Capítulo 3

EN la cocina de Francesca, Elise tomó una servilleta y se limpió las manos de las migas del sándwich.

– ¿Cómo? -dijo Elise con impaciencia-. ¿Qué me estás contando?

Francesca recogió los platos y los llevó al fregadero. – ¿Qué se supone que tenía que decir?

– ¡Francesca!

– Vale, vale -Francesca acababa de confesar el secreto que llevaba quince horas acunando-. Cuando Brett me pidió que saliéramos algún día, le dije que sí.

Elise se quedó mirándola, sorprendidísima.

– ¿Francesca Milano saliendo con Brett Swenson?

Tal vez debiera ofenderse por la incredulidad de su amiga pero, para ser sincera, a ella también le había sorprendido mucho la idea.

– Me salió sin pensar -explicó ella-. Pensaba «de ningún modo», pero mi…

– ¡Tu sentido común se fue de viaje a Tahití!

– Elise…

– ¡Francesca! -Elise se hundió en la silla, en actitud de desánimo-. Tendrías que reflexionar un poquito más.

Francesca llenó el lavavajillas con rapidez mientras pensaba que Elise tenía razón, la idea de que la chicazo Francesca saliera con el guapo de Brett Swenson rayaba en lo imposible, pero había quedado como deslumbrada. La luz de las bombillitas, la intensidad de la mirada de Brett, la fuerza de sus brazos y el casi doloroso palpitar que sintió cuando él la acarició. Siempre había pensado que si la tocaba, se quedaría sin respiración. En vez de eso, se quedó sin sentido.

Tragó saliva, y se dirigió a Elise:

– Ya sé que es como el bello y la bestia, pero…

– ¡No es eso lo que quiero decir! -Elise señaló a Francesca con el dedo -. Sigues olvidando mirarte al espejo.

– Pero…

– Nada de peros. Brett Swenson o cualquier otro tendrían mucha suerte si pudieran estar contigo. El problema es que Brett Swenson no está buscando a nadie ahora.

¿Por qué esas palabras le resultaban tan dolorosas?

– Ya lo sé -contestó Francesca con sinceridad-. Pero fue él quien me lo pidió.

Elise se mordió el labio inferior

– Lo cual me inquieta un poco, pero me alegra ver que no te estás haciendo ilusiones.

Nada de hacerse ilusiones. No tenía ni siquiera una mínima esperanza, sólo que…

– Ya sé que podía haber dicho que no -la idea había cruzado su mente por un milisegundo.

– ¿Y? -replicó Elise -. Ya sabes que no deberías estar perdiendo el tiempo con imposibles.

Era cierto. La boda era a finales de mes y necesitaba ganar la apuesta. Por otro lado, también necesitaba, en lo más profundo de su ser, enamorarse por fin.

– Pero… -Francesca también desconocía la razón por la que había dicho que sí, así que seguía buscando excusas- tal vez pensé que a los dos nos gustaría probar.

Elise levantó las cejas en un arco perfecto y Francesca empezó a notar un sudor frío.

– Oye, con la experiencia que tengo en esto de salir con hombres, no me lo puedes reprochar -dijo Francesca rápidamente -. Además Brett… tal vez quiera probar a salir con mujeres de nuevo.

Elise se cruzó de brazos.

– Mientras sólo sea probar.

– Venga -sonrió Francesca-, tengo ya a cuatro hermanos diciéndome eso. Alégrate por mí, por una vez no me voy a quedar en casa con mi gato viendo la tele.

Su mejor amiga le puso un dedo sobre la naricita y le dijo:

– No intentes darme penita.

– ¿Penita? Anda, ayúdame a decidir que me voy a poner esta noche.

Elise se levantó de un salto.

– ¡Genial! Me encanta rebuscar en los armarios. ¿Dónde va a llevarte?

Francesca se detuvo a tiempo antes de morderse una uña.

– Me dejó elegir a mí y yo decidí ir al centro de juegos recreativos.

Elise parecía estar a punto de sufrir un ataque al corazón.

– ¿Juegos recreativos?, ¿mini golf?, ¿coches de choque?, ¿esas maquinitas que hacen ding-ding-ding? ¿Ahí?

– Maquinas de Pinball, Elise. Sí, ahí -Francesca se preparó para la explosión inminente de su amiga por su tonta elección.

– Uf -con un gesto teatral, Elise se pasó el brazo por la frente y se dejó caer de nuevo en su silla-. Tenías que haber empezado por ahí. No te imaginas lo aliviada que estoy.

Ahora era Francesca la que estaba sorprendida. – ¿Cómo?

– Cariño -dijo Elise -, estaba muy preocupada por que Brett te rompiera el corazón. Pero eres una chica lista.

A Francesca le gustó oír eso, pero no pudo reprimir un segundo:

– ¿Cómo?

– Ir a los juegos recreativos no es una cita -declaró Elise-, eso es una noche de diversión con amigos.

«Diversión con amigos». Las palabras de Elise seguían resonando en la mente de Francesca mientras se miraba en el espejo. Con un pequeño lamento se quitó la gorra y la tiró sobre la cama. Vaqueros, deportivas y una sudadera serían suficiente. Suficiente para una juerga de amigos.

Cuanto más lo pensaba más claro lo tenía; seguro que Brett se refería a eso. De acuerdo, había dicho que se había convertido en una mujer preciosa, pero eso io quería decir que le hubiera pedido una cita de verdad.

Estaba claro, el pobre acababa de llegar a la ciudad vivía casi al lado. Probablemente quisiera compañía, probablemente ya se lo hubiera propuesto a Nicky, Joe, Tony y Cario. Incluso a Pop. Pero los jueves por la noche todos los hombres de su familia estaban ocupados con entrenamientos de baloncesto y cosas así. Además había bingo en la iglesia, y Pop siempre se llevaba a alguno de los inquilinos mayores y al menos a uno de sus hermanos.

Francesca era la única disponible para «salir» esa noche.

Había sido una buena idea sugerir los juegos recreativos, lo primero que se le ocurrió, en vez de un restaurante con vistas al mar o un picnic al lado de una hoguera en la playa.

Sí, Brett y ella, dos buenos amigos que iban a pasar la tarde divirtiéndose y jugando. Juegos de niños, no juegos de adultos.

Si iba en deportivas, con sus segundos mejores vaqueros y la sudadera que Nicky le había regalado en navidades, le dejaría claro que entendía la relación de amistad, de ser uno más del grupo. Pensándolo mejor, volvió a ponerse la gorra. Así quedaría aún más claro.

Se colocó la gorra ante el espejo y se prometió a sí misma no volver a cometer el error de pensar que aquello era una cita.

Sonó el timbre. Con un suspiro final, corrió a la puerta y la abrió con la mejor de sus sonrisas, que se le borró de inmediato. Intentó volver a sonreír, lo intentó de verás, pero Brett estaba tan guapo.

Llevaba mocasines de ante, vaqueros y una camisa deportiva amarillo claro. Su mirada subió un poco más hasta su ancha sonrisa y aquellos ojos nórdicos. Las chicas italianas debían tener debilidad por el azul.

– Hola, chaval -«amigos, uno más del grupo».

– Hola -Brett la sonreía con la mirada.

Mientras andaban hacia el coche acabaron con el tema de cómo les había ido el día. Cuando llegaron al Jeep de Brett, Francesca se vio peleando con él por abrir la puerta. Le costó un momento darse cuenta de que quería abrirle la puerta «a ella». ¡Como en una cita de verdad!

– ¡No! No hace falta.

– Claro que sí -Brett le colocó la mano bajo el codo para ayudarla a acomodarse en el asiento. Después cerró la puerta y se dirigió hacia la suya mientras Francesca notaba que se le ponía el vello de punta. Algo no iba del todo bien.

Muy pronto, Brett estuvo dentro del coche y Francesca pudo oler una fragancia fresca con un toque de limón. Todos sus hermanos utilizaban un jabón de naranja antibacterias que hacía que olieran… desinfectados. Cerró los ojos para apreciar más el aroma.

– ¿Francesca?

Brett la estaba mirando, expectante.

Ella le devolvió la mirada, como alucinada. ¿Se habría olvidado de algo?

– ¿Uh? -le contestó, en una exhibición admirable de su coeficiente intelectual.

Él levantó las cejas.

Le había abierto la puerta, la había ayudado a sentarse, le había abrochado el cinturón de seguridad… No se podía imaginarse a Brett haciendo todo eso por Cario, no eran cosas que un chico hacía por otro. Francesca se pasó la lengua por los labios revisando su teoría. ¿Se trataba entonces de una cita? Se aclaró la garganta y se dispuso a probar si se había equivócalo o no.

– Supongo -empezó, con un ligero carraspeo-, supongo que mis hermanos están ocupados esta noche.

Si él era capaz de decir lo que estaban haciendo, ella sabría que había intentado quedar con ellos primero.

Brett frunció el ceño y la miró.

– Francesca -por su voz parecía sorprendido y algo divertido -, no estarás intentando decirme que nadie te esperará levantado esta noche, ¿no?

Francesca casi se atragantó.

– ¡No! ¡Sí!

Las preguntas con una doble negación siempre la confundían.

– No quería decir nada en absoluto -sus mejillas enrojecieron-. Nada de nada.

Bajó la mirada rápidamente y se fijó en sus fuertes manos mientras giraban la llave de contacto. Estaba muy tensa, así que tomó una bocanada de aire para intentar tranquilizarse. Se sentiría mejor en cuanto supiese cuales eran las expectativas de Brett para aquella tarde.

Cuando salían del parking, ella volvió a la carga, dando un gran rodeo, por supuesto.

– Creo que lo pasaremos genial esta tarde en los recreativos, ¿no crees? -dijo ella animadamente.

Si él afirmaba con vehemencia sabría que lo consideraba una tarde de diversión entre amigos.

Él se encogió de hombros.

¿Y eso qué quería decir? A Francesca casi se le escapó un quejido. ¿Por qué no se había esforzado más en tener citas anteriormente? Tenía tan poca experiencia que no se veía capaz de interpretar todos esos signos. Se llevó una mano a la sien.

– Francesca -su voz parecía ligeramente preocupada-, ¿te ocurre algo? ¿En qué piensas?

– En que ya tenía que estar casada y con tres niños.

Así ya no tendría que preocuparse por esperas y dudas, ya estaría asentada y satisfecha y… habría perdido la oportunidad de estar con Brett Swenson.

– Entonces no podríamos salir como ahora -dijo él, como si le hubiera leído el pensamiento.

– ¿Quieres decir que estamos saliendo? – Susurró Francesca-. ¿Esto es una cita? -estaba «teniendo una cita» con Brett Swenson en deportivas, vaqueros y sudadera.

– ¿Cómo lo llamarías tú?

Tenía que haberse rizado el pelo, tenía que haber estado graciosa y femenina como nunca… era el deseo que le había pedido a todas las estrellas fugaces de su niñez.

Un consejero de asuntos amorosos de la televisión insistía en que cuando un hombre disfrutaba más de sus citas era cuando su pareja le hacía sentir como un rey. Francesca trató de memorizar esa premisa durante el corto trayecto que recorrieron desde el coche hasta la entrada del centro. Fue después cuando su instinto se desató, un instinto básico de matar o morir, el que había ido ganando mientras crecía entre sus hermanos mayores. No era instinto de supervivencia, sino un deseo de ganar.

Por eso, casi sin pensarlo, ganó a Brett en el pin-ball, le machacó en los coches de choque y le arrasó sin misericordia en el juego de hockey. Hasta ese momento, el penúltimo juego de mini golf, Francesca había olvidado su intención original de seguir el consejo del presentador y hacer sentir a Brett como un rey.

Se puso roja cuando pensó en cómo lo estaría pasando Brett. Si él realmente quería tener una cita, ella Le estaba dando cualquier cosa menos eso.

– Te has parado de repente -dijo él mientras esperaba para que el grupo que le precedía acabase el hoyo dieciocho -. ¿Estás pensando en tu antigua casa?

«¿Parada de repente?, ¿antigua casa?» Lo que quería era que la tragara la tierra. Entre sus exclamaciones de triunfo tales como: «¡Te gané!» o promesas del tipo de: «¡Te voy a machacar!» ella le había contado casi toda su vida, incluido el detalle de la decisión familiar de vender la casa donde habían crecido y mudarse a un edificio.

Brett le tiró suavemente de la coleta que sobresalía por detrás de la gorra de béisbol.

– Algunas cosas son difíciles de olvidar.

«Genial». Ahora había hecho que pensara en Patricia, la preciosidad rubia que sabía cómo comportarse en una cita, cómo hablarle a un hombre o cómo hacerlo sentirse el rey.

En el green dieciocho, Brett dejó que Francesca saliera primero. El final del hoyo estaba detrás de una curva, pero un buen jugador hubiera sabido esquivarla con facilidad. En lugar de eso, Francesca golpeó la pelota con poca fuerza y se quedó demasiado lejos.

Brett la miró con condescendencia y golpeó la bola como ella sabía que tenía que haberlo hecho. Francesca falló un par de tiros más a propósito mientras llevaba la cuenta de los golpes de cada uno.

– Realmente estás muy por encima de mí. No tengo ninguna oportunidad.

Él la miró extrañado, pero no dijo nada.

A ella le costó tres golpes superar el obstáculo de la escuela, mientras que Brett lo superó limpiamente a la primera. Entonces ella grito:

– ¡Has ganado! -«el rey», y le sonrió.

Esperaba por fin haber entendido esa cosa de las citas, más valía tarde que nunca.

Él no le devolvió la sonrisa. En su lugar, la tomó de la mano y la llevó hasta el coche. Tras abrirle la puerta y ayudarla a subir, condujo hasta casa en silencio.

Brett aparcó en el último sitio libre del aparcamiento. Apagó el motor, pero dejó las manos sobre el volante, decidido a no utilizarlas para zarandear a Francesca.

Ella carraspeó, insegura.

– Parece que esta zona no está muy bien iluminada. Tendré que revisar la iluminación.

– Mañana -respondió Brett escuetamente -. Ahora prefiero tener oscuridad.

– ¿Sí?

– Desde luego. -¿Y eso?

– Porque si pudieras ver mi cara ahora te asustarías.

– Es por la mancha de mostaza de tu camisa… Lo siento, fue sin querer… -la voz de Francesca sonaba culpable.

– ¡No! -estaba tan enfadado que apenas podía pensar con claridad. Y su ira estaba aderezada por la imagen de su atractivo rostro mientras lo machacaba sin piedad en los coches de choque, o por esos puntos tan espectaculares en el juego de hockey seguidos de sus elocuentes gestos de victoria.

– Tengo calor -dijo ella.

¡Él también lo tenía! Como cuando la veía inclinar su precioso trasero sobre la máquina de pinball. Sólo de acordarse se ponía nervioso.

Pero entonces…

– Maldición, Francesca. ¿Por qué has hecho eso? – le costaba contener la rabia.

– No… No sé a qué te refieres -contestó ella, dubitativa.

– Sí que lo sabes. Me dejaste ganar en el mini golf. Incluso en la oscuridad, él pudo notar como ella se encogía en su asiento. -No, tú has sido mejor. -Tal vez estuviéramos igualados.

– Eso no puedes saberlo -probó ella de nuevo.

– Ya lo sé.

Ella se encogió aún más, pero él no pensaba dejarla escaparse así.

– ¿Por qué lo has hecho?

– Yo… -se dio una palmada en el muslo y él la oyó suspirar-. Ya lo has dicho tú. Te dejé ganar.

– Pero ¿por qué?

– No lo sé. Quería hacerte sentir como un rey, hacer que te lo pasaras bien. Hacer que pareciera una cita de verdad.

A Brett se le hizo un nudo en el estómago. Era como una heroína romántica de tragedia. Y de repente, le inundó otra oleada de rabia.

– Demonios, Francesca. No me digas que no sabes cómo hacer que un hombre se lo pase bien, que tus hermanos no te han enseñado nada -malhumorado, se estaba viendo a sí mismo pateando el trasero de los hermanos Milano.

– ¡Ese es mi problema! Sólo me han enseñado a ganar, no a comportarme en una cita.

Él pensó que estaba perdiendo el control; las manos le empezaban a temblar y se agarró con más fuerza al volante. ¡Menos mal! Menos mal que no había hecho esa apuesta loca con Cario hacía meses. ¿Quién la hubiera protegido entonces?

– Francesca -dijo él con voz grave -, ¿qué voy a hacer contigo?

Ella se rió tímidamente, lo que sorprendió no poco a Brett.

– ¿No ganarme al mini golf la próxima vez?

El nudo de su estómago apretaba cada vez más y tragó saliva.

– Exactamente, Francesca, no cambies en absoluto cuando estés con un hombre, ¿de acuerdo? ¿Me lo prometes?

– ¿Incluso mi costumbre de manchar a la gente de mostaza? -ella intentaba mantener el buen humor.

– Incluso eso. A los hombres no les importan las manchas de mostaza.

– Eso sí que es verdad -se enderezó en el asiento y asintió-. Tengo cuatro hermanos y lo sé.

Y esos cuatro hermanos y su padre habían creado a la mujer que tenía delante. Una increíble mezcla de inocencia, belleza y coraje.

– Francesca -Brett pronunció su nombre sólo para sentir como fluía suavemente de su boca.

Había soltado el volante.

– Quería que esta noche fuera perfecta -dijo ella con tristeza.

Él sonrió. Con el dedo corazón recorrió el borde de a visera de su gorra.

– Ha sido perfecta, en serio. No lo había pasado tan bien desde hacía mucho tiempo. Y tu sudadera ha puesto la guinda al pastel.

Francesca se quejó:

– Yo no tengo la culpa. Me la regaló Nicky por las navidades.

– ¿Qué? ¿No te regalaron perfumes o jerséis suavecitos de hermana pequeña? Ella sacudió la cabeza.

– Nada de eso. Los otros me regalaron calcetines y libros de cocina.

Brett fue un poco más lejos.

– ¿Ningún novio te regaló «cositas de esas» con encajes y lacitos?

– ¿A mí? -una risa muy femenina invadió el coche-. ¿Quién puede imaginarme a mí con «cositas» de encaje?

Él podía. La sola idea disparó su temperatura corporal mientras apretaba los dientes para luchar contra el palpitar del deseo.

– Creo que deberíamos entrar -dijo él brevemente. Un movimiento inteligente y seguro.

– Vale -ella dudó por un momento-. De acuerdo.

Maldición. Podía adivinar el motivo de su duda. Una cita tenía que acabar con un beso, y una cita perfecta, con un beso perfecto.

Un beso casto, apto para una primera cita, y allí mismo, mientras él se quemaba por dentro pensando en su trasero e imaginándola en ropa interior.

Volvió a apretar los dientes. Era verdad que había pasado mucho tiempo desde la última vez que había estado con una mujer, pero eso no significaba que no pudiera darle a Francesca las buenas noches del modo en que se merecía.

– Vas a tener que enseñarme ese golpe con giro de muñeca de mini golf -dijo él.

– Tal vez -respondió ella haciendo una mueca-, pero entonces ¿qué me queda a mí?

– Yo también tengo unos golpes que puedo enseñarte – sonrió dulcemente él.

Y entonces, para que ella supiera lo que él estaba pensando, le quitó la gorra de la cabeza, que cayó al suelo del coche. Ella se inclinó hacia abajo.

– Déjala-ordenó él.

Ella se quedó helada y él se fue acercando lentamente. «Simple, casto, cálido».

El corazón le golpeaba fuertemente el pecho como una advertencia: «Hazlo bien para Francesca».

Le tomó la cara con una mano y con la otra la atrajo levemente hacia él.

Su sangre ardía, batía sin piedad dentro de sus veías hasta llegar a las ingles. Cerró los ojos ante tan dulce dolor e intentó pensar sólo en Francesca. En la confianza que ella le tenía.

«Simple, casto».

Tan sólo le rozó los labios, como haría con una anciana tía, una hermana pequeña o una buena amiga. pero entonces notó levemente su sabor, tentándole irremediablemente. Se acercó más y más, haciendo más presión contra sus labios.

Y aunque notaba que estaba a punto de suceder, aunque notó que su mente le gritaba «¡No!», aunque hubiera podido retirarse, sintió como los labios de ella se separaban.

Su cálido y dulce aliento acarició sus labios.

«Simple».

Simplemente, quería más y más, y nada podía pararle.

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