Capítulo 4

FRANCESCA sabía a algodón de azúcar y su beso se fundió entre los dulces y rosados labios de Brett. Debía detenerse y echarse hacia atrás. ¿Hacia atrás? Pero, ¿quién era capaz de resistirse a probar sólo una vez aquella cosa tan maravillosa? Se acercó aún más a ella, a su boca abierta otra vez y movió su lengua suavemente dentro de la de ella.

Aunque, hubiera dado una paliza al hombre que le hubiera hecho aquello a Francesca en su primera cita, él no podía resistirse. Ella emitió un leve quejido y Brett se puso tenso, listo para dejarla, cuando se dio cuenta de que ella lo estaba buscando con su lengua, como si estuviera descubriendo un nuevo sabor de helado.

Una parte de su cuerpo se endureció como una roca.

Como no se fiaba de sí mismo, decidió retirar la mano de su suave y dorada piel, pero cuando la bajaba se encontró con el muslo de Francesca, firme y esbelto, y ya no pudo retirar la mano de allí. Decidió dejar la mano, pero pensó que sería mejor finalizar el beso. Y lo intentó de veras, pero cada vez que él sacaba la lengua de su boca, ella lo buscaba con la suya. Esta maniobra le resultaba muy seductora. Apretó con más fuerza el muslo de Francesca y le arrancó otro de sus suaves gemidos, lo que hizo saltar la chispa de un ya incipiente deseo sexual.

El calor y el instinto se abrieron paso. Él reclamaba cada beso explorando con su lengua la de ella, sus dientes, analizando las respuestas de su cuerpo cuando él le imponía un ritmo.

Ella suspiró, se giró para acercarse más y Brett se dio cuenta de que sus dedos estaban peligrosamente cercanos a la calidez entre sus piernas. Unos milímetros más y estaría tocando a Francesca de la forma más íntima posible.

El pensamiento le golpeó corno una bofetada. ¡Francesca! Era Francesca la que gemía contra sus labios, eran sus muslos los que agarraba. ¡Francesca!

Retiró la mano en un movimiento brusco y se apartó de su boca. Ella lo miró impresionada. Los hombros y el cuello de Brett se tensaron.

En cualquier momento ella se daría cuenta de lo que había pasado con su beso de buenas noches. En cualquier momento el asombro sustituiría a la fascinación de la cara de Francesca.


– Déjame acompañarte a la puerta -dijo Brett rápidamente.

Tal vez pudieran llegar allí antes de que se sintieran avergonzados y la situación entre ellos cambiara, antes de que se secara la humedad de sus labios.

Quería irse a dormir recordándola justo así: con las pupilas dilatadas y los labios húmedos y rosados. Diablos, ¿quién quería dormir?

Ella saltó del coche antes de que él pudiera abrirle la puerta y llegó casi a la carrera hasta su apartamento, sacando las llaves antes incluso de llegar a la puerta. Cuando estaba a punto de cruzar el umbral, se detuvo. Se volvió hacia atrás con la mano levantada. Tal vez estuviera enfadada o tal vez fuera a abofetearlo. Él deseó que lo hiciera. Pero su rostro era impenetrable y la palma de su mano estaba fría cuando la colocó sobre la mejilla ardiente de él.

– Yo también me lo he pasado bien -dijo, y después entró y cerró la puerta.

«Pasarlo bien». Brett, preocupado, reflexionó sobre el significado de aquella expresión de camino a su casa.

Al día siguiente Brett decidió concentrarse en su trabajo. No permitió a sus pensamientos volar más allá de expedientes, casos y comparecencias, y fue un buen día. Un día muy bueno, de hecho, hasta que Cario Milano apareció en su oficina. Cario, el hermano mayor de Francesca.

Cario lo miró con una ceja levantada:

– ¿Tienes un momento para hablar conmigo?

Claro, Cario era detective de la policía y tendría cosas de trabajo que comentarle. A no ser que Cario estuviera allí para hablar de Francesca, acerca de cómo él la había besado como un tonto y de que no había dormido más que cuarenta minutos esa noche. Pero no era probable que su amigo luciese esa sonrisa si supiese todo aquello.

Cario movió la mano delante de la mirada perdida de Brett.

– El Caso Rearden, ¿te acuerdas? Ayer dijiste que tenías algunas preguntas que hacerme.

Ayer. Antes de que la boca de Francesca se hubiera fundido contra la suya.

Brett amontonó los papeles que había estado revisando hasta entonces.

– Es verdad.

Cario se acomodó en la silla que había frente al escritorio de Brett.

– ¿Estás bien, amigo? Estás como si una locomotora te hubiera pasado por encima.

– Una locomotora -Brett sonrió.

Una locomotora que había pasado por encima de sus buenas intenciones.

Meneando la cabeza, Cario entrecerró los ojos.

– Una locomotora «femenina», diría yo. Creo que reconozco esa mirada.

Brett no iba a contarle eso al hermano de Francesca.

– Huh -musitó él sin dar más detalles.

– Vale, vale -Cario levantó las manos -. No preguntaré más, pero después de lo de Patricia… -carraspeó ligeramente- ¿no habías dicho que te mantendrías al margen de las mujeres?

Mujeres, relaciones, amor. Tras la muerte de Patricia, Brett había llorado a la que había sido su chica desde el instituto. Aunque su luto había terminado, había decidido que no se volvería a involucrar en la vida de una mujer. Podía producirle mucho dolor.

– ¿Brett? -Cario hizo una mueca-. Espero no haber dicho nada inapropiado.

Brett sacudió una mano para intentar tranquilizar a ›u amigo.

– No te preocupes por eso.

– Entonces concédeme un segundo más. Por lo que veo en tu cara, creo que necesitas el mismo consejo que me he estado dando a mí mismo.

Brett levantó una ceja.

– Anímate.

– ¿Qué me anime? -repitió Brett, pensando en qué habría llevado a Cario a unos pensamientos tan profundos.

– Sí, una palabra necesaria para vivir -dijo sin más.

Tenía que animarse… realmente había estado preocupándose por nada. Se habían besado, un beso muy placentero, pero había sido un simple beso. No había que darle mayor importancia y no tenía por qué cambiar las cosas entre Francesca y él. Si era capaz de mantener su pensamiento alejado de su boca y centrado en la apuesta, aún podría ayudarla. Y sin provocar daños.

Cuando Brett llegó al aparcamiento del edificio esa tarde, ya había borrado casi del todo el beso de su pensamiento y estaba casi listo para seguir con su plan para ganar la apuesta. Ocupado en guardarse el móvil en el bolsillo y sujetar el maletín a la vez, no se dio cuenta de que los pies de Francesca sobresalían por debajo de su viejo todoterreno rojo y blanco, y tropezó con ellos.

Un grito de: «¡Cuidado por dónde pisas!», salió de debajo del coche, característico y directo.

Él sonrió. Esta Francesca sí era la misma que le había ganado al hockey, la chicazo que podía cambiar el aceite del coche como un profesional. Esta era la Francesca con la que podía controlar sus reacciones.

Con la puntera del zapato frotó ligeramente la suela de las sandalias de ella:

– Buenas tardes, ¿eh?

Sus piernas se quedaron rígidas. No demasiado, pero lo suficiente como para que él adivinara que ella estaba pensando en cómo había acabado la noche anterior. Lo cual, maldición, le hizo empezar a pensar también a él en ello.

– Ah, hola -respondió ella.

Llevaba unos pantalones viejos y manchados de pintura cortados por los muslos que dejaban a la vista sus largas piernas. Redondeadas, femeninas y morenas. Cuando las miraba, Brett descubrió la cicatriz que ella tenía en una rodilla, eso le recordó a la antigua Francesca y le hizo sonreír.

– ¿Has tenido un buen día? -preguntó él.

– Sí. ¿Y tú? -su voz sonaba algo extraña. Una de los, o estaba teniendo problemas para abrir el depósito del aceite o se sentía incómoda en su presencia. Y todo por culpa del beso.

Decidió ignorar esa posibilidad y se cambió el maletín de mano.

– Oye, acerca de lo de anoche…

Un ruido salido de debajo del coche le interrumpió.

– Estás bien -preguntó él, preocupado.

– Sí, sí, no pasa nada.

Había pensado decirle que se lo había pasado muy bien la noche anterior y preguntarle si quería salir otro lía, pero su voz había sonado muy extraña. Si era él quien provocaba que estuviera tan incómoda, si no podían superar aquella explosión salvaje de pasión…

Frustrado, se quedó mirando aquellas piernas. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? ¿Echarse atrás? ¿Seguir adelante? Maldición. Odiaba tener que tomar decisiones sin meditarlas, pero no podía tener ni idea e lo que ella estaba pensando si sólo podía verle desde los muslos hasta los dedos de los pies.

– Francesca – empezó de nuevo.

Los dedos de los pies… se acababa de dar cuenta de que se había pintado las uñas de los dedos de los pies, de color rosa claro, y evidentemente no era una experta. En algunos sitios se había salido un poco.

– ¿Qué? -dijo ella, aún debajo del coche.

– Yo… yo -el pequeño detalle de las uñas le había impactado tanto que a duras penas podía hablar.

Pero tampoco podía dejar que otro hombre rompiera su corazón.

– Quería preguntarte si estás libre para cenar este fin de semana -dijo él.

Eso la hizo salir y él pudo verla entera por fin, con la camiseta y las manos manchadas de grasa hasta la correa de plástico de su reloj. Tenía los ojos oscuros muy abiertos y una mancha negra le cruzaba una mejilla. Brett casi pudo ignorar el color rosado de sus labios. Sí, podían volver a salir, a nadie le haría daño.

En la cocina de su padre, Francesca se secó las manos contra el delantal que se había puesto encima del vestido nuevo. Cario miró con gula a la fuente de picatostes lista para añadir a la ensalada que acompañaría a la lasaña y al pan de ajo de la cena del sábado.

Los dedos de Cario se acercaban peligrosamente a la comida, pero Francesca, atenta, le dio un golpe en la mano a tiempo.

– ¡Ay!

Cario le lanzó una mirada terrible.

– Lo siento, ¡no me puedo contener! ¿Es que Pop ha invitado al obispo a cenar?

Francesca meneó la cabeza.

– Sólo Pop y nosotros cinco -se detuvo un segundo-. Y Brett.

– Mmmm -Cario se había puesto a inspeccionar la nevera y no parecía que la noticia le hubiera afectado.

En realidad, la que estaba afectada era ella, por su cita… y por su beso. Qué beso…

Debería ser obligatorio por ley que toda mujer fuera besada así al menos una vez en su vida. Un beso primero dulce y después apasionado del hombre con 2l que habían soñado toda su vida. Algunas mujeres Regirían a un actor o un deportista famoso, pero Francesca se quedaría con Brett Swenson.

Y esa era la parte peliaguda de la cuestión, puesto que no podía esperar besos así de él todos los días. Era cierto que le había pedido una cita, que la había besado y después le había vuelto a pedir otra cita, pero eso no significaba que se sintiera atraído hacia ella, sino más bien que se sentía solo y aún se estaba recuperando del duro golpe de la pérdida de Patricia.

Lo único que quería era compañía.

Pero ahora era distinto. Ya no era una niña cuya ilusión era que él la mirara, ahora era una mujer que había decidido empezar a actuar como tal.

Había empezado a usar tacones de vez en cuando, pero él aún seguía fuera de su alcance, así que cuando la invitó a salir por segunda vez decidió luchar contra 2I impulso pasional que la hubiera llevado a gritar «¡Sí!» y, en su lugar, decidió invitarle a cenar con toda su familia.

Francesca miró a Cario, que parecía a punto de beber un trago directamente del cartón de leche. Al notar que ella lo estaba mirando, se echó atrás y buscó un vaso. Entre hombres, había que tener mil ojos y Francesca pensó que estaría más segura considerando a Brett como a uno más de sus hermanos. Sólo uno más.

Al principio llevó bien su propósito: cuando él apareció en la casa, ignoró con valentía aquellos ojos tan azules. Cuando le dio la botella de vino que había llevado, se aseguró de que sus dedos no se tocaran, y cuando se sentaron a la mesa, y sus hermanos alucinaron al ver que Brett le ofrecía la silla en frente de su padre, a la cabecera de la mesa.

Francesca miró a su alrededor con satisfacción a esa gran familia de varones, Brett incluido, mientras se abalanzaban sobre la cena que ella intentaba cocinar para ellos una vez a la semana.

Brett, sentado a su derecha, se ofreció a servirle la ensalada, y ella de algún modo logró interpretar aquello como un gesto fraternal.

Entonces Pop interrumpió el entrechocar de cubiertos y vajilla para dirigirse a Francesca:

– Franny, aún no te has quitado el delantal.

Automáticamente, ella se echó las manos a la espalda para desatarse el cordón, y quitárselo, pero se quedó helada al darse cuenta de que todas las miradas se dirigían hacia ella. No le gustaba nada sentarse a la mesa con el delantal puesto, pero normalmente debajo no llevaba nada muy distinto. Aquella noche, Elise la había convencido para que estrenara un vestido. Era rosa con estampados exóticos y nadie le había quitado todavía los ojos de encima. Cinco pares de ojos oscuros y otro de ojos azul hielo.

Ella forzó una sonrisa:

– Tal vez me lo deje puesto…

Pero Brett, le pasó dulcemente el cordón del cuello por encima de la cabeza.

Seis pares de ojos sorprendidos se quedaron fijos a la altura de su pecho.

El delantal cayó inerte de la mano de Brett.

– Franny -dijo alguien.

Su hermano Joe se atragantó con el vino y empezó a toser.

Francesca deseó que fueran niños de nuevo, porque el vino le hubiera salido por la nariz y así todos le hubieran mirado a él en lugar de a su pecho.

Tal y como estaba la cosa, se miró a sí misma. ¿Tan mal estaba? Elise decía que el vestido le sentaba como un guante, y era verdad, pero el corpiño de tirantes y cuello a la caja ajustaba y elevaba ciertas partes femeninas. No era que el escote fuera excesivo, pero desde luego era mucho más de lo que Francesca se había atrevido nunca a enseñar.

Durante años, los hombres de su familia la habían tratado como a un hermanito pequeño, pero por la expresión de sus caras, acababan de darse cuenta de que ella era una mujer.

– Jo, Franny… -parecía que Joe iba recuperando el aliento.

Tony parecía incapaz de decir nada.

En la cara de Cario, con una ceja levantada, se reflejaban la sospecha y la duda.

A su izquierda, Nicky tomó su servilleta y se la colocó encima del escote. La servilleta se mantuvo allí un momento y luego cayó hasta su regazo.

Francesca se la lanzó furiosa antes de atreverse a mirar a su padre. Su expresión era impenetrable, y de repente, sus ojos se llenaron de lágrimas. Su mano buscó un pañuelo en su bolsillo y se secó los ojos. Después sonrió.

– Bella. Preciosa. Eres una mujer preciosa igual que tu madre.

– ¿Una mujer? ¿Franny? -Tony intentaba seguir la broma.

Pop levantó la mano.

– ¡Muestra un poco de respeto a tu hermana! – dijo, mirando con seriedad al resto de los hermanos-. Ya está bien. Seguid comiendo.

Hasta que no oyó de nuevo el ruido de los tenedores y cuchillos contra los platos, Francesca no osó mirar a Brett.

Él aún no había tocado sus cubiertos. De hecho, ella no lo había visto moverse desde que dejó caer el delantal al suelo. Ella se agachó para recogerlo, pero la mano de Brett fue más rápida y sus miradas se encontraron.

– Bella -susurró él.

Francesca se quedó sin aliento. Se pasó la lengua por los labios para intentar recuperarse y él siguió el movimiento con sus ojos: «Bella, preciosa».

A falta de una respuesta mejor, Francesca le sonrió.

Él sonrió también y se incorporó.

Para poder recuperarse de aquella mirada y aquella palabra, se quedó agachada bajo la mesa un momento más. Después, decidida, se sentó y se dedicó por completo a su cena. O al menos eso intentó. Porque con el rabillo del ojo veía las fuertes y morenas manos de Brett manejando hábilmente los cubiertos. Nunca se había fijado en cómo agarraban sus hermanos los cubiertos, pero los movimientos de Brett la tenían fascinada.

Decidió centrarse en la lasaña y la ensalada, aunque con todas esas mariposas revoloteando en su estómago, había muy poco sitio para la comida. Probó con un sorbo de vino y después con otro, pero aquel delicioso cabernet no ayudaba mucho en ese sentido. Lo que sí hizo fue darle coraje suficiente para mirar a Brett una vez más.

Él tenía la mirada fija en ella.

El mido de la mesa fue quedando en segundo plano. En la distancia ella aún podía oír las risas de sus hermanos, a uno de ellos pidiendo más lasaña y a otro preguntando por el vino. Aquella melodía familiar quedaba relegada a música de fondo frente al mensaje a toda potencia que provenía de los ojos de Brett: «Me gusta lo que estoy viendo».

A pesar de que podía estar malinterpretándolo, no pudo evitar que un escalofrío le recorriera los hombros y el pecho. Ella se dio cuenta de que su reacción no le había sido indiferente. Brett agarraba con tanta fuerza el tenedor que los nudillos se le pusieron blancos y abrió las aletas de la nariz en un movimiento que a Francesca le pareció tan sensual que se quedó lívida. Rápidamente tomó su copa y apuró el vino que quedaba en ella.

«Un hermano, un hermano», pensaba, intentando resucitar su intención inicial.

¿Pero cómo podía una mujer pensar en un hombre como si fuera su hermano si este la trataba como a una reina?

Cuando por fin acabó la cena, Francesca logró recuperar todo su sentido común y alejarse de los hombres. Les tocaba a Tony, Nicky y Joe fregar los platos y ella les cambió esa tarea por un lavado de su coche al día siguiente. De nuevo en la cocina, con el delantal y guantes amarillos de goma para proteger su nueva manicura, Francesca recuperó la perspectiva y el control de la situación.

Un vestido no cambiaba nada; la mona vestida de seda, seguía siendo una mona… Y algo así no podría atraer la atención de Brett mucho tiempo.

En cualquier momento él se marcharía o, si decidía quedarse a ver la tele con los demás, sería ella la que se marcharía a su casa sin más. Lejos de Brett se sentiría más cómoda consigo misma.


Con ese pensamiento en mente, intentó no preocuparse cuando Brett abrió la puerta de la cocina con una montaña de platos entre las manos.

Precavida, mantuvo la mirada fija en el chorro de agua que empezaba a llenar el fregadero. Con un dedo enguantado de amarillo, señaló la encimera:

– Ponlos aquí, por favor -dijo alegremente, esperando que siguiera su indicación y luego saliese de la cocina.

En lugar de eso, él se detuvo un momento después de dejar los platos.

Ella podía sentir su presencia, su respiración, pero ella estaba decidida a no mirarlo y continuó aclarando platos y colocándolos en el lavavajillas.

Por fin habló:

– ¿Dónde están los trapos de cocina? -preguntó

Incapaz de contener su asombro, Francesca se giró.

– ¡Un hombre pidiendo un trapo! ¡Voy a desmayarme de la sorpresa!

– ¡Bien! Yo te tomaré en mis brazos.

Su cómica cara la hizo reír primero y después ponerse un poco nerviosa.

– No, no. Nada de eso. Tú eres el invitado, nada de ayudar a fregar ni de tomar a la cocinera en brazos.

Él sacudió la cabeza

– ¡Lo consideraría un honor!

¿El qué? ¿Fregar los platos o tomarla en brazos? Francesca decidió no preguntar, y mientras él se acercaba no se le ocurría nada que decir. Quería alejarse, pero tenía detrás el fregadero reteniéndola. Entonces levantó las manos, como en advertencia, pero con aquellos guantes amarillos el gesto perdió toda su seriedad. Él tiró de las puntas de los dedos de goma y se los sacó rápidamente diciendo.

– Ya has acabado.

Desde luego que había acabado… se había acabado el juego de intentar considerarle un hermano y se había acabado lo de mantener el control de sus reacciones hacia él. Se había acabado el intentar evitar que su corazón batiera con tal fuerza que le hiciera daño hasta en los oídos.

Ella lo miró a los ojos azules; en ellos podía verse reflejada y por primera vez se dio cuenta de que no era la misma. En los ojos de Brett se vio como una mujer con un sexy pelo ondulado y una sonrisa sensual en los labios. Este reflejo la llenó de confianza en sí misma. Tal vez fuera así como él la veía, como ella era para él.

Esta idea le dio valor para hacer lo que su cuerpo deseaba y, como sí él le hubiera descubierto las manos sólo para esto, ella deslizó sus brazos alrededor de sus hombros y lo atrajo hacia sí para besarlo.

Al principio sólo le tocó la mejilla con los labios, pero en cuanto encontró los de él, el beso explotó. Ella lo besaba con fuerza y él la respondía. Su boca se abrió contra la de él. La mujer a la que había visto en sus ojos le estaba dando un beso verdaderamente femenino. Fue ese mismo instinto el que hizo que ella se acercara más, que levantara una pierna y la pusiera alrededor de la de Brett.

Justo entonces, cuando la temperatura entre los dos había empezado a subir de verdad, una presencia masculina, de Cario esta vez, hizo que Brett se separara de ella para después darle un buen puñetazo de hermano mayor en la mandíbula.

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