Capítulo 1

– Katie, cariño, necesitas pareja para la boda de tu hermana.

– Ya tenía pareja, mamá. Va a casarse con la novia.

– Está bien, sí, tú hermana te robó el novio -dijo Janis McCormick con un suspiro-. Y eso estuvo muy mal. Pero ya ha pasado casi un año. Es agua pasada. Van a casarse. Toda la familia va a ir a la boda, y hay doscientos invitados. Vamos a pasar un largo fin de semana lleno de toda clase de acontecimientos, y te aseguro que te sentirás mejor si tienes pareja. Si no, la familia será un tormento para ti, y nos volveremos las dos locas -su madre se detuvo por fin para recuperar el aliento-. Hazlo por mí, Katie, por favor.

En momentos como aquél, Katie odiaba la idea de crecer y comportarse como una persona adulta. Había ocasiones en que la mejor solución para un problema parecía una buena pataleta. Como aquélla. Pero ella no había sido nunca muy aficionada al drama: eso era cosa de su hermana. Y le costaba trabajo decirle que no a su madre. Sobre todo porque Janis no pedía demasiado. Era una de esas madres cariñosas y atentas que se preocupaban por sus hijos, y de vez en cuando hasta le pasaba cincuenta dólares cuando quedaban para comer, a pesar de que Katie vivía sola desde la universidad y tenía un trabajo estupendo, que además adoraba.

– Mamá -dijo-, te quiero, ya lo sabes.

– No digas «pero». Bastante nerviosa estoy ya. Tu hermana me está volviendo loca. No tuve que empezar a teñirme el pelo hasta se prometió en matrimonio. Te juro que en cuanto comenzó a traer revistas de novias y a hablarme de tules, empezaron a salirme canas.

Katie se inclinó hacia delante en el asiento del restaurante. Su madre y ella estaban tomando un almuerzo rápido para hablar de los últimos cambios que había hecho Courtney en sus planes de boda. A su hermana no parecía preocuparle que quedaran sólo dos semanas para la ceremonia.

Tampoco parecía preocuparle haberle robado el novio a Katie.

No iba a amargarse, se recordó Katie. Se sobrepondría a aquellos sentimientos mezquinos. Courtney era su hermana y el lazo que había entre ellas era fuerte y duradero. Pero tampoco estaría mal que Courtney se despertara la mañana de su boda con un grano del tamaño de Cleveland.

Katie se aclaró la garganta.

– Me gustaría ir con alguien a la boda, pero no hay nadie. Ya sabes que los solteros no abundan precisamente. No se me ocurre nadie en quien confíe lo suficiente como para fingir que estamos saliendo.

– ¿Me estás diciendo que no has salido con nadie desde que rompiste con Alex?

Técnicamente, no habían roto. Alex y ella habían ido a una de las típicas cenas de domingo en casa de sus padres. Llevaban meses yendo a aquellas cenas. Esa noche, sin embargo, Katie había tenido la sensación de que Alex iba a hacerle la gran pregunta. Sobre todo, porque había encontrado por casualidad la factura de un anillo de diamantes en el bolsillo de su chaqueta cuando él se la había prestado en un partido de fútbol.

No estaba segura de querer pasar el resto de su vida con Alex, pero se dijo que era normal tener dudas. A fin de cuentas, ¿cómo sabía una que un hombre era su media naranja?

Sólo que Alex no se declaró.

La llegada inesperada de Courtney había interrumpido la cena. Alex y Courtney se habían echado una mirada, y Katie había dejado de existir.

– ¿Katie? -preguntó su madre-. ¿No sales con nadie?

– No. He estado muy liada con el trabajo, y además no me apetece.

Su madre suspiró.

– Son cuatro días de familia y estrés. No quiero tener que pasármelos contestando a preguntas sobre tu vida amorosa, e imagino que tú menos aún. Tienes que llevar a un hombre.

– Lo siento, pero no.

– ¿Qué me dices de Howie?

«Santo cielo, no».

Le dieron ganas de darse de cabezazos contra la mesa.

– No, mamá.

– ¿Por qué no? Es listo y rico, y muy divertido.

Y se llamaba Howie. Era el hijo de la mejor amiga de su madre. Las dos llevaban años intentando emparejarlos. Katie se había resistido con todas sus fuerzas. La última vez que había visto a Howie, su madre y él estaban de visita en Fool's Gold. Él tenía unos dieciséis años, y era tan listo que ya estaba en la universidad. Alto, delgaducho, con los pantalones demasiado cortos y unas gruesas gafas de pasta negra, la miraba como si fuera una especie de bicho sin interés alguno. No habían tenido nada que decirse el uno al otro.

– Howie no me interesa -dijo con firmeza-. Prefiero contestar a preguntas indiscretas.

Ninguna mujer podía estar tan desesperada como para aceptar a Howie. Al menos, ella no lo estaba.

– Katie, no me hagas poner voz de mala madre.

Katie sonrió.

– Mamá, tengo veintisiete años. Tu voz de mala madre ya no funciona conmigo.

– ¿Te apuestas algo? -su madre suspiró otra vez. La miraba con preocupación-. Por favor. Estoy dispuesta a suplicártelo. ¿Eso quieres? Estoy desesperada. Quiero que te lo pases bien -hizo una pausa-. Bueno, todo lo bien que puedas. Y no quiero que te preocupes por lo que puedan estar pensando los demás. Son cuatro días. Casi no tendréis que veros.

Eran cuatro días en un hotel de montaña. ¿Cómo iba a evitar a su familia… y a Howie?

– Está haciendo un proyecto muy importante en el trabajo -añadió su madre-. Seguro que está casi todo el tiempo ocupado.

Katie dudó, no sólo porque adoraba a su madre, sino también porque las preguntas de su familia acerca de por qué no se había casado empezaban a volverse brutales. Allí estaba ella, la hermana mayor, soltera todavía y sin novio a la vista. Courtney no podía pasar ni un cuarto de hora sin enamorarse.

– Está bien -dijo, accediendo al fin-. Pero sólo para la boda. Nada más. Nunca más.

Su madre sonrió de oreja a oreja.

– Estupendo. Yo me encargo de avisar a Howie. Esto va a ser fantástico. Ya lo verás.

¿Fantástico? A Katie se le ocurrían muchos adjetivos, pero ése no era uno de ellos. Ya empezaba a arrepentirse. ¿Cuatro días con Howie? Catorce años antes, apenas habían aguantado una hora su mutua compañía. Lo único bueno de todo aquello era que, en aquel entonces, Howie había sentido tanta antipatía por ella como Katie por él. Tal vez Howie consiguiera plantarle cara a su madre, y entonces nada de aquello importaría.


– No, mamá -dijo con firmeza Howard Jackson Kent.

– Entiendo.

Una sola palabra. Pero aquella palabra carecía de importancia por sí sola: era el tono lo que le hacía entrever que iba a volver a la batalla. Ya sentía las lanzas.

– Ignoraremos el hecho de que Janis McCormick es mi mejor amiga -añadió su madre, mirándolo desde el otro lado de la mesa.

Estaban en el despacho de Howard, por donde su madre se había pasado por allí sin avisar, entre reunión y reunión. Sólo tenía un modo de enterarse de que su hijo estaba libre, lo que significaba que Howard tendría que tener una pequeña charla con su asistente personal más tarde.

– Ignoraremos el hecho de que Janis me ha pedido ayuda.

«Ojalá eso fuera cierto», pensó él, recostándose en su silla y frotándose las sienes.

– Podrías hacerlo por Katie -dijo su madre-. Es tan buena chica…

«Se me acelera el corazón con sólo pensarlo», pensó él con sorna.

– Katie y yo no nos caemos bien.

De eso hacía muchos años, claro, pero Howard recordaba claramente aquella tarde de verano. Tina, su madre, se había empeñado en que la acompañara a ver a su mejor amiga. Él había aceptado, y se había arrepentido en cuanto Katie lo había mirado y había suspirado con evidente desilusión.

En aquel entonces, era una chica muy decidida, a la que sólo le interesaban los deportes y que, obviamente, lo despreciaba. Él era un poco torpón, claro, y bastante raro, además, y nunca se le había dado muy bien comunicarse con los demás. Pero ella se había mostrado arisca y antipática. Y además había amenazado con darle una paliza. Y seguro que en aquel momento podría haberlo hecho.

– Puede que ahora las cosas sean distintas -dijo su madre-. Es encantadora.

– Aja.

Su madre se enderezó en la silla. Tina Kent era bajita, pero Howard sabía que era un error juzgarla por su tamaño.

– ¿Te acuerdas de hace diez años, cuando tuve cáncer de mama? -preguntó.

Howard refrenó un gruñido y asintió con la cabeza. «Esto no», pensó. «Cualquier cosa, menos esto».

– Tú estabas en la universidad. Yo no quería que supieras lo grave que era, porque quería que te concentraras en tu máster.

Fue en aquel programa donde desarrolló el software que había hecho despegar a su compañía y lo había convertido en multimillonario en apenas tres años.

– Mamá… -comenzó a decir.

Ella levantó una mano.

– Cuando viniste a casa, estabas preocupado. Te prometí que me pondría bien -hizo una pausa, expectante.

– Y yo te dije que lo que quisieras, si te curabas -dijo él obedientemente.

– Yo cumplí mi promesa. Ahora te toca a ti cumplir la tuya. Vas a ir con Katie a esa boda. Pasarás cuatro días en el hotel de Fool's Gold, y harás todo lo posible para que Katie se sienta como una princesa.

«Maldita sea». ¿Por qué no podía ser como algunos de sus amigos, que jamás hablaban con sus padres? ¿Por qué tenía que llevarse bien con su madre? Salvo por aquella obsesión con Katie McCormick, su madre era una mujer estupenda. Siempre habían podido hablar, y Howard valoraba mucho su opinión. Pero en aquel momento habría dado cualquier cosa por que sus relaciones se enfriaran un poco, aunque fuera fugazmente.

– Mamá -comenzó a decir, y luego sacudió la cabeza. Eran cuatro días. Seguro que podía sobrevivir-. Está bien. Tú ganas.

Ella puso una amplia sonrisa.

– Bien. Cuando estuve enferma, Janis estuvo pendiente de mí sin faltar un solo día. Me hace muy feliz poder hacer algo por ella al fin, aunque sea en una cosa tan pequeña.

– Estás vendiendo a tu propio hijo. ¿Qué pensarán los vecinos?

– Que ya iba siendo hora de que tuvieras novia.

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