BRETT aguantó toda la noche con sorprendente facilidad. Lo achacó a que a Francesca, a diferencia de él, parecía no afectarle lo más mínimo lo que pasara entre ellos, fascinada como estaba por los accesorios de la limusina y por su conductor.
Probó todos los canales de televisión, varias emisoras de radio, picoteó unos aperitivos y se negó a tomar una copa de champán helado. Tras unos minutos, bajó la mampara que les separaba del conductor y durante el resto del viaje no paró de hacer preguntas al viejo conductor acerca de a quién había llevado en la limusina, cuánto tiempo llevaba conduciendo, si alguna vez se había perdido…
Brett intentaba no sentirse abandonado. Después de todo, esa noche era para ella, y parecía que se lo estaba pasando bien, a pesar de estar un poco nerviosa. Durante toda la cena no paró de hablar y de contarle historias de lo más raras acerca de sus inquilinos. La limusina debió impresionarla mucho, porque después de cenar quiso dar un paseo en ella en lugar de buscar un sitio al que ir a bailar.
Divertido, Brett aceptó. En parte porque podía intuir los problemas, y aunque había planeado mostrarle el deseo que sentía hacia ella, también le preocupaba llevarlo demasiado lejos. Por ahora, ella lo trataba como a uno más de los hermanos de los que tanto se quejaba.
Ella evitaba tocarlo y todo tipo de conversación personal. Una vez de vuelta en la limusina, se apartó a la esquina del asiento. Ahora le tocaba a Brett bajar las luces y subir la mampara para tener privacidad.
Él sirvió el champán sin preguntar. La limusina avanzó suavemente mientras él se deslizaba sobre el asiento para acercárselo.
Justo en el momento en que ella se inclinó para tomar la copa, la limusina hizo un giro algo brusco y ella se vio impulsada hacia él.
Ella no tuvo tiempo para sujetarse. Él no tuvo tiempo de evitar que el champán cayese al suelo enmoquetado de la limusina. Ella no tuvo tiempo para evitar caer en su regazo y tampoco lo tuvo para detener la reacción de deseo que lo invadió al ver a Francesca tumbada sobre él.
Se quedó mirando sus oscuros y misteriosos ojos y vio también sus pechos subir y bajar a causa de la acelerada respiración. Y como si hubieran accionado un interruptor, una chispa de alto voltaje sexual llenó el interior de la limusina.
Nerviosísima, Francesca había estado toda la noche parloteando y engullendo comida, todo porque no sabía cómo demostrar a Brett que lo deseaba. Quería estar con él.
Tenía que darle las gracias al conductor por ese giro rápido. Tras pensar en darle una buena propina, se dejó acunar por el calor de los brazos de Brett.
Con el corazón acelerado, intentó sonreír.
– Hola
Había fuego azul en sus ojos.
– Por fin te has dado cuenta de que estoy aquí.
– Sí -respondió ella, que no tenía muy claro qué responder, después de haber estado toda la noche pendiente de todos sus movimientos.
Él la apretó más contra su pecho. – ¿Estás cómoda? -preguntó él. Ella tragó saliva. «No». Estaba muy nerviosa y sentía que le ardía todo el cuerpo.
Con un dedo, él trazó el arco de sus cejas.
– Eres preciosa -dijo él, y en su voz había un algo nuevo, oscuro y excitante -. Quiero besarte.
– ¡Oh! -dijo ella rápidamente, con voz temblorosa por los nervios.
«¡Oh!» Tenía ganas de abofetearse. ¿Qué respuesta era esa?
– ¿Qué te parece?
«Di que sí, por favor, tómame». Pero su boca parecía pensar por sí misma.
– Nunca lo he hecho en un coche -dijo ella en su lugar, temblorosa y llena de ansiedad de nuevo.
– ¿No? -una de sus cejas se levantó y él pareció calmarse, enfriarse y casi divertirse -. Está muy sobrevalorado.
– ¿Habla la voz de la experiencia?
Él sonrió.
– He sido adolescente, ¿recuerdas?
Ella hizo una mueca
– No olvides que yo también.
La sonrisa de Brett desapareció y la apretó más contra su cuerpo.
– Francesca, deseo…
El corazón de ella se aceleraba ante el paso inminente al siguiente escalón.
– ¿Qué deseas? Pero él no contestó.
– ¿Qué ocurrió? ¿Por qué no lo hiciste nunca en un coche?
Ella se encogió de hombros y él la abrazó aún más Brett la levantó y la sentó sobre su regazo.
– Me odio por esto -dijo él -, pero me alegro de que no lo hayas hecho.
El comentario protector no la afectó. Por una vez no le importaba haberse perdido algo, sobre todo si estaba allí Brett para rectificar la situación.
– ¿Brett?
– ¿Mmm? -él la miraba a los ojos.
– ¿No habías dicho que deseabas besarme?
Él gimió.
– No me gusta como suena eso… -dijo ella.
– ¿No es suficiente para ti el saber que lo deseo? «No». Nunca tendría suficiente de él. -Francesca, no me mires así… -dijo él, y en su cara se reflejaba verdadero terror.
El corazón de Francesca se detuvo. Se pasó la lengua por los labios y dijo:
– Es por Patricia, ¿verdad? -preguntó llena de dudas.
Genial. Sólo había pensado en ella misma. ¿Era doloroso para Brett tener a otra mujer entre sus brazos?
Él sacudió la cabeza.
– Esto es por ti, Francesca. Te lo prometo. Sólo por ti.
– Vale -aliviada, se acomodó un poco mejor en su regazo.
– ¡Francesca! -él volvió a gemir.
Insegura, se quedó congelada, pero después pensó en que notaba algo duro contra su cuerpo. No eran unos muslos duros masculinos… era ¡un miembro masculino duro!
Tal vez no estuvieran tan lejos de descubrir su lado salvaje, después de todo.
Ella tragó saliva.
– Brett -dijo suavemente-. Gracias por esta noche. Has hecho realidad todas mis fantasías adolescentes.
Él se echó un poco hacia atrás, como esperando lo siguiente.
– ¿Y? ¿Pero? ¿Sin embargo? ¿Entonces? -dijo Brett con la voz llena de sospechas.
Francesca tomó aliento. Un impulso final que había practicado mucho con sus hermanos desde que nació. «Dile lo que quieres, pídeselo. Tal vez no lo consigas, pero es un reto. Sin riesgo no hay gloria».
Ella se humedeció los labios e intentó parecer segura de sí misma. Le pasó un dedo por la mejilla y buscó la reacción de sus músculos faciales. Ella también podía ser provocadora si quería. Después le acarició el pelo.
– Oh, Brett. Sólo una vez. Bésame.
Él cerró los ojos un instante y después se rindió. Sus labios se apretaron contra los de ella y rápidamente los sedujo para que se abrieran. El corazón de Francesca golpeaba su pecho sin piedad mientras notaba cómo la lengua de Brett entraba en su boca. Sentía mil escalofríos recorrerle la piel a la vez que una fuente de calor comenzaba a crecer en su interior.
Él levantó la cabeza; sus ojos despedían chispas azules.
– Me has embrujado -dijo.
Tal vez fuera así, porque dentro de ella su confianza crecía y crecía y ya no se molestaba en ocultar el fuego sexual que llevaba dentro.
Francesca volvió a tocarle el rostro, con más determinación incluso.
– Ahora que ya hemos hecho cosas de adolescentes, vamos a pasar a las de adultos -dijo con una voz sorprendentemente serena-. Había pensado que tal vez quisieras hacerme el amor.
«Había pensado que tal vez quisieras hacerme el amor».
Brett no podía quitarse esas palabras de la cabeza, aunque en el momento en que ella las pronunció la apartó de su regazo y pidió al conductor que los llevara a casa inmediatamente.
Ella volvió a mirarlo, con las cejas levantadas, como esperando aún una respuesta.
Él se pasó las manos por la cara.
– Ni lo sueñes.
Ella esbozó una leve sonrisa.
– Ya es demasiado tarde para eso.
Ella se inclinó para tomar la copa de champán que había caído al suelo y la colocó en uno de los posavasos. Su moño se había deshecho y el pelo le acariciaba ahora la espalda, suave y sedoso. Brett se moría por acariciarlo, por acariciar su piel y por hacer todas aquellas cosas que ella desconocía que le pedía cuando le decía que le hiciera el amor.
Ella tomó una copa limpia y la alargó hacia él.
– Un poco más de champán, por favor -dijo ella.
La botella estaba en su lado de la limusina.
– ¡No! -alguien tenía que conservar la cabeza fría, y la suya estaba más que confusa.
Ella se encogió de hombros y se estiró para agarrar la botella.
– No va contra la ley.
Él se aplastó contra el asiento para que su brazo no le tocara.
– Tú sí deberías ser ilegal -masculló él.
El champán cayó a borbotones en la copa.
– Lo he oído -dijo ella señalándole con la copa. Su mirada se encontró con la de Brett-. Por nosotros.
Él no pudo apartar la vista. Como si de electricidad estática se tratase, el sexo chisporroteaba en el ambiente, y no pudo dejar de insultarse a sí mismo por haber iniciado él sólito aquel camino al desastre.
Ella tomó un trago de champán; el tipo de trago que hacía perder las inhibiciones, y él, instintivamente, se apartó de ella.
– No has respondido a mi pregunta -dijo ella.
– No estabas diciéndolo en serio -con eso quería decir que habían estado flirteando, jugando, pero que no tenían que ir más allá.
Él no dejó que su pensamiento lo traicionase con el recuerdo del suave y cálido sabor de su boca.
– Lo digo en serio.
Brett pensó en arrojarse del coche. Lo que fuera con tal de acabar esa conversación. Lo que había pretendido era que ella recuperara la confianza en sí misma, no en crear un nuevo problema.
– Ah -aquello le sonó un poco a risa.
– ¿Ah? -Repitió ella, antes de acabar con el champán de su copa-. ¿Tienes miedo de no respetarme por la mañana?
– ¡Tengo miedo de no respetarme a mí mismo por la mañana! -Murmuró él, después se detuvo, algo avergonzado y sorprendido por la cara de Francesca-. No, no. No lo entiendes.
Se acercó a ella y le quitó la copa de las manos para tomarlas entre las suyas.
– ¿Cómo podría tomar algo así de ti? -le besó las manos como un súbdito pidiendo favores reales.
– ¿Por qué no puede ser algo que yo te dé?
– Francesca, tu familia me mataría.
– Esto no es cosa suya, es sólo asunto mío -dijo decidida.
Él suspiró.
Entonces ella apartó sus manos de entre las de Brett, se giró ligeramente para ponerse frente a él y se las colocó sobre los hombros.
– ¿Quién me enseñó a montar en bicicleta? -dijo ella
Él lo pensó un momento y después respondió.
– Yo… supongo.
– ¿Quién me enseñó a hacer cometas y a volarlas?
– Yo
– ¿Quién me llevó de la mano la primera vez que patiné sobre hielo y quién me enseñó a lanzarme de cabeza a la piscina?
En sus palabras había la misma intensidad que ya había admirado en ella de adolescente. Ella era tan apasionada… Maldición. La pasión otra vez.
Brett cerró los ojos, pero ella siguió hablando, transformándose en pura tentación.
– Tú, tú, tú -dijo Francesca-. Cada vez que tenía que aprender algo nuevo, ahí estabas tú para enseñarme.
Ella quería un profesor de… sexología. Aunque para ella sería hacer el amor, y tal vez ese fuera el punto conflictivo. Podía ver las objeciones que se reflejaban en su cara.
– No te estoy diciendo que sea para siempre, Brett. Estoy pidiéndote algo de una noche. Esta noche. Confío en ti y sé que no me harás daño.
Pero tal vez sí. Podría hacerle mucho daño. Él estaba inflamado por la pasión y la imagen de su pecho desnudo le asaltaba a cada instante. Casi podía sentir el calor de sus senos chocando contra su pecho.
Apretando los dientes, le tomó las manos y se las retiró de los hombros. Se suponía que tenía que protegerla, no recordar el sabor de su piel o sus gemidos de placer.
La limusina se detuvo. Brett miró por la ventanilla y se dio cuenta de que habían llegado a casa. Justo a tiempo. Podría decir que no y no le daría más oportunidades para dejarse embrujar.
Él abrió la boca, pero ella habló primero.
– Piénsalo, Brett. Si no eres tú será otro.
Al escuchar estas palabras, el ardor de su sangre y sus entrañas incendió también su cerebro. Desaparecieron los escrúpulos y todos los pensamientos racionales quedaron oscurecidos en un rincón. Todo excepto Francesca se puso borroso.
Agarró a Francesca por una muñeca, la sacó del coche, buscó algo de dinero y se lo dio al conductor. Andando tan rápido como pudo, la llevó hasta su apartamento. Quería estar a solas con ella lo antes posible.
En unos segundos estuvieron dentro. No se molestó en dar las luces y rodeado de negra oscuridad, empujó a Francesca contra la puerta y se precipitó hacia la oscura calidez de su boca.
Por un momento pensó que la había oído quejarse, pero no la soltó. Apretó más y más, empujando su lengua hacia la boca de ella para llevarse su sabor.
«Si no eres tú será otro».
Cuando no pudo respirar, levantó la cabeza y respiró hondo.
– ¿Y bien? -dijo bruscamente-. El sexo no es lo mismo que montar en bici y volar cometas. No puedo ser dulce contigo, Francesca. No siempre. Ni aunque quisiera.
Cerró los ojos y la sangre le golpeó contra los párpados.
«Si no eres tú será otro».
Ambos respiraban fuertemente.
– Ahora o nunca, Francesca -se alejó de ella, con todo el cuerpo en tensión -. Tú decides.
Sólo pasó un segundo. Después ella se tiró contra él, le rodeó el cuello con los brazos y dijo:
– Ahora -la pasión daba un sonido distinto a su voz y la piel de Brett se erizó con esa respuesta-. Por favor, Brett, ahora.
A pesar de sus valientes palabras y el deseo que llenaba su cuerpo, un escalofrío recorrió la espina dorsal de Francesca. Había esperado que Brett fuera un amante dulce y tierno, pero era duro y ardoroso, y estaba un poco asustada de no poder seguir su ritmo.
Se mordió el labio inferior y Brett se lanzó hacia ella, seduciéndola con un beso duro y caliente. Las piernas no le respondían, así que se agarró con más fuerza a él para mantenerse en pie.
– Muy bien -dijo él, con voz profunda y grave -. Agárrate a mí, cariño. Quiero sentir tu cuerpo.
Francesca tembló en respuesta, y él la besó y le chupó el cuello. Ella casi se desmayó con el suave cosquilleo de su barba recién afeitada. Antes de volver de nuevo a la boca, Brett le dijo.
– Bésame.
Pero ella no podía. No podía besarlo, ni decir su nombre, ni siquiera respirar, porque los dedos de Brett habían encontrado la cremallera del vestido y en segundos la había bajado del todo. El vestido cayó inerte a sus pies, y él dio un paso hacia atrás atrayendo a Francesca hacia sí para liberarla de la tela.
– Déjame sentirte -dijo él con voz dura.
Sus manos ardían y estaban impacientes al recorrer sus brazos desde los hombros a las muñecas. Ella todavía tenía puesto el sujetador y las braguitas, y Brett la tocaba de una forma tan íntima, tan impaciente, que su corazón volvió a acelerarse mientras intentaba tomar un poco de aire.
Él volvió a besarla, pero Francesca se retiró porque necesitaba más tiempo para respirar. El corazón seguía golpeándole el pecho y cuando él la levantó y la atrajo contra sí, empujando sus caderas contra las de él, de modo que su erección quedase colocada entre sus muslos, ella sintió escapar un sollozo.
Brett no pareció notar su pánico, giró un poco la cabeza para introducirle la lengua en la boca y ella se puso rígida, apartándole de forma instintiva.
Tampoco pareció notar eso y siguió apretando su pelvis contra la de ella y besándola en el cuello.
– Brett.
Las lágrimas empezaban a aflorar de sus ojos y un verdadero sollozo se abrió paso por su garganta.
– Brett, por favor, para.
Al instante, él separó su cadera de la de Francesca y sus manos se aflojaron y la soltaron.
– ¿Has tenido suficiente? -preguntó en voz baja.
– ¿Cómo? – ella parpadeó, confusa mientras una lágrima dejaba una marca brillante sobre su mejilla-. ¿Qué?
El se retiró aún más y ella siguió el sonido de su voz mientras Brett se dirigía al sofá del salón.
– ¿Qué si has tenido suficiente? -repitió él.
– No sé a qué te refieres -respondió ella, enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano.
– Demonios, Francesca -su voz sonaba muy agresiva-. Tienes que tener cuidado con lo que pides. Y con la persona a la que se lo pides.
Ella se acercó hacia él.
– ¿Quieres decir que tengo que tener miedo de ti?
– No. Sí -en la oscuridad apenas podía distinguir el gesto de Brett-. Tal vez esta sea una de esas cosas que se aprenden con la experiencia de citas adolescentes y sexo en los coches. Debes tener más cuidado cuando te ofreces así.
La vergüenza tiñó las mejillas de Francesca de rojo.
– Así que -señaló hacia la puerta-, ¿eso era para enseñarme una lección?
– ¿No era lo que querías? ¿Aprender? -dijo él, llanamente -. Y si no era de mí, sería de otro. Bueno, eso es lo que otro puede darte.
Francesca nunca había sido una llorona y no creía que ese fuera un buen momento para empezar a serlo, pero sentía un terrible escozor en los ojos.
– Me has asustado -dijo mirando a Brett acusadoramente en la oscuridad-. Me has asustado de verdad.
El silenció invadió la casa. Su voz resonó dura y fría.
– Ese era mi propósito, Francesca.
La ira sustituyó a las lágrimas y Francesca agradeció el cambio. De un paso se puso sobre el vestido caído y se lo subió de un tirón.
– Bueno, pues muchas gracias, pero no soy idiota.
Le lanzó una mirada terrible.
– Y no estoy haciendo el idiota. Una idiota hubiera acudido al primer hombre con el que se hubiera cruzado para hacer el amor. Una idiota hubiera encontrado un modo de hacerlo con dieciséis, dieciocho o veinte años si lo único que deseara fuera sexo.
Ella oyó su fuerte respiración.
– Yo soy más inteligente. Fui lo suficientemente inteligente para esperar hasta que estuviera preparada. Lo suficientemente inteligente para elegir un hombre… que me importara. Un hombre que hace que mi piel arda y que mis huesos se deshagan y con el que pensaba que podía contar para hacerme sentir bien. Para hacerlo bien.
Ella luchaba con la cremallera que parecía haberse atascado en algún punto de su espalda.
– Brett… el único que es un estúpido aquí eres tú. La cremallera no se movía. Quería golpear algo de la frustración que sentía, pero eso le hubiera llevado unos segundos preciosos y quería salir de allí. Lo único que necesitaba era ¡ponerse el vestido!
La lamparita al lado del sofá se encendió. Ella no se movió, deslumbrada por el destello, medio furiosa, medio triste y medio vestida. Tres mitades, pensó, histérica. Eso no era posible.
– Francesca.
No quería mirarlo. No quería ver c! gesto de superioridad de su cara. La cremallera subió un centímetro y se volvió a atascar.
– Francesca por favor, mírame.
– ¿Qué? -dijo ella, mirando con cara de odio hacia donde estaba él.
La luz de la lámpara coloreaba su pelo dorado y se había quitado la chaqueta y la corbata. Se había desabrochado los botones superiores de la camisa blanca y sus ojos azules capturaron su mirada y ya no la dejaron marchar.
– Lo siento -dijo él -. Lo he estropeado todo y lo siento.
Las manos de Francesca quedaron congeladas sobre la cremallera. La cara de Brett tenía una expresión que no había visto nunca.
– No sé si desearía que no hubieras crecido o si doy gracias a Dios porque lo hayas hecho -sacudió la cabeza-. Es sólo que no me aclaro.
Se levantó del sillón y se dirigió hacia ella.
– Deja que te ayude, cariño.
Con unas manos suaves y cariñosas la dio la vuelta. Ella soltó la cremallera y él la subió hasta arriba.
– Ya está -dijo él.
Ella no se volvió hacia él.
Él no se movió.
Y entonces él la tocó con los labios en el hombro. Dulcemente. Un beso como un aletear de mariposa que hizo que los pezones de Francesca se endurecieran y sintiera una húmeda calidez entre las piernas.
«¡Oh!»
Él apoyó su mejilla contra su cabeza y la atrajo hacia sí.
– ¿Me dejas? – Su voz sonaba dulce y rasposa a la vez-. ¿Me dejas volver a intentarlo?