimas.
– No estoy seguro. Estoy intentando contarte cómo fue. Patricia y yo habíamos compartido nuestras vidas desde los diecisiete años. Fuimos a la universidad juntos y cuando nos pareció que había llegado el momento, nos prometimos.
– Pero tú la amabas -murmuró Francesca. Brett afirmó.
– Sí. Daría todo lo que tengo para que ella estuviera de nuevo con nosotros -tomó aliento y se preparó para decir lo que había guardado en secreto los dos últimos años -. Pero no creo que me hubiera casado con ella. Y esto hace que su muerte me resulte aún más dolorosa.
Francesca se limpió las lágrimas con el dorso de la mano. Después se arrodilló y siguió su tarea con las latas.
– ¿Por qué me cuentas todo esto, Brett?
Esa era la parte dura para él. Hablar del pasado siempre era más fácil.
– Porque quiero que entiendas por qué me resulta difícil planificar el futuro, Francesca.
– Yo también lo he pasado mal, Brett -dijo, colocando las latas como si nada.
No le dijo que él había sido el único que le había hecho daño.
Él se agachó, intentando que ella lo mirara.
– Sé que ha sido culpa mía. Lo siento, Francesca. Ya lo he comprendido todo.
– ¿Qué has comprendido? -ella lo miraba desconfiada.
– Que lamentaría muchísimo dejarte marchar. Que no te dejaré ser la mujer de otro. Que los únicos hijos que quiero que tengas son los míos. Los nuestros.
Su corazón hacía tanto ruido que no sabía si podría oír la respuesta de Francesca, que seguía sin mirarlo.
– Te quiero -dijo él, desesperadamente.
Notó cómo sus manos temblaban mientras intentaba colocar las latas.
– Has dicho que no te hubieras casado con Patricia, pero estabais prometidos cuando ella murió, ¿por qué?
– Supongo que no quería herir sus sentimientos y que ella sentía lo mismo -respondió él, encogiéndose de hombros.
– Ahí está el fallo.
A él se le cayó el alma a los pies.
– Desde que era pequeña has sido mi protector, mi caballero de blanca armadura -dijo Francesca y Brett no podía negarlo -, y sabes que me sentí mal cuando me dijiste que no me querías.
Él podía ver que sus manos se aferraban temblorosas a las latas.
– ¿Cómo sé que no dices esto por la misma razón por la que no dejaste a Patricia?
Antes de que él pudiera responder, ella dejó escapar un gritito. Se había cortado con el borde de la lata y la sangre manaba a raudales.
– Vamos a buscar un botiquín y desinfectante – dijo él, agarrándola de una mano para obligarla a ponerse de pie.
Ella se resistió y se soltó de él.
– ¡No! Odio el desinfectante tanto como odio tu lástima, Brett.
– Francesca, vamos a limpiarte eso. Seguiremos hablando después.
Ella meneó la cabeza con la mano aún sangrando. -No. El desinfectante escuece mucho.
Brett se dio cuenta de que aún tenía el vaso de whisky en la mano. Miró el vaso y miró a aquella tozuda y sexy chicazo que le había robado el corazón. Ella era todo lo que necesitaba, tenía que aprovechar aquella oportunidad.
– Recapitulemos -dijo él, avanzando hacia ella-. Tienes miedo de que te haya dicho que te quiero porque no quiero que sufras.
Ella no lo vio venir y no trató de resistirse cuando Brett le tomó la mano sangrante. Rápidamente, él volcó el contenido del vaso sobre la herida y ella se quejó del dolor. Él sonrió.
– Ya ves que no me importa tanto que sufras. -Brett.
Los ojos de Francesca se llenaron de lágrimas y él supo que le había creído. La tomó entre sus brazos y besó sus lágrimas, su boca y le susurró al oído que la amaba y que no la iba a dejar escapar.
– Estoy asustado -dijo él, sonriendo y apretándola más contra su pecho.
– Bien, eso es lo que quiero. Que estés muy, muy asustado -un brillo pícaro había sustituido a las lágrimas en los ojos de Francesca.
Brett estaba asustado al pensar que casi se había negado a tener aquella felicidad.
Francesca movió los pies de forma automática siguiendo los pasos de baile. Sobre el hombro de su padre admiró la alianza colocada al lado del anillo de compromiso que Brett le había puesto hacía cuatro meses. Era el solitario de diamante de su madre, que Pop se había empeñado en dar a Francesca cuando le comunicaron sus planes de boda. Sabiendo lo felices que habían sido sus padres juntos, no pudo negarse.
El velo se le ladeó un poco, pero se lo sujetó a tiempo. Brett había sonreído cuando la había visto. Se lo habían hecho a medida, con un tul muy delicado ajustado a la tiara que él le había regalado aquella maravillosa noche.
Hablando de noches… aún pasarían horas antes de que pudiera estar a solas con Brett. Aquello duraría horas, porque sus hermanos y su padre se habían puesto de lo más románticos con la novedad y le habían prometido la boda más sofisticada del mundo.
Su tía Elizabetta, la dulce Hermana Josephine Mary, había hecho a ganchillo unas bolsitas y las había llenado de almendras, siguiendo la tradición italiana.
Francesca se puso de puntillas y echó un vistazo por encima del hombro de su padre sobre el resto de los bailarines. Sus hermanos vestidos de frac intentaban imitar a Fred Astaire, aunque sin tanta gracia. Necesitaban encontrar a sus mujeres, pero ahora ella no iba a preocuparse por eso. Tenía que concentrarse en el hombre que la había llevado al altar tan fácilmente como la había llevado en su bici de pequeña.
Entonces vio a Brett. Le saludó con la mano y él la respondió para después apuntar al bol de peladillas de almendra que había a su lado. Mientras lo miraba, el tomó un puñado de almendras y se las guardó en el bolsillo ya repleto.
Francesca sintió un ligero escalofrío. Él había entendido mal la tradición italiana de las almendras. A pesar de que ella había intentado explicarle que eran un símbolo de fertilidad, estaba empeñado en que eran un símbolo sexual y que le daría un orgasmo por cada una de las almendras que se llevara de la boda.
Ella le lanzó un beso. Era difícil discutir una idea tan maravillosa.