BRETT llegó al aparcamiento del edificio, quemado y cansado tras trabajar catorce horas en un caso que les había explotado entre las manos cuando un testigo había cambiado su declaración. Estaba de mal humor, pero no tanto como cuando vio al hombre que le había golpeado cuatro días antes. Cario.
Brett suspiró y dejó caer su maletín al suelo.
– Si va a empezar el segundo asalto, déjame decirte que he tenido un mal día y me encantará desahogarme contigo.
Cario se acercó, se metió una mano en el bolsillo y dijo:
– No, estoy aquí para disculparme -se frotó la nuca con la mano libre -. He estado un poco insoportable últimamente.
Brett se inclinó para recuperar su maletín.
– Bueno, si vamos a disculparnos, supongo que yo…
– Ni se te ocurra. Franny me ha leído la cartilla. Dijo que la situación había sido culpa suya y me hizo prometer que no te dejaría disculparte. Insistió bastante sobre el tema.
Eso sonaba a Francesca. Tal vez el beso lo había buscado ella, pero Dios sabía que él era el único responsable del resto. El mismo resto que le había impedido dormir las últimas noches.
Pero había decidido mantenerse alejado de ella. Lo que había iniciado como un rescate caballeroso se había convertido en algo pasional y lujurioso que no tenía derecho a sentir por Francesca. Ella merecía recibir flores y bombones todos los días y él no estaba seguro de poder prometérselo.
Brett miró a Cario.
– ¿Te apetece una cerveza?
Él era el Milano con el que podía permitirse pasar tiempo. A partir de ahora, Francesca quedaba fuera de su radio de acción.
Cario pareció relajado, como si le quitaran un peso de encima.
– Me has pillado saliendo. Voy a reunirme con Joe y Tony en el bar. ¿Quieres venir?
Brett abrió la boca para contestar, pero en ese momento un coche entró a toda velocidad en el aparcamiento y se detuvo con un chirriar de frenos. Brett pudo ver a Francesca riéndose en el asiento del acompañante y empezó a sentir que le ardían las entrañas.
– ¿Quién es ese? -preguntó a Cario.
– Franny.
Brett volvió los ojos en un gesto de desesperación.
– Quiero decir el que está con ella.
Cario se encogió de hombros.
– Ni idea. ¿Vienes conmigo entonces?
Francesca seguía riéndose. Se dio la vuelta y tomó del asiento de atrás algo que parecía ropa, después se agachó. Brett la perdió de vista; no tenía ni idea de lo que podía estar haciendo en ese momento y el principio de úlcera volvió a dejarse notar en su estómago.
Miró a Cario alucinado.
– ¿A mí me pegas, pero no haces nada si la ves con un extraño?
– No se están besando.
Ya se estaban despidiendo. Brett vio como Francesca lo besaba en la mejilla antes de saltar del coche. Después, se inclinó, y se puso a hablar con el conductor a toda velocidad, encantándole con su parloteo, probablemente haciéndole sonreír, haciéndole desear ayudarla a ganar la apuesta que había hecho con Cario.
¡La apuesta!
Todavía quedaba pendiente el problema de la apuesta. Si Brett salía de su vida, ella seguiría buscando a un hombre para no perder su dinero.
– ¿Brett? -Cario lo miró como si lo hubiera llamado varias veces sin respuesta.
Con un alegre gesto final, Francesca se despidió de su acompañante y desapareció en dirección a su piso sin darse cuenta de que Brett y Cario estaban allí.
– Brett, ¿te vienes o no?
– No -dijo, ausente, dirigiéndose tras los pasos de Francesca.
Francesca buscaba la llave de su casa. Maldito Brett. Temblaba sólo de verlo, aun después de cuatro días. No sabía si la había seguido o no, pero se arriesgaría: ¡entraría rápido en casa por si acaso!
No quería verlo. Lo había visto con frecuencia en sueños las últimas noches y esperaba que ese tiempo alejada de él fuera de ayuda para «El Remedio».
Elise había dicho que eso era lo que Francesca necesitaba. El Remedio. No le había dado muchos detalles de lo que había pasado entre Brett y ella, pero con unas pocas palabras, Elise había sido capaz de hacerse una idea y había dicho que la solución era El Remedio.
Cuando por fin consiguió meter la llave en la cerradura, vio a Brett con el rabillo del ojo. Entró en casa y cerró la puerta de un golpe. Nada podía frenarla de mirar por la mirilla y, en efecto, allí estaba él.
Brett, el bello escandinavo de ojos azules y anchos hombros. Su corazón empezó a acelerarse y decidió dejar de mirar para dedicarse a El Remedio.
Con cuidado colocó su tercer y esperaba que último vestido de dama de honor de la puerta de la despensa. Hubiera empezado El Remedio en ese momento, pero Elise le había dicho que se necesitaba toda la tarde y Francesca estaba agotada tras la prueba final del vestido y la salida nocturna con el resto de las chicas de la boda.
Frotándose las manos contra los vaqueros, se giró para contemplar los ingredientes del El Remedio colocados sobre la mesa. En ese momento sonó el teléfono y Francesca respondió sin pensar.
– ¿Quién era ese? -dijo una voz al otro lado del auricular.
– ¿Brett? – el oír su voz le provocó un escalofrío-. ¿Cómo has conseguido mi número?
– Lo he buscado en la guía.
– Oh -el dulce sonido de su voz casi la dejaba sin sentido -, es verdad
Él hizo un ruidito sospechoso, pero ella no lo dejó continuar.
– Brett, tengo que dejarte -Francesca se giró para mirar los ingredientes de El Remedio.
Cuando se trataba de quitarse a un hombre de la cabeza, Elise era la persona perfecta a la que recurrir. Primero tenías que alejarte de él y después había que tomar El Remedio. Francesca creía estar segura de que hablar por teléfono con el hombre implicado no era lo más recomendable.
– Responde a mi pregunta primero.
Tomó la lista escrita por Elise de la mesa. Había tenido que ir a tres sitios y se había gastado treinta dólares para conseguirlo todo, pero si funcionaba, habría valido la pena.
– ¿Quién era ese hombre? -preguntó Brett de nuevo, con voz firme.
Mascarilla facial de hierbas, loción corporal exfoliante de hueso de melocotón…
– ¿Qué hombre?
– El que te ha traído a casa.
Aceite de aguacate para el cabello, una cosa con olor a plátano para las cutículas de pies y manos.
Francesca creía adivinar cómo funcionaba El Remedio: sacaba a los hombres de tu vida sin problemas y te convertía en una mujer de la que sólo un murciélago frugívoro se enamoraría.
– No me has respondido, Francesca.
«Porque estoy intentando olvidarte». Un amigo, tenía que pensar en él como en un amigo. Se agachó y tomó de debajo de la mesa un lápiz labial de cereza que supuestamente te quitaba años de los labios. Ella aceptaría también que le quitara de la memoria unos cuantos besos.
– ¿Qué haces mañana por la noche? -preguntó Brett.
Francesca primero se quedó boquiabierta y luego se dejó caer en una silla. Otra vez no. -Estoy ocupada -respondió.
– ¿Con qué?
– Tengo planes -«he planeado tomar El Remedio y sacarte de mi corazón y de mi mente».
– ¿Planes con ese amigo tuyo?
Francesca sintió un calor súbito en las mejillas.
– ¿Por qué me has llamado?
Ahora era él quien no respondía.
– ¿Te has puesto en el mismo bando que mis hermanos? -dijo ella, irritada-. Porque si es así, creo que ya he tenido bastante de esa actitud tan sobrevalorada.
Al otro lado del teléfono, ella lo oyó tragar saliva.
– Lo que yo siento por ti… no es lo mismo que sienten tus hermanos.
El corazón de Francesca dio un vuelco, así que tomó una bocanada de aire para intentar tranquilizarse.
– ¿Qué…? – aún no había recuperado el habla del todo-. ¿Qué quieres decir?
– Demonios, Francesca, te tuve medio desnuda entre mis brazos la otra noche. Eso no es muy propio entre hermanos.
Francesca movió bruscamente un brazo y volcó un bote de mascarilla facial.
– Ya, ya -cerró los ojos con fuerza para no acordarse de lo fácilmente que había encendido su pasión.
Él suspiró suavemente, ya que se estaba imaginando lo mismo.
– Todo esto parece muy peligroso, Francesca. Ella se quedó petrificada.
– Peligroso, ¿por qué? -Por ti -saltó él. -¿Qué?
– Tan pasional, tan rápido -carraspeó ligeramente-. Olvida lo que te he dicho.
Ella no olvidaría esas palabras en toda su vida, porque significaban que el señor serenidad escandinava de ojos azules no lo tenía todo tan bajo control como aparentaba la otra noche.
El corazón de Francesca saltaba y batía como si tuviese una mariposa en el pecho. Se agarró al borde de la mesita y le dijo:
– ¿Por qué no vienes?
– ¿Qué?
– Ahora. Ven y quédate conmigo -quería verlo y sabía, estaba segura, de que él también quería estar con ella.
El silencio invadió la línea.
– Por favor -suplicó ella, sin importarle un rábano su orgullo de mujer ni todos esos consejos de «no ser la primera en pedir» que había oído a sus amigas. A ella la habían educado hombres.
– ¿Qué te parece, Brett?
Aquellos hombres le habían enseñado que el que no pide, no obtiene. Contenía el aliento, esperando a que aceptara.
– Me parece que no.
– ¿No? -las mejillas y la nuca le ardían de vergüenza- ¿Me estás rechazando?
– ¡No! No te estoy rechazando, Francesca, pero…
Él seguía hablando cuando ella colgó.
El teléfono volvió a sonar. Ella no contestó. Siguió sonando, pero ya no iba a contestar.
Estaba demasiado ocupada ordenando los botes y las pociones para El Remedio. Elise le había prometido que funcionaría, pero Francesca no estaba muy segura de ello. Tal vez fuera su sangre italiana, pero Francesca pensó que todo el proceso necesitaba algo más. Sacó un libro de cocina; su madre hacía unas galletas con trocitos de chocolate estupendas, pero el tiramisú de Francesca también estaba para chuparse los dedos.
Por la mañana, Elise llegó con unos bizcochos. Con la conexión psíquica que marcaba a dos amigas de verdad, Elise se presentó en la puerta de Francesca con un plato de esos cuadraditos de chocolate y nueces que habían hecho famosa a su madre.
– ¡Está intentando sabotearme! -exclamó Elise. Aparentemente la conexión psíquica entre las dos no estaba funcionando porque Francesca no tenía ni idea de qué le pasaba a Elise, y esta no parecía darse cuenta de que Francesca tampoco estaba en su mejor momento.
Francesca fue a la cocina y llenó una tetera de forma automática.
– ¿Quién y por qué? -preguntó.
– ¡La persona que ha hecho estas cosas! Mi madre, que ha pagado un vestido de novia en el que no voy a entrar después de que me coma todos estos bizcochos.
Francesca le dio unas palmaditas a su amiga en la espalda y apartó el plato de dulces.
– ¡No te los comas!
– El síndrome pre-boda es peor que el síndrome pre-menstrual -dijo Elise, alargando la mano hacia el plato-. Necesito comida.
– De eso nada -dijo ella, apartando de nuevo el plato.
Elise siguió luchando para alcanzar los bizcochos.
– Franny, algunas veces necesitamos hacer algo malo.
Francesca abrió la boca para responder, pero sonó el timbre de la puerta. Corrió para abrir, temerosa de dejar sola a Elise mucho tiempo. En el umbral esperaba una repartidora con un ramo enorme de flores silvestres rosas alrededor de una rosa perfecta en un jarrón. Francesca parpadeó varias veces.
– No pueden ser para mí.
Elise apareció tras ella.
– Por supuesto que sí. Tu nombre está en la hoja de envío. Fírmala.
Alucinada, Francesca obedeció, después cerró la puerta y llevó las flores a la cocina. La tetera estaba silbando, así que dejó las flores y se puso a hacer el té.
Elise la miró.
– ¿Qué haces? ¿No vas a abrir la tarjeta?
La tarjeta. Por supuesto. Las flores siempre iban acompañadas de una tarjeta y en ella ponía quién las había mandado. Tenía muy poca experiencia con esas cosas. Ninguna experiencia en realidad.
Se secó las manos con un trapo de cocina y tomó la tarjetita, colocada entre las delicadas florecitas, que temblaban al tocarlas.
– ¡Date prisa! -Elise sacó la tarjeta de entre las flores y se la pasó a Francesca-. Lee lo que dice.
El sobrecito estaba cerrado. Aunque Francesca había dejado de morderse las uñas, no era capaz de abrirlo. Examinó el sobre, buscando el mejor lugar por el que empezar.
– ¡Oh, Dios mío! -Elise tomó el sobre de manos de Francesca y al instante lo abrió y sacó la tarjeta-. Ya está.
Lo siento, decía. ¿Me perdonas? Brett quería que lo perdonase. Antes de que Francesca pudiera decidir si le perdonaba o no, el timbre volvió a sonar.
– Yo voy -Elise corrió a la puerta y al momento estaba de vuelta-. Más flores -dijo, y puso una cajita pequeña y fría en las manos de Francesca.
Francesca se sentó y dejó la cajita sobre la mesa. Haciéndose cargo de la impaciencia de Elise, esta vez fue más rápida para abrir la caja y encontrar en su interior un precioso ramillete. Más rosas, una abierta del todo y dos capullos ligeramente abiertos colocados con delicados lazos de cinta de tul y una goma plateada en la parte inferior.
– Es un ramillete para llevarlo en la muñeca – dijo Elise-. ¿Quién te envía esto? ¿Y por qué te lo envía?
Francesca pasó un dedo por la frágil cinta de tul. Nunca le habían dado nada así aunque siempre lo había deseado, tal y como le había dicho a Brett.
– Mira -Elise señalaba otra tarjetita colocada dentro de la caja.
Sales conmigo esta noche.
A Francesca se le encogió el corazón. El timbre sonó otra vez.
– Esto se pone cada vez mejor -Elise corrió otra vez a la puerta y volvió a¡ instante -. No eran flores esta vez.
Otra caja, envuelta en papel plateado con lazo rosa. A Francesca empezaron a sudarle las manos y empujó la caja hacia Elise.
– Ábrelo tú.
– Ni hablar. Date prisa.
Francesca tomo aire y rompió el papel. Después abrió la tapa de la caja y casi se ahoga.
La caja estaba llena de papel de seda brillante y en el centro había una tiara de cristal de Strass. Era la corona de sus sueños, la más brillante y delicada que Francesca había visto nunca.
Incluso Elise se había quedado sin habla.
Dentro de aquella caja también había una tarjeta: Sé mi princesa esta noche.
A un tiempo, Elise y Francesca alargaron la mano para tomar un brownie. Sus miradas se encontraron mientras daban sendos mordiscos a los pastelitos de chocolate.
– Es de Brett -dijo Elise con la boca llena.
Francesca asintió.
– Brett, contra el que se supone que tienes que tomar El Remedio esta noche.
Francesca volvió a asentir.
Elise miró todos los paquetes que acaban de llevar y Francesca siguió su mirada. Las flores, el ramillete, la corona… las dos suspiraron a la vez.
– ¿Y bien? -dijo Elise, con ojos interrogantes.
Francesca, con un bizcocho en la mano, respondió:
– Tú lo has dicho antes; a veces necesitamos hacer algo malo.
Brett golpeó con los nudillos la mampara de cristal para indicar al conductor de la limusina que se detuviera en el aparcamiento. Después bajó del enorme coche blanco.
No podía dejar que Francesca pensara que la había rechazado. Ella estaba en un momento muy delicado de su vida, con esa estúpida apuesta de por medio. No podía permitirse a sí mismo el romperle el corazón cuando era de eso de lo que intentaba protegerla.
Así que tenía que dejarle claro que lo atraía. Con todo el peligro que ello podía entrañar, parecía claro que lo correcto era hacerle ver que era preciosa y muy atractiva.
Aquella noche el plan era darle todo aquello con lo que había soñado. El ramillete, la corona y el paseo en limusina. Parecía evidente que Francesca consideraba que esas cosas harían de ella una mujer. Eso y la pasión de un hombre.
Esa era la parte fácil. Brett le permitiría ver lo que había hecho con él. No quería ir muy lejos, pero lo suficiente para demostrarle el poder que tenía sobre él. Después la dejaría marchar.
Mientras andaba hacia la casa de Francesca, se prometía a sí mismo que aquella noche todo saldría bien. A medianoche la princesa se daría cuenta de que ella en realidad «era» una princesa, y así podría buscar a su futuro príncipe.
Francesca se moría de impaciencia mientras esperaba a Brett. Inspeccionó el contenido de su bolso, se ajustó la tira de las sandalias nuevas y se secó el sudor de las manos con un pañuelo. Por último, volvió a su habitación para admirar el brillo de la tiara que Brett le había enviado. Allí estaba, colocada sobre un cojincito, brillando como si quisiera decirle algo.
Quería que aquello empezara ya. No era que supiera qué iba a pasar, pero estaba ansiosa por que pasara. No tenía ni idea de cómo comportarse con Brett o qué esperaba de él… tal vez hubiera sido mejor posponer la cita hasta que ella tuviera un plan concreto.
Fue hasta la puerta y miró por la cerradura. Brett no estaba por ningún lado. Incapaz de contener la ansiedad, abrió la puerta y se asomó.
Ahí estaba él, andando hacia su puerta.
Francesca se metió dentro rápidamente con un portazo, cerrando fuertemente los ojos.
Eso no ayudaba nada.¡Dios mío! Aún podía verlo, la imagen le quemaba las retinas. Brett, con un frac negro que hacía resaltar más el color dorado de su pelo y el azul de sus ojos, provocando pensamientos que las buenas chicas no deberían tener.
Y de repente, Francesca decidió que ya no quería ser una buena chica.
Tragó saliva, asombrada por la certeza. Tal vez no fuera la mejor idea que había tenido nunca, tal vez no era el objetivo más lógico, pero en el momento en que lo vio con aquel frac, le vino a la mente la idea de reposar desnuda entre sus brazos, con una decisión y una firmeza que no había experimentado nunca. Tal vez fuera intuición femenina.
Sus manos empezaron a temblar.
Brett. Su primer amante iba a ser Brett. Tenía que ser él.
Entonces empezó a buscar en su cerebro todos los consejos que había oído o leído a lo largo de su vida. ¿Cómo podía hacer que aquello ocurriera? ¿Cómo haría que la noche acabara del modo que ella quería?
Volvió a mirarse en el espejo situado al lado de la puerta. Era tarde para cambiar de idea acerca del vestido rosa que había elegido.
¿Podría convencer a Brett para que descubriera su lado más salvaje? ¿Tendría el coraje de intentarlo?
Brett se abotonó la chaqueta del frac y después llamó con los nudillos a la puerta de Francesca. Sus labios iniciaron una sonrisa cuando la puerta empezó a abrirse, pero al llegar al final, se quedó boquiabierto.
«Maldición». Nunca había visto nada tan precioso, una mujer más tentadora.
Francesca parecía un hada con aquel vestido. Un montón de capas transparentes se superponían a un vestido ajustado que acentuaba su cuerpo escultural y dejaba ver un generoso escote que siempre le sorprendía.
Tenía el pelo recogido en un moño, menos un rizado mechón que apuntaba en dirección a sus rosados y húmedos labios.
Tragó saliva e intentó recuperar el control de sí mismo.
– Fr… -la voz le salió muy grave- Francesca – dijo finalmente, cerrando los puños para contenerse de tocarla.
– Brett -dijo ella suavemente, y su dulce sonrisa le supuso una tortura.
Volvió a apretar los puños. Entonces se acordó: no necesitaba contenerse. Aquella noche tenía que demostrarle cómo hacía que se sintiera. Como podía hacer que se sintiera cualquier hombre, se recordó a sí mismo.
Alargó la mano hacia ella. La mano de Francesca era cálida y blanda, y el ramillete de su muñeca hacía que oliera a rosas. Le colocó la palma de la mano sobre su cara.
– No puedo creerlo.
– ¿Creer qué?
Que hubiera crecido, que estuviera allí con él. Que pudiera pasar toda la noche sin ir demasiado lejos. Que pudiera dejarla escapar.
Sacudió la cabeza para quitarse de encima estos pensamientos.
– La limusina está esperando.
Sus ojos se abrieron como platos.
– ¡No!
El se rió, encantado.
– Claro que sí. ¿No habías dicho que te gustaría montar en una?
Ella cerró la puerta tras ella, después se paró y le miró con cara de duda.
– No vas a llevarme al baile de fin de curso, ¿verdad? Porque si es así tendré que volver a entrar para recoger mi corona.
Él volvió a reírse.
– No, eso sólo era un símbolo. Pensaba ir a cenar y a bailar, y tal vez dar una vuelta en la limusina más tarde.
Ella suspiró dramáticamente.
– Una limusina -se puso de puntillas y lo besó en la mejilla-. Es perfecto.
Aquel breve beso atravesó su torrente sanguíneo como un trago de whisky. Cerró los ojos. Si mirarla le dejaba sin aliento, si ese suave beso hacía que su sangre se incendiara así, ¿cómo iba a poder aguantar toda la noche?