Katie esperaba, nerviosa, a la entrada del hotel Gold Rush. El hotel, construido en las montañas que se alzaban por encima de Fool's Gold, era una vieja y enorme casona cuyo estilo arquitectónico oscilaba entre el de un chalé y un palacete Victoriano. Las vistas eran impresionantes, el restaurante de cinco estrellas y el servicio impecable. Había boutiques de primera clase en el vestíbulo y un balneario que tentaba a famosos de todo el mundo. Si aquélla hubiera sido su boda, Katie habría preferido casarse en el pueblo, a orillas del lago, y celebrar el banquete en algún restaurante de la localidad. Su hermana, en cambio, siempre había querido una boda fastuosa. Por eso iban a pasar cuatro días allí.
Katie ya se había registrado en el hotel, como el resto de su familia más inmediata. Los que venían de fuera del pueblo llegarían en cualquier momento, y ella tenía que encontrar a Howie antes de que lo encontraran otros. Era esencial que coordinaran sus historias. Si no, no tendría sentido tenerlo allí todo el fin de semana.
Se le ocurrió por un segundo dejar al descubierto aquella trampa. Así se libraría de Howie, pero se vería reducida al estatus de vieja solterona. Sí, había empezado un nuevo siglo. Sí, las mujeres podían hacer de todo. Pero en el mundo de los McCormick, seguir soltera a los veintisiete años no era sólo una calamidad, sino también una vergüenza.
– Pero tú eres periodista deportiva -diría otra vez su tía Tully-. ¿No puedes cazar a un marido, con todos esos deportes que ves?
Ojalá fuera tan sencillo. El problema era que, aunque le encantaban los deportes; la competición, la búsqueda de superación, las pequeñas singularidades que hacían interesante cada partido, los deportistas le gustaban menos. Tal vez fuera porque, gajes del oficio, solía verlos en sus peores momentos. Era como trabajar en la cocina de un restaurante. Después, cenar fuera nunca volvía a ser lo mismo.
Un hombre alto y moreno entró en el vestíbulo. Era tan guapo que la gente se volvía a mirarlo, y tenía un cuerpo a juego. Tenía los hombros anchos y las piernas largas, e iba pulcramente vestido con vaqueros y una camisa de rayas azules y aspecto suave. «Qué más quisiera yo», pensó Katie con amargura, mirando más allá del tío bueno con la esperanza de ver a aquel tipo torpón que estaba a punto de llegar tarde.
Howie se dedicaba a los ordenadores. Tal vez debería haberle enviado un e-mail para recordarle su cita.
– ¿Katie?
El desconocido alto y moreno se detuvo a su lado. Ella miró su boca firme, su mandíbula fuerte y sus preciosos ojos verdes, ocultos tras unas gafas de montura plateada. Y se quedó boquiabierta. Lo notó, y a continuación tuvo que hacer un esfuerzo por cerrarla. No podía ser. Era imposible. ¿En qué planeta pasaban esas cosas?
– ¿Ho-howie?
Él sonrió. Era una de esas sonrisas sexis y socarronas que hacían ronronear a cualquier mujer que hubiera alrededor.
– Jackson -dijo-. Ahora me llaman Jackson. Es mi segundo nombre.
«También podrían llamarte "bombón"», pensó ella, aturdida, mientras intentaba fijarse en los cambios. Ahora era más alto, más musculoso, y hasta su pelo era perfecto.
– ¿Ho-Howie? -repitió.
La sonrisa se convirtió en una risa suave.
– No he cambiado tanto.
Au contraire.
– Has, eh, crecido -logró decir ella, confiando en no parecer tan estúpida como se sentía.
– Tú también.
Ella arrugó la nariz. No había crecido precisamente. Seguía teniendo más o menos la misma estatura que a los trece años: en torno a un metro sesenta. La diferencia era que, desde entonces, había perdido unos veinte kilos. Y había descubierto cómo sacar partido a su cara más bien corriente.
Y no es que se quejara, exactamente. Pero en una familia formada por personas muy altas, delgadas y atractivas, ella era como un retroceso a aquel linaje bajito y curvilíneo que todos consideraban ya superado por su buena crianza.
– Sí, bueno, por lo menos ya no estoy regordeta -dijo, pensando que no tenía sentido ignorar lo obvio.
Jackson la observó un momento.
– Tus ojos siguen siendo los mismos. Son bonitos. Me acordaba de su color.
– ¿Porque te fulminé con la mirada? -preguntó ella.
– Aja. Me daba pánico que fueras a darme una paliza.
– Me trataste como si fuera idiota.
– Me sentía fuera lugar, y era un modo de compensar mi incomodidad -se encogió de hombros-. No te lo tomes como algo personal. Actuaba así en todas partes.
– ¿Una de las desventajas de ser siempre el más listo de la clase?
– Tú tampoco te quedaste corta.
Ella se rió.
– Me vi reducida a amenazarte con la violencia física. No creo que pueda decirse que me quedé corta.
– Pues te ha ido bastante bien. Tengo entendido que ahora eres una famosa periodista deportiva.
Si hubiera estado bebiendo, Katie se habría atragantado.
– No exactamente. ¿Eso es lo que te ha dicho tu madre?
El asintió.
– Trabajo en el periódico del pueblo. El Fool's Gold Daily Republic. Me ocupo de las páginas deportivas, de vez en cuando hago un editorial y, cuando están muy desesperados, algún que otro artículo de urgencia. Nadie diría que eso es ser famosa.
– Te gusta tu trabajo, te lo noto en la voz.
– Sí, me gusta -se descubrió mirando sus ojos verdes y deseando haberle hecho caso a su madre antes. Howie… eh, Jackson… era todo lo que le había dicho y más-. Me han dicho que eres una especie de genio de los ordenadores -hizo una mueca, y pensó que quizá debería haberse informado un poco-. Creaste un programa sobre… eh… no sé qué asunto empresarial.
Aquella lenta y provocativa sonrisa volvió a aparecer.
– Control de inventarios. Créeme: es mejor que no sepas los detalles.
– Seguramente, pero está bien que alguien se ocupe de los inventarios. Es muy… ingenioso.
El levantó las cejas.
– ¿Ingenioso?
– Estudié periodismo deportivo, no empresariales. «Ingenioso» es lo único que se me ha venido a la cabeza, dadas las circunstancias. Ponme un plazo de entrega y seguro que me ocurre algo más impresionante.
– Puede que ya esté impresionado.
Katie no sabía si era por lo que había dicho o por cómo lo había dicho, pero por primera vez desde hacía mucho tiempo, se sintió francamente femenina. Si hubiera tenido el pelo un par de centímetros más largo, habría sentido la tentación de sacudir la melena. Lo cierto era que se alegraba de que su madre la hubiera hecho ponerse un vestido de verano en vez de unos vaqueros y una camiseta, y de haberse puesto rímel y brillo en los labios.
– No eres como esperaba -continuó él.
– Lo sé -reconoció ella, intentando no batir las pestañas, aunque se moría de ganas-. Cuando mi madre sugirió que viniera contigo, no me hizo ninguna gracia. Pero te agradezco mucho que hayas venido y que vayas a echarme una mano con esto.
– No hay problema.
– Eso dices ahora, pero no tienes ni idea de dónde te estás metiendo -Katie sonrió-. Quizá debería confiscarte las llaves del coche antes de decir nada más. Para que no puedas salir huyendo en plena noche.
– ¿Tan terrible es?
– Digamos que mi hermana sólo es feliz rodeada de melodrama y que tengo una tía que tiene por costumbre seducir a maridos y novios ajenos. Como sin duda te habrá dicho tu madre, el novio es mi ex. Y eso es sólo el principio.
– Parece divertido.
– No sabes cuánto. ¿Te apetece probar?
– Creo que podré arreglármelas. ¿Tú lo dudas?
No, teniendo en cuenta que la miraba como si fuera una deliciosa golosina. Lo cual era imposible: tenía que ser un efecto visual producido por la luz. O algún problema con sus gafas.
– Deberíamos… eh… registrarte en el hotel -dijo Katie-. ¿Has venido mucho a Fool's Gold estos últimos años?
– No había estado aquí desde nuestro último encuentro.
– Pero te criaste en Sacramento -dijo ella-. Y está muy cerca.
– Pero después de la facultad me fui en dirección contraria. Hacia la costa -paseó la mirada por el vestíbulo-. Según parece, aquí se esquía muy bien en invierno.
– ¿Tú esquías?
– Un poco. Me gusta mucho, pero no se me da muy bien.
– A mí también -dijo Katie-. Es más fácil que el snowboard, por lo menos para mí. Me encanta probar distintos deportes, pero de momento no he encontrado ninguno que se me dé del todo bien -lo condujo hacia el mostrador de recepción-. Aquí hay algunas pistas excelentes en invierno. Pero en esta época del año lo mejor es acampar y hacer senderismo. El hotel se dedica a celebrar bodas y cursos de fin de semana. Trae a chefs de cinco estrellas o a expertos en arte. Esas cosas. Y viene gente de todas partes para asistir a conferencias o ver exhibiciones.
– ¿Trabajas en una agencia de viajes en tu tiempo libre?
Katie se rió.
– Vivo en el pueblo. No es difícil mantenerse al corriente de lo que pasa.
– ¿Creciste aquí y nunca has querido irte?
Ella ladeó la cabeza, pensativa.
– No, la verdad. Fui a Ashland College y, aunque me encantó, estaba deseando volver. Fool's Gold es mi hogar -hablaba con certeza, como si aquella creencia fuera inamovible.
Jackson se había sentido a gusto en Sacramento, durante su infancia, y después en el MIT. Había vivido en la costa este una temporada, pero al decidir montar su propia compañía de software, se inclinó por el oeste. California tenía algo especial. Ahora vivía en Los Ángeles y, aunque le encantaba la ciudad, no podía afirmar que fuera su hogar con el mismo fervor que Katie.
Se había llevado una sorpresa con ella. Tenía mucha energía, como si disfrutara de todo lo que hacía. Sus ojos azules brillaban con humor e inteligencia. Era tan curvilínea y tentadora que, con sólo entrar en una habitación, te dejaba sin aliento. Había algo especial en su modo de moverse: una especie de determinación y de sutil sensualidad que hacía que algunas partes del cuerpo de Jackson gruñeran de ansia.
A los trece años, lo había aterrorizado. Catorce años después, era una tentación, aunque Jackson no fuera a hacer nada al respecto. La hija de la mejor amiga de su madre era terreno prohibido. Y no sólo porque sus madres quisieran controlar cualquier posible relación entre ellos, sino porque Jackson imaginaba perfectamente lo que diría su madre si sospechaba que se disponía a romperle el corazón a la hija de su mejor amiga. Una lástima, pensó con no poco pesar.
– La familia ocupa un ala del hotel -iba diciendo Katie mientras se acercaban al mostrador de recepción-. Pero me he asegurado de que no te pusieran cerca. No queremos que la tía Tully se cuele en tu habitación en plena noche -su sonrisa se volvió malévola-. Todavía eres joven: te causaría un trauma irreparable.
– No sé si me muero por conocerla o prefiero esconderme.
– Yo te protegeré.
Él se registró rápidamente en el hotel, después de lo cual le dieron una llave antigua.
– Es por aquí -dijo Katie, indicando los ascensores del fondo del pasillo-. Prepárate, porque todo empieza esta noche. Hay una fiesta -se detuvo y lo miró.
– Las fiestas están bien.
– Una fiesta de disfraces con temática de los años cincuenta. Ya tienes un disfraz en tu habitación.
¿Una fiesta de disfraces? Jackson notó que su madre se había callado unos cuantos detalles.
– Suena genial -mintió.
Katie se rió y le tocó el brazo.
– No te preocupes. Los chicos sólo tienen que llevar camisa blanca de manga corta. Puedes ponerte vaqueros y, si tienes mocasines, mejor que mejor.
– ¿Con calcetines blancos?
– Ése sería el toque ideal.
Jackson notaba la calidez de sus dedos en la piel. Le gustaba que tuviera por costumbre tocar a los demás. Le daba ganas de tocarla a él también. De tomar el control de la situación.
Bajó la mirada hacia su boca y allí la dejó. Sus labios eran tan curvilíneos y carnosos como el resto de su cuerpo. Katie era la exuberancia personificada.
– A mí me toca llevar falda de campana -prosiguió ella-. Con rebequita, ¿te lo puedes creer?
Una imagen interesante, pensó Jackson sin dejar de mirar su boca. Nunca antes le había atraído la moda retro, pero tenía la impresión de que, gracias a Katie, iba a aficionarse a ella.
– Creo que deberíamos coordinar lo que vamos a decir -dijo ella con voz levemente crispada.
Él la miró con esfuerzo a los ojos. Tenía las pupilas un poco dilatadas y parecía algo jadeante.
– Sobre cómo nos conocimos -añadió.
– Podríamos decir la verdad: que nos emparejaron nuestras madres.
– Eh, sí. Eso está bien -se aclaró la garganta-. ¿Hace seis meses, digamos?
– Por mí, bien. Estamos juntos desde entonces -sonrió-. Me sorprendió un poco que me invitaras a dormir contigo en la primera cita, pero, como soy un caballero, no tuve valor para negarme.
Los ojos de Katie se agrandaron y luego, al juntarse sus cejas, volvieron a achicarse.
– ¿Cómo dices? Eres tú el que a los quince minutos de conocernos estaba completamente loco por mí. Prácticamente me acosaste. Yo sólo salí contigo porque me sentía culpable por haber puesto tu vida patas arriba.
Jackson se rió.
– O podríamos quedar en un término medio. Atracción mutua y un interés creciente.
– De acuerdo. Aunque me gusta mucho la idea de que estuvieras desesperado.
Katie no tenía ni idea de lo poco que haría falta para ponerlo en ese estado, pensó él, y de nuevo tuvo ganas de tocar su piel para ver si todo su cuerpo era tan suave como sus manos.
Echaron a andar hacia los ascensores. Pero, antes de que llegaran, una mujer atractiva, de más de cincuenta años, se acercó a ellos a toda prisa. Jackson reconoció a la mejor amiga de su madre.
– Hola, Janis -dijo-. Me alegro mucho de verte.
– Howie -dijo ella, distraída.
Jackson intentó no hacer una mueca al oír aquel nombre. Su madre se negaba a llamarlo de cualquier otro modo, así que era lógico que Janis ignorara que ya no respondía a aquel patético nombre.
– Tenemos una crisis -le dijo Janis a su hija.
– ¿Sólo una? Estaba segura de que habría más.
– No tientes al destino. Todavía es pronto -Janis exhaló un suspiro-. Se trata del pastel. O, más bien, de la pastelera. Por lo visto los adornos se hacen antes, luego se hace la tarta y después se junta todo y queda precioso. No estoy muy segura de los detalles.
– Está bien, ¿cuál es el problema?
– Que la pastelera ha tenido un accidente de coche. Se ha roto un brazo y no estará recuperada hasta dentro de dos meses. No quisiera parecer cruel, pero ¿tenía que pasar precisamente hoy? La tarta iba en el coche. Así que tenemos los adornos, que llegaron ayer, pero no tenemos tarta -Janis agarró el brazo de su hija-. Yo no puedo ocuparme de esto. Tu hermana está histérica, tu padre se está escondiendo porque me ve cara de pánico. Están llegando tus parientes y la tía Tully ya ha intentado ligar con el botones. Tienes que ayudarme.
– ¿Por qué dices «mis parientes»? -preguntó Katie-. ¿«Mi hermana»? ¿«Mi padre»? También son tu familia.
– No me estás ayudando -contestó Janis, con voz cada vez más chillona.
– Perdona. Encontraremos otro pastelero.
– ¿Cómo? Estamos en plena época de bodas. Estarán todos ocupados. Esto es una señal. Esta boda va a ser un desastre, lo intuyo.
– Cálmate, mamá.
– No puedo.
Jackson sacó su teléfono móvil.
– Quizá yo pueda ayudar. Tengo una amiga que tiene un negocio de catering. Antes decoraba tartas. Seguro que puedo convencerla para que nos ayude.
Janis se volvió hacia él.
– No juegues con mis sentimientos, Howie. Estoy al borde de un ataque de nervios.
– Voy a llamarla ahora mismo -pasó su lista de contactos hasta que encontró el número de Ariel. Ella contestó unos segundos después. Jackson la saludó y le explicó el problema.
– No será tu boda, ¿verdad? -preguntó ella, recelosa.
– No. Es la de una amiga. Estoy pasando el fin de semana aquí, y luego volveré a casa.
Ella titubeó.
– Normalmente no tendría tiempo, pero me han cancelado un encargo a última hora. Estaré allí por la mañana. Necesitaré acceso a la cocina para preparar la tarta -mencionó un precio que hizo dar un respingo a Jackson, pero Janis se limitó a asentir con la cabeza.
– Genial -dijo-. Estoy deseando verte.
– Gracias. Nos vemos pronto -cuando colgó, Janis le dio un abrazo.
– Nos has salvado a todos.
– Es una tarta, no un rescate de un edificio en llamas.
– Es casi lo mismo -ella se llevó la mano al pecho-. Ya puedo respirar otra vez, por lo menos hasta que estalle la siguiente crisis. Ahora, id a vuestras habitaciones a prepararos para la fiesta. Yo voy a emborracharme -se dirigió hacia el bar.
Jackson pulsó el botón del ascensor y miró a Katie.
Ella levantó las cejas.
– Entonces… Ariel es una ex novia.
– ¿Cómo lo sabes?
– Los hombres no suelen tener el número de una pastelera grabado en la lista de marcación rápida.
– Está en mi lista de contactos. Es distinto.
– Pero se le parece.
Se abrieron las puertas y entraron en el ascensor. Katie apretó el botón del cuarto piso.
– ¿Acabasteis mal? -preguntó.
– No, la verdad es que fue muy fácil. Ella me dejó. Yo pensé que estaba destrozado, pero no fue así -se había recuperado tan rápidamente de la ruptura que había llegado a la conclusión de que estaban mejor siendo amigos.
– Supongo que eso es preferible a pasarse meses llorando por alguien.
Él la miró.
– ¿Eres de las que se pasan meses llorando?
– Bueno, he estado un poco deprimida un par de veces en mi vida, pero pasarme meses llorando, eso nunca.
El ascensor se detuvo y salieron. Katie lo condujo hacia su habitación.
– La mía está enfrente -dijo.
Él miró la puerta y luego la miró a ella.
– ¿Puedo fiarme de ti? -preguntó.
Katie sonrió.
– Si hubieras sido tan divertido hace catorce años, no habría amenazado con darte una paliza.
– Si hubiera sido así hace catorce años, habría querido que lo intentaras.
Se miraron el uno al otro. Katie parpadeó primero; después, miró su reloj.
– Este disparate empieza dentro de una hora -dijo-. Prepárate.
– No me asusto fácilmente. Además, te tendré a ti para protegerme.
– Reza por que la tía Tully no se fije en ti.
– Puedo arreglármelas con la tía Tully.
– Eso dices ahora -dijo Katie por encima del hombro mientras se alejaba.